La violencia aún es igual

Caicedonia, un pueblo encajonado entre las cordilleras al norte del Valle del Cauca, no tiene término medio para nada:

Hoy es señalada como una de las regiones del país en donde la violencia ha sido más cruda, pero se le desconoce como una de las más extraordinariamente ricas por la bondad de sus tierras.

Entre los que producen mucho café, Caicedonia es el tercero de Colombia, pero con una ventaja especial sobre los demás: que su grano es el más suave del mundo.

La población, de 18 mil habitantes en el área rural y 23 mil en el casco urbano, cuenta con todos los climas. Además está bañada por centenares de caudales de agua que se desgajan de las cimas, arriba de sus campos de labranza.

En los últimos 26 años la vida de esta población ha transcurrido ligada a dos factores, dependientes el uno del otro: la calidad de la tierra —una de las más caras del país— y el desangramiento paulatino de sus hombres.

El último de ellos (Nury Iza Quintero), cayó perforado a balazos hace apenas un mes, cerca de un cafetal. Era un joven de 29 años que ocupaba el cargo de presidente del directorio liberal del municipio.

A partir de julio de 1972, él ha sido el último muerto por causas aparentemente políticas. La lista total está compuesta por seis liberales y un conservador, todos gamonales partidistas, pero su muerte no significa el renacimiento de la lucha acentuada entre 1948 y 1957, sino el último hito de aquella “endemia colombiana”, como Darcy Ribeiro califica a nuestra violencia ancestral.

En Caicedonia los muertos, en su gran mayoría, han sido últimamente liberales. Antes de estos seis hay millares de nombres más —de ambos bandos— que se pierden en la noche de la contienda.

Allí la tanda final de matanzas se inició el 9 de abril de 1948, cuando cinco miembros del directorio conservador fueron fusilados por los liberales en presencia de la población.

Luego el líder azul de la vereda de Aures también cayó asesinado y entonces se inició la “conservatización” de toda una región liberal.

En Cali, la ciudad desde donde son dirigidos los gamonales de Caicedonia, los dirigentes políticos dijeron que a partir de 1964 se logró la “pacificación” de la zona, porque ya los liberales y conservadores se saludaban nuevamente.

Sin embargo, de lo que no quisieron hablar fue de las viejas rencillas y de la valorización constante de la tierra, que ante la última bonanza en los precios internacionales del café, han marcado nuevas muertes.

Hoy los liberales siguen viviendo al norte del municipio y los conservadores al sur, en dos zonas bien separadas por una calle que bien podría señalarse como un “muro de la infamia”.

Desde la calle octava hasta los cerros del sur habitan exclusivamente conservadores. Los liberales que tienen sus casas allí pueden contarse con media mano: Tulio Sánchez y Eliécer Vargas.

Al norte de la octava, las vías son liberales y terminan en la vereda de Montegrande, la primera de la zona roja.

A raíz de la última muerte, que ha recibido un buen despliegue publicitario porque se trataba de un miembro de las familias bien del pueblo, la situación tiende a descomponerse aún más, según las mismas autoridades del lugar.

Del crimen fueron señalados por un juez como autores intelectuales cuatro miembros del directorio conservador, hombres acaudalados a quienes se sindica de haber contratado a tres pistoleros a sueldo.

Todos se hallan presos, pero los directivos del conservatismo opinan que la decisión del juez “fue precipitada”.

El alcalde militar y el ejército dicen que ésta es la primera vez que se investiga un crimen en la historia de Caicedonia.

Sin embargo, la gente opina que “la situación se descompondrá a la salida de los cuatro sindicados”, quienes ya han anunciado su libertad a la luz de las ráfagas de sus revólveres.

Mientras tanto reina allí una calma tensa que aterra a toda la población, saciada ya de enfrentamientos.

La tierra

Según los abuelos del pueblo, en Caicedonia no hay un parque, una sola cuadra, ni siquiera una esquina donde, durante la violencia, no se hubiese cometido un asesinato.

Pero el habitante de la región no solamente ha pagado con su sangre el precio de este carnaval.

Para el gerente de la Caja Agraria (créditos a cafeteros) y para el notario municipal, quien tiene que ver estrechamente con todas las transacciones de la tierra, hoy “el 80 por ciento de los campesinos de Caicedonia no poseen un solo centímetro de tierra. Todos ellos eran propietarios antes del año 40”.

