«Si quieres disfrutar del arcoíris, tendrás que soportar la lluvia».
Dolly Parton
Abbeville. Ciudad del condado de Henry, más antiguo que el propio estado de Alabama, en el que se encuentra. La primera ciudad por orden alfabético en el atlas, tanto por ciudad como por estado.
Vera había buscado toda la información sobre aquel pueblucho en la Wikipedia en cuanto le notificaron cuál sería su refugio. Alabama: el estado de la camelia y del pájaro carpintero, el corazón de los estados del sur.
Cuanto más lejos se encontrara de casa, más a salvo estaría del peligro. Eso es lo que pensaban sus padres y, por desgracia para Vera, ellos aún tenían el control de su vida. Si quería seguir bajo su cobijo económico, no le quedaba otra que pasar el verano de sus diecinueve años en aquel lugar, ubicado en la otra punta del país. A ojos de todos se había convertido en una tardía oveja descarriada, alguien que se había transformado drásticamente de una hija cuya adolescencia había sido discreta, casi ejemplar, a una extraña en la antesala de la edad adulta de la que no se fiaban e incluso se avergonzaban. La deshonra de sus padres era tal que, para ellos, no había una solución mejor que exiliarla bajo coacción hasta el culo del mundo; al menos, así lo sintió ella.
El viaje de cinco horas con escala en Atlanta se le hizo eterno, pues, en el avión, el padre Roman se dejaba caer dormido sobre su brazo, regalándole, a ella y al oído de las cuatro filas de asientos que abarcaban su perímetro, una variedad extraordinaria de ronquidos. Él había casado a sus padres, la había bautizado, la consoló durante la traumática etapa del divorcio e iba un domingo al mes a comer a casa de su madre. Antes de tomar su destino fijo en la parroquia de Long Island, había predicado el Evangelio por Indonesia, Colombia y Chicago y, en este último destino, entabló amistad con un sacerdote que ahora vivía en aquel lugar perdido de Estados Unidos; allí es donde la habían forzado a ir sus padres, bajo la tutela de alguien de su entera confianza. Vera lo miraba mientras profería aquellos roncos sonidos guturales y dudaba mucho de su capacidad para entender o solucionar el embrollo en el que se había visto envuelta. Pero no podía rebelarse, la única forma de conseguir la libertad total de una vez por todas era terminar con sus estudios universitarios, y para ello necesitaba de ambas cuentas bancarias.
Abbeville, un lugar extraño, con gente desconocida y de costumbres absurdas como pasear por el cementerio de pioneros cada año en su Yatta Abba Day. Un pueblo del sur solitario y aburrido. Un destino totalmente injusto.
—Vamos, Vera, ya verás cómo te sorprende esta experiencia. No lo tomes como una sentencia, sino como una oportunidad. —El sacerdote le dio un pequeño apretón en el hombro que pretendía confortarla.
—Padre, usted sabe que yo no merecía este destierro —le dijo mientras avanzaban por los pasillos de la terminal del aeropuerto regional de Dothan. Desplazó su larguísima melena castaña plagada de ondas a un lado para recolocarse el tirante de su bandolera en el hombro y arrastró sus zapatillas Nike detrás del sacerdote.
—Hija mía, cuando se es joven uno no es capaz de entender las decisiones de los padres, pero te aseguro que, en la mayoría de los casos, suelen tener razón. Aunque solo sea por la experiencia que conlleva cumplir años —sermoneó.
—Pero yo ya no soy una niña, ¡soy una mujer hecha y derecha! Aunque no lo parezca por lo que ocurrió, sé cuidar perfectamente de mí misma. En realidad, llevo años haciéndolo y usted lo sabe bien.
—Estupendo, solo tienes que demostrárselo a ellos y aquí tendrás una oportunidad excelente de hacerlo.
Su mirada enfocó unos brazos que se agitaban tras las puertas de salida y aquella conversación se cortó de forma brusca, algo que Vera agradeció pues, de alargarse, habría tenido que decirle que precisamente sus padres divorciados no eran un ejemplo de buenas decisiones en sus respectivas vidas. Ella ya no era una niña que tuvieran que repartirse los fines de semana. Puede que no hubiera tomado las mejores decisiones en los últimos meses, pero la resolución de sus progenitores había sido desproporcionada. Para una vez que se ponían de acuerdo en algo después de tantos años…
—¡Dame un abrazo, Oliver!
Aquel sacerdote no era como se esperaba. El padre Roman se había fundido en un afectuoso abrazo con un afroamericano de altura interminable que no debía de tener más de cuarenta años. Su anciano párroco parecía una pulga entre aquellos tremendos brazos que lo habían despegado del suelo un par de palmos, desatando su risa.
—Conque tú eres la «pecadora». —El sacerdote clavó sus ojos saltones de forma incisiva sobre ella durante un par de segundos.
—¿Acaso no lo somos todos? —le contestó Vera con cