«Las cenizas fueron arrojadas al interior de una cloaca y luego rescatadas por los hombres del Barón de Fromage y depositadas en una urna», lee don Carlos Thorton en la placa bruñida grabada con letra gótica adherida al frente de un estuche de madera preciosamente labrado. La tapa, por si algún adorno faltara, lleva incrustado al centro el escudo de armas de una familia aristocrática cuyos cuarteles están deslavados, con excepción de una divisa escrita en latín: Ad patres... Alea iacta est; leyenda compuesta por dos expresiones, que interpreta en castellano como «Pasar a la muerte» la primera, y la segunda como una paráfrasis atribuida a una expresión de César y que, en su momento, significó «La suerte está echada».
—Interesante —balbucea en voz baja, mientras lleva su mano derecha al mentón con el fin de sujetar la curiosidad que comienza a corroerlo—. ¿A quién pertenecerán los restos mortuorios que contiene la caja, si es que el tiempo no los ha reducido a una costra nauseabunda? A una cáscara del pasado sin valor alguno...
Por un momento, queda sumergido en sus pensamientos. Un tic en los párpados es el único signo de que se mantiene alerta. Transcurren unos cuantos minutos durante los cuales su cara semeja la máscara de un ídolo extraño. Coloca, por fin, el estuche sobre su escritorio atestado por un sinnúmero de piezas antiguas que ha recolectado para celebrar una subasta que no sólo será original, sino que tendrá repercusiones aviesas que no puede comentar con nadie y menos proferir en voz alta.
Sus ojos, aguzados y un poco miopes, miran por encima del tumulto abigarrado de objetos apilados al desgaire hasta que tropiezan con un narguile de cobre esmaltado, provisto con una boquilla de ámbar que aún conserva las marcas de los dientes de un supuesto sultán de Sumatra, pieza de una hermosura prodigiosa que, entre otros atributos, emite sonidos que reproducen la inhalación y exhalación de aquel o aquellos que lo utilizaron para fumar sueños primaverales antes de que sus excesos amatorios los llevaran al sopor final que coincidió con la terminación del otoño y la entrada del invierno con cuyas sombras habían sido amortajados.
El narguile, no es por casualidad, está colocado junto a una daga florentina que Thorton ha acariciado muchas veces para calmar su ansiedad y ofrecerle la promesa de que tarde o temprano podrá penetrar debajo de una tetilla de varón o de un seno femenino para encontrar el dolor anhelado y sorber las gotas de linfa sanguinolenta entre las que vaga el estertor de los últimos latidos de una vida que se escapa.
Thorton quiere tomarla y llevarla frente a sí para contemplar su aguda belleza: el temple con que fue forjada, la pátina de oro de un valor incalculable, las florituras de la empuñadura de marfil inmaculado y anillado con aros de ébano que se mueven a capricho y se colocan a manera de advertencia, pero tiene miedo.
«Es peligrosa —piensa—. Se mantiene agazapada y lista para dar el zarpazo. No puedo descuidarme ni otorgarle mi confianza así como así. Con estos artilugios debo mantener cautela si es que quiero que lleguen a quienes he seleccionado como sus destinatarios con el fin de que cumplan con aquella liturgia que distingue a mi casa de subastas».
Sus pensamientos no tardaron en verse interrumpidos. Un enorme armario francés construido en Lyon con madera de roble rojo y herrajes de estaño plateado, colocado a unos pasos de su escritorio, en una esquina de la habitación, abrió de improviso sus puertas por un instante, provocó el chasquido de sus goznes y de la cerradura de hierro forjado y cincelado en forma de hojas de acanto, y lanzó un gemido lastimero al tiempo que las lunas de sus espejos quedaban empañadas como si quisiesen externar el horror que digerían sus entrañas. Thorton sabe que ese ropero, en el que sus dueños originales no sólo guardaban los vestidos y los atuendos de una señora de excepcional linaje sino la mantelería y el ajuar de cama bordado en la ciudad de Brujas, esconde en su interior un secreto terrible ideado por la mente perversa de un ciudadano cuya maldad floreció en los años que rodearon a la Revolución francesa, en la etapa conocida como el Terror, durante la cual muchas cabezas fueron guillotinadas; secreto para él muy preciado y que esperaba colocar en manos de una pareja de sus postores habituales cuya conducta en las subastas a las que habían asistido le había resultado desagradable, dada su altanería y su soberbia a todas luces clasistas, y merecían un escarmiento no sólo ejemplar sino escalofriante.
