Alberto abrió la ventana de su oficina y miró hacia abajo. Había pocos autos y a esa hora de la siesta la calle casi desierta parecía una foto. El apacible panorama lo hizo sonreír. Le gustaba esa tranquilidad de verano, que todo el mundo estuviera en las playas o en los lagos del sur y la ciudad pudiera mostrar un rostro más amable. Él había pensado ir unos días a Zapallar y finalmente optó por prestarle su casa a la Maca Huidobro y quedarse en Santiago. Sus hijas estaban en el lago Caburgua con sus familias. La Marisol no salía de vacaciones hasta mediados de febrero. No había mucho trabajo en la oficina, pero las quejas de la Eudosia lo estaban volviendo loco y prefería volver a la casa una vez que la nana se hubiese marchado. Sus padres llevaban casi un mes en Zapallar cuando a su papá le dio neumonía y tuvieron que traerlo a la Clínica Santa María donde estaba reponiéndose. De la Pila no sabía nada. ¿Estaría en Cartagena? La última vez que hablaron le contó que había vuelto con Gonzalo Carrera. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía, no pondría sus manos al fuego por esta reconciliación, le dijo. Si el libro que acababa de terminar resultaba un nuevo desastre, Gonzalo no volvería a verle un pelo, ella no se mamaba otra seca ni otro intento de suicidio.
El recuerdo de la Pila le arrancó un suspiro. Echaba de menos su vida con ella. Aunque le hubiera pasado lo peor que pudiera pasarle y se hubiera librado del temor a perderla, la ausencia de la Pila seguía siendo una especie de presencia constante. Su rutina no había sufrido grandes alteraciones: de la casa a la oficina, de la oficina a la casa, dos o tres veces por semana almorzaba en El Golf con algún amigo, los martes en la tarde visitaba a su mamá, una que otra vez invitaba a la Maca a cenar al W. No sería el pasar más alegre, pero él nunca había sido un hombre alegre.
Bostezó.
Pito había dicho que llegarían a las cuatro. Hacía tiempo que no veía a Juan Carlos Echaurren. Muy buena persona, Patato, un gran caballero, siempre le había caído bien. Cuando él estaba casado con la Pila y Patato con la Maca Huidobro salían a comer juntos a cada rato. Ahora se alegraba de verlo, era un hombre inteligente, notable empresario, sino el más rico, uno de los más ricos de Chile. Había sido alumno del San Ignacio, no del Verbo como casi todos sus amigos, lo llamaban “el izquierdoso” aunque no tuviera un pelo de izquierdista, sin embargo, era el único de todo su grupo que estuvo por el No en el plebiscito. Patato y mi mamá.
El citófono lo sacó de sus pensamientos.
—¿Don Alberto? Don Ismael y el señor Echaurren están aquí.
—Hágalos pasar, Marisol. Prepare café, por favor.
—¡Patato! ¡No sabes el gusto que me da verte! —exclamó Alberto, dándole efusivos golpes en la espalda—. Sino fuera porque la Maca me tiene al tanto de tus cosas no sabría nada de ti.
La sonrisa de Patato dejó ver una hilera de dientes blancos y parejos. Tenía cincuenta y cuatro años que no representaba, era muy esbelto, una mata de pelo negro enmarcaba la cara de huesos cuadrados y el azul oscuro de sus ojos un poco juntos contrastaba con la blancura de su piel. Alberto lo miró de arriba abajo con una pizca de envidia, qué manera de conservarse joven.
—Se ve que la vida te ha tratado bien —le dijo.
—Este gallo se enamoró, huevón, por eso anda rejuvenecido.
—Bueno, sí, algo de eso hay —afirmó Patato—. La verdad es que me calzaron medio a medio.
—¡Pero qué buena noticia, hombre! ¿Y se puede saber quién es la afortunada?
—Si la vieras te quedarías sin aire, huevón. ¡Puta la mujer linda!
—Se llama Henrietta Weigel —dijo Patato—. Y en realidad es preciosa, pero no creas que me enamoré solo de su belleza, Henrietta es una de las personas más inteligentes que he conocido, entretenida, cariñosa… mejor no sigo, vas a creer que me estoy poniendo chocho.
—¿Dónde la conociste? —preguntó Alberto.
