Cuando volví a abrirlos estaba en lo que parecía un almacén. Me miré; mi ropa no era la misma con la que «morí». Llevaba vaqueros, una camiseta de manga larga y un mandil verde. ¿Verde? ¿Con una sirena estampada en él? ¿En serio? Me reí sin ganas.
Soy una camarera del Starbucks… Si Dios existe, y creo que visto lo visto es así, es un jodido cachondo, porque yo odio el café.
—Lorena. —Un chico había entrado en el almacén a buscarme—. ¿Has encontrado el jarabe de vainilla?
—Sí —dije sin pensar al notar que tenía algo entre las manos. Miré y de pura chiripa había acertado.
—Tráelo por favor. Lo necesito. —Sonrió al decírmelo.
Yo trabajando en un Starbucks. Aquello sí que era una broma del destino. Muerta y entre café.
Parecía que hubiese vivido toda la vida entre tazas, mezclas de café, bollos y sonrisas. Yo, con lo poco que antes solía sonreír, ahora tenía la sonrisa todo el día en la boca. Que si un «café con bla, bla, bla», que si una «infusión con bli, bli, bli», que si «tenga un buen día», que si «espero que su madre esté mejor». (¿Cómo sabía yo esas cosas?)
—Miguel —llamé a mi compañero—, ¿cuánto tiempo llevo trabajando aquí?
—¿No te acuerdas? —se rio él.
—Mañana va a hacer cuatro meses que estás haciendo «cafeletes» —contestó Rocío, otra compañera.
—No sé, es que tengo la sensación de haber trabajado aquí toda la vida —salí del paso.
—Anda, ve a la barra, que te toca.
—Bienvenido a Starbucks, ¿en qué puedo ayudarle?
—A mí en nada, pero ponme un café.
Lo miré con intensidad y sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Era «él».
—¿Lo quiere…? —y solté toda la parrafada de turno, sonriendo como una idiota.
—Sólo un café con leche. —Lo oí suspirar—. ¿Es que nadie me puede preparar un simple café? —terminó por lo bajo.
No había mucha gente en el establecimiento, estábamos a punto de cerrar, así que le preparé yo misma el café y se lo di después de cobrarle.
—Aquí está. Y que tenga una noche fantástica.
Soltó un gruñido antes de sentarse a una mesa y sacar un ordenador.
Lo observé detenidamente desde donde estaba, mientras disimulaba haciendo como que limpiaba la barra. Tenía una mirada penetrante, los ojos verdes, nariz y mentón prominentes y unos labios muy «besables». Y yo, muerta (o casi). «¡Qué cabrón el de arribaaaa!», pensé.
Él no tardó mucho en tomarse el café, cerrar el portátil, con más fuerza de la necesaria, y salir por la puerta.
Aquella noche me despedí de mis compañeros y caminé sin rumbo. En realidad, no sabía adónde ir. ¿A mi casa? ¿Para qué, si no tenía llaves? ¿A la casa de mis padres? Los podría matar del susto. ¿Al hospital, a verme en coma? No, eso sí que sería muy gore.
Me paré en una plaza, mientras a mi alrededor la gente caminaba con destino a sus casas. Suspiré y cerré los ojos un momento, disfrutando de uno de los pocos ratos que me quedaban en la Tierra…
Al abrirlos tuve que volver a ajustar la vista. Estaba de nuevo en aquel lugar brillante y aséptico, el lugar que acababa de bautizar como mi limbo particular. Aunque, por lo que yo sabía, según palabras del papa Benedicto XVI el limbo ya no existía.
—Efectivamente el limbo nunca ha existido. —Aquella mujer respondió a mi pensamiento—. ¿Qué tal, Lorena?
—Hola, ¿tenía que ser un Starbucks? —pregunté, a la par que levantaba una ceja preguntándome cómo podía saber lo que pensaba y ella se encogía de hombros.
—Es donde tenía que ser —respondió escueta.
—Aún no estoy muerta, ¿verdad? —dije, mientras me sentaba en un sillón que había frente a ella.
—No, aún no lo estás. Estás en coma en el hospital. Y no te recomendaría ir allí.
Me vio abrir mucho los ojos, asombrada porque de nuevo me había leído la mente.
—Sí, puedo ver todos tus pensamientos. No sirve de nada que veas cómo quedaste después del accidente, y además nadie te reconocerá. Eres tú, tienes tu mismo rostro, pero nadie te ve como la Lorena de antes del accidente, sino como una persona diferente. Es como si ahora tuvieras una vida nueva. Y cuando te marches definitivamente, nadie te recordará.
—¿Nadie? —No podía asimilar todo lo que estaba pasando por mi cabeza.
—Te recordarán como la Lorena del accidente. Esta otra Lorena sólo ha «nacido» para ayudar a alguien. Así es como la gente conoce a sus ángeles de la guarda.
—No existo. —Me aferré al sillón.
—No, no es exactamente eso. Ahora existes, eres. Pero antes no existías y después no existirás.
—Pero…
—Tranquila. Sabrás todo lo que necesites sin preguntar. Simplemente lo sabrás.
—¿Y dónde voy a vivir? ¿Qué es lo que voy a hacer cuando...?
—No te preocupes por eso. —Hizo un movimiento con la mano y se abrió una puerta tras la que apareció lo que parecía un piso—. Ésta es tu casa hasta que vayas al otro lado.
Me levanté y fui en dirección a aquella puerta que se abría frente a mí. Traspasé el umbral y me llevé la mayor sorpresa de mi vida. Estaba entrando en la casa de mis sueños, decorada como siempre había imaginado y con la distribución exacta. Me tapé la boca con la mano, a punto de llorar. Volví la cara para mirar a mi «guía», si podíamos llamarla así, que con una media sonrisa estaba cerrando la puerta.
Las lágrimas asomaban a mis ojos, pero no quería llorar. Todos los rincones de aquella casa estaban tal como yo los había imaginado. Los cajones tenían cada una de las cosas que alguna vez puse en una lista de sueños. Las dos habitaciones que la componían eran perfectas. Un dormitorio precioso y un pequeño despacho con una mesa, silla, una estantería llena de libros y cuanto siempre había deseado, sólo para mí.
Abrí un cajón del dormitorio al azar y encontré pijamas de mi talla.
«Mi talla», me dije.
«¿Quién soy ahora? Me han dicho que soy yo, pero que no soy yo.» Sin embargo, más allá de ese diálogo existencialista conmigo misma, lo que necesitaba por encima de todo era un espejo. Para poder recorrer mi nuevo cuerpo, el de esa que me habían dicho que era y no era yo.
Caminé por la casa buscando algo lo bastante grande como para poder verme por completo y, quizá, reconocerme.
En el pasillo lo encontré. Me acerqué con miedo. Quizá sólo viera reflejado a un bicho de esos de The Walking Dead.
—Venga, Lorena, tú no has sido cobarde en tu vida —me dije en voz alta, tratando de animarme un poco.
«¿A quién voy a convencer? Si yo, la única con la que estoy hablando, está cagada.
»Venga, a la de tres, me miro.
»Uno.
»Dos.
»Tres.»
De un ridículo salto me puse delante del espejo. Y sí, allí estaba yo.
La que vi reflejada era yo. La chica de pelo y ojos oscuros y labios apetecibles. Fui girando para mirarme desde todos lados y sí, allí estaban mis pechos, agradables, para qué negarlo, y mi culo respingón. Lo dicho, mi cuerpo de chica normal no había cambiado, hasta la peca que tenía en el hombro izquierdo estaba en su sitio.
Lorena, la de un metro sesenta, cuerpo bien torneado y facciones agradables.
Seguía estando allí y, si aquélla era mi última oportunidad, iba a disfrutarla como nunca. Y aunque me hubiesen dicho que en el otro lado eso se olvidaría, que lo que en ese momento estaba sintiendo, el dolor, la pérdida y el arrepentimiento por el tiempo perdido, no tendría sentido y todo sería luz, lo iba a aprovechar como nunca.
Caminé de nuevo hacia la habitación y acaricié la mullida cama, mientras me metía entre sus suaves sábanas. Dormiría, con los ojos llenos de lágrimas que pugnaban por salir. Pero dormiría.
Dirigí mis pasos, esta vez más lentos, hacia la puerta trasera. Mis compañeros ya habían llegado y estaban a punto de abrir la cafetería. Miré y vi que el hombre de la noche anterior estaba esperando fuera.
—Dejad, chicos —me apresuré a decir—, ya abro yo.
—Perfecto, así me pongo yo con la cafetera —contestó Rocío.
—Y yo saco el pedido de leche —añadió Miguel.
Me dirigí con premura a activar la apertura de la puerta automática y, con una sonrisa de oreja a oreja, le di la bienvenida al desconocido.
