Un juego de llaves de los portones de entrada a la propiedad había desaparecido.
Pero después del incidente de la noche anterior, a Tamlin pareció no importarle.
El desayuno transcurrió en silencio, los príncipes de Hybern molestos por haber tenido que esperar tanto tiempo para ver la segunda abertura en el muro, y Jurian, por una vez, demasiado cansado para hacer cualquier cosa que no fuera meter carne y huevos en su odiosa boca.
Tamlin y Lucien, al parecer, habían hablado antes del desayuno, pero este último había decidido mantener una distancia prudente conmigo. Ni mirarme ni dirigirme la palabra, como si todavía tuviera que convencer a Tamlin de nuestra inocencia.
No sabía si preguntarle o no a Jurian si él había robado las llaves a quien fuera el guardia que las había perdido, pero mi silencio fue una bienvenida postergación.
Hasta que Ianthe entró, evitando cuidadosamente mirarme, como si yo fuera en efecto el sol cegador que le habían robado a ella.
—Siento interrumpir vuestro desayuno, pero tenemos un asunto que discutir, alto lord —dijo Ianthe, su pálido vestido meciéndose sobre los pies al detenerse a mitad de camino de la mesa.
Todos nos reanimamos un poco ante eso.
Tamlin, preocupado y enojado, preguntó:
—¿De qué se trata?
Fingió darse cuenta en aquel momento de que los príncipes de Hybern estaban presentes. Escuché. Intenté no resoplar ante la mirada nerviosa que Ianthe les lanzó a ellos y luego a Tamlin. Las siguientes palabras no fueron ninguna sorpresa:
—Quizá deberíamos esperar hasta después del desayuno. Cuando estés solo.
Sin duda, un juego de poder, para recordarles que ella sí tenía influencia aquí con Tamlin. Que Hybern podría querer permanecer de su parte, considerando la información que poseía. Pero yo fui lo suficientemente cruel para decir con voz dulce:
—Si podemos confiar en nuestros aliados en Hybern para ir a la guerra con nosotros, entonces también podemos confiar en su discreción. Adelante, Ianthe.
Ni siquiera miró en mi dirección. Y ya atrapado entre el insulto y la cortesía..., Tamlin sopesó nuestra compañía contra la postura de Ianthe y habló:
—Escuchemos lo que tienes que decir.
Su pálida garganta se movió al tragar.
—Se trata de... Mis acólitos descubrieron que la tierra alrededor de mi templo se está... muriendo.
Jurian puso los ojos en blanco y volvió a su tocino.
—Pues díselo a los jardineros —sugirió Brannagh, y retornó a su comida. Dagdan soltó una risita detrás de su taza de té.
—No es una cuestión de jardinería. —Ianthe se tensó—. Es una plaga sobre la tierra. Hierba, raíz, brote..., todo marchito y enfermizo. Eso huele a los naga.
Fue un esfuerzo no mirar a Lucien... para ver si también él había visto el brillo demasiado ansioso en los ojos de ella. Incluso Tamlin soltó un suspiro, como si se diera cuenta de qué iba aquello: un intento de recuperar algo de terreno, tal vez un plan para envenenar la tierra y luego curarla de forma milagrosa.
—Hay otros lugares en el bosque donde las cosas han muerto y no volverán —prosiguió Ianthe, apretando una mano adornada con plata sobre su pecho—. Me temo que es una advertencia de que los naga se están reuniendo y planean atacar.
Ah, por fin había logrado irritarla. Me había estado preguntando qué haría ella después del solsticio de ayer, después de haberle robado su momento y su poder. Pero esto... Era muy astuta.
Oculté mi sonrisa en lo más profundo y dije con suavidad:
—Ianthe, quizá realmente sea un asunto para los jardineros.
Ella se puso rígida y al fin me miró. «Crees que estás jugando el juego —ansiaba decirle—, pero ni te imaginas que cada elección que tomaste anoche y esta mañana solo han sido pasos a los que yo te he empujado.»
Apunté con la barbilla a los príncipes, y luego a Lucien.
—Vamos a salir esta tarde para examinar el muro, pero si el problema persiste cuando regresemos dentro de unos días, te ayudaré a investigarlo.
