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«El Norte es una dirección, el Sur es un estilo de vida».

Southern lifestyle

El matrimonio ofreció un vaso de limonada a los sacerdotes en el porche mientras ella, en silencio, observaba a los cuatro discutir con mucha pasión sobre asuntos vecinales. Aprovechó para hacerse con el lugar, mirar los alrededores de la casa en la que se iba a hospedar y, con disimulo, intentó echar un vistazo al interior a través de la ventana con visillos ondeantes. Era una sensación extraña, no era como ir a un hotel donde los muebles no tienen un dueño en particular; allí, cada rincón, cada retrato sobre las repisas de madera, contaba la historia de una familia y le daba vida a aquel hogar. Se sintió una intrusa. A pesar de la cariñosa bienvenida, cada metro de aquel lugar y aquellas caras la hacían sentir como un mosquito en el Polo Norte.

—Así que tus padres querían alejarte de la gran ciudad. —Ellen se giró para incluirla en la conversación.

—Algo así —contestó Vera con los brazos cruzados bajo el pecho. No tenía muy claro si ellos sabían el verdadero motivo por el que se encontraba plantada allí de mala gana y miró al padre Roman.

—Vera es una chica excelente —su sacerdote se irguió para contestar apremiante—, pero hay cualidades imposibles de desarrollar en aquel mundo ajetreado. Estar aquí le vendrá bien, necesitaba…

—… respirar aire puro —sentenció Thomas. Estaba encendiendo una pipa y, tras dar varias caladas rápidas para avivar la llama, localizó los ojos de la joven y lo afirmó serio. Parecía que entendiese que aquel no era el momento apropiado para dar explicaciones detalladas.

—Seguramente estás deseando ver tu nuevo dormitorio. Dejemos a los hombres y vayamos dentro. —Ellen se levantó y la invitó a seguirla.

Al pasar tras la silla de su marido, él elevó la mano y ella se la agarró, se detuvo para besar su mejilla y prosiguió como si ese gesto fuese tan habitual como natural en ellos. A Vera se le estrujó el corazón. Eran tan dispares físicamente, presumiblemente en carácter también, y, sin embargo, aquel gesto hizo que encajaran a la perfección y desprendieran un amor que nunca había visto entre sus padres antes del divorcio.

—Nuestra hija Liah vive en Puerto Rico —comenzó a contar Ellen con cierto tono melancólico—. Se casó con un chico de allí y regentan un hotel de estos que están tan de moda ahora en los que apenas hay muebles, todo es blanco y te cobran por noche un ojo de la cara. A ella nunca le gustó vivir en un pueblo pequeño, solo viene a vernos cada par de años. Sígueme por aquí, cielo.

Vera subió las cejas como si entendiera a la perfección los motivos por los que su hija se había ido de aquel lugar. Ellen la dirigió escaleras arriba hacia la habitación que había al fondo del pasillo. Al abrir la puerta se encontró con lo que parecía la habitación de matrimonio y Vera miró confusa.

—Subir estas escaleras me cuesta cada vez más, tengo las rodillas fatal y hemos habilitado la habitación de Liah abajo para nosotros. Prácticamente, toda esta planta la vas a usar tú sola. Ahí está el baño e incluso encontrarás una pequeña terraza si abres esa puerta, para ti solita. ¿Te agrada? —Hablaba rápido pero con falta de aire.

Podía entender que hubiera decidido usar solo la planta baja al ver cómo jadeaba tras subir unos diez escalones y para Vera aquello era fabuloso: ¡Intimidad!

—¿Puedo pasar para dejar tu equipaje dentro? —Thomas apareció por detrás; había subido las escaleras con la maleta de la chica e intentaba esbozar una sonrisa.

No estaba muy convencida de que a él le agradara tanto la idea de tenerla allí como a Ellen, pero que le pidiera permiso para entrar en «su» habitación, hizo que la sintiera como suya en aquel instante.

—Por supuesto, no tenía por qué haberla subido, podía haberlo hecho yo —respondió ella, intentando ser al menos educada.