—¡Buenos días! Me alegra volver a verle.
Su mirada se cruzó con la mía. Tuve la sensación de que iba a soltarme alguna burrada, pero algo lo detuvo. Me miró intensamente y luego farfulló un casi inaudible «buenos días».
Sin perder un segundo, se dirigió directo a la barra para pedir un café con leche y, después de que se lo sirvieran, se sentó a la misma mesa de la noche anterior, abrió el ordenador y se puso a trabajar en lo que fuera que estuviera haciendo.
Al cabo de un rato, pasado el estrés de la primera hora, con los clientes apresurados, pidiendo su café para llevárselo, mi cuerpo pidió un mini-descanso para poder visitar el excusado. Me hacía pis y no había más remedio que darle gusto al cuerpo, así que caminé con mi aún terrenal organismo hacia el servicio e introduje la clave para poder abrir la puerta. Cuando lo hizo, sentí que entraba en la mismísima cámara del tesoro. Acerqué una mano al pomo de la puerta del servicio de chicas y, al hacerlo, posé un pie justo encima de un charco de lo que fuera y enseguida sentí que perdía el equilibrio y me iba hacia el suelo. «Mierda de ángel de la guarda que estoy hecha», pensé, cerrando los ojos mientras esperaba una caída que nunca llegó.
Me di cuenta de que unas manos me estaban sujetando por la cintura. Abrí los ojos y me encontré con él, con aquellos preciosos ojos suyos de color verde enfrente. Como buenamente pude, recuperé el equilibrio sujetándome a sus brazos y sonriéndole tontamente.
—Gracias —susurré sin apartarle la mirada.
—Deberías mirar por dónde pisas —me respondió serio—. Si yo no hubiera estado aquí, podrías haberte dado un golpe fuerte o tal vez matarte.
—Si tú supieras! —susurré.
—¿Perdona? —Aún me sujetaba por la cintura.
—No, nada. —Carraspeé—. Que gracias por la ayuda, me habría dado un buen golpe.
—No hay de qué. —Sus manos se separaron de mi cintura, dejándome un frío extraño en el cuerpo—. Creo que esto se merece que me invites a un café.
—¡Claro! —Sonreí—. Es lo menos que puedo hacer, dile a Rocío…
—No, no me refiero aquí. Este café ya me lo conozco, en otro sitio. —Acercó su cara a la mía y susurró—: Te he salvado la vida.
—Pero…
No supe qué decir ni qué hacer. Sólo pude mirar cómo se marchaba. Justo antes de salir por la puerta, se volvió y me guiñó un ojo con aquella extraña mirada.
Después de recuperarme de la «no caída», de sus manos y de su mirada (y de hacer pis), regresé arriba y vi que ya no estaba en la cafetería. Me planteé si en mi nueva corta vida aquel tipo era el que me habían «asignado para mi misión», o bien me habían puesto delante de las narices un hombre de bandera para que me diera un meneíto antes de irme al otro lado.
En serio, aquello era de locos. Todo lo que estaba viviendo en ese momento era jodidamente real, pero en mi mente sólo aparecía un mantra: «Esto no es verdad y estoy en el hospital a la espera de despertarme, porque todo es producto de un traumatismo. Muy a Los Serrano». Lo malo es que cada vez que me pellizcaba me dolía como el demonio, así que dudaba por completo de lo que era real y lo que no.
Dejé el mandil detrás de la puerta, después de cambiarme el uniforme por la ropa que me había puesto por la mañana. Y lo que me había puesto era un atuendo de ensueño, ya que al abrir el armario me enamoré de un vestido precioso, vaporoso, que no era muy de invierno, pero con unas buenas medias y unas botas que estaban entre mis pertenencias, conjuntaban de fábula y también con el abrigo que cogí. No sabía, ya lo he dicho, si podrían ser dos o diez días, pero los iba a disfrutar.
Salí un poco antes; los turnos se iban cambiando y yo, al parecer, trabajaba todas las horas del mundo. La verdad es que no me sentía para nada cansada, ni hambrienta… ¡No había comido nada desde la fatídica noticia de mi coma! Y lo peor era que no tenía nada de hambre.
—Me pasaré por alguna pastelería y me compraré tres donuts y dos cruasanes. Para lo que me queda de estar en el convento —me dije en voz alta.
—Pues si quieres te acompaño y así me pagas el café que me debes —dijo una profunda y sensual voz a mi lado.
