Presentación

El Palacio sin máscara es lo que nadie le dijo al país durante 22 años en torno al holocausto del 6 y 7 de noviembre de 1985, tiempo durante el cual parecería que se hubiese realizado un pacto para ocultar parte de la verdad de lo ocurrido allí.

Se trata de un reportaje donde ni una sola palabra deja de estar sustentada en documentos obtenidos por el autor en seis juzgados penales, en el Tribunal Especial de Instrucción Criminal, en la Comisión de la Verdad, en el Consejo de Estado, en la Procuraduría General de la Nación, en tribunales contenciosos administrativos y especialmente en la Fiscalía General de la Nación que volvió sobre la investigación de delitos que permanecen, como la desaparición forzada agravada.

En 1999 la Procuraduría había ordenado la destitución del general Jesús Armando Arias Cabrales, entonces comandante de la Brigada Trece, y del coronel Edilberto Sánchez Rubiano, jefe de Inteligencia de la misma.

Entre el año 2007 y el 2008 la Fiscalía General de la Nación ordenó la detención del coronel Edilberto Sánchez Rubiano, del coronel Luis Alfonso Plazas Vega, ex comandante de la Escuela de Caballería, del capitán Óscar William Vásquez Rodríguez, del analista Luis Fernando Nieto Velandía y de los sargentos Ferney Ulmadrín Causayá y Antonio Rubay Jiménez Gómez.

Igualmente solicitó que a los generales Rafael Samudio Molina, entonces comandante del Ejército, y Jesús Armando Arias Cabrales les compulsaran copias para que fueran investigados por el fiscal general de la Nación, y que el ex presidente Belisario Betancur fuera citado por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes.

Finalmente, ordenó vincular a este proceso penal, mediante indagatoria, al general Iván Ramírez Quintero, entonces comandante del Batallón Charry Solano (Comando de Inteligencia y Contra Inteligencia, Coici), y al oficial de enlace de ese organismo, Camilo Pulecio Tovar.

A este último, la Fiscalía General de la Nación ordenó localizarlo en compañía de los subalternos José Agustín Luna, Olmedo de Jesús Romero Londoño, Mariano Guzmán y Elkin de Jesús Giraldo Holguín, para vincularlos también al proceso.

Aquel jueves antes del anochecer —un par de horas después de haber salido el último de los sobrevivientes—, el Palacio de Justicia era un hueco caliente, ennegrecido por las llamas de la noche anterior. Por un momento asociamos el olor a humo y a pólvora con el mismo de la muerte que habíamos visto a la entrada dentro de un camión lleno de cadáveres. Con Fernando Gómez Agudelo, el presidente de RTI Televisión, buscábamos el de nuestro amigo, el magistrado Carlos Horacio Urán.

« Si estas columnas hablaran ahora mismo...» dijo Fernando y regresó en busca de la puerta destruida por un carro de combate blindado. En la parte superior del marco acribillado por las ametralladoras, algo que al parecer nunca ha tenido que ver con nuestra realidad: Colombianos: las armas os han dado la independencia. Las leyes os darán la libertad. Santander.

Hoy, veintidós años después empecé a escuchar parte de lo que sabían aquellas columnas. Voces de sobrevivientes perdidas en millares de folios de juzgado, rastros de cerca de un centenar de seres inmolados, gente torturada, asesinada y desaparecida. Voces que continúan allí:

»—Al comienzo lo único que se escuchaba eran los gritos de los guerrilleros que después de las once del día lanzaban vivas al M-19 y vivas a Colombia [...] Venimos por el poder y lo tenemos»: Blanca Inés Amaya.

«—El presidente de la República dio la orden de respetar la vida de los rehenes, pero como los militares estaban sedientos de venganza —y esos mandos militares de esa época eran siniestros— fueron a lo que querían. A ellos no les importaba que se tratara de magistrados, o que fueran mujeres [...] Allí hubo un golpe de Estado de los militares»: Bernardo Ramírez, ministro de Estado y el asesor más cercano al presidente Betancur.