—La que tiene las rodillas mal es Ellen —contestó sin mirarla—. Los padres ya se han marchado, dicen que volverán mañana para que puedas despedirte del padre Roman.

Ellen, que la miraba con la sonrisa apretada y nerviosa, volvió a apretujarla contra su cuerpo y profirió un gritito de alegría:

—¡Es maravilloso tenerte aquí, Vera!

Asumió que aquella mujer la abrazaría más de lo que le gustaba y por ello le dedicó la sonrisa más dulce y artificial que pudo desplegar. Seguidamente, ambos la dejaron en aquella estupenda planta superior privada para aclimatarse y disfrutar de una ducha fría antes de la cena.

Olía a limpio; la señora Kimmel debía de haber adecentado cada metro con esmero y aquello resquebrajó un poco su coraza, se sintió culpable. Vera no quería estar allí, había llorado hasta caer exhausta cuando sus padres le dieron el ultimátum y, mientras, aquella mujer depositaba todo su entusiasmo en el hecho de tenerla bajo su techo. De la culpabilidad pasó a la rabia y soltó con enfado la maleta sobre la cama para poder colgar su ropa en aquel anticuado vestidor con bombilla. Que su familia de acogida fuera así de encantadora dificultaba su nuevo estatus de chica rebelde y furiosa con el mundo. Se suponía que era una oveja descarriada del buen sendero. Simplemente, tras todo lo ocurrido no sabía cómo actuar, qué sentir o qué hacer… allí.

Se agobió, le tentó sacar su cuaderno de dibujo de la bandolera para desahogarse, pero al final dejó todo el equipaje por deshacer, cogió un vestido oscuro de algodón que cambió por los largos pantalones vaqueros que la asfixiaban, bajó las escaleras con rapidez y se asomó a la habitación de la que salía aroma a rosquillas.

—Creo que voy a dar un paseo —anunció asomando la cabeza por la cocina, donde Ellen fregaba los vasos de la limonada.

La pilló desprevenida y la mujer no supo reaccionar, por lo que solo afirmó con la cabeza y mantuvo las manos hacia arriba dejando resbalar el jabón hasta los codos. Vera abrió la doble puerta de la entrada y saltó los escalones como alma que lleva el diablo. Ella ya no era una niña, ¡no era una niña! Habrían conseguido enviarla hasta aquel agujero, pero no pensaba permitir que nadie la hiciera sentir como si no fuese capaz de cuidar de sí misma. Quería sentirse libre y dueña su vida.

—¿No te perderás? Apenas conoces los caminos —gritó Ellen desde la ventana de la cocina.

—No iré lejos y es temprano, aún quedan horas para que anochezca y aparezca Huggin’ Molly. —Vera quiso bromear con descaro, pero la mujer se santiguó y no rio su gracia.

—Tienes una bicicleta, te la hemos arreglado, ¿la ves?

Apoyado en un árbol había un desfasado modelo rosa con enormes espejos retrovisores que salían del manillar y un sillín blanco.

—¡Era de Liah!

Dudó unos segundos si aceptaba el ofrecimiento, sabía que se iba a sentir muy ridícula sobre aquella bicicleta ochentera sin marchas, pero luego miró a su alrededor y soltó el aire vencida. La cogió y se montó en ella, le quedaba algo alta, seguramente Liah era de más altura que Vera, pero giró el manillar y dio las gracias antes de comenzar a pedalear en dirección a ninguna parte recordando con amargura su precioso coche, aparcado en el garaje del apartamento de su madre en Long Island.

Parecían las afueras de un pueblo fantasma, no había nadie con quien cruzarse por el camino, tan solo kilómetros y kilómetros de plantaciones desoladas. Cierto era que hacía un calor infernal y pegadizo, y sopesó la probabilidad de que la loca fuera ella por salir a pasear pedaleando como si huyera de algo. Continuó en línea recta hasta que sintió un pinchazo en el costado y frenó con brusquedad sobre el camino pedregoso que acompañaba a la carretera, quedó envuelta por la polvareda del camino y tosió. No llevaba agua, ni teléfono. De hecho, no sabía cuál era el teléfono de su nueva casa. Ni siquiera sabía si conseguiría volver a distinguir la casa del resto de las demás diseminadas por el camino. Desenrolló con rabia el pañuelo atado a su muñeca y se lo pasó por debajo de la larga melena, que empezaba a apelotonarse en su cuello por efecto del sudor, y le hizo un nudo con fuerza para recogerla. Le entraron ganas de llorar, bajó y continuó andando arrastrando la bicicleta. Sintió que el corazón se le aceleraba, la frente se le cubría de gotas de sudor y regresaba aquella sensación de asfixia a la que llamaban «ansiedad». ¿Qué demonios le estaba pasando?

