Unas garzas enormes, que desde la distancia podía confundir con las cigüeñas que viera, hacía varios años, posadas en las bocas de las chimeneas de Logroño, cruzaron la bahía de San Francisco en dirección al Golden Gate para perderse en la bruma.
Lo habían citado a las diez de la mañana en el parque colindante y él, que llegó con quince minutos de anticipación, esperaba sentado en una banca a cuyas espaldas se situaban la colina del Telegraph Hill y una de las calles ondulantes y atractivas sobre las que circulaban, en lento ascenso o rápida picada, los tranvías del Cable Car.
Calado por el frío, Carlos Thorton aguardaba enfundado en un abrigo de pelo de camello, al que había añadido una bufanda azul marino con filos dorados para proteger la garganta y una gorra hecha con estambre de lana de Merino, manufacturada en Nueva Zelanda del mismo color con la que cubría su testa. Estaban a finales marzo y todavía continuaban cayendo copiosas nevadas en la costa este de la Unión Americana, sobre todo en Nueva York, y la costa del Pacífico estaba cubierta por mantos de aguanieve y nubosidades que abarcaban desde la ciudad de Los Ángeles hasta los confines del estado de Oregon. Thorton extrañaba en esos momentos el clima de la Ciudad de México y, sobre todo, la floración azul, casi en el tono del plumbago, de las enormes jacarandas que adornan con su fronda prodigiosa los camellones y los parques de Las Lomas de Chapultepec, la Colonia del Valle y las calles de Polanco, donde conservaba unas lujosas oficinas en las que ofertaba los bienes adquiridos en consignación para las subastas que organizaba periódicamente.
El hombre que lo había citado por teléfono en el parque llegó a la diez en punto y se lo hizo saber mostrándole la carátula del reloj de pulsera —un Cartier de la colección que imitaba a los viejos Longines y Omegas de los años treinta, planos y chapeados con oro de veinticuatro quilates— que llevaba colocado en la muñeca de su mano izquierda.
—¿Mister Arnold Swetinger? —inquirió Thorton, peleando con el apellido del fulano para poder pronunciarlo con propiedad.
—El mismo —contestó el gringo calvo y regordete con una sonrisa que dejó entrever un colmillo dorado y las coronas plateadas de sus muelas.
Thorton extendió la mano y dijo «Mucho gusto», al tiempo que se incorporaba. El calvo le dio una palmada en el hombro y echó a andar en dirección al estacionamiento descubierto donde remataba el parque. Abordaron un viejo Citroën y, después de batallar un poco con el encendido del motor y la cerradura de la puerta correspondiente al pasajero, enfilaron por una avenida que conectaba con el Golden Gate y que, una vez atravesada su majestuosa estructura, los llevaría a la vecindad de Sausalito para ahí tomar un almuerzo y visitar las bodegas donde Swetinger, eso dijo, apilaba muchas antiguallas que podrían interesar al mexicano.
Mientras Arnold conducía, con la pericia zigzagueante de un hombre acostumbrado a manejar bajo los efectos del alcohol, a quien sacudían eructos y flatulencias fétidas y sonoras que no sólo irritaban a Thorton sino que le provocaban arcadas, éste intentó calibrar la apariencia estrafalaria del sujeto bajo las premisas variopintas que apuntaban en su cerebro hacia direcciones opuestas: «¿Se trata de un contrabandista?», pensó, mirando las manos manchadas con moretones en el dorso y costras en los nudillos. «Sin embargo, su ropa es fina. Un tanto ajada en los puños y en los codos del saco, así como en las valencianas del pantalón, pero de buena tela y una confección decente, con seguridad adquirida hace varios años en las tiendas de Brooks Brothers o en alguna de las boutiques de Madison Avenue, en Nueva York; ajuar con el que acostumbran vestir los ejecutivos de las empresas que emigraron a California para incrementar sus ventas e incorporarse a la quinta economía del mundo...», continuó especulando sin llegar a una conclusión que le permitiese determinar qué clase de chango era ese sujeto que lo había contactado a través de una carta sin membrete para ofrecerle en venta unas antigüedades que podían resultar interesantes para su negocio de subastas, sin darle detalle alguno, como no fuese su correo electrónico y los dígitos de su teléfono celular. «Todo un enigma Mister Arnold Swetinger, que deberé develar antes de convenir negocio alguno.»
