II

Daniela Gaviria trabó amistad con él durante la celebración de la subasta de verano del año noventa y siete, que Carlos Thorton había organizado en la casa localizada en el número cuarenta y tres de la calle de Alejandro Dumas, en la colonia Polanco, la que mantenía arrendada con la finalidad de sacar al mercado los lotes de pinturas que, desde Nueva York, le enviaba Jerome Burroughs, agente de la empresa Christie’s.

Acompañada por su marido, Daniela ingresó a la sala de pujas unos minutos después de que Thorton hubiese adjudicado, por la cantidad de doscientos mil dólares, un cuadro de Sabine Freedman a un caballero sentado en la tercera fila, a quien todos los asistentes felicitaron por la magnífica adquisición que había hecho y admiraron por su elegante figura resaltada por un terno inglés que, era evidente, había sido cortado y cosido por un sastre de Saville Road con un casimir Dormeuil Príncipe de Gales.

Daniela no tardó en advertir que la concurrencia era exquisita. Tanto hombres como mujeres iban ataviados, aunque con discreción, como si asistiesen a la ópera o a una obra de teatro en el Palacio de Bellas Artes. Ella, que vestía un traje sastre diseñado por Paloma Peregrino en su natal Cartagena de Indias y peinada con un ligero toque de Coco Chanel, no desmerecía, y se sintió a gusto. Tomó, enseguida, la paleta con el número 22 que le fue entregada después de haberse registrado y se sentó en un lugar vacante en medio del salón desde el cual podría ver, sin obstáculo alguno, las pinturas que, a continuación, serían subastadas. Su marido, un fulano robusto con una pinta caribeña difícil de ocultar por más empeño que hubiese puesto en su atuendo, y que, por si fuera poco, se comía las uñas y los padrastros adheridos a la cutícula de las mismas con ostentación, quedó relegado a un rincón que ocultaba una columna.

Carlos Thorton subió al pódium que utilizaba para dirigir, como si fuese una orquesta de cámara, las pujas de sus clientes. Situado en un nivel más alto, tomó su tiempo para aplacar su cabello rubio con la mano derecha, acomodar las solapas de su saco de cachemira y sonreír de una manera encantadora. Luego golpeó con el martillo la base de madera que tenía adosada una pequeña placa de bronce con sus iniciales y, con voz clara y un tono varonil, anunció que se ponía a oferta un cuadro perteneciente al lote ocho, un Paisaje alpino de Jean-Pierre Corot, que colocado en un atril fue mostrado por uno de sus asistentes con el fin de que todos los presentes pudieran verlo a satisfacción. Thorton esperó a que la gente se deleitara con la composición y los colores del cuadro y, a continuación, anunció que el precio inicial de la puja sería de veinte mil pesos.

Un silencio expectante se apoderó de la sala, momento que Daniela aprovechó para echarle una ojeada discreta al martillero y decidir que más que los óleos y acrílicos que estaban en oferta, lo que a ella podría interesarle, aunque fuese nada más por el momento, como si se tratase de una inspiración divina, era un encuentro «íntimo» con ese personaje que ya la tenía encandilada con su personalidad.

Comenzó a mirarlo con fijeza hasta que sus ojos se encontraron. Thorton, acostumbrado al asedio carnal de algunas de sus clientas, tomó nota de la presa en ciernes, mas no descuidó su trabajo. La puja ascendió su valor con cierta rapidez y pronto alcanzó la cifra de trescientos mil pesos, cantidad que fue superada con una oferta del doble del valor apenas anunciado. Nadie más se atrevió a aumentarla y Thorton, que sabía que había alcanzado el límite acostumbrado para cuadros de esa naturaleza, martilló tres veces e hizo el pregón para adjudicar el Corot en la suma de seiscientos mil pesos a una dama que, dada la ostentación de sus joyas, era multimillonaria. «Nada mal», pensó al tiempo que calculaba la comisión que se había ganado: quince por ciento menos los gastos correspondientes.

Las miradas insistentes de Daniela, así como los movimientos de sus labios carnosos que lo invitaban al «baile», hicieron mella en Thorton y lo indujeron, sin meditarlo ni hacer cálculos morales perniciosos, a pasar a la acción inmediata.

—Voy a dejarlos por un rato al amparo de la atención del señor Faltrique, mi asistente perfectamente calificado, para que continúen con sus pujas y no se detenga la subasta —dijo sin quitar la mirada de los ojos de Daniela—. Necesito reponerme un rato y, sobre todo, descansar la garganta. Ustedes me entienden, queridos amigos...