«Esta no soy yo».

Se tapó la cara con las manos, abatida. Entonces oyó risas lejanas mezcladas con música country. Enseguida apareció en el horizonte una furgoneta roja a bastante velocidad e hizo lo posible por apartarse hacia el arcén. El vehículo pasó veloz y demasiado cerca, arrancando uno de los espejos de la bicicleta, que se le escapó de las manos y voló un par de metros atrás, lo que hizo que algunas piedrecitas del camino golpearan sus piernas dolorosamente. Vera se asustó y retrocedió unos metros; habría volado por los aires de no haber estado a un lado y el corazón se le disparó.

—¡Imbécil! —lo gritó con todas sus ganas, aunque era imposible que aquel grupo de chicos la pudiera oír, porque reían y cantaban desafiando el agarre de los neumáticos al asfalto.

Para su sorpresa, oyó un fuerte frenazo. Se giró y vio cómo el vehículo retrocedía marcha atrás los metros recorridos, hasta llegar donde ella estaba.

Se trataba de un grupo de chicos y chicas que habían cortado su ambiente festivo para comprobar que aquella desconocida no había sufrido daños.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el chico que iba al volante.

—¿Cómo va a estar bien, Dave? ¡¿No ves que le están sangrando las piernas?! Eres un imbécil, te he dicho mil veces que no puedes correr como un loco. —La chica que le acompañaba delante se bajó de la camioneta de un salto.

Al oír aquello, Vera dejó de prestarles atención para mirarse las piernas. No era para tanto, solo algunas pequeñas laceraciones superficiales. Las dos parejas que estaban sentadas detrás abrieron la puerta lateral y se bajaron, por lo que Vera se vio rodeada por aquel círculo de extraños.

—Tío, te la podías haber llevado por delante, te has cargado su espejo y mira cómo ha quedado la bicicleta… —dijo otro de los chicos, uno que parecía el rico del pueblo, con un polo de marca y el cabello bien repeinado. Se aproximó a Vera para poder reconocerla, pero manteniendo una respetuosa distancia—. ¿Estás bien? ¿Te hemos hecho algo más por algún lado?

Vera se chequeó de arriba abajo:

—Dos piernas, dos brazos… Tranquilos, a mí no me habéis mutilado —por fin habló y notó que todos aquellos ojos caían sobre ella.

—Sacaré el botiquín de emergencias —decidió el chico, nada conforme con dejarla así mientras el conductor permanecía visiblemente inalterado.

—No hace falta, son arañazos, no es nada. Me limpiaré con un poco de agua y ya está. —Vera recogió del suelo un par de trozos del espejo retrovisor y los lanzó lejos de la calzada para evitar que se clavasen en los neumáticos de alguien.

—Entonces vente con nosotros, vamos a darnos un baño a Chattahoochee —le ofreció en tono animado el piloto de rallyes, ajustándose una gorra oscura.

Ella lo miró con las cejas elevadas y torció la sonrisa:

—No sabéis ni cómo me llamo y queréis que me vaya con vosotros… Podría ser una asesina letal.

Los chicos se rieron y las chicas aprovecharon para escanearla sin disimulo.

—Con esa bicicleta, lo dudo. No das el perfil —dijo el más alto de todos. Vera identificó una melena de esas que dan aspecto de ir a medio lavar, pero que en realidad forma parte de una cuidadosa dejadez para conseguir un aspecto de rebelde. La mirada chulesca y su sonrisa confiada potenciaban su estilo pero aquel no era el tipo de Vera, nunca había funcionado el look de «perdonavidas» con ella, por lo que le contestó sin inmutarse.