—Nos conocimos en uno de los tantos viajes que me tocó hacer mientras montábamos la hidroeléctrica con Carolo Lyon. Era azafata de LAN.
—Y por lo visto la cosa va en serio, huevón. No me extraña nada que Patato haya caído redondo, yo sabía que esas lolas iban a pasar a la historia en el momento en que encontrara una mujer que valiera la pena. ¿O me equivoco?
Patato asintió con la cabeza.
—Te felicito. Las lolas están bien para pasar el rato —dijo Alberto, y temeroso de que le preguntara por su propia soltería, cambió de tema—. ¿Quieres tomar algo?
—Dame un café negro.
—¡Ya, huevón! Vamos a lo nuestro —dijo Pito, juntando las manos como si fuera a rezar—. Javier Santa María vuelve a Chile forrado en plata y quiere invertir en un proyecto interesante. La semana pasada llamó a Patato desde Los Ángeles y lo invitó a participar. Patato le habló de nosotros dos y el huevón quedó encantado.
—¿Javier viene para quedarse? ¿Y no le estaba yendo tan bien en esa clínica de Beverly Hills?
—Más que bien, huevón, se hizo de veinte millones de dólares en diez años, puro operando, sin arriesgar un cobre. Se ha hecho famoso como cirujano plástico en California. Dicen que una prima de la Angelina Jolie se sacó los colgajos del brazo con él. Ha ganado no sé cuántos premios, inventó una cuestión que se llama anestesia tumescente, la usan en casi toda Europa, hasta en Alemania, huevón.
Alberto alzó las cejas.
—¿Y por qué vuelve a Chile?
—Parece que fue cosa de la Ana María —dijo Patato—. Hubo un problema con su niñita, la Pía. La tenían en uno de esos colleges feministas y algo me dijo Javier de una roommate lesbiana. La cosa es que a la Ana María le entró pánico, sacaron a la chiquilla del college y decidieron regresar a Chile.
En pocas palabras Patato expuso el plan: Santa María quería asociarse con un par de hombres de negocio y poner una clínica de cirugía estética con toda la tecnología californiana. Traería implantes mamarios de titanio, nuevas técnicas de laserlipólisis, su anestesia tumescente y otros adelantos que aquí no existían. Él y Pito le habían ofrecido crear juntos una sociedad médica que constara de la clínica, por supuesto, una Isapre y las propiedades necesarias para ambas cosas, vale decir una casa para la clínica y oficinas para la Isapre.
—¡Qué te parece, huevón!
—Te estarás preguntando cuál sería tu papel en todo esto
—siguió Patato.
—Sí, y también me estoy preguntando de dónde sacaron que puede ser un negocio tan fácil. No quiero ser aguafiestas, me gusta analizar las posibilidades con lupa antes de lanzarme al agua.
—Mira, huevón, en este país hay dos bienes de consumo que son minas de oro, hay que tratarlos con cuidado porque se trata de áreas sensibles, pero dan muuuuucha plata. Uno es la educación y el otro es la salud. Los avispados que arriendan propiedades a las universidades privadas se han llenado de oro. Ya sabemos cómo se han forrado los que tienen Isapres. ¡Mira las tremendas ganancias de las Isapres! ¿Y qué le estamos proponiendo a Javier Santa María? Una Isapre que cubriría las operaciones de la clínica, oficinas para la Isapre y la casa donde funcionaría la clínica. Clarín clarete, huevón. Tú te encargas de las propiedades, Patato de la Isapre, yo quiero gerentear la clínica, me fascina la idea de dirigir un negocio que no he hecho nunca antes.
Alberto le pegó una mirada atónita.
—La idea es que te hagas socio como propietario —intervino Patato—, es decir, que financies la tercera parte de una casa para la clínica y las oficinas para la Isapre y nosotros te arrendaríamos ambas cosas. Tendrías una buena participación en el negocio de la clínica, veinticinco por ciento, diez por ciento en el de la Isapre y como corredor de propiedades te quedarías con el cien por ciento de los alquileres.
Alberto empezó a entusiasmarse. Veinticinco por ciento, más un diez por ciento, más cien por ciento en los arriendos…
—Mmm… puesto así suena atractivo, lo que no veo es cómo podría ser buen negocio para una Isapre cubrir gastos de cirugía estética. Esas operaciones cuestan un ojo de la cara, de hecho ninguna Isapre las cubre.