Atravesaron las calles de Sausalito y se detuvieron al costado de un pequeño parque que colindaba con el muelle que corría a lo largo de la ensenada rodeada de colinas. Arnold lo condujo hasta un bistró que anunciaba en la puerta y en las vidrieras manjares preparados con langosta y cangrejo, donde ocuparon una mesa que, a través de las ventanas, miraba hacia la marina en la que estaba anclado un sinnúmero de yates y veleros de muchas envergaduras que le daban un aspecto hermoso y sumamente atractivo.
Iniciaron el almuerzo con una copa de vino blanco producido en los viñedos que tenía el director de cine Francis Ford Coppola en Napa Valley que, aseguró Arnold, era lo suficientemente seco y delicioso para competir con los alemanes del Rin.
—El secreto de este vino, señor Thorton, está en la mezcla a la que se agrega una porción, casi el aliento de un ángel, de la uva pinot noir —dijo chasqueando la lengua.
—Exquisito —convino Thorton, mientras le servían un plato que contenía una cola de langosta y unas empanadas de cangrejo, acompañadas de un pequeño recipiente en el que flotaban grumos de mantequilla derretida, y otro aderezado con pasta de raíz fuerte, picante y, para el gusto de Carlos, muy sabrosa.
—Tengo para usted unas piezas muy interesantes —comentó Arnold—. Algunas las traje de Filipinas a bordo del yate Eureka, ese que está allá —añadió y señaló con la mano para que Carlos pudiera mirar un enorme catamarán provisto con mástiles de aluminio y una cabina que, de acuerdo con el cálculo instantáneo que hizo, bien podía albergar a una docena de tripulantes.
—¡Es enorme! —exclamó Thorton—. De un tamaño similar a los que compiten en la Copa América —agregó con entusiasmo—. Conocí uno que, nunca supimos con qué propósito, llevaron al lago de Valle de Bravo, en México, y lo anclaron frente a la cortina de la presa donde permaneció varios meses hasta que un día, como por arte de magia, desapareció y no volvimos a pensar en su existencia... Pero ¿me decía de unas piezas?
—Se trata de un lote... —quiso iniciar su descripción Swetinger, pero de pronto se detuvo—. Creo que es mejor que las vea. Las tengo en una bodega que está a tiro de piedra junto a la placita en la que, durante los años setenta, no hace más de cuarenta años, se celebraban las carreras de tortugas que hicieron famoso a Sausalito. Supongo, dada su edad, señor Thorton, que usted participó en ellas o, al menos, escuchó algo sobre las mismas de boca de alguno de sus amigos hippies... ¿Me equivoco?
Carlos no respondió de inmediato. La imagen que reunía en sí a sus amigas Sharon Hunter, Paty Sconey, Maria Massioti, a él mismo y a otros compañeros, a la vera de un carril preparado con arenisca de mar de color blanco donde, con una lentitud pasmosa, avanzaban varias tortugas de regular tamaño con los caparazones pintados de múltiples colores y figuras psicodélicas, mismas que eran animadas con los gritos desaliñados de muchos hippies de ambos sexos, que fumaban mariguana con singular alegría y habían apostado al quelonio que les pertenecía o que más les había gustado para ganar la competencia, llegó a su mente y se develó con una nitidez que lo llenó de alegría.
—Sí, sí estuve aquí para presenciarlas y apostar a las que más me gustaron, Arnold —confirmó—. Una época maravillosa de mi vida. ¡Ah, los años setenta!
—Bueno —comentó su anfitrión—. Ahí vamos a estar en un rato, tan pronto como demos cuenta de estos manjares...