—No es mía —afirmó al tiempo que la recogía del suelo. Sin embargo, el chico, que llevaba un llamativo bañador de flores en tonos chillones, se la arrebató de las manos.

—Bueno, si solo eres una ladrona, podremos con ello. Aquí no hay mucho que robar, como mucho podrías levantarle el novio a Ally, ¡y ese soy yo!

La chica a la que se refirió, una morena que llevaba los ojos pintados con una alargada raya oscura y de cuyas orejas colgaban unos enormes aros plateados, avanzó y le propinó un puñetazo que, como mucho, Vera pensó que le debió de hacer cosquillas. El chico ni se inmutó y depositó la bicicleta en la parte trasera de la furgoneta atada a unos enganches.

Al fondo, las otras dos chicas permanecían silenciosas, pero la morena de rasgos tribales le dio un codazo a la de rizos rojizos y ambas se miraron divertidas.

—Tú y yo ya no somos novios, Ryan. Te dejé hace un mes, ¿recuerdas?

—Sí, lo que tú digas, nena. —El tal Ryan le sacaba una cabeza y media, y le guiñó el ojo antes de andar con vaivén insinuante—. ¿Y bien, cómo te llamas, ladrona de bicicletas?

—Vera. Y no he dicho que la haya robado, solo que no era mía.

Todos se presentaron y ella dejó que la envolvieran con su afecto sureño. Habían estado a punto de atropellarla, qué menos, pensó Vera.

No sabía bien hacia dónde la llevaban, solo dedujo que iban a un pequeño saliente del río donde acostumbraban a ir a bañarse. No le importaba en realidad, solo pensó durante una décima de segundo en Ellen, que terminaría preguntándose dónde se había metido. Pero bueno, al fin y al cabo, sabía que había acogido a alguien problemático, y aunque solo fuera porque había vuelto a respirar con normalidad, se metió en aquella furgoneta.

Aquel era un grupo bastante compacto; se relacionaban con confianza, gastándose bromas y cantando juntos como si fuera una costumbre, aunque para Vera, solo oírles hablar con aquella cadencia del Sur, ya era como asistir a un concierto de música country. Aprovechó para ir curándose en silencio los raspones con un algodón empapado en desinfectante a la par que los observaba; los chicos parecían ser mayores, pero calculó que las chicas rondaban su edad.

Pudo extraer de su conversación que Dave, el conductor kamikaze, trabajaba para sus padres en la gran superficie comercial que había visto al llegar al pueblo y que aquella furgoneta roja era la que utilizaba en los repartos. Su chica era Kendall, la pelirroja amiga íntima de Malia, la novia de origen creek del atento chico pijo e hijo del médico de Abbeville, Landon. Y aunque Ally afirmaba con insistencia no ser novia de Ryan, parecían mantener un rollo muy parecido a ese tipo de parejas que a diario terminan rompiendo los muelles del colchón con sus reconciliaciones, por lo que estar sentada entre aquella tensión sexual fue algo incómodo.

Tras unos minutos de viaje llegaron a una zona arbolada dentro de un parque desolado. Giraron a la derecha y aparcaron sobre una pequeña represa. Todos aullaron de alegría y las chicas, casi sin dedicarle una mirada al lugar para asegurarse de que nadie más les hacía compañía, saltaron de la furgoneta y comenzaron a desprenderse de las camisetas de tirantes y los ajustados shorts vaqueros para ir corriendo en bikini hacia el muelle.

—¿No piensas bajar, Vera? —Ryan le ofreció su brazo para ayudarla.

Quiso decirle que no llevaba bañador debajo de su vestido de algodón, pero aquel chico la miraba de forma tentadora, casi desafiante, por lo que dejó que la sujetara como si fuera una pluma y apretó la sonrisa.

—¡Esperad a que echemos un vistazo, chicas! —gritó Landon, reteniendo con la mirada los rasgos nativos de su chica.

Él y Dave estaban descargando una nevera en la que transportaban cervezas entre hielos. Vera ayudó a los chicos a extender toallas en el suelo y a abrir tres sillas plegables de plástico.