Me llevé las manos al pecho por el susto.
—Perdona, te he dado un susto de muerte.
Lo miré con una ceja levantada. Una mala elección de palabras, querido.
—Pues la verdad es que muerta, lo que se dice muerta… —Me mordí la lengua.
—He pensado que tal vez te apetecería salir a tomar ese café. —Aunque sus palabras eran amables, su mirada seguía siendo lejana y preocupada.
—No estoy acostumbrada a que me asalten de esta manera para tomar café. En general me gusta saber el nombre de las personas con las que hablo. —Esbocé mi mejor sonrisa—. Y la verdad es que el tuyo nunca lo hemos sabido.
—Eso es verdad. —Me tendió una mano para estrechar la mía—. Me llamo Mark, Mark Wedder.
—¡Leche! Casi como el de los coches. —Se la estreché a modo de saludo.
—Sí —ladeó la cara—, y además los dos somos australianos.
—¡No lo pareces! —Me sorprendió que no tuviera nada de acento.
—Lo sé, lo único que tengo de allí es mi nacionalidad —sonrió.
—Pues yo me llamo Lorena y soy de aquí de toda la vida —sonreí yo también ante la visión de semejante hombre.
—No creas que siempre me acerco a las mujeres de esta manera. Más bien no suelo acercarme mucho.
—¿No te gustan? —Ahí estaba mi misión: tenía que ayudar a un gay a salir del armario.
—Sí, me gustan —carraspeó un poco—. Me gustáis. Pero no estoy en mi mejor momento. Dejémoslo ahí. —Se puso colorado como un tomate.
—Mark, me estoy helando de frío. —Quise despejar un poco el ambiente y me cerré el abrigo resoplando, para disimular mi mal radar—. Y además no he comido nada en todo el día.
Me miró muy serio y pensativo y acabó diciendo:
—Pues ¿por qué no te vienes conmigo? —Señaló su coche—. Te invito a cenar a un sitio espectacular.
—¿Así, a lo loco, sin conocerte de nada?
—Tienes razón, será mejor que me vaya. —De repente su rostro mudó en decepción—. Creo que me he precipitado.
—¿Puedo fiarme de ti? —intenté salvar la situación.
—Creo que sí —sonrió ligeramente.
—Pues, y te lo digo en serio, no tengo nada que perder. —Ya estaba muerta.
—¿Y piensas ganar algo? —Me hizo un guiño mientras me acompañaba a su coche.
Después de callejear un rato por la ciudad adornada con las luces de Navidad, acabó dejando el vehículo en el aparcamiento de un pequeño edificio en un barrio bohemio.
—Anda, esto es un hotel —me sorprendí—. ¿No crees que estás corriendo mucho?
—¡No por Dios! —El color carmesí volvió a apoderarse de su rostro—. El hotel es mío y me gustaría invitarte a cenar aquí.
Me eché a reír por la confusión y, para quitarle hierro al asunto, solté:
—Y yo que me había hecho ilusiones…
Reímos los dos.
—Hoy es un día flojo y quizá podamos cenar tranquilos.
—¿Día flojo? —me sorprendí—. ¿Casi en Navidades y en este barrio?
—Digamos que las cosas no me van tan bien como esperaba.
¡Bingo! Seguro que era en eso en lo que tenía que ayudarle. Si no era gay, no me echaba la caña, o por lo menos no descaradamente, y me acababa de decir que su negocio iba mal, estaba claro qué era lo que tenía que hacer…
—Es una lástima oír eso, el sitio es precioso.
Y de verdad lo era. Una entrada pequeña pero coqueta, decoración chic y, como el sitio requería, bohemia, con cuadros muy bien elegidos en las paredes y unos techos hermosísimos.
—Sí que lo es, pero no sé qué está fallando. —Se encogió de hombros. Después de saludar a la chica que había en recepción, me condujo por un pequeño pasillo hasta un gran salón en el que casi veinte mesas estaban vacías—. Siéntate donde quieras y en un momento te traeré…
—¿Vas a cocinar tú? —pregunté curiosa.
—Claro —contestó quitándose el abrigo y dejándolo en un armario a la entrada.
—Pues te acompaño. Te advierto que no soy buena cocinando, pero no me apetece quedarme sola esperando.
Lo que él no sabía era que lo hacía sólo y exclusivamente para no perderme ni un gesto de aquel ejemplar tan espectacular cocinando. No lo iba a dejar pasar por nada en el mundo, ni siquiera parpadearía. No, no, no.
