Aún se dan bala godos y cachiporros
El chiquillo, que no debía tener más de siete años, viajaba apretujado en la última banca de un autobús, en el que nos acomodábamos 34 personas sentadas y 31 de pies. En una de las curvas, agachó la cabeza y trasbocó sólo unas gotas de saliva. Luego me volvió a mirar con angustia y me dijo: “Perdóneme que le manché un zapato”.
Su nombre es Héctor José Medina y según me contó al llegar a La Celia, su familia había huido de allí hacía cuatro días, porque al papá lo tienen amenazado de muerte.
—¿Por qué?
—Pues por política.
La Celia es un pueblo de Risaralda con mayoría conservadora, hoy invadido por tropas, luego de que el domingo 25 de agosto ocurrieron en la plaza tres crímenes políticos, los últimos de una serie iniciada después de las elecciones de abril de 1970.
A raíz de esos hechos, el padre, la madre y cinco hermanos del pequeño se vinieron para Balboa, el pueblo liberal que queda a media hora de La Celia, convertido hoy en escondrijo de los campesinos “cachiporros” que están abandonando sus parcelas por temor de morir.
Héctor José había salido este domingo a escondidas de sus padres y regresó al pueblo como polizón en el autobús para rescatar a su conejo llamado “Benitín”, que la noche de la fuga quedó abandonado en el patio de la casa.
El camino que remonta la cordillera para llegar a este par de rincones es angosto y peligroso, y en algunas ocasiones el autobús debe tomar las curvas en dos tiempos, porque no cabe bien por ellas. Abajo están las profundas tierras de ladera, cultivadas densamente de café y plátano.
En la mitad de la cuesta se halla Balboa, colgando de una colina, y no nos resultó difícil advertir que estábamos cerca porque al desembocar de una vuelta nos encontramos manos a boca con un cordón de policías armados hasta los dientes, que hicieron bajar a los hombres para requisarlos y retener los machetes o armas que llevaran al mercado.
Más adelante subió un profesor de vereda, que descubriendo mi cara de extraño luego de varios minutos de improvisada charla, me advirtió:
—Lo que sea usted —dijo— pero no debe hablar de política en La Celia. La cosa está fea. Yo soy liberal y ando metido en la casa desde hace una semana. Pero tengo que salir a mercar. Nunca voy por aquí, pero hoy tuve que cambiar de camino. Usted sabe.
Arriba, en La Celia, la entrada también estaba bloqueada, pero esta vez por ejército, que volvió a requisar y a pedir papeles. Más adentro las calles se veían bien patrulladas con ejército y policía, y me llamó la atención que todo el mundo hablaba en voz baja.
Era domingo de mercado. Había gente, pero no la habitual, porque los cachiporros bajaron a mercar en Balboa. En la plaza lo más sobresaliente son dos grupos de toldos de propiedad del clan de comerciantes más importantes del pueblo: el de los carniceros.
Ocho días atrás ellos escucharon algunos balazos y vieron cómo caía desplomado un líder conservador, Alfonso Castaño, agredido por dos liberales que vinieron desde Balboa para matarlo.
“Inmediatamente, unas setenta personas corrieron tras los dos agresores y mataron al primero a la salida para Villanueva. Detrás del grupo venía el sargento de la policía Julio Villamil, quien dijo: ‘para que se acabe la joda, dejen el muerto de cuenta de la policía’... y le descargó al moribundo su ametralladora. Luego continuaron y un agente vio al otro detrás de un guadual, le disparó y lo tumbó”.
Esta versión fue dada por un testigo de los hechos que pidió, como los demás, pertenecientes a ambos partidos, no revelar sus nombres por miedo a ser asesinados más tarde.
“Después de esto, los carniceros y algunos comerciantes levantaron al sargento sobre los hombros y más tarde se vinieron para la plaza en dos camperos y duraron bastante tiempo echando tiros al aire y lanzando groserías e insultos ya sabe contra quienes”.
El ejército y la policía llegaron al atardecer. Sin embargo, “esa misma noche el hermano del finado salió a una vereda acompañado de varios carniceros y de otras gentes, se emborracharon y a las once de la noche estuvieron recorriendo y echando bala y muchos insultos. En voz baja, él anda por el pueblo provocando a sus contrarios y diciendo que para vengar al finado tiene que matar a mucha gente todavía”.
El pueblo en general —gentes de ambos partidos— acusan de haber permitido la violencia, y especialmente el abigeato que azota la región, al alcalde Evelio Ríos y al sargento de la policía Julio Villamil, trasladado de allí pocas horas después de los últimos hechos.