Acto seguido, hizo una señal inequívoca y desapareció por una puerta lateral que estaba a un costado del pódium. Entró a un amplio vestíbulo desde el que arrancaba una enorme escalinata que comunicaba la planta baja de la mansión con las habitaciones de la parte alta y esperó, un tanto impaciente, a que la mujer apareciese.

Daniela no tardó en llegar mostrándole una sonrisa portentosa. Tendió la mano derecha cubierta por un guante de piel color crema, casi blanco, y esperó a que Carlos le besara los dedos.

—Es usted hermosa, señora... —dijo éste con voz grave y seductora.

—Gaviria, Daniela Gaviria —respondió la mujer con cierto acento impreciso—. Soy colombiana —aclaró y esperó el comentario de Thorton.

—Ya lo decía yo —respondió de inmediato—. Tanto su aspecto de gacela como el color acanelado de su piel no pueden provenir más que de un paraíso sudamericano.

Luego, la tomó por un brazo y la condujo escalera arriba. Daniela no pudo evitar el contoneo de sus caderas mientras subían. Semejaba el bamboleo de un barco surcando un mar de sargazos que contenían el oleaje al capricho de sus deseos. Llegaron a un pasillo que corría a lo largo del cubo de luz que enmarcaba el vestíbulo con unos barandales de madera lacada.

Carlos abrió dos puertas contiguas con el fin de mostrarle el interior de ambas recámaras para que ella escogiese la que más le gustara.

Daniela no titubeó. En apariencia ni siquiera las había mirado. Sin embargo, su decisión fue firme cuando exclamó:

—Me gusta la que tiene espejos empotrados en paredes y techo.

Carlos rio de buena gana. A él le encantaban aquellos espejos que permitían el reflejo de su cuerpo desnudo y más los de sus compañeras ocasionales.

—Tienes buen gusto, Daniela —comentó al tiempo que la tomaba por la cintura y la llevaba al pie de un inmenso camastro—. Además, un espíritu deportivo —agregó con un susurro que ensalivó el pabellón de su oído izquierdo.

El cuerpo de la mujer se cimbró y Carlos supo que su entrepierna comenzaba a humedecerse. Sus labios se encontraron en un beso furioso, impaciente. Ambos querían comerse sus respectivas lenguas que operaban como pistones de una pasión insuperable. Empero, el hombre fue despacio con las manos y esperó a que ella rugiese para comenzar a desnudarle los pechos.

Ella condujo sus manos hacia la bragueta del pantalón de Carlos y sólo murmurando «Me gusta. Lo quiero entero adentro de mí», apretujó el pene para sopesar el volumen de la erección y el placer que le esperaba.

El pantalón se deslizó por sus caderas. Los senos de Daniela, toronjas suculentas aureoladas por pequeñas uvas morenas, fueron lamidos y mordisqueados con un ritmo pausado que la llevaron al delirio. La lencería fue despetalada, rosas en un torbellino, y sus encajes y retazos de satín arrojados al desgaire para caer ruborosos sobre una alfombra de fieltro.

Ella, golosa e irresponsable de su lubricidad, hizo con el prepucio un capuchón de seda y lo elevó con el fin de lamer y succionar el glande. Carlos lanzó un gemido que retumbó sobre los espejos y, de rebote, erizó los resquicios del cuerpo de su pareja y le provocó una sudoración que sabía a almizcle y a perfumes surgidos de oquedades que nunca antes habían sido profanadas. El templo le abría sus puertas para que él oficiase una misa negra y tomase la hostia con la punta de su lengua.

—Quiero que me penetres ya —exigió Daniela sin tapujos—. Por donde quieras. Mi culo también es para ti, sólo para tu enorme verga —añadió inmersa en un contexto que, como le gustaba, la emputecía y la transformaba en una perra en celo.

—Necesito una pequeña tregua —comentó Carlos ante el rostro anhelante y sorprendido de la perra—. Debo ponerme un condón para impedir consecuencias con las que no quiero involucrarme para nada.

—¿Un condón? ¿En este preciso momento, cuando ya me estoy viniendo? —reclamó la mujer con un tono agrio, sin dejar de clavarle las uñas en las nalgas.

—Uno muy especial que, además, puedes comerte una vez que esté lleno de semen.

—¿Comerme? ¿Cómo si fuera una golosina?

