«Sweet home Alabama. Where the skies are so blue».
Sweet home Alabama, Lynrynd Skynyrd
—Vera.
Aquella vez Ben repitió el nombre dejándolo escapar de sus labios, mientras miraba cómo se alejaba el pequeño Ford del padre Oliver. Nunca había conocido a ninguna Vera y, desde luego, su nombre no se le iba a olvidar después de la manera en que ella se lo había gritado. Le había atravesado con aquellos enormes ojos enojados color ceniza. La gente solía ser agradable con él, aunque solo fuera porque casi todos los habitantes del pueblo le habían necesitado en algún momento de apuro. Era el «chico para todo»; para cualquier tipo de problemas, él hallaba la solución. Por ello, y porque aquella chica era muy bonita a pesar de su mal genio, no iba a olvidarse de su nombre. Aunque por otro lado, él nunca olvidaba nada.
No todos los días llegaba alguien nuevo a Abbeville y menos para quedarse durante una temporada. Estaba claro que había una historia detrás de ella; todos los que pasaban por la casa de los Kimmel arrastraban una incógnita a despejar. Además, llegaba escoltada por dos párrocos; lo suyo debía de ser bien gordo. Ben se rascó la cabeza, sacó la gorra arrugada del bolsillo posterior de su vaquero y se la encasquetó lleno de curiosidad. La historia de Vera debía de ser de las buenas, pero no tenía tiempo de pensar más en la desconocida, los números le esperaban. Además, solo le quedaba media docena de piruletas. Anotó en su agenda mental que debía comprar sirope de maíz y más extracto de cerezas; las haría a lo largo de la semana y así le llevaría unas cuantas a su hermano.
La tarde era calurosa, al igual que todas las anteriores, y las horas pasaban lentas a la espera de clientes que quisieran llenar sus depósitos o revisar el aire de los neumáticos. Regresó a su silla y agarró el cuaderno lleno de desvaríos que no conseguían conducirle hacia el lugar al que quería llegar. Horarios, cantidades, fechas y coordenadas mezcladas con las variantes fluctuaciones del mercado. Nada conseguía encajar, pero no desistía, en algún momento hallaría la salida de aquel laberinto.
A las cuatro en punto llegó Kevin. Le chocó la mano a forma de saludo y le entregó las llaves de la oficina.
—¿Cómo va el día? —le preguntó su compañero de trabajo con desgana.
—Como todos los martes: flojo. ¿Conseguiste la entrevista?
—Sí, tío, gracias. Solo tuve que repetir las palabras exactamente como me dijiste y me colé dentro como una culebra. Me llamarán en unas semanas para empezar, eres un puñetero crack. —Kevin lanzó atenuado su puño contra el pectoral de Ben.
—Ya, bueno. —Ben sonrió con amargura—. Me alegro por ti, aunque lamentaré que dejes esto.
—Tú también lo harás. Solo tienes que seguir con eso…
—Sí, seguir con esto… —Ben pensó de nuevo en su hermano y retuvo un suspiro antes de ejecutar aquel movimiento de labios que sabía que correspondía a aquel momento de la conversación.
—Eso, tío, actitud positiva, ese eres tú.
Volvieron a chocarse las manos y Ben se encaminó hacia su furgoneta. Hizo una parada en Winn Dixie para comprar los ingredientes que necesitaba y las infusiones preparadas de tila y melisa que necesitaba cada noche para calmar su mente y así poder conciliar el sueño. El camino se le hacía ameno, le gustaba escuchar el concurso de radio sobre acertijos o el programa de deportes donde daban los resultados de los partidos de fútbol, comentaban las estrategias y jugadas de los equipos del estado y, mientras, de forma paralela, él imaginaba un mundo imposible donde los entrenadores tenían un par de dedos de frente y gestionaban las cosas con un poco de coherencia, logrando que los Jaguares de Alabama estuviesen mejor posicionados. Los martes, el pequeño tenía terapias y acababa exhausto, por lo que aquel día a Ben no le tocaba ir a verle; llegaría lo bastante temprano para sacar el bote y remar lago adentro, echar sedal y esperar con paciencia a que la probabilidad se cumpliera y su cena fuera trucha fresca asada.
Giró la dirección de la camioneta para abandonar la carretera comarcal e introducirse en el camino estrecho y salvaje que terminaba a los pies de un pequeño lago, donde estaba su casa. Esta había sufrido notables cambios en los últimos años, apenas podía asemejarse a la caja de lata oxidada que había heredado. Cuando su abuelo compró aquel terreno, soñaba con construirse una cabaña justo en el lugar donde terminó por aparcar definitivamente una caravana con la que había viajado por medio país como comercial de aspiradoras. La abuela Rose hacía aquellas piruletas de cereza y así él consiguió ser el número uno en ventas de la empresa gracias al dulce soborno que le ofrecía a los niños para que las madres pudieran examinar el catálogo y escuchar su estudiado discurso promocional. Nunca llegaron a construir la cabaña de madera, su destino se truncó, y toda esperanza de que su hija lo lograra se desvaneció en cuanto se quedó embarazada de Ben. Quizás antes. De hecho, lo más probable es que supieran que era absurdo depositar su confianza en su alocada hija.
A Ben le gustaba donde vivía, principalmente porque era de su propiedad, pero también porque estaba apartado de todo y de todos, tenía suficiente terreno y daba justo a la altura del río donde se formaba una ensenada en la que podía pescar. Por la noche, aquel lugar se sumía en una profunda oscuridad que lo arrastraba hacia el lugar al que siempre había deseado ir. Solo tenía que mirar al firmamento para sentirse en casa.