El alcalde fue destituido inmediatamente y a mediados de esta semana será reemplazado por otro político, Ramón Ospina, que para la población “no ofrece ninguna garantía”.
Cuando uno habla con la gente, la frase que le sueltan por delante es que “deben nombrar un alcalde militar en La Celia si quieren que no siga esta violencia”. Sin embargo, en Pereira, el secretario de Gobierno departamental opina que es necesario “continuar demostrando la democracia con un civil en el cargo”.
Antecedentes
A pesar de ser alarmante la cadena de crímenes, no ha habido investigaciones anteriores, y los inculpados en matanzas y atentados andan sueltos por las calles de La Celia. Éstos son parte de los cargos que la ciudadanía le hace al alcalde destituido, Evelio Ríos:
Unos días después de las elecciones ocurrió un atentado contra el líder liberal Hugo Beltrán. El acusado, Jorge Isaza, no fue detenido y más tarde notificó amenazas de muerte contra Julio Pérez Loaiza, otro líder del mismo bando.
Posteriormente fue muerto el líder liberal Antonio Tangarife. El autor material fue condenado, pero los autores intelectuales se hallan por la calle. Antes de las elecciones cayó Rafael Castrillón, vicepresidente del directorio liberal. El inculpado, René Jaramillo, se halla libre en el pueblo. Luis Ángel Cardona, miembro del directorio, y el implicado, Alberto Zapata, estuvieron detenidos 17 días.
Finalmente, fue asesinado Luis Londoño, líder como el anterior.
El alcalde
Hablé con el alcalde Evelio Ríos y al preguntarle si creía que esta situación continuaría, dijo con una sonrisa:
—Para mí la situación es muy normal. Para los de la ciudad sí es muy grave. Aquí no ha pasado una cosa tan terrible como la pintan.
—A usted la ciudadanía lo acusa de no haber investigado ningún crimen y de haber encubierto a los asesinos.
—¿Cómo que no investigué? El autor material de la muerte de Toño Tangarife está preso. A los intelectuales los soltó un juez.
—¿Y en los demás casos?
—Mire, hablando de la situación, le repito que es normal. Del domingo para acá nadie ha cargado ni una aguja encima. La gente está desarmada...
* * *
En La Celia sólo quedan cuatro liberales conocidos, porque los demás salieron de allí durante las noches posteriores a los crímenes del domingo 25 de agosto. Huyeron esquivando los caminos habituales, o escoltados por la policía o el ejército hasta Balboa. Esta costumbre se halla en su apogeo. Todos quieren viajar en los “wipon” militares para ponerse a salvo.
Es domingo por la tarde. Al terminar el mercado, las cantinas de ambos pueblos están atestadas de campesinos borrachos y por las estrechas calles retumban los tangos y las rancheras salidas de decenas de radiolas.
En las afueras se ven las caballerizas, algo así como aparcaderos para bestias, y los hombres, tambaleándose, acomodan el mercado sobre las angarillas de sus caballos.
En la mañana bajaron trayendo grandes bultos para vender a los intermediarios. Ahora llevan costales pequeños con comida. Producen mucho, ganan poco. Y se beben la mitad.
Hablar con los cuatro liberales resulta difícil, porque tienen miedo. Y las esposas de los demás, que quedaron solas con sus hijos, dicen que no saben nada, porque se hallaban encerradas en casa cuando ocurrieron los crímenes.
Una señora, temerosa, por fin accedió a dejarme ingresar al patio de su casa. “Lo único que le puedo decir es que nunca me había parecido tan débil la puerta. Dormimos todos en el suelo esperando a que nos llenen de plomo por la noche”, se limitó a decir.
A la mitad de la tarde tres hombres se deciden a hablar, pero exigen que me esconda en una tienda, detrás del orinal, y hasta allí fueron pasando uno a uno para evitar sospechas. Me impresionó su respiración agitada, su voz temblorosa. Pidieron mi “palabra de hombre” de que no publicaría sus nombres. Esto es lo que piensan:
“Salimos hoy al mercado por no dejar que los hijos mueran de hambre porque si no, ya estaríamos en el monte. En mi vereda todo el mundo se fue y estamos a punto de coger la cosecha de café. Se va a perder todo. Se va a perder y estamos debiendo préstamos hasta el alma”.