La puerta del armario se cerró con estrépito. Thorton recibió en plena cara una vaharada en la que se confundían los efluvios de la amargura con los rechinidos molares de las testas cercenadas y no hizo otra cosa que lanzar una carcajada.
El día había avanzado. La luz solar poniente penetraba en la estancia a través de unos ventanales cubiertos por unos emplomados magníficos importados de Francia y fabricados por la misma factoría que, siglos atrás, se había instalado en Chartres para colocar aquellos que aún adornan la catedral. Varios haces de luz azul, roja, verde y ámbar iluminaban el salón y lo bañaban con un arcoíris que Thorton sabía disfrutar a plenitud.
La tranquilidad en esos momentos era aparente. Los diversos objetos un tanto apeñuscados cobraban vida, cada cual de acuerdo con sus características peculiares, y reclamaban la atención del comerciante, quien se veía compelido a prestarla. Tomó entonces un estuche que contenía un juego de cubiertos suficientes para el servicio de mesa de doce comensales: cucharas, tenedores y cuchillos que tintineaban al entrechocar entre sí y que producían un sonido agudo harto impertinente.
Thorton dio un manotazo sobre la cubierta con intención de que se aplacasen y dejaran de hacer ruido, sin resultado alguno. Envolvió entonces sus manos con unos guantes de látex, abrió la cerradura y los puso al descubierto. El ruido cesó de inmediato. Un remanso de plata bruñida reflejó el argento sobre sus pestañas. Parpadeó hasta que sus retinas pudieron apreciar la filigrana que tanto valor les daba. Tomó un tenedor con mano trémula y lo aproximó a sus fosas nasales. El peculiar olor a aceite de almendras que él ya había advertido desde que los adquiriera saturó su delicado olfato. «Son riesgosos y debo tener cuidado con ellos —pensó mientras tomaba una cuchara con la mano izquierda—. Están impregnados con un veneno letal que contiene una dosis alta de cianuro. Fueron preparados —recordó— para celebrar el banquete de la muerte que la condesa María Luisa de Parma ofreció a los duques de Angostura cuando se enteró de que la habían traicionado para despojarla de la mitad de su feudo...»
Thorton cerró los párpados y rememoró el momento en que el capitán del barco británico Whitechapel se los entregó en un muelle del puerto de Veracruz y le advirtió sobre el riesgo que corría al haberlos adquirido de un mercader danés inescrupuloso: «El veneno con el que están recubiertos hace efecto una hora después de haber comido con ellos y no existe curación alguna. Tenga cuidado y no se le ocurra usarlos en la mesa de su hogar ni con sus seres queridos. ¡Vaya! ni siquiera se atreva a tocarlos».
«Tengo que subastarlos en un sola postura —reflexionó—. No puedo darme el lujo de dividirlos ni de ofertarlos por pares. Debo destinarlos a una persona específica que yo sepa querrá presumirlos en una comida o una cena dedicada a un grupo selecto de personas reunidas en una cofradía de ésas en las que se impone un estricto secreto sobre las actividades que llevan a cabo durante sus reuniones.»