Media hora más tarde llegaron a la bodega de Swetinger. Una construcción larga, encalada, provista de un enorme portón de color bermellón que ostentaba del lado derecho una placa que decía «Swetinger & Company, Ltd.» La puerta corrediza se abrió con la señal de un dispositivo electrónico. Entraron y aquélla se cerró a sus espaldas, al tiempo que el galerón se iluminaba con la luz que provenía de decenas de lámparas que colgaban del techo.
Thorton quedó deslumbrado ante la cantidad de anaqueles colocados en ringlera y de piso a techo a lo largo de los muros. No tuvo que hacer esfuerzo alguno para imaginar la acumulación de bienes que Swetinger tenía almacenados. Si había tenido dudas acerca de su calidad de comerciante próspero y serio, se había equivocado.
Arnold no se detuvo. Continuó caminando hasta que llegaron al local donde estaban sus oficinas. Tomaron asiento alderredor de una mesa semejante a la que él tenía en su despacho, sólo que ésta había sido fabricada con madera de palo de rosa, impecable y de una belleza exquisita. Ambos se apoltronaron en unos sillones cómodos, dotados con cojines mullidos y forrados en terciopelo con reproducciones copiadas de algunos gobelinos tejidos en Bruselas.
Arnold Swetinger observó las facciones de Thorton con cautela. No acostumbraba, bajo ninguna circunstancia, apresurar a sus clientes o presionarlos para realizar una venta. Él esperaba hasta que la respiración estuviese bien acompasada y las arrugas faciales se amoldaran cómodamente en el rostro de su interlocutor para iniciar su negocio. Dejó que transcurrieran cinco minutos.
—Lo que le voy a mostrar, señor Thorton —dijo con la seguridad de un experto—, son piezas originales y muy peculiares. He oído hablar de sus preferencias y de los lotes que elabora para satisfacer sus inclinaciones íntimas acerca de las cuales se especula sin que nadie tenga certeza alguna sobre si son ciertas o sólo se trata de chismes para dotarlo de un aura misteriosa. Fue eso lo que me llamó la atención y me atrajo para contactarlo.
Carlos Thorton se removió en el asiento casi imperceptiblemente, de suerte que no dejó traslucir la curiosidad que sentía, y menos que sus nervios en punta revoloteaban como si fuesen murciélagos. Él también era un caradura, un zorro que jamás enseñaba sus cartas y sabía esperar para dar el zarpazo.
Swetinger estiró sus dedos y mostró sus falanges maltratadas. Luego se levantó y se dirigió hasta donde se hallaba un arcón de madera asegurado con flejes de hierro. Tomó una barreta y con ella removió las cintas. A continuación, aflojó la tapa, la quitó, y con las manos extrajo el aserrín que protegía los objetos. Tomó uno que estaba en la superficie, lo limpió de virutas con un fuerte soplido y lo colocó sobre la mesa.
—¡Una belleza! —exclamó Thorton cuando tuvo frente a sus pupilas la punta de un colmillo de marfil, de setenta centímetros de longitud y un diámetro en la base de veinticinco, labrada con un esmero asombroso.
—Dinastía Ming, siglo catorce —informó Swetinger de inmediato—. Si la observa con detenimiento, las figuras en relieve de la primera capa representan el cuerpo de una doncella en el momento de ser devorada por tres perros de fauces demoniacas. La doncella no es otra que la princesa Junco Dorado, favorita del emperador en su momento, que cometió el desacato de descubrir sus pies de alabastro frente a un grupo de cortesanos, por lo cual fue condenada a una muerte cruel y despiadada. La pieza, que permaneció en las habitaciones de las demás concubinas del Señor del Manto Escarlata —continuó Arnold—, fue hecha para recordar la transgresión que cometió y como advertencia de lo que le sucedería a aquella mujer que se atreviese a cometer un desacato de naturaleza semejante...
—Una medida, sin duda, eficaz —interrumpió Carlos—. Sin embargo, pienso que para los tiempos que corren su exposición no tendrá el menor efecto entre las señoras de nuestra sociedad, afectas a comportarse con más sigilo y sin llegar a ser francamente descaradas.
—Se equivoca, señor Thorton —replicó el anticuario—. La punta de marfil contiene en su interior otros secretos. En la segunda y demás capas sucesivas, el artífice que la labró incrustó unas pequeñísimas agujas de metal que se activan con un giro de la primera envoltura y, al penetrar en la piel, causan una escoriación para la cual no hay remedio ni medicina alguna, a semejanza de la picadura de la araña violinista, que acaba por gangrenar la parte afectada y, en el lapso de dos semanas, provocar la muerte. ¡Imagine usted lo que puede propiciar en manos de un marido celoso o de una mujer depravada que la use a manera de vibrador para su satisfacción íntima...!
—Algo inusitado dado su tamaño, ¿no lo cree?
—Ver para creer, señor Thorton. Si yo le contara las cosas con las que me he enfrentado.
Carlos no quiso abundar en una discusión que, amén de tener un cariz escatológico, podría resultar bizantina, porque había decidido adquirirla. Es más, para esos momentos ya tenía en la mente a quiénes podría subastarla.
Arnold interpretó bien su silencio, y con la certidumbre de que iba correctamente encaminado y que sus elucubraciones acerca de su cliente no estaban jaladas por los pelos, cuando menos no del todo, le enseñó otras piezas perniciosas, no todas de origen oriental, que fue colocando encima del escritorio con el fin de propiciar que sobre la vista naciera el amor.
Así, Carlos Thorton quedó convencido de comprar unos frascos que contenían plantas carnívoras cultivadas en la población que fungía como frontera entre los estados de California y Oregon, llamada Eureka, al igual que el velero de Swetinger —una de las cuales aún conservaba entre sus carnosos y dentados pétalos los restos de un dedo humano mutilado—; unos preciosos zapatos de raso fabricados en Italia, cuyos tacones largos, estrechos y puntiagudos eran un arma mortal si se empleaban con decisión y furia, los cuales habían sido rescatados entre los escombros de un palacio veneciano en ruinas y que, a pesar del tiempo y las inclemencias de la humedad y el sarro, conservaban vestigios de sangre y cabello pertenecientes al cráneo de una de las víctimas que fuera asesinada durante una trifulca entre un grupo de cortesanas y otro compuesto por los eunucos que servían de carnada y diversión a los miembros disipados de la aristocracia vernácula; una réplica de la legendaria máscara de hierro provista con los clavos interiores que torturaban la cara de aquel que se viese forzado a usarla; la espada con la que había sido decapitado el rey usurpador Juan sin Tierra, hermano del cruzado Ricardo Corazón de León; varios libros encuadernados con papiro y de páginas ilustradas con preciosura y letras capitulares de gran belleza, las cuales habían sido impregnadas con venenos elaborados en los alambiques de los nigromantes que durante la peste que asoló a Bretaña se escondían en las mazmorras subterráneas excavadas por debajo de la plaza que después se llamaría Trafalgar Square, y cuyos primeros efectos, al pasarlos con los dedos a las lenguas, eran afrodisiacos, pero que con el transcurrir de las horas se decantaban y provocaban desarreglos intestinales y reacciones catastróficas.
Sin embargo, a juicio de su interlocutor, Carlos Thorton no parecía estar plenamente satisfecho. Sus movimientos corporales, acompañados de chasquidos que daba con la lengua, informaban a Swetinger que su cliente, vicioso y encarrerado, quería obtener más objetos, quizás de mayor envergadura.
—Lo voy a llevar a un salón que está en el ala norte de mi bodega, señor Thorton —dijo de improviso, al tiempo que se incorporaba y daba unos pasos en dirección a la puerta—. Creo tener ahí almacenadas algunas piezas que le resultarán atractivas.
No dijo más y echó a andar con pasos apresurados. Thorton tuvo que hacer un esfuerzo para alcanzarlo y no quedar a la zaga. El bodegón era inmenso, casi tan grande como el que ocupaba el Museo del Aire que visitó en Múnich, Alemania, que contenía, entre otros muchos artefactos, ejemplares de los aviones utilizados por la Luftwaffe durante la primera y la segunda guerras mundiales.
Quedó impresionado. Más cuando Swetinger, con la intención de abrir boca, lo condujo hasta donde estaba asentado un potro de tormento que, una vez instaurada la Inquisición por Isabel la Católica, había sido utilizado para torturar a moros y judíos, conversos o sin serlo (no tenía la menor importancia), para que confesaran sus pecados de herejía en contra de la religión cristiana. El potro, construido con madera y algunas planchas de metal, conservaba las cadenas y los grilletes usados para infligir dolor, así como el instrumental que los verdugos del Santo Oficio manipulaban para cercenar tendones, nervios, narices, orejas y cualquier pedazo de carne, cuya pérdida iba acompañada de gritos y alaridos de índole espeluznante, hasta que la muerte imponía el silencio.
—Esta pieza, como usted comprenderá, es única. La adquirí mediante los oficios de un alguacil de Toledo que la tenía escondida en la sacristía de una capilla construida durante el siglo XV en la ribera izquierda del río Tajo, y me costó una pequeña fortuna. Sobre todo porque aún resuma la desesperación y el traqueteo de las convulsiones de los ajusticiados que fallecieron encima de la plancha, provista con canaletes para que escurriera la sangre, sin compasión alguna... Si a usted le interesa —agregó sin poder desatar el nudo que se le había formado en la garganta—, puedo ofrecérsela en doce mil dólares, precio al que tendré que agregar el costo del flete y de los trámites de aduana...
Thorton escuchó la cifra y en su cerebro la multiplicó por diez. Sí, valía la pena, siempre y cuando lograra endosarla en dicha cantidad a los miembros de una cofradía mexicana, compuesta por políticos aviesos que asistían a sus subastas y perfilaban sus gustos sobre aquellos objetos que podían destinar a los vericuetos selectivos del dolor en los cuerpos de los pobres miserables, fuesen del sexo que fuera, con los que se refocilaban... «Bueno, además están los narcos y otros grupos del crimen organizado a los que vendrá de perlas contar con un instrumento de tortura... Será cosa de echar a correr el borrego, y creo que no me tomará mucho tiempo venderla», meditó y expresó su consentimiento.
—Me llevo el potro, Mister Swetinger. ¿Qué más tiene? Si voy a pagar el precio de un contenedor, lo mejor será que valga la pena.
—¿Le interesan los mascarones de proa? —inquirió el gringo abriendo la boca para no lastimarse con los colmillos afilados que le habían ido creciendo.
—Depende de su apariencia y del historial que carguen en pro de su prestigio —respondió Carlos, un tanto sorprendido por la oferta que le hacía.
—Déjeme que se lo muestre —expresó el anticuario, consciente de que Thorton no podría resistir la tentación de comprarlo—. Un mascarón que ¡uf, uf! —exclamó con desenfado.
La pieza, colocada entre los cascos de dos navíos de homenaje en cuyas cuadernas estaban pintados los escudos de armas de los príncipes de Luxemburgo —según le explicó Swetinger—, destacaba por la enorme talla de una mujer de pechos suculentos, cuello robusto, melena con rulos erizados y, en especial, ojos centelleantes a los que se habían incrustado unas gemas talladas de color verde profundo que proclamaba su poder y el encono con que había presidido la navegación del barco, seguramente un galeón, que correspondió a una escuadra afamada.
—Este mascarón perteneció e iba enarbolado en la proa del barco con el que el corsario Sir Thomas Cavendish efectuó el tercer viaje de circunnavegación que se hizo alderredor del mundo. Después de Magallanes y Sebastián Elcano, de la travesía que hizo Sir Francis Drake para constatar la redondez de la Tierra, fue Cavendish el valiente que se aventuró en las aguas del estrecho, hoy llamado de Magallanes, frente a la población de Punta Arenas, en la Argentina austral, el que bordea la Antártida para cruzar del océano Atlántico al océano Pacífico.
El mascarón fue rescatado algunos años más tarde por la tripulación del navío Escarcha, que navegaba las costas del Brasil, en una caleta situada frente al arrecife donde Thomas Cavendish había naufragado y perdido la vida. De acuerdo con las anotaciones hechas en la bitácora del capitán del barco, el mascarón de proa había anunciado su presencia dando unos alaridos tremebundos que, a través del mar y un oleaje peligroso, llegaron a los oídos de los marineros y los guiaron para poder encontrarlo.
La historia que contó Swetinger no sólo satisfizo a Thorton sino que le encajó las uñas para despertar en él una curiosidad efervescente que demandaba mayor información para llegar a un arreglo.
—¿Daba alaridos? —inquirió.
—¡Eso dijeron! Y, como ya le expliqué, de ello quedó constancia.
—Suena a embrujo —aventuró Carlos—. A una conjura tramada entre la mujer de madera y el espíritu de Cavendish. Quizás una versión, medio jalada por los pelos, del mito de las sirenas que se enseñoreaban en el mar Mediterráneo y que tantos dolores de cabeza causaron a los navegantes, en particular a Ulises u Odiseo, como usted prefiera llamarlo.
—Lo suficientemente atractiva como para que Pablo Neruda quisiera agregarlo a la colección de mascarones que acumuló en Isla Negra, en aquella casa frente al mar repleta con miles de chucherías que reunió en vida y que fueron todo su orgullo.
—¿En Isla Negra, su última morada antes de ser asesinado por los sicarios de Augusto Pinochet y los demás golpistas?
—Sí, señor Thorton. Yo mismo transporté a la inmensa valkiria hasta aquella propiedad y mis empleados lo ayudaron para que quedase colocada sobre un pedestal de roca, cuidando que mirase al oleaje del Pacífico.
—¿Me dice usted que Neruda fue su propietario? ¿Que la adquirió, pagó e hizo trasladar hasta Isla Negra?
—Así fue. Sólo que el gusto le duró muy poco.
—¿Y eso?
—La mujer tallada, la misma que ahora está viendo usted, no se quedó quieta, más bien tranquila, en la casa del poeta. Unas semanas después comenzó a proferir bramidos escalofriantes que desquiciaron a los residentes de la casa y de toda la zona, quienes se quejaron con Neruda y exigieron que se deshiciera del monstruo. Don Pablo, que a la sazón había perdido el oído y estaba más sordo que una tapia, rehusó al principio hacerles caso, pero se vio conminado a claudicar cuando las vibraciones de los aullidos comenzaron a romper los cristales de las ventanas y los frascos y las botellas de una de sus colecciones predilectas. Me llamó, algo dijo acerca de que yo lo había timado, mas no reclamó devolución alguna del dinero que me pagó, y me exigió que fuese por ella. Y aquí la tiene a su disposición: una pieza que, he averiguado, fue hecha en el puerto de Liverpool a mediados del siglo XVIII por un alumno de la escuela del escultor germano Tilman Riemenschneider, cuyo precio, si logra usted amordazarla, puede ser estratosférico...
Carlos Thorton no quiso comprometerse de inmediato. No pudo imaginar a quién de sus clientes podría interesarle. Sin embargo, hizo un recorrido mental de las marinas distribuidas a lo largo de los litorales mexicanos y pensó en la posibilidad de colocar el mascarón en las playas de San Carlos, Sonora, con el ex gobernador que había desarrollado el puerto y, virtualmente, era dueño de tierras, vidas y haciendas, un jerarca de envergadura del partido oficial en el poder que, de vez en cuando, acudía a las subastas.
Arnold Swetinger le dio tiempo para que considerara los pros y los contras de una operación, que él sabía, podría ser harto azarosa.
—Déjeme enseñarle otra pieza —dijo de sopetón para que Thorton no perdiera avaricia y cayera en el desaliento.