—No las cubren porque no son imaginativos —retrucó Patato—, no se dan cuenta de que están tirando miles de millones a la basura al pagar por operaciones que cirujanos chantas les pasan como cirugías del riñón y son abdominoplastías. Si una Isapre tuviera la inteligencia de financiar una, solo una cirugía estética por grupo familiar al año, se llenaría de gloria, viejo.
—¿No sería un desangramiento? —preguntó Alberto.
—Para nada, viejo, mira: yo soy la Isapre, ¿okey? Contrato seis cirujanos plásticos, buenos, calificados. Ponte que les pague tres millones de pesos a cada cirujano y los tengo operando cinco días a la semana, el otro día se lo dejo para su consulta, que opere en otro lado, que haga los que quiera. Por dieciocho millones, más lo que me cuesta el pabellón, puedo dar servicio de cirugía estética todo el día, viejo.
—¿Viste, huevón? Súmale a eso que la clínica también será nuestra y saca tú mismo la cuenta.
—Claro —siguió Patato—. Al día siguiente todas las mujeres se van a tu Isapre. Todas.
—Yo no lo veo tan claro —dijo Alberto—. Me temo que si creamos un seguro médico, que cubra cirugía plástica, vamos a vernos con una cola de mujeres pechando para estirarse la cara cada vez que tengan un matrimonio.
—Es que no es tan así, huevón, la Isapre cubrirá un cierto número de intervenciones, cada cierto número de años, pero la cosa no es La Polar llegar y llevar, no pues, huevón, usted se me pone toxina botulínica este año, pero no se me vuelve a poner hasta dos años más, se me levanta las tetas, pero una vez cada cinco años, nomás, pues, huevón. Y el seguro va a ser caro. Estamos hablando de medicina de lujo para gente con plata. Las señoras de los obreros no se estiran la cara, huevón. La cirugía estética jamás ha sido para proletas, aquí estamos hablando de otra cosa. ¿Y por qué es buen negocio? Porque las minas con plata están dispuestas a pagar lo que sea con tal de que les saquen los rollos, les borren las arrugas, les levanten el poto y les pongan tetas ricas. Lo otro es que una vez que empiezan a estirarse, disimular los surcos y entrompar la boca, ya no paran, huevón.
—¿Cómo es que no paran? ¿A qué te refieres? —preguntó Alberto, pensando en su hija Pilarcita, que había insistido en echarse una de esas sustancias en la frente y en los labios.
—¡No pueden parar, huevón! Habla con cualquier plástico y te dirá que el Botox se disuelve, las patas de gallo vuelven, los surcos vuelven, todo vuelve y hay que operarse de nuevo.
—Así es —confirmó Patato—, y por lo mismo nuestra Isapre tendría una variante respecto de las otras, cubriría el cien por ciento, y no solo para cirugía estética sino para todo lo demás. Nuestra idea es crear una Isapre como la Blue Cross & Blue Shield de Estados Unidos, un seguro muy caro, pero muy eficiente, usted paga y yo le cubro absolutamente todo, incluso los remedios. Puede operarse de lo que quiera, cuando quiera, en cualquier clínica y con cualquier médico.
—Y como vamos a ser dueños de la Isapre y de la clínica de cirugía plástica, nada de andar pasando como hemorroide un procedimiento de hilos tensores, para que pague la Isapre, huevón, no, aquí no habrá engaños de ese tipo.
—Exacto —acordó Patato—, los guardianes de la Isapre vamos a ser los mismos dueños de la clínica.
—A ver si lo tengo claro —dijo Alberto, a la vez que anotaba unas cifras en su iPad—. Mi inversión consistiría en capital para las propiedades y mis ganancias en el alquiler de estas propiedades, más el veinticinco por ciento de lo que gane la clínica y el diez por ciento de la Isapre.
—Exactamente, huevón, y la Isapre se va a llamar El Cóndor, ¿te gusta el nombre? El Cóndor: vuela alto, vuela mejor.
—¿Ya le tienen nombre? —preguntó Alberto, anonadado.
—¡Esto se arma en un santiamén! No hay para qué calentar asiento. Los billetes están, las ganas están. ¿Qué dices, huevón? ¿Entrái o te quedái afuera, muerto de envidia, viendo cómo nos forramos?
—Déjenme pensarlo.