“Hoy los carniceros le subieron un peso a la libra, tal vez aprovechando que hay situación de ‘orden pútico’ alterado y ninguna autoridad hace nada. Más bien a los campesinos —para qué le voy a negar, liberales y conservadores— nos roban cada día más ganado. Y, ¿a quién nos quejamos si el alcalde dice que eso se va a averiguar? Y no averigua nada. Es un ‘aguantador’ que los encubre”.
“Bajar aquí es triste. La lluvia de madrazos le sobra a uno. Nos insultan. Deben nombrar alcalde militar si quieren que esto no crezca. Y cambiar a toda la policía del pueblo”.
A todos les pregunté si tenían miedo y contestaron que sí, que era por ese momento porque los podían agarrar como en una trampa: “pero todos estamos bien armados. No hay campesino que no tenga una escopeta como mínimo. Y vamos a esperar a ver si hay gobierno en este país. Si no, pues no podremos soportar más, y los liberales vamos a darnos plomo; que nos maten pero matamos. Esta vida ya no se puede aguantar”.
—¿Por qué no bajan a Pereira a hablar con el gobernador?
—Conseguimos más a través suyo. La gente no le tiene confianza a esos señores. Si no se arregla esto, si no nos dan paz, va a volar mierda al zarzo, porque ya no somos los pendejos de hace algunos años.
En Balboa
El taxi que me llevó a Balboa se detuvo fuera del pueblo; le dije al chofer que le pagaba cinco pesos más si me arrimaba las cinco cuadras de loma que hay hasta el centro. Inmediatamente, él y los pasajeros que seguían para La Virginia, protestaron: “Ni por el putas, joven. A ese pueblo hijo de perra no entramos. Primero porque nos odian y segundo, porque yo no quiero que me enciendan el auto a bala”.
Iba en búsqueda de algunos líderes liberales “exiliados” allí, especialmente de Horacio Gómez. Me dijeron que lo preguntara en la tienda de su hijo “el loco”, un muchacho de unos 26 años. Luego de los primeros minutos le pregunté al “loco” qué pensaba de la situación y apartándose del mostrador, dijo: “Que todos son una manada de salvajes. De brutos. Matándose todavía por política”.
—Su padre está entre ellos...
—Pero, ¿cómo es posible eso? A la juventud de estos lados no nos importa nada su tal política.
Luego entró el padre con un amigo, y a pesar de estar llenos de cerveza, dijeron cosas que parecían serias:
—Al gobierno no le pedimos ni carreteras, ni luz eléctrica, ni Caja Agraria. Le pedimos paz. Que encierren a los matones amaestrados que andan sueltos. Son unos pocos pero tienen esclavizado a todo un pueblo. Estamos esperando a ver si es que hay gobierno. Si no, nosotros tendremos que arreglar esto.
Hablar con los conservadores en Balboa es tan difícil como hacerlo con los liberales en La Celia. Tienen la misma respiración contenida, el mismo miedo:
—No hemos comenzado esto. Allá en La Celia unos matones amparados por un alcalde y por un sargento de la policía roban ganado y matan gente. Y ahora dicen que somos los godos. De aquí fueron dos liberales a matar a un jefe conservador. Y los mataron también a ellos. ¿Qué culpa tenemos nosotros?
—El jefe conservador era un ex presidiario que pagó una larga condena por violento.
—Será uno. Pero no todos nosotros. Es que son cuatro corrompidos de lado y lado, los que están envenenando esto. Si sigue la cosa, los godos estamos armados aquí en Balboa.
Afuera, la gente se queja: “A pesar de haber ejército y dizque toque de queda, el miércoles vino un campero de La Celia y estuvieron insultando y echando bala por el pueblo. Provocándonos más. En la violencia ya hubo guerra entre ellos y nosotros. Y ahora las cosas se están poniendo difíciles”, dicen unos parroquianos en la caballeriza.
Comienza a atardecer y la salida del pueblo está más vigilada que cuando se detuvo allí el taxi. Dos carros militares patrullan el lugar y ya no hay tres sino ocho centinelas que se ubican mirando hacia todos lados.
En la mañana el ejército mató a un hombre porque, según dijeron, cuando lo fueron a esculcar, sacó un revólver y trató de hacer fuego sobre un soldado. “Quería comenzar la plomera ya, pero ya no estamos dispuestos a dejarnos joder”, explicó el chofer que nos trajo a Pereira.
Así son Balboa y La Celia, dos pueblos pequeños que se desangraron en la época de la violencia, hace 25 años, y que hoy han vuelto a las andanzas porque hay interesados en no dejarlos olvidar.
Pereira, 5 de septiembre de 1974