Esto quiere decir que la violencia a que fueron lanzados en nombre de dos colores, el azul y el rojo, también les costó la pérdida de sus tierras.

Al terminar de describir la muerte y el éxodo de campesinos que tuvieron que abandonar la vereda de Aures —llamada hasta mediados de la década de los años sesentas “el estado soberano”— don Gerardo Osorio, miembro del directorio azul, no niega que “eso fue liberal hasta el 48 y quedó después totalmente conservador. Lo conservatizaron del totazo”.

Estas gentes y las conservadoras que salieron de otras zonas, trabajan hoy como aparceros en lo que antes era de ellos.

La aparcería consiste en que el dueño de una finca le da su tierra a un campesino para que la cultive y éste carga absolutamente con todos los costos, desde el desyerbe hasta la aplicación de fungicidas, la recolección y el salario de los trabajadores. Cuando llega la hora de vender la cosecha, el 50 por ciento de las utilidades es para él y el otro 50 por ciento para el dueño de la tierra.

Augusto Jaramillo, gerente de la Caja Agraria, y Gerardo Pino, gerente de la Cooperativa de Caficultores, dicen: “Los propietarios viven en las ciudades, en otros pueblos, en donde usted quiera, menos en sus fincas”.

A su vez, Gerardo Osorio, asesor tributario de varios hacendados, cuenta:

“El dueño de las fincas viene dos veces al año, o sea, cuando hay que cobrar ganancias”.

El notario Fabio Martínez señala, luego de 15 años continuos de legalizar con su firma la compraventa de tierras: “Hasta antes de la violencia del 48, esta zona era de minifundio. Todo el mundo tenía sus pequeñas parcelas. Hoy sólo un 10 por ciento es de minifundio. En el resto nacieron fincas grandes porque, durante la violencia, los que tenían hombres a su mando, dinero y el respaldo de los directorios liberal y conservador de Cali, precipitaron la sangre para comprar barato o para invadir las propiedades de aquellos que huían dejando atrás a sus padres, a sus hijos o a sus hermanos muertos en la tierra de los cafetales. Ellos fueron así alindando (sumando) a las suyas las parcelas vecinas. Actualmente, la finca promedio en esta zona tiene unas 35 hectáreas de extensión, que aquí es bastante”.

Según los datos del notario, el recrudecimiento de la violencia en la década de los años cincuenta, coincidió con un aumento considerable del precio de la tierra. Él dice: “la primera gran valorización fue para el año 50 y la última, que ha sido la mayor de todas, viene de tres años para acá”.

Por ejemplo, en la vereda Montegrande, una hectárea que en 1960 valía 20 mil pesos, en 1973 se puso a 50 mil. Y para nadie es ajeno que estos nuevos precios coinciden con los últimos brotes criminales.

Desde luego, la mejor cotización del grano —como la que hemos vivido en estos dos últimos años— es la que eleva los precios de las tierras cafeteras.

Detrás de todo esto se observa cómo en Caicedonia, por ejemplo, en los últimos 24 meses han vuelto a hacer su aparición los asesinos a sueldo, el “boleteo” para atemorizar y hacer huir a las gentes a otros municipios, el terror y la persecución. La violencia resulta una buena industria para algunos pocos: significa matar para comprar barato o simplemente para adueñarse de lo del campesino pobre.

Con el visto bueno de los directorios liberal y conservador, formados por acaudalados hacendados, los gamonales han elaborado listas negras —listas de matar— que incluyen aun a las mismas autoridades que intentan administrar justicia.

El pueblo conoce tanto esta situación, que en cualquier café o esquina de Caicedonia uno escucha actualmente un chiste sobre el edificio de la alcaldía que fue pintado de color crema. El alcalde militar cubrió las paredes de su despacho de azul celeste. Entonces dicen que “es una jugada para que lo saquen de la lista”.

Aquí los crímenes son anunciados varios días antes de que la víctima caiga. Las gentes saben que sucederá, pero como nadie quiere ser el próximo, deben callar. Los matones a sueldo se dejan ver antes de cada “trabajo” y los gamonales se esconden bajo la máscara de respetabilidad que pretenden buscar en sus crecidas cuentas bancarias.