Cuando Landon hizo una ronda con la mirada alrededor del muelle agarró a su chica por la cintura y saltó al agua:

—¡Vía libre!

Ally y Kendall saltaron tras la pareja y los otros dos chicos salieron a la carrera hacia el muelle para hacer sendos saltos alocados. Vera se aproximó con cautela y miró desde lo alto de las maderas.

—¿Qué profundidad hay? —les preguntó.

—Es una poza bastante profunda. Unos diez o doce metros. ¿Te da miedo no ver el fondo? —bromeó Ryan.

Inspiró con profundidad y se deshizo del vestido para descubrir su ropa interior color crema. Era consciente de que ellos habían vuelto sus cabezas hacia ella. Oyó un silbido y supo de parte de quién procedía, pero no le importaba en absoluto. Cogió aire y tomó impulso para hacer un salto perfecto. Dejó que el hecho de ir en ropa interior se convirtiera en algo sobre lo que ellos pudiesen hablar a sus espaldas más tarde, de momento acababa de clavar un inverso perfecto. El agua estaba bastante fría y sintió que los arañazos de las piernas le escocían, pero que al mismo tiempo se liberaba de una larga tensión acumulada. Aquel salto, el breve espacio de tiempo en el que sintió su cuerpo volar y el impacto limpio contra la superficie, había sido lo mejor desde hacía muchos días. Dejó que sus extremidades flotaran unos segundos, hasta que las chicas nadaron hacia donde ella estaba.

—¿Cómo narices has hecho eso? ¡Ha sido increíble! —dijo Malia con los ojos muy abiertos.

—No es tan complicado —Vera le quitó importancia, siendo consciente de repente de lo que acababa de hacer delante de un grupo de terráneos; así era como ella y los de su club de salto llamaban a todo aquel ajeno a su mundo, en el que la combinación de aire y agua era su medio.

—¿Se puede saber quién eres y de dónde vienes, Vera la Saltadora? —Ryan braceó hasta ella y el resto le imitaron con miradas interrogantes.

—Vengo de Long Island y allí participo en competiciones de salto desde los doce, por eso puedo hacer cosas así, no es tan difícil, en serio. —Ellos continuaban sin pestañear, esperando a que les diera algo más de información—. Voy a quedarme en casa de Thomas y Ellen Kimmel durante unos días y no hay mucho más que contar sobre mí.

—Chica, ¡bienvenida a Alabama! Por fin vamos a tener algo interesante en el pueblo. ¡Nueva York! Soy tu nueva mejor amiga, ¿de acuerdo? —Ally elevó la mano por encima de los demás y Vera aceptó chocarle los cinco a sabiendas de que, en poco tiempo, descubriría lo poco interesante que en realidad se consideraba a sí misma la chica del Norte.

Tras un rato de chapuzones en los que todos la colapsaron con preguntas sobre la vida neoyorkina, a las que intentaba contestar esquivando su propia historia, salieron para tumbarse al sol y beber las cervezas mientras aún estuvieran frías.

Ally, como nueva mejor amiga autoproclamada, le prestó una toalla en la que se lió antes de que los descarados ojos de Ryan se saliesen de sus órbitas y le instó a apuntar su número de móvil en la agenda de su teléfono para poder llamarla.

—No sabíamos que los Kimmel tuviesen familia en Nueva York —comentó extrañada Malia, que intentaba introducir una rodaja de limón en su botellín.

—No soy de su familia, de hecho los he conocido unos diez minutos antes que a vosotros —les dijo, antes de dejar que el sabor agrio de la cerveza raspase su garganta con un potente trago que la sedó.

—Déjame que te ayude, preciosa. —Landon cogió la cerveza de su novia y le introdujo la rodaja retorcida.

—Sí, Landon, ayúdame, ayúdame… —Ryan imitó la voz de Malia con tono obsceno.

Todos rieron menos Landon, que le lanzó varios cubitos de hielo de la nevera:

—Ally, recuérdame por qué hemos dejado que el imbécil de tu ex venga con nosotros.

—Porque nadie más le soporta y el padre Oliver dice que debemos hacer obras de caridad.

Ryan se encogió de hombros inmune al comentario, es más, le lanzó a Ally un beso para luego guiñarle un ojo a Vera antes de preguntarle:

—Entonces, ¿no nos vas a contar por qué te han condenado a pasar las vacaciones de verano aquí, encantadora sirena del Norte?

—Bueno, digamos que, precisamente, soy la obra de caridad del padre Oliver; los Kimmel solo ponen el techo.

—¡Eso es lo que tú te crees! Ya conocerás a Ellen. —Todos rieron con el comentario de Malia.

—Sí, vamos, Landon, cuéntale cómo terminó el hijo del doctor Frazier en la casa de acogida.

El muchacho se repeinó con la mano. No solo se notaba en la forma de actuar con aquel porte erguido, pero natural, que el chico venía de un escalón social superior al resto, sino también de uno económico en su ropa. Tenía un bonito cabello de color ocre, igual que el tono de su polo GAP, y unas deportivas que podían costar lo mismo que una rueda de la furgoneta de Dave, pero estaba lejos de aparentar ser el presuntuoso chico rico del pueblo, sino alguien que disfrazaba un carácter decidido tras una sonrisa educada. Y así fue cómo procedió al oír que los demás le apremiaban para que contase a la nueva aquella anécdota. Landon ladeó la sonrisa y Vera entendió que Malia le mirara con ojos amorosos.

—Digamos que yo también necesité compartir su techo durante un tiempo.

Aquello la extrañó; de todos era el último que tenía pinta de problemático o alocado, como sí resultaban Ryan al hablar o Dave al conducir. Landon recolocó a su chica entre las piernas y redirigió la mandíbula con su mano hacia un ángulo que le permitiera besar sus labios. Vera sintió un pellizco de celos en el estómago ante aquella romántica escena.

—Pero no pienso contártelo si tú no nos cuentas antes tu historia —continuó él, e hizo destacar una cicatriz en su ceja izquierda al elevarla de forma acentuada.

Todos rieron y Vera pensó que quizá porque ellos conocían lo que le había ocurrido al chico, quizá porque no se esperaban que fuese capaz de decirle algo así o puede que simplemente porque el alcohol convertía en graciosos los recuerdos grises.

Ella negó con la cabeza:

—Lo que pasó en Nueva York, se queda en Nueva York.

—Quizá para cuando regreses allí tienes que decir lo mismo de Abbeville —apuntilló Ryan, chocando su botellín contra el de ella.

Los chicos volvieron al agua mientras Vera se quedaba a escuchar cómo Kendall relataba a sus amigas la que había sido su primera cena con los padres de Dave, a los que al parecer consideraban los «nuevos ricos» de Abbeville. Le alegró dejar de ser el centro de atención y que ellas hablaran de sus cosas sin tapujos.

Todo parecía irreal. Ella. Allí. Ese grupo en el que se había colado de forma accidental. Apuró la cerveza y cogió otra sin pedir permiso.

—¡Tened cuidado! Echa un vistazo de vez en cuando, Landon —vociferó Malia con las manos a ambos lados de la boca. Tenía una preciosa melena negra, tan lacia como hilos de seda, en la que dos pequeñas trenzas atadas con un trozo de cuero parecían reivindicar su procedencia.

—¿Cuidado con qué? —preguntó Vera extrañada; la única amenaza posible en aquel pacífico lugar parecía la caída de un meteorito.

—Con los caimanes —le contestó Ally, mientras se recolocaba el pecho dentro de un bikini demasiado pequeño para la talla que en realidad necesitaba.

—¿Caimanes? —Se irguió de forma inmediata y miró a su alrededor—. ¿Me habéis traído a un lugar donde hay caimanes?

—No suele haber y tampoco son de atacar… pero, sí…, hay que vigilar porque puede haberlos. Además, si en el mundo hay cinco mil tipos de serpientes, unas cuatro mil novecientas noventa y ocho viven en el sur. Hay unos diez mil tipos de arañas y todas las diez mil viven en el sur. Solo tienes que recordar que, si algo crece, te picará y, si algo se arrastra, te morderá.