Se puso un bañador y se dio un buen chapuzón dentro de aquellas aguas en calma antes de seguir durante un par de horas con los cálculos que urgían por salir de su cabeza. Cuando el sol bajó, cogió los aparejos de pesca y remó unos cuantos metros adentro en busca del lugar en que pensaba que aquel día estaría su cena.
Las pequeñas luces que colgaban del techo de la caravana se encendieron de forma automática y Ben supo que eran las ocho en punto. Estaba cerca de rendirse cuando sintió un tirón seco del sedal y le siguió una breve pero intensa batalla de tira y afloja que terminó victorioso al sacar un estupendo ejemplar de al menos quinientos gramos.
Remó de regreso a la orilla, tiró del bote hasta introducirlo en la arena y echó un buen chorro de gel combustible a la barbacoa portátil para que el carbón prendiera con rapidez. Mientras la trucha comenzaba a asarse lentamente, él se dio una ducha rápida. Se miró al espejo para cepillarse el cabello con los dedos y con gesto impasible le devolvió la mirada a aquella imagen sin brillo.
El destello de unos faros iluminaron el interior de la caravana de forma fugaz y el sonido de la rodada de unos neumáticos que se aproximaban se hizo más notable. Se asomó por la ventanilla del baño y reconoció el jeep del hermano de Lisa.
Como siempre, sintió un pellizco en la boca el estómago, volvió a mirarse al espejo y se obligó a recuperar el gesto que aquello merecía. Estiró la comisura de los labios y se forzó a mantenerla.
—¡Te traigo trabajo, Ben!
Él salió de la caravana con unos pantalones de algodón y una camiseta de tirantes para soportar el calor. Saludó con la mano a Landon, pero se encaminó hacia la barbacoa para darle la vuelta a la trucha que comenzaba a desprender un aroma delicioso.
—¿Te quedas a cenar? —le preguntó sin mirar siquiera lo que el chico intentaba descargar de su todoterreno.
—¿Es gordo el de hoy? —Landon se aproximó hasta él cargando la bicicleta en un brazo mientras en la otra mano balanceaba un par de botellines de cerveza.
—Lo suficiente. —Ben aceptó la cerveza y le quitó la chapa con un golpe seco contra el tronco donde partía la leña.
Landon le imitó, pero arrancándola con los dientes, dejó apoyada la bicicleta en el árbol y se sentó en una de las dos sillas de plástico que Ben tenía donde comenzaba la arena de la pequeña playa que se formaba delante de ellos.
—Solo los tontos o los que tienen mucha pasta como para reconstruirse la dentadura hacen eso que acabas de hacer, y te recuerdo que tu madre está por desheredarte. —Ben le dijo aquello con tono bromista, tal y como había aprendido, y le imitó tomando la otra silla.
—Siempre dices lo mismo, tío. Hay otras formas de llamarme tonto, ¿sabes?
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó Ben señalando la bicicleta con el botellín.
—Casi hemos atropellado a una chica esta tarde de camino a la poza.
Los ojos de Ben se abrieron desmesuradamente y se giró para mirar con más detenimiento al paciente que ponían en sus manos.
—Suerte que no iba montada en ella —apuntilló Landon.
—¿Quién era? —preguntó Ben, que se había levantado para echarle otro vistazo al pescado y descubrió el nombre de Liah en un lateral del cuadro.
La mente le hizo clic al unir ideas antes de que Landon le contestara.
—Una chica nueva que está con los Kimmel, es una yanqui de Nueva York.
—Vera —dijo Ben con contundencia de espaldas a él.
—¿La has conocido ya tú también? —preguntó sorprendido el chico rubio.
—Más o menos. Esto está hecho un desastre, pero lo tendré en un par de días, quizá tres.
Ben fue dentro a por un par de platos y su cabeza comenzó a pensar en los pasos que debía seguir para cumplir con lo que acababa de asegurar. Los ojos grises de aquella chica acudieron a su mente de forma repetitiva, provocando que comenzara una y otra vez su proceso mental, hasta que regresó junto a Landon y ambos se sirvieron su porción de trucha.
—¿Está bien? —preguntó Ben antes de probar el pescado.
—Deliciosa —contestó Landon con los carrillos llenos.
—La trucha no, la chica, idiota.
Landon elevó una ceja y esperó un par de segundos antes de contestar con una media sonrisa escondida.
—Es bonita, ¿verdad?
Ben no le contestó, comenzó a comer con la mirada fija al lago y volvió a preguntar:
—¿Está bien?
—Claro, tío, ¿acaso crees que estaría aquí si no fuera así? Dave es un idiota al volante, pero hoy se ha llevado un buen susto. Nos la hemos llevado al río y lo hemos pasado genial, por lo que creo que nos ha perdonado el hecho de casi matarla, pero se ha liado buena cuando la hemos llevado de regreso a casa de Ellen. ¡Habían llamado a la policía! Creo que esta chica es la que va a conseguir que por fin se deje de hablar sobre mí y Malia en este pueblo. —Landon volvió a elevar la ceja esperanzado y dio un largo trago de cerveza.
—Siempre hay alguien que sustituye al anterior.
Ambos se miraron y sus ojos se ensombrecieron. Perdieron la mirada en el lago y terminaron de cenar en un silencio mecido por las pequeñas olas que lamían el terreno a escasos metros de sus pies.