Si lo que tenía que hacer era ayudar a aquel chico tan guapo, lo haría de mil amores. Si tenía que dedicarme a ayudar al prójimo, mientras me daría un buen homenaje visual.
Al adentrarnos en la cocina me deprimí un poco. No por el aspecto, sino porque no había nadie.
Las luces estaban apagadas hasta que Mark pulsó el interruptor y, delante de mis narices, apareció lo que podría considerarse una de esas cocinas que siempre salen en las revistas de decoración o en los mejores y más modernos hoteles. Por un segundo me sentí fuera de lugar.
—¡Leche! —logré decir asombrada—. Aquí hay un dineral en todos estos electrodomésticos.
—Sí, pero si no logro remontar esto… —Y lo oí suspirar de nuevo.
—A ver —me acerqué intentando olvidar mi lado «humano» para empezar a indagar sobre mi «misión»—, te noto muy apesadumbrado. Por no hablar de que, hasta el día de hoy, en la cafetería no has sido muy amable con nadie.
—Lo siento. —Apoyó las manos en la pulcra encimera de acero inoxidable que presidía la cocina—, pero como te he dicho, no estoy pasando por uno de mis mejores momentos. Esto se hunde y no sé qué hacer.
—¿Cómo que no sabes qué hacer? —Me apoyé en la pared, mientras él me daba la espalda—. Tienes un hotel precioso, con un restaurante fantástico, por lo menos la decoración lo es, y esta cocina tan alucinante ¿y me dices eso?
—Sí. Te lo digo. —Se dio la vuelta apoyando su trasero en el acero y cruzando los brazos de cara a mí.
—A ver. —Respiré un par de veces y sonreí. Mi trabajo terrenal me ayudaría a salvar a aquel bomboncito y después…—. Vamos a comer algo y me cuentas. Estoy desfallecida.
Nos sentamos en la propia cocina, con un par de platos de pasta fresca y una copa de vino. Sencillo pero delicioso, aunque realmente no tenía ni pizca de hambre, la verdad fuera dicha.
—Y ahora que ya hemos olvidado el agujero que teníamos en el estómago, cuéntame un poco más sobre esto y qué es lo que ocurre.
—Nada que no puedas imaginar. —Tomó un sorbo de vino.
—Puedo imaginar muchas cosas y pocas de ellas son buenas. —Lo miré levantando una ceja, a lo que él respondió haciendo un gesto para que me lanzara a la piscina—. Bueno, tú lo has querido. Puedo imaginar que eres un rico heredero que ha montado este negocio pensando que se mantendría solo y que te lo has gastado todo en lujos innecesarios. También puedo imaginar que lo has montado para blanquear pasta, pero por tu preocupación no lo creo. Quizá pensaste que esto podría servir de tapadera para un putic…
—Para por Dios. —Por primera vez lo vi sonreír divertido—. Tienes una gran imaginación.
—Ya te lo he dicho.
—Pero no has dado ni una. —Lo insté a que siguiera—. Bueno, ni una no, una a medias. Heredé unas propiedades de un abuelo mío en Australia y las vendí, no las quería para nada, yo soy más de aquí que australiano. Así que, pensando a lo grande, creí que montar un hotel con restaurante sería un buen negocio. Pero haga lo que haga no soy capaz de remontarlo. —Suspiró, mirando su plato vacío—. Y la verdad es que quedarme sin trabajo me da igual, pero no quiero echar a las diez personas que trabajan conmigo. Son gente especial.
—¿Cómo de especial? —pregunté, bebiendo un sorbo de aquel delicioso vino y, aunque no lo fuera, yo estaba disfrutando como nunca.
—Pues tengo dividida la plantilla entre chicos jóvenes sacados de malos ambientes y mujeres en riesgo de exclusión social. —Vi la preocupación en sus ojos.
—Siempre se me han dado bien los números y alguna que otra cosilla, ¿quieres dejarme echar un vistazo? —Y la verdad es que no mentía; estudié Económicas, aunque mi profesión actual fuera coordinar eventos.
—¿Por qué no? —Se bajó del taburete y me llevó por un pasillo hacia un pequeño despacho, en el que me ofreció que me sentara en la silla que había tras una mesa llena de papeles.
—¿Y así te enteras de algo? —le pregunté incrédula, al ver toda aquella marabunta de documentación sin sentido encima de la mesa.