Los cuatro patriarcas detenidos hoy en Tuluá por la muerte de Iza Quintero tienen un amplio pasado político, que sus mismos copartidarios no niegan. Son hombres acaudalados que llegaron a la región hace 30, 25 y 20 años.

En el directorio de su partido, uno de los miembros más prestantes trazó un perfil de estos caballeros “que llegaron aquí con una mano adelante y otra atrás”.

Lo primero que hicieron entonces fue lograr poder político. Detrás vino el económico.

Uno arribó como vendedor de algunos bultos de papa a pequeñas tiendas del pueblo. Se integró y se quedó. Otro, con una máquina de escribir bajo el brazo, se dedicó a hacer declaraciones de renta. Otro más vino como aparcero y el cuarto como peón en el campo. Ahora todos son hacen dados.

Repasando la vida de los gamonales políticos de Caicedonia muertos en los últimos años, se halla el mismo común denominador. Todos, rojos y azules, tienen un pasado más o menos similar.

Posiblemente por eso, para el pueblo hay una pausa en el sufrimiento: “Es que ahora la sangre la están poniendo los braveros y el campesino por lo menos pudo tener un descanso”, señala un funcionario que prefiere ocultar su nombre.

La cosecha

Este semestre ha sido para Caicedonia realmente negro. Las dos últimas cosechas se perdieron casi en su totalidad a causa del invierno. La que debía haberse cogido entre abril y junio fue estropeada en un 85 por ciento, de acuerdo con los datos de las entidades cafeteras del gobierno en la zona.

Según Gerardo Pino, gerente de la Cooperativa de Caficultores, y Joaquín Hoyos, gerente de Almacafé, las pérdidas de este primer semestre del año son de 59 millones de pesos solamente en el municipio de Caicedonia, donde se malograron 260 mil arrobas de café.

A pesar de que el 80 por ciento de los campesinos trabaja aquí en tierras ajenas, ellos han debido asumir la mayor parte de esta catástrofe económica y se hallan arruinados.

Augusto Jaramillo, gerente de la Caja Agraria, dice que, “por lo menos la mitad de nuestros clientes ha anunciado que no tienen cómo pagar ni los intereses de los préstamos hechos un año atrás para preparar la cosecha”.

En la Cooperativa de Caficultores se indicó que “la situación económica del pequeño cafetero es muy grave, pues su deuda se acumulará periódicamente”.

En tanto, los dueños de las fincas no han sido afectados y no invierten dinero, por trabajarlas mediante el sistema de aparcería.

Espejismo

Pero aun en épocas de buena cosecha, el trabajador cafetero vive empobrecido. Juan Valdés y su sonrisa están tan lejanos de la realidad nacional, como el apellido de este personaje, con que una agencia de publicidad norteamericana pretende simbolizar a nuestros campesinos.

Para el trabajador del campo y para el pequeño parcelero, la danza de millones de dólares que le llegan al país por la exportación del grano es apenas un espejismo. Y éstos son la mayoría.

Según el Banco Cafetero, “el 96 por ciento de las plantaciones del país son minifundios. El 75 por ciento del café que producimos es cosechado por estos pequeños productores”.

El historiador uruguayo Eduardo Galeano dice que cada pequeño cultivador de café colombiano gana al año un promedio de 130 dólares (3.640 pesos).

Pero, entonces, ¿dónde se quedan todos los millones de dólares que recibe Colombia por su café?

La revista norteamericana Time dice que “los trabajadores colombianos del café sólo reciben un 5 por ciento del precio total del grano, a través de sus salarios”.

El economista Mario Arrubla en sus “Estudios sobre el subdesarrollo colombiano”, anota:

“El precio del café se descompone así: 40 por ciento para los intermediarios, exportadores e importadores; 10 por ciento para los impuestos de ambos gobiernos; 10 por ciento para los transportadores; 5 por ciento para la propaganda de la Oficina Panamericana del Café, en Washington; 30 por ciento para los dueños de las plantaciones y 5 por ciento para los salarios de los obreros”.

¿Y quiénes son los intermediarios que se quedan con el 40 por ciento? Según Eduardo Galeano, seis compañías extranjeras.

Estas pocas cifras muestran el espejismo. Mientras tanto, en Caicedonia el campesino cafetero muere y sufre de hambre. A pesar de que Juan Valdés sonría en la propaganda que se hace en el exterior al café colombiano.

Cali, 1 de julio de 1974