Devolvió los cubiertos a su estuche, mismo que cerró escrupulosamente, y se levantó para dar unos pasos por la habitación. Miró a través de un ventanal y constató que la tarde era perfecta para hacer una pequeña caminata en el jardín que rodeaba su casa. Al azar tomó un bastón del rimero que conservaba metido dentro de un jarrón y salió al exterior. Sus pasos lo llevaron hasta un rosedal cuyos setos habían sido recortados en forma de pequeños felinos, ciervos y otras creaturas de la mitología escandinava, a imitación de los jardines de Bomarzo que él había recreado en su imaginación con la lectura del libro con ese título del escritor Mujica Láinez. La contemplación de estos setos, perfilados en la época en que todavía compartía la existencia con Paula, la mujer a la que hizo desaparecer para que su cuerpo compartiera el recinto destinado a su colección de momias, instalado en los sótanos de la mansión ubicada en la parte alta del Paseo de las Palmas, entre las que conservaba la de fray Servando Teresa de Mier, la del diputado Muñoz Rocha y la osamenta de El Encanto, así como otras muchas de monjas coronadas, sacerdotes pedófilos y un papa de la Iglesia ortodoxa rusa que había participado en el asesinato del zar Nicolás durante la Revolución bolchevique, le provocaban nostalgia, acidez estomacal y, por fragmentos de segundo, el deseo, para él inconfesable, de la fornicación contra natura que había practicado con algunas de sus amantes.
—¡Hum! —exclamó y enseguida recitó—: «A rose is a rose, is a rose...» —esgrimió el bastón a manera de sable y tiró un par de estocadas al vacío—. ¡Estoy en forma! —reconoció girando sobre sí mismo y ejecutando una genuflexión que requería elasticidad y fuerza en las pantorrillas.
Quiso tirar una última estocada, pero el bastón no permitió ser blandido. La puntera quedó enterrada en el suelo y la empuñadura en forma de cabeza de grifo le mordió un dedo.
Sin querer o siquiera advertirlo había tomado el báculo del Señor de los Escarpines, antigüedad que había permanecido oculta en una bodega de Flandes en la que se resguardaban los objetos de delito utilizados por los criminales condenados a la horca en el siglo XVII, y que había llegado a sus manos en uno de los envíos que le hacían sus proveedores con una advertencia etiquetada que, en lengua holandesa, le prevenía que no lo dejara suelto y no se expusiera a sus oscuros caprichos.
—¡Hijo de tu mala madre! —maldijo, al tiempo que lamía la sangre que escurría por su mano. Luego, le propinó una patada que estuvo a punto de partirlo en dos y lo amenazó con subastarlo junto con unos collarines diseñados para contener la rabia de los mastines venecianos—: ¡Para que sus fauces te muerdan y conviertan en la leña que arde en las entrañas del infierno!
Una vez que constató que el bastón había entendido sus palabras y aceptado comportarse con docilidad, decidió volver a casa. Uno de sus mozos ya había encendido las luces de los candiles que colgaban en varias de las habitaciones para que él, de acuerdo con sus hábitos y costumbres, se sintiese invitado a refugiarse en un ambiente confortable y, de paso, evitar un resfriado.
Antes de volver a su estudio hizo un recorrido por aquellos salones donde permanecían algunos muebles de su preferencia, con la intención expresa de observar las hermosas formas de las maderas y los bronces con los que había sido construida una enorme cama provista con un baldaquín cubierto por telas colgantes de muselina translúcida, muy agradables al tacto e insinuantes a la vista. El camastro —así le habían asegurado cuando lo adquirió con un anticuario de Nueva Orleans— era una pieza excepcional, alabada por todos los carpinteros de Europa y considerada un paradigma de la mueblería mundial que, desde su construcción preliminar, había permanecido en la mansión de una de las familias más encumbradas de la «aristocracia norteamericana» que habitaba los palacios de la zona de la Costa Este de Massachusetts, conocida con el nombre de Southampton.
Dicho camastro, cuyo traslado a la Ciudad de México fue una verdadera odisea debido a que no era posible desensamblar sus piezas, todas unidas con ejes y pasadores de madera adheridos con pegamentos de fórmulas ancestrales, tenía una historia —si se veía bajo el hálito de las consejas de Salem, la población donde el novelista Nathaniel Hawthorne, inspirado por la quema de brujas, había escrito los textos de La letra escarlata y La casa de los siete altillos— a todas luces macabra.