Aquellos dedos con anillos de plata se convirtieron en puños cerrados a los costados. Pero como la verdadera víbora que era, Ianthe le dijo a Tamlin:
—¿Te vas con ellos, alto lord?
Ella nos miró a mí y a Lucien... La evaluación fue demasiado persistente para ser casual.
Un dolor de cabeza débil, ligero, ya se estaba formando, y empeoraba con cada palabra de su boca. Me había acostado muy tarde y dormido demasiado poco. Y necesitaba mi fuerza para los días que se avecinaban.
—No vendrá —dije yo, interviniendo antes de que Tamlin pudiera responder.
Dejó los cubiertos.
—Creo que sí iré.
—No necesito escolta —repliqué.
Jurian resopló.
—¿Empiezas a dudar de nuestras buenas intenciones, alto lord?
Tamlin le gruñó:
—Cuida tus palabras.
Puse la mano abierta sobre la mesa.
—Estaré bien con Lucien y los guardias.
Lucien parecía tentado a hundirse en su asiento y a desaparecer para siempre.
Observé a Dagdan y a Brannagh y sonreí un poco.
—Sé defenderme, llegado el caso —le dije a Tamlin.
La daemati me devolvió la sonrisa. No había sentido otro toque en mis barreras mentales, o las que había estado levantando para tanta gente como fuera posible. El uso constante de mi poder, sin embargo, me estaba cansando..., y estar lejos de este lugar durante cuatro o cinco días sería un bienvenido alivio.
Sobre todo cuando Ianthe le murmuró a Tamlin:
—Quizá deberías ir, amigo mío. —Esperé... esperé cualquier tontería que estuviera por salir de esa boca retorcida—. Nunca se sabe cuándo la Corte Noche intentará arrebatártela.
Tuve un instante para pensar mi reacción. Para optar por acomodarme en mi silla, los hombros inclinados hacia dentro, evocando las imágenes de Clare, de Rhys con esas flechas de cenizas atravesando sus alas..., cualquier cosa para encubrir mi perfume de miedo.
—¿Tienes noticias? —susurré.
Brannagh y Dagdan parecían muy interesados en eso.
La sacerdotisa abrió la boca, pero Jurian la interrumpió y habló lentamente:
—No hay noticias. Las fronteras están seguras. Rhysand sería muy tonto si tentara su suerte viniendo aquí.
Yo miraba mi plato. Era la imagen de un terror reverente.
—Tonto, sí —replicó Ianthe—, pero con una vendetta pendiente. —Ella miraba a Tamlin y el sol de la mañana brillaba en la joya encima de su cabeza—. Tal vez si le devolvieras las alas de su familia, él podría... llegar a un acuerdo.
Por un instante, el silencio me atravesó ondulante.
Seguido por una ola rugiente que ahogaba casi todo pensamiento, todo instinto de autoconservación. Apenas si podía oír por encima de ese rugido en mi sangre, en mis huesos.
Pero sus palabras, el ofrecimiento..., un intento barato de atraparme. Fingí no oír, no darle importancia. Incluso mientras esperaba y esperaba la respuesta de Tamlin.
Cuando este contestó, lo hizo en voz baja:
—Las quemé hace mucho tiempo.
Habría jurado que había algo así como remordimiento..., remordimiento y vergüenza en sus palabras.
Ianthe tan solo comentó:
—Lástima. Podría haber pagado generosamente por ellas.
Me dolían las piernas por el esfuerzo de no saltar sobre la mesa para aplastarle la cabeza contra el suelo de mármol.
En cambio, le hablé a Tamlin en tono amable y pacificador.
—Estaré bien. —Le toqué la mano, rozando el dorso con mi pulgar. Le sostuve la mirada—. No empecemos con eso otra vez.
Al apartarme, Tamlin se limitó a lanzarle a Lucien una mirada en la que cualquier rastro de esa culpa ya había desaparecido. Sus garras se deslizaron con suavidad, clavándose en la ya muy marcada madera del brazo de su silla.
—Ten cuidado.
A todos nos quedó claro que eso era una amenaza.