«—Por ahí a la una de la tarde sentí que estalló una granada en el baño y grité: “No me maten, yo soy empleado de la Corte”. Me acababan de herir. Ellos eran del Ejército»: Carlos Julio Cruz.

«—Cuando ya estaba oscuro escuché el coro de los rehenes que decían “no disparen somos rehenes... Soy el presidente de la Corte, voy a salir”»: Mario Moncaleano.

«—Cuando reaccioné, al abrir los ojos me topé con los ojos de la doctora Luz Stella Bernal ya cristalizados por la muerte. Me pareció escucharle cómo se desangraba por dentro y le observé un impacto de bala, tal vez a la altura del omoplato derecho. En la espalda tenía un orificio hecho con arma de fuego»: José Alberto Roldán.

«—Entre ellos iba una muchacha a la que le decían Violeta. La muchacha se fue. Cuando uno de ellos nos hablaba le dieron unos disparos por la espalda y una bala le salió por el pecho»: Ana Lucía Limas.

«—El Palacio estaba muy iluminado, parecía que nos hubieran puesto la luz [...] El edificio estaba en llamas»: Yolanda Mejía.

«—Un uniformado me agarró por el pelo y cruzamos por el centro de una fila de militares que nos decían, “hijueputas” y nos daban golpes con las culatas de sus fusiles. El militar que me arrastraba por el pelo me arrancó la cadena de oro que llevaba en el cuello»: Eduardo Matson.

«—Por lo menos tres de los magistrados, los doctores Alfonso Reyes Echandía —presidente de la Corte Suprema de Justicia—, Ricardo Medina Moyano y José Eduardo Gnecco Correa, mostraron en sus restos mortales proyectiles de armas que no usó la guerrilla»: Comisión de la Verdad.

«—Pedí que me llevaran a mi casa, pero la respuesta fueron patadas y patadas y patadas. Me dijeron: “¿Cuál casa? A usted no la vamos a llevar a ningún lado. Quédese ahí quieta, perra”. Todo el que pasaba se sentía con derecho a pegarme. Si tú le pegas a alguien con esas botas que tenían los militares es porque te sientes con derecho»: Yolanda Santodomingo Albericci.

«—Nosotras les respondimos que ellos no estaban armados. Solamente eran dos guerrilleros heridos. Entraron los del Ejército y los mataron»: María Mercedes Ayala.

Un poco después de las once y media de la mañana del miércoles 6 de noviembre de 1985 irrumpieron disparando los primeros guerrilleros del M-19 que venían a tomarse el Palacio de Justicia. Antes lo habían hecho algunos de ellos por la puerta principal y se hallaban adentro esperando el primer balazo para actuar.

Según sus planes —publicados en el libro Noches de humo de Olga Behar, escrito con base en recuerdos de la única guerrillera que logró salir viva del Palacio luego de una batalla de 27 horas—, el grueso de los 35 guerrilleros entraría por los estacionamientos del sótano del edificio —con una vigilancia muy deficiente en esos días— y comenzaría a ascender tomándose, uno a uno, cuatro pisos. A medida que fueran subiendo armarían en las escaleras contenciones con ametralladoras.

En ese mismo momento, mientras tres vehículos con más guerrilleros ingresarían al sótano, ellos tomarían el control del primer piso y cerrarían la gran puerta principal recubierta en bronce.

Según un plan de ataque hallado el mismo día 7 por la Policía en la casa donde se preparó la toma, «hacia el Palacio se desplazarán tres vehículos con 29 de los 35 miembros del comando, el primero de los cuales será la vanguardia donde irá el primer grupo de asalto motorizado. Es un vehículo ligero donde viajarán cuatro compañeros con dos metras y dos fusiles.