Instalado en la mansión de Cornelius Vandervilt a finales del siglo XIX, el camastro había servido como tálamo nupcial de algunas parejas de varias generaciones y cuadrilátero para el parto de muchos de los vástagos que llevaban el apellido, sin que sucediese sobresalto alguno. Sin embargo, cuando se vendió el palacete a Robert Carnegie en 1982 y el lecho fue ocupado por su mujer Damiana que, a pesar de que por sus venas circulaba sangre de los Jefferson-Kennedy, era de menor alcurnia, comenzaron a suceder distintos hechos que alarmaron a los nuevos propietarios.
Damiana, quien acostumbraba dormir desnuda con el pretexto de que la temperatura de la habitación era demasiado calurosa y de que su cuerpo no soportaba el roce de las telas de los camisones, así estuviesen hechos con piezas de seda, lino o algodón, padeció mientras durmió en él sudoraciones abundantes que teñían las sábanas con siluetas de color negro, y las impregnaban con un olor salitroso y nauseabundo que obligó a su marido a pedirle que fuese a pernoctar en otra recámara. La mujer accedió y no volvió a sufrir sudores impertinentes e impropios de una dama que presumía de su higiene.
El incidente se olvidó unos años más tarde y no volvió a mencionarse, hasta que en el verano de 1997 la hija de dicho matrimonio, Laureana Carnegie, solicitó permiso a sus padres para ocupar el camastro con el fin de parir, entre sus sábanas y la colcha que la cubría perennemente, a su primer hijo, concebido con el lord inglés de la casa de Yorkshire, Sir Percival Glendale.
Al igual que con todos los partos, éste se desenvolvió entre gritos, gemidos, órdenes de las comadronas y de su propia madre para que pujara y ayudase a la expulsión del feto, así como una profusión de gasas, vendas, algodones y el chasquido de unos fórceps que usaba el médico de la familia y que, afortunadamente, no fue necesario utilizar. El niño, por fin, después de tanto esfuerzo, llegó al mundo, vio la luz y lanzó su primer llanto para celebrar... ¡Oh, no! ¡No puede ser! Y dar paso al asombro tatuado instantáneamente en las facciones pasmadas de todos aquellos que rodeaban a Laureana: ¡el niño era inconfundiblemente negro!
No hubo, por más explicaciones genealógicas aducidas por las familias Carnegie y Glendale, por más que se consultara a los ginecólogos más reconocidos e ilustres, una explicación científica coherente que justificara el trastorno epidérmico que abrumaba a las estirpes con dudas acerca de la fidelidad de la joven madre o del ocultamiento de una violación sufrida.
El hecho de que el niño fuese de color oscuro, cabello ensortijado y facciones afroamericanas, así como la mención formulada con cierta impertinencia y un dejo de mala leche de lo que había sucedido a Damiana cuando durmió en el mismo camastro, movieron el pensamiento de varios parientes para considerar la posible influencia de sus humores, calificados como malignos, y la sospecha de que el hermoso y señorial mueble hubiera tenido una injerencia fatal en el desenlace desgraciado.
Robert y Damiana no quisieron echar la «conseja» en saco roto y por primeras providencias decidieron cerrar la habitación a cal y canto, y prohibir, mediante proclamas y un oficio notarial sancionado con sellos lacrados, el uso del tálamo ad perpetuam.
Fue hasta finales del tercer año del nuevo milenio cuando la familia nuclear Carnegie-Jefferson ya se había disgregado y otros familiares se adueñaron de la propiedad, que unos sobrinos de apellidos Clinton-Jackson, rama un tanto venida a menos y con una educación precaria y maneras desenfadadas y transgresoras que dejaban mucho que desear, durante un verano más caluroso que nunca, una turba de jovenzuelos pretenciosos y lascivos se adueñaron de todos los rincones de la casa y violaron la prohibición que pesaba sobre un camastro desconocido en el que se antojaba celebrar himeneos y otras cogiendas descaradas.