Era un viaje de dos días a caballo, pero nos llevó solo un día llegar alternando transportación y caminata. Podríamos haber hecho unos cuantos kilómetros cada vez, pero Dagdan era más lento de lo que había previsto, dado que tenía que llevar a su hermana y a Jurian en cada transportación. No lo culpo por ello. Con cada uno de nosotros llevando a otro, el desgaste era considerable. Lucien y yo cargábamos un guardia cada uno, hijos de lores menores que habían sido entrenados para ser corteses y atentos. Los suministros, como resultado, eran limitados. Incluyendo las tiendas de campaña.
Cuando llegamos al agujero de la pared, la oscuridad estaba cayendo.
Las pocas provisiones que habíamos llevado también habían entorpecido nuestra transportación, y dejé que los guardias levantaran las tiendas para nosotros, yo siempre en el papel de la dama dispuesta a ser atendida. Nuestra cena alrededor de la pequeña fogata transcurrió casi en total silencio. Ninguno de nosotros se molestó en hablar, salvo Jurian, que interrogó sin parar a los guardias sobre su entrenamiento. Los gemelos se retiraron a su propia tienda después de haber cogido los sándwiches de carne que habíamos preparado. Fruncieron el ceño al observarlos como si estuvieran llenos de gusanos, y Jurian se alejó por el bosque poco después, afirmando que quería dar un paseo antes de dormir.
Me dirigí a la tienda de lona cuando el fuego se estaba apagando. El espacio apenas era lo bastante grande para que Lucien y yo pudiéramos dormir hombro con hombro.
Su pelo rojo brilló a la débil luz del fuego un momento después, cuando empujó las puertas de lona y soltó una palabrota.
—Quizá debería dormir fuera.
Puse los ojos en blanco.
—Por favor.
Una mirada cautelosa, considerada, a la vez que se agachaba para quitarse las botas.
—Tú sabes que Tamlin puede ser... sensible sobre ciertas cosas.
—También puede ser una verdadera molestia —respondí con brusquedad, y me deslicé debajo de las mantas—. Si le permites salirse con la suya con cada ápice de paranoia y territorialismo, será cada vez peor.
Lucien se desabotonó la chaqueta y, sin quitarse la ropa, se deslizó sobre su jergón.
—Creo que es peor porque vosotros dos no lo habéis hecho... Quiero decir, no lo has hecho, ¿verdad?
Me puse tensa, tirando de la manta hasta taparme los hombros.
—No. No quiero que nadie me toque de esa manera, no durante un tiempo.
El silencio de Lucien era muy pesado. Odiaba la mentira, la odiaba por lo sucio que se sentía al sostenerla.
—Lo siento —dijo. Y me pregunté por qué otra cosa se estaba disculpando mientras lo miraba a la cara en la oscuridad de nuestra tienda.
—¿No hay alguna manera de salir de este acuerdo con Hybern? —Mis palabras eran apenas más fuertes que las brasas susurrantes del exterior—. He vuelto y estoy segura. Podríamos encontrar alguna manera de evitarlo...
—No. El rey de Hybern elaboró su trato con Tamlin con mucha habilidad, muy claramente. La magia los une..., la magia lo golpeará si no permite que Hybern entre en estas tierras.
—¿Cómo? ¿Matándolo?
El suspiro de Lucien agitó mi cabello.
—Recurrirá a sus propios poderes, tal vez para matarlo. La magia tiene que ver con el equilibrio. Por eso no podía interferir con tu trato con Rhysand. Incluso la persona que intenta romper el acuerdo sufre las consecuencias. Si te hubiera mantenido aquí, la magia que te unía a Rhys podría haber reclamado su vida como pago por la tuya. O la vida de alguien que le importara. Es magia antigua, antigua y extraña. Por ese motivo evitamos negociar a menos que sea necesario: ni siquiera los eruditos de la Corte Día saben cómo funciona. Créeme, lo he preguntado.
—Por mí..., les preguntaste por mí.
—Sí. Fui el invierno pasado para preguntar sobre cómo romper tu trato con Rhys.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Yo... No queríamos darte falsas esperanzas. Y no nos atrevimos a dejar que Rhysand se enterara de lo que estábamos haciendo, en caso de que él encontrara una manera de interferir para detenerlo.