»En el segundo viajarán 14 compañeros, el mando general y los explosivos, ingenieros y de intendencia. Es un vehículo semipesado.

»El tercer vehículo será la retaguardia y en él viajarán 10 compañeros».

Dominada la posición, buscarían al magistrado Jaime Betancur Cuartas, hermano del presidente de la República Belisario Betancur, y a la abogada Clara Forero de Castro, esposa del ministro de Gobierno, Jaime Castro. (Pensaban que teniendo a estas dos personas lograrían una negociación política después de los primeros enfrentamientos).

Una vez el grueso del grupo se hubiera tomado el sótano colocarían allí cargas de explosivos igual que en la puerta principal.

Por la cubierta el edificio parecía inexpugnable y ni aun desembarcando en la terraza podrían entrar los militares. Allí estarían tres guerrilleros que tendrían la posición favorable para el disparo y para la visión del objetivo. Para el Ejército sería más difícil ubicarlos por arriba.

Una parte del grupo grande debería ascender hasta la presidencia de la Corte Suprema de Justicia y presionar la negociación del cese del fuego para empezar a dialogar y presentar en forma solemne una demanda contra el presidente de la República que llevaban preparada.

Calculaban que el cese del fuego se podría comenzar a negociar la misma noche de la toma: «Vamos a tener que combatir todo el día porque la luz natural favorece al enemigo que nos puede ubicar más fácilmente que en las sombras. Si logramos mantenernos hasta las seis o siete, la oscuridad estará de nuestro lado y ellos decidirán negociar. Sabemos que combatiremos de once y media de la mañana a seis de la tarde, mínimo. Si tenemos capacidad para combatir y combatir, ellos tendrán que aceptar un cese del fuego y escuchar nuestras demandas», según uno de los estrategas del M-19.

La guerrilla estaba segura de que los militares ingresarían al Palacio algunos carros de combate blindados armados con cañones de 90 milímetros y dos grandes ametralladoras cada uno, por lo cual buscaron cohetes anti-tanque. «Apenas aparezca el primero por la puerta principal le dispararemos y como el cohete despide una gran concentración de calor se derretirá el metal del carro».

Había que buscar a un experto en la utilización de esta arma pues el cohete es de tiro único. Pero no lo consiguieron porque no lo había en el mercado negro, ni en Colombia, ni en el exterior.

Tres meses después de una búsqueda infructuosa decidieron reemplazarlo por dispositivos hechos por ellos mismos con dinamita y TNT. «Con dinamita podremos por lo menos inutilizar uno de los carros y modificar temporalmente la respuesta de los militares».

A falta del cohete tendrían que acopiar la mayor cantidad de las más eficaces armas largas y cortas, granadas y mucha munición. Se propuso llevar a Bogotá algunas armas de sus frentes en las selvas del sur, otras las conseguirían en el mercado negro en el exterior y el resto en el departamento de Antioquia.

Habría que afinar los contactos con amigos y conocidos colombianos que podrían facilitar recursos y «palancas» entre las autoridades para entrarlas. Se buscaría el apoyo, sin que esos amigos supieran de qué se trataba. «Sólo diremos que “estamos en algo”.

La retirada: había que decidir cómo sería el fin y hacia dónde se partiría. Se pensaba en una acción de dos meses de duración luego de los cuales el comando se trasladaría al departamento del Cauca en el sur de Colombia donde se creían fuertes. Dentro del plan tendría que pensarse en helicópteros que recogieran a los miembros del comando y a los civiles en la terraza del edificio.

Se comisionó a un hombre para averiguar cuáles podrían estar disponibles y dónde vivían los pilotos para ir por ellos a sus casas cuando se acercara el momento. Una vez negociada la salida no sería difícil sacar a guerrilleros y magistrados y llevarlos al Cauca, «para que desde allá se dialogue con la oligarquía», explicaron.

La negociación sería entonces en la zona guerrillera y no en el Palacio de Justicia.