—Están hechos con pulpa de tamarindo, mezclada con harina de semilla de girasol. ¡Son muy resistentes y, por los comentarios que he recibido, deliciosos! Vas a tener que probarlos, Daniela.

—¿Así, en plural?

—Tantos como eyaculaciones me provoques —aseguró con una palabra que utilizan los colombianos cuando ofrecen un manjar.

La perra, no le quedó de otra, adoptó una actitud sumisa. Se convirtió en una gata caliente dispuesta a una breve espera.

Carlos se dirigió entonces hasta un pequeño neceser, lo abrió y extrajo una caja de cartón azul que tenía unos caracteres chinos pintados en rojo. Tomó una de las envolturas, la abrió con los dientes y extrajo el preservativo. Estaba perfectamente lubricado y lo dio a oler a Daniela. Ésta se extasió con el aroma.

—¡Huele a frutas! —exclamó y, a indicación de su pareja, procedió a colocarlo.

El condón, que se multiplicó en varios conforme sus ayuntamientos fueron in crescendo, demostró en el cuerpo de Daniela que contaba con otras virtudes, amén de las preventivas, para producir placer y alcanzar una fogosidad rayana en el paroxismo. Terminó exhausta, y durante un lapso razonable no se cansó de masticar y tragar lo que ella calificó como un bocado de cardenal.

Ya para despedirse y regresar al salón de las subastas, Carlos tuvo un arrebato de maldad y se dejó conducir hacia un contexto que, él estaba consciente, podía resultar terrorífico.

Fue hasta donde reposaba el neceser, tomó otra caja de condones diferente a la primera, pues era de color parduzco y sus caracteres estaban pintados con una caligrafía distinta, y se la ofreció a Daniela: «Como un recuerdo de amor. Ofrenda para tu cuerpo y las delicias que me ha hecho gozar. Para que los disfrutes mientras coges con tu marido y me llevas en la imaginación y en las sensaciones de tu piel, Daniela amada».

Ella la recibió agradecida y Carlos, en alguna forma, lamentó su ¿inocencia? o, mejor, su falta de previsión y malicia para intuir que él, más cabrón que bonito, le estaba entregando un pasaje a un lugar en el que, durante un determinado tiempo y bajo condiciones catastróficas —pensó en la guerra de Vietnam— se había gestado un maleficio. Ahí, en el Vietcong y a manera de una guerra sorda de resistencia, las prostitutas habían librado escaramuzas sobre sus catres mientras eran montadas por los invasores e improvisado una enfermedad sexual llamada la Rosa Negra —una infección perniciosa que producía la putrefacción del miembro viril y su pérdida total— para contaminar a los marines que se acostaban con ellas y transmitir la infección a quienes en lo sucesivo tuvieran trato carnal con ellos, sin que, ya de regreso a casa, pudiesen explicar, ni los enfermos ni los médicos tratantes, con qué demonios se habían contagiado... Los condones que Carlos Thorton compró en una de sus visitas a la ciudad nombrada Ho Chi Minh en homenaje al prócer vietnamita, y que en ese momento regalaba a Daniela, estaban escrupulosamente impregnados con los fluidos que transmitirían los bacilos nefandos.

Bajaron por la escalinata con lentitud y se detuvieron en un rellano intermedio para despedirse con un beso y prometer, uno al otro, que volverían a encontrarse. Las voces de quienes continuaban en la puja y los comentarios de Faltrique, en su carácter de martillero, se filtraban en sordina a través de la puerta. La intensidad con que se citaban las cifras y la concentración de los pujantes para enunciarlas hicieron saber a ambos que la ausencia de Daniela no había sido notada y que podía regresar sin que fuese advertida...

Daniela pensó, con cierta aprensión, en su marido, Chito Gaviria, quien, supuso, podría haberla extrañado. Pero nada más cruzar el dintel de la puerta por la que había escapado y verlo ensimismado y con la mirada clavada en una dama de no malos bigotes, convino consigo misma que él, con sus pocas luces y su carácter lerdo, no tenía la capacidad para adivinar lo que había pasado. Desechó, pues, su recelo, y sin dejar de acariciar la caja de los condones, volvió a ocupar el sitio que dejara vacante.

Carlos Thorton, por su parte, sin que quedara en su conciencia resabio alguno de la maldad que había pergeñado, esperó a que Faltrique adjudicara un boceto de Kandinsky por una suma desmenuzada en seis dígitos para, enseguida, subir al estrado y, desde el pódium, continuar con su inigualable vocación de martillero.