—Así que Ianthe empujó a Tamlin a Hybern.
—Estaba frenético. Los eruditos de la Corte Día trabajaban demasiado lentamente. Le rogué que me diera más tiempo, pero tú ya llevabas meses ausente. Él quería actuar, no esperar..., a pesar de la carta que enviaste. Debido a la carta que enviaste. Al final le dije que siguiera adelante después... después de ese día en el bosque.
Me volví sobre la espalda, mirando el techo inclinado de la tienda.
—¿Tan mal se puso? —inquirí en voz baja.
—Ya has visto tu habitación. La destrozó. Destrozó el estudio, su propio dormitorio. Mató a los centinelas que habían estado de guardia. Después de sacarles hasta el último retazo de información. Los ejecutó delante de todos en la mansión.
Se me heló la sangre.
—No lo detuviste.
—Lo intenté. Le rogué misericordia. No escuchó. No podía escuchar.
—¿Los centinelas tampoco trataron de detenerlo?
—No se atrevieron. Feyre, él es un alto lord. Es una casta diferente.
Me pregunté si diría lo mismo si supiera lo que yo era.
—Estábamos arrinconados, sin opciones. Ninguna. Se trataba de ir a la guerra con la Corte Noche aliada a Hybern, o aliarnos nosotros con Hybern; que ellos trataran de provocar problemas, y luego usar esa alianza en beneficio nuestro más adelante.
—¿Qué quieres decir? —suspiré.
Pero Lucien se dio cuenta de lo que había dicho, y esquivó la pregunta.
—Tenemos enemigos en todas las cortes. La alianza con Hybern hará que se lo piensen dos veces.
«Mentiroso. Entrenado y astuto mentiroso.»
Solté un suspiro pesado y somnoliento.
—Aunque ahora sean nuestros aliados —murmuré—, yo sigo odiándolos.
Un resoplido.
—Yo también.

—Levántate.
La cegadora luz del sol entraba en la tienda, y solté un bufido.
La orden fue ahogada por el gruñido de Lucien cuando se sentó.
—Fuera —le ordenó a Jurian, que nos lanzó una mirada, se burló y se alejó.
Yo había rodado sobre el jergón de Lucien en algún momento, cualquier otra intención quedaba en segundo plano respecto de mi más urgente necesidad de calor. Pero no tuve duda de que Jurian guardaría la información para arrojársela a la cara a Tamlin al regresar: habíamos compartido una tienda y estábamos muy acurrucados al despertar.
Me lavé en el arroyo cercano, mi cuerpo rígido y dolorido después de una noche en el suelo, con o sin el auxilio de un jergón.
Brannagh rondaba por el arroyo cuando terminé. La princesa me dirigió una sonrisa fría y forzada.
—Yo también escogería al hijo de Beron.
Miré a la princesa bajo las cejas fruncidas.
Ella se encogió de hombros y agrandó su sonrisa.
—Los hombres de la Corte Otoño tienen fuego en la sangre... y hacen el amor de esa manera, también.
—Supongo que lo sabes por experiencia, ¿no?
Una risita.
—¿Por qué crees que me divertí tanto en la guerra?
No me molesté en ocultar mi desagrado.
Lucien me sorprendió al acercarme a él cuando las palabras de Brannagh se repitieron por décima vez una hora más tarde, mientras recorríamos la distancia de menos de un kilómetro hacia la grieta en el muro.
—¿Qué? —preguntó.
Negué con la cabeza, tratando de no imaginar a Elain sometida a ese... fuego.
—Nada —respondí, justo cuando Jurian empezaba a proferir maldiciones más adelante.
Ambos estábamos avanzando en la dirección de donde provenían sus gritos... y entonces echamos a correr acompañados del ruido quejoso de una espada que salía de su vaina. Hojas y ramas me azotaban, y luego llegamos al muro, ese invisible, horrible límite que zumbaba y palpitaba en mi cabeza.
Y mirándonos directamente a nosotros a través del agujero había tres hijos de los benditos.