Una noche Harold Clinton, uno de los muchos sobrinos, decidió organizar un múltiple encuentro sexual con su novia y otra pareja cuyos miembros, él lo tenía perfectamente claro, eran proclives a los intercambios y a los desfiguros carnales degradados, sin dejar que sus cuerpos se agotaran mediante el recurso de la inhalación de líneas de cocaína que les impidiera quedar exhaustos.
Se encerraron en la habitación a las diez de la noche con la finalidad de utilizar el camastro —aseguró un testigo que los vio entrar y enredarse entre las muselinas que colgaban del baldaquín, muchas horas más tarde frente a los oficiales de la policía que iniciaron la indagatoria—, pero nadie fue capaz de describir lo que había sucedido.
Los cuerpos inmóviles, desnudos y yacentes uno junto al otro, sin que estuviesen ceñidos o siquiera entrepernados, fueron descubiertos por una mucama que acudió a la recámara provista con la bandeja en que acostumbraba servir el desayuno a los huéspedes. La falta de respuesta, o cuando menos un reclamo de parte de los jóvenes al darles los buenos días, al tiempo que abría los cortinajes para permitir que entrase la luz, llamó su atención al grado de que insistió en despertarlos. Así, les quitó la sábana que los cubría y, a continuación, agitó por los hombros a los chicos que le quedaron más cerca.
No obtuvo de su parte respuesta alguna. Pudo, entonces, constatar que los cuatro jóvenes estaban muertos. El susto que sufrió fue mayúsculo y sus gritos la alarma que hizo que los demás acudieran. Poco a poco, no sin ocultar el miedo cerval que se apoderó de sus respectivos ánimos, fueron acercándose al lecho con el fin de pronunciar sus nombres y rogarles —no faltó quien lo hiciera— que dejaran de asustarlos con esa actitud que tenía mucho de broma macabra. Sin embargo, la muerte ya los tenía en sus garras, y la respuesta fue nula.
Varios aspectos de ese drama fueron puestos en entredicho por los médicos forenses que acudieron a levantar los cadáveres, tan pronto como estuvieron frente a ellos, comentó a Carlos Thorton el anticuario que le había vendido el camastro:
—Los cuerpos yacían de frente como si los hubiesen colocado así de manera intencional. No presentaban herida alguna de bala o de arma punzocortante. Estaban, por decirlo de manera contundente, intactos. Tampoco encontraron vestigios de envenenamiento —ni ahí ni cuando se les practicó la autopsia—, y menos señales de asfixia. Al parecer, y con esas palabras —expresadas por un médico psiquiatra— había quedado constancia en las actas procesales, su deceso fue provocado por un profundo sueño en el que su inconsciente saturado de placer se había teñido de negro, de suerte que la luz del final del túnel quedase segada y no contasen con referentes vitales para recuperar la conciencia... Quedaron, parafraseando a Calderón de la Barca, en el lado equivocado del sueño que refleja la vida con las sombras de su engañoso plumaje... «Un aneurisma colectivo», tuvieron que añadir para darle un cariz científico que justificase al juez que decidió el sobreseimiento del caso.
Carlos Thorton no había entendido ni pío del relato hecho por el anticuario, mas no le importó un comino. Para él estaba claro que el camastro era capaz de provocar efectos nocivos en las personas que durmieran encima del colchón que tenía adherido y bajo los velajes de su baldaquín, y todo ello serviría con creces para satisfacer sus intenciones al asignarlo, en la subasta adecuada, a aquellos clientes a los que ya les había puesto el ojo.
Con la caída de la noche y ya apoltronado de nueva cuenta en el sillón frontero a su enorme escritorio, el hombre se deja arropar por un sentimiento de melancolía, para él recurrente, que lo traslada al pasado y, al mismo tiempo, desempeña el papel de aperitivo previo a la degustación de la cena que se le sirve, todos los días a la misma hora, en el inmenso comedor de su casa.