—Lo que no sé es qué estoy haciendo enseñándote todo esto. Nuestro café se ha convertido en una velada rara.
—Bueno —me encogí de hombros—, ¿quién sabe si el destino me ha puesto en tu camino para ayudarte? —Y sonreí para mis adentros.
—No lo sé, pero la verdad es que me siento bastante cómodo dejando que quieras ayudarme. ¿Café? —Rio a mandíbula batiente cuando vio la cara que puse.
—¿Una infusión? —le pregunté en respuesta.
—Veo que estás un poco cansada de café.
—Más que cansada, no me gusta. —Me encogí de nuevo de hombros, a la par que me ponía a mirar un libro de contabilidad que me había dejado y él se marchaba por la puerta riendo.
—Pues no veo nada raro, más allá de una entrada de mercancía a la que no se le da salida y sueldos que no pueden ser cubiertos por la falta de huéspedes —me dije a mí misma en voz alta.
El hotel era precioso y la zona donde estaba, perfecta. Me temo que el problema tenía que ver más con la falta de publicidad o con hacer alguna buena oferta que con el hecho de que se estuviera despilfarrando dinero. Pero si lo que no quería Mark era gastar más, o por lo menos eso era lo que yo pensaba, teníamos que pensar en otro tipo de estrategia para que la gente supier…
—¡Ya lo tengo! —dije en voz alta.
—¿Qué es lo que tienes? ¿Has encontrado algo que falla? —me preguntó él, entrando en el despacho y acercándose a la mesa para dejar una taza de café y otra con una infusión.
—A ver… —Traté de ordenar mis pensamientos e ir desgranándolos uno a uno para poder hacer las preguntas adecuadas y llegar al meollo de la cuestión.
Pasamos más de media hora hablando de cómo estaba organizado el hotel, el restaurante, de cómo había hecho publicidad y de la manera en que la estaba enfocando, de lo que le gustaría hacer y de lo que podía hacer en esos momentos desesperados en los que las cuentas no le salían.
Mientras él hablaba y hablaba, yo tenía la idea cada vez más clara en mi cabeza. Poco a poco tomaban forma una serie de acciones que, como mínimo, podrían dar a conocer el hotel sin que tuviera que gastar un montón de pasta. Miré el calendario y quedaba casi un mes para que fuera Navidad, simplemente perfecto.
—Vale, vas a hacer una cosa…
Le dije que cogiera papel y bolígrafo para apuntar punto por punto lo que debía hacer. Le advertí que tendría que trabajar un poco si quería que le saliera más barato, pero era la única forma de darle algo de visibilidad al hotel. Yo, al llegar a mi casa, le pasaría una lista de los blogueros, revistas y periodistas de la ciudad a los que tendría que invitar a pasar una noche con cena en su hotel. Ésa sería la acción: una estancia de la prensa simulando la cena de Nochebuena. Tendría que ser una invitación relativamente rápida, en menos de cinco días y con compromiso de publicación, si no inmediata, lo más pronto posible, ya que ellos iban a tener el «honor» de ser los degustadores de la fantástica cena de Nochebuena y recibirían el mismo trato VIP que se les daría a todos los clientes que se alojaran allí esa noche.
Miré el reloj y me di cuenta de lo tarde que era. Realmente estaba cansada y, aunque no me hubiera importado quedarme más tiempo con Mark, debía marcharme. Al día siguiente trabajaba.
—Gracias —me dijo al acompañarme a la puerta del hotel—, no entiendo por qué no quieres que te lleve a casa. No es un problema, al contrario.
—De verdad, no hace falta. —Me abroché el abrigo y levanté una mano para parar un taxi—. Tienes un montón de deberes para mañana.
—Cierto —levantó la libreta que tenía en la mano—, pero no pasa nada. Te llevo en un momento.
—Voy a tener que ceder, ¿no?
Se encogió de hombros con una gran sonrisa.
Tardé menos que otras veces en llegar a casa, gracias a los atajos que conocía Mark. Tenía muchas ganas de relajarme.
—¿Nos vemos mañana y seguimos trabajando? —Lo di por hecho.
—Claro. —Me acompañó hasta la puerta y acercó su rostro al mío para despedirse con dos besos, para mi disgusto demasiado alejados de mi boca. Es que estaba tan bueno.
—Hasta mañana —dije, al entrar en el portal y cerrar la puerta antes de alejarme.