Lo tomó por un brazo y lo encaminó hasta donde estaba un baúl empolvado, que limpió con una franela.
—Este baúl y su contenido le van a resultar simpáticos porque son de origen mexicano —dijo de corrido y se relamió los labios.
Thorton bufó y abrió los oclayos.
—¿Mexicano? —indagó.
—¡Igual que el mole y los tacous! —respondió el gringo, en el momento en que abría la tapa y le mostraba el esqueleto acomodado en su interior.
La osamenta de huesos color ámbar sonreía con las mandíbulas entreabiertas.
—Son los huesos de Pepe —exclamó el anticuario—. Y pertenecieron a doña Casilda Álvarez, la gobernadora, quien mantuvo el baúl a los pies de su cama hasta su fallecimiento.
—¿De Pepe? ¿Y quién demonios fue ese tipo? —quiso saber Thorton que, en ese momento, no las tenía todas consigo.
—Ahí está el enigma, señor —respondió a bote pronto el calvo—. El baúl nunca fue incluido en el testamento de la célebre poeta feminista y sus deudos, debo decir su hijo y su ahijada, Carmencita, se negaron a escuchar cualquier frase que lo mencionara. Pidieron al albacea de la sucesión hereditaria que se deshiciera de él y así fue como llegó a mis manos...
—Pero, pero...
—Doña Casilda solía enseñarlo a sus íntimos, a los que mostraba su hermosa casa del Pedregal de San Ángel, pero lo hacía en son de guasa. Cuando alguien le preguntaba a quién pertenecía el esqueleto, ella sonreía con las patitas de gallo que tenía en el rabillo de los ojos y respondía: ¡Pues tú sabrás, porque yo ya no me acuerdo!
—¿Jamás soltó prenda?
—¡Jamás! Dicen los rumores, por ahí andan sueltos algunos, que pudo pertenecer a su primer marido, un colimense de origen sospechoso con quien se casó a escondidas para encubrir alguna metida de pata... Su padre, el general Álvarez, era un hombre de armas tomar que no se iba a andar con remilgos y pues... Otras hablillas se refieren a un amante del que estaba enamorada, quien murió muy joven y de cuyo cuerpo no quiso deshacerse, y decidió conservarlo. Alguien, no quedó claro quién fue, mencionó a un soldado del Estado Mayor Presidencial del licenciado José López Portillo que se pasó de la raya con ella y desapareció de la faz de la Tierra... aunque la misma persona aseguró que eso no era cierto y que la verdad de esa relación doña Casi se la llevaría a la tumba, tal como sucedió.
—Y el nombre de Pepe, ¿de dónde salió?
—¡De la boca de la susodicha! ¡Así lo presentaba con aquellos invitados que tenían el privilegio de conocer algunos de sus secretos y de disfrutar con sus bromas!
Thorton, a pesar de que no estaba seguro si le convenía comprarlo, tuvo que demostrar cierto entusiasmo; sentimiento que fue creciendo en la medida en que contemplaba la posibilidad de agregar el esqueleto a su colección de cuerpos momificados para que, acomodado de pie y con la tapa del baúl abierta, ocupase el hueco que había quedado entre Paula y la piel acartonada de una momia robada del Convento del Carmen.
El tiempo se les fue volando y Swetinger se sobresaltó al verificar la hora en su reloj de pulsera. Siete de la tarde-noche y él tenía reservada una mesa para las nueve en un bar llamado Cucusnest que disfrazaba un burdel peculiar localizado en la esquina de las calles Hash y Ashbury, cercano a los dragones del barrio de Chinatown, en el corazón de San Francisco. Se vieron precisados, así, a cerrar la operación de la compra de los objetos seleccionados por Thorton, que resultaron ser todos respecto de los cuales habían hablado. Carlos Thorton expidió un cheque por una cifra cercana a los seis dígitos y Swetinger le extendió una relación que debería cotejarse en una aduana mexicana a su arribo.