Añora, lo reconoce con franqueza, aquellos años en los que la presencia de una compañera, que podía ser estable o de una transitoriedad conveniente, era un estímulo para compartir las ilusiones que forjaba hacia el futuro y los planes que destinaba tanto al placer como a la adquisición de aquellas antigüedades que nutrían su negocio y lo habían hecho famoso en el gremio de quienes se dedicaban a las subastas, se habían esfumado en un reloj de arena y perdido en gobelinos intrincados cuya trama le arrebataba el sueño y le causaba una desazón ingrata. Sus carencias emocionales, que le impedían abrir sus sentidos y desarrollar la sensualidad y la fineza propias en el carácter intuitivo de las mujeres para detectar la belleza y seleccionar aquellas piezas que escondían secretos inconfesables, eran compensadas con la opinión, generalmente certera, de la compañera involucrada en cada una de las aventuras que había vivido. Muchos nombres le vinieron a la mente y se colocaron, a manera de series de foquitos o luminarias, en la marquesina de su memoria para recordar, de forma casuística, la alegría que había sentido en Praga cuando Mercedes le sugirió, de forma sutil y elegante, que adquiriese un bargueño que había pertenecido a Franz Kafka en cuyo interior aún pululaban algunos caparazones de cucarachas que, ella dedujo, habrían inspirado el texto secular de La metamorfosis y, ya en su poder, haberlo adjudicado por la cantidad de cien mil pesos a un empresario mexicano que si bien no se había envenenado con la ingesta de los esqueletos, recomendada por él, sí se había transformado en un perfecto imbécil al afiliarse en un partido político que lo había corrompido.
Otro recuerdo que vino a iluminar su magín fue la opinión definitoria de Paula, última mujer con la que había compartido sus aficiones siniestras, enfilada a la adquisición de un estuche de pócimas y artefactos quirúrgicos manufacturados por el galeno marsellés François de la Chambre en el siglo XVIII con la finalidad de curar la histeria de aquellas damas proclives al padecimiento de ataques ninfómanos, los cuales desembocaban, en el mejor de los casos, en la autoflagelación o en el asesinato de sus maridos incapaces de satisfacerlas.
—Las pócimas y los mejunjes fueron empleados para inhibir la libido de las pacientes afectadas por el mal denominado histerismo... —les había informado el vendedor instalado en un barrio suntuoso de San Francisco, California— y las pinzas y las tenazas, para mutilar el clítoris y cauterizar la parte interior de la vulva en aquellos casos en los que no había remedio.
—¡Qué bestias! —opinó Paula de manera espontánea, pero luego recapacitó para agregar—: Pero al mismo tiempo, sería un método fascinante que podrás colocar en las manos de don Periscopio Candiani para que pueda apaciguar a doña Lola, su mujercita, y quitarle lo puta de una vez por todas...
«¡Ah, que Paula, tan graciosa y, a la vez, perversa! —rememora Thorton—. Su consejo fue más que certero. Hice un buen negocio y hasta donde sé, el adquirente quedó más que satisfecho... No sé todavía por qué me deshice de ella, por qué cancelé con su muerte una relación que me resultaba placentera... Paula era bellísima y una experta en la cama... Una socia de primer nivel por donde quiera que la viese. Ella me inspiró la compra de la caja que contiene las dichosas cenizas...»
—¿Será que con el tiempo me he vuelto un psicópata y ya nada me consuela como no sea inferir dolor? ¡Dolor y muerte! —pronuncia en voz alta.
Uno de los mozos llegó para anunciarle que la cena estaba servida. Como si fuese un presagio, o la expresión objetiva de sus cuitas personales, esa noche Carlos Thorton cenó caracoles panteoneros preparados con una salsa de mantequilla de ajo, adobada a las hierbas finas y con una pizca de hojas de muérdago...