El plan completo localizado por la Policía y entregado al Juzgado 71 Penal fue calificado como «un documento inverosímil» por el Tribunal Especial de Instrucción Criminal que realizó la primera investigación global.

Con la toma, el M-19 buscaba entregarle a la Corte Suprema de Justicia reunida en pleno, un documento que llamaron «demanda armada» con base en el cual aspiraban a que ese tribunal iniciara un juicio de responsabilidad política contra el presidente de la República Belisario Betancur «por haber violado los acuerdos hechos con nuestra organización» un año antes, «y por traicionar al país».

El documento estaba sustentado en cuatro temas: la entrega de los recursos naturales, la extradición de colombianos, el incumplimiento de la tregua acordada con ellos y la violación de los derechos humanos.

El punto fundamental del documento —aunque no es el primero en la enumeración— dice:

«4 – La presencia en este tribunal del presidente de la República Belisario Betancur o su apoderado para que responda de manera clara e inmediata a cada una de las acusaciones contra el actual gobierno.

»Señores magistrados de la Honorable Corte Suprema de Justicia, creemos oportuno que aquí y ahora se defina si los colombianos vamos a seguir permitiendo que se siga cediendo nuestro país a pedazos con el fin de entregar considerables porciones de nuestro suelo, se entregan nuestros recursos naturales (petróleo, carbón, oro, níquel, platino, fauna y flora). Se entrega la órbita geoestacionaria. Se entregan clandestinamente nuestros niños. Se entregan nuestros cerebros a través de su fuga. Como si todo no fuera poco, mediante un impopular y escandaloso tratado de extradición se entrega nuestra juridicidad.

»Centenares de compatriotas nuestros están seriamente amenazados no sólo por la legislación de países extraños sino por la manifiesta animadversión de algunos de ellos, como es el caso concreto de los Estados Unidos de Norteamérica.

»Señores magistrados, tienen ustedes la gran oportunidad de cara al país y en su condición de gran reserva moral de la República, de presidir un juicio memorable que habrá de decidir si esos principios universales por los que luchó y padeció Antonio Nariño en la centuria pasada empiezan por fin a tener vigencia en nuestra patria. Porque ningún colombiano digno está dispuesto a soportar un siglo más de ignominia bajo el imperio de los intereses oligárquicos».

Frente a esto el Gobierno tomó la determinación no solamente de no negociar sino de no dialogar. Un aparte del acta correspondiente al Consejo de Ministros, celebrado el primer día de la toma, señala:

«Se considera que el Gobierno no puede acceder a ninguna de las solicitudes que se le formulan y que por ello no es del caso proceder a entablar directamente o a través de mediadores clase alguna de negociación con los asaltantes, porque el solo intento de realizarlas comprometería seriamente la independencia y el funcionamiento regular de los poderes públicos, por lo menos de las ramas jurisdiccional y ejecutiva, es decir la propia autonomía y supervivencia de estas autoridades.

»Se está frente a la comisión de varios y graves delitos en los que por medios violentos se pretende imponer al Gobierno Nacional una negociación forzada con la presión del secuestro de los señores magistrados y la amenaza contra sus vidas.

»Pensaron que si el Gobierno negociaba, los terroristas quedarían colocados frente a la Corte Suprema que venía siendo amenazada de muerte por los narcotraficantes en condiciones de imponer su voluntad y de conseguir en ese momento o más tarde, en los términos que la subversión deseara, cualquier providencia o decisión judicial.

»Estimaron también que negociar constituiría negativo precedente pues más tarde mediante otro asalto igual o con características parecidas, los terroristas pretenderían conseguir de este gobierno o del que lo suceda una nueva negociación en la que algo, no importa qué, así para algunos fuera de orden menor, debería entregárseles.

»Por el camino de la claudicación que conduce a la desaparición de las instituciones nadie está dispuesto a recorrer».