—¿Así es como dais la bienvenida vosotros a los de fuera? —Se giró a ambos lados para asegurarse de que ninguna de esas bestias pudiera estar rondando cerca.

—No, así es como les pedimos perdón por casi atropellarlos —le contestó Landon agitando la cabeza sobre su novia para mojarla con las gotas de agua.

—Si te lo llegamos a decir antes, no te habrías bañado —rio Ally.

—Creo que no estáis muy bien de la cabeza —sonrió Vera.

Ryan se acercó a ella por detrás y la agarró de los hombros:

—Algo me dice que, precisamente por eso, vas a encajar muy bien con nosotros.

—¡Quita tus manos de ella y déjala ya de una vez, Ryan! —Ally le pegó en el brazo de nuevo.

—Controla tus celillos, nena. Ya no estamos juntos, ¿recuerdas?

Ryan fue directo a su ex, le agarró la cara con ambas manos y, a pesar de la resistencia, consiguió robarle un beso en los labios.

A Vera le gustó sentirse parte de algo de repente, aunque fuera de un grupo de tres parejas que ella convertía en algo impar, cojo e inestable. Dave y Kendall, unos novios recién estrenados; Landon y Malia, otros que parecían más afianzados en el tiempo, y, por otro lado, Ryan jugando a «ni contigo ni sin ti» con Ally.

Kendall y Malia amenizaron el resto de la tarde cantando a dos voces canciones de Carrie Underwood y Lady Antebellum. Landon tocaba la guitarra mientras miraba con ojos enamorados a su chica. Vera sintió envidia y pensó en Shark; ni de lejos lo suyo había sido algo así.

Recogieron todo cuando el sol comenzó a caer y el trayecto de regreso volvió a ser un concierto improvisado de voces cantando country. Vera no conocía aquellas canciones, pero eran pegadizas y los dramas que escondían sus letras la hacían reír.

Para cuando la camioneta enfiló la calle de los Kimmel, a la cual nunca habría sido capaz de regresar si ellos no la hubiesen llevado, las luces de un par de coches de policía resaltaban en la oscuridad y apretó los dientes.

—Mierda —dijo, maldiciéndose a sí misma.

—No te preocupes, yo hablaré con ellos —se ofreció Landon.

Pudo reconocer a los dos sacerdotes junto al matrimonio y a un par de parejas de policía en la entrada de la casa. Uno de ellos les mostraba una bolsa de plástico llena de cristales rotos, los del espejo retrovisor de aquella estúpida bicicleta.

El padre Oliver se santiguó al reconocerla en la parte trasera de la furgoneta, Ellen le sonrió y Thomas se sacó la pipa del bolsillo evitando mirarla.

—¡Por Dios bendito, Vera! Nos has dado un susto de muerte —bramó el padre Roman.

Landon la ayudó a bajar mientras Ryan hacía lo mismo con la bicicleta.

—Lo siento. Me dejé el móvil.

Fue lo único que les dijo a todos. Continuó caminando hacia la casa y los dejó atrás. Consideraba que tener que justificarse era algo que había dejado definitivamente en Nueva York. Ni siquiera se despidió del grupo de chicos, pero pudo oír a Landon dar explicaciones ya desde la habitación que sentía extraña pero segura. Se asomó a la ventana y vio cómo alzaba la vista el hijo del médico y continuaba hablando; Ryan le lanzó un beso apoyado en el lateral de la furgoneta, y Ally sacó la cabeza de la ventanilla para señalarle su teléfono móvil. Inmediatamente recibió un mensaje de texto suyo:

«Acabamos de salvarte el culo. ¡Bienvenida a Alabama, Vera!».

Sonrió, puso nombre a aquel primer número de teléfono que volvía a dar vida a su agenda de contactos y dejó que las cortinas danzaran un rato hasta cubrir por completo el ventanal. Se lanzó sobre la enorme cama de matrimonio y se topó con los pantalones vaqueros arrugados, de los que sobresalía el obsequio del chico guapo de la gasolinera. No quiso bajar para cenar, de aquel día ya había tenido bastante, por lo que lo primero que comió en Abbeville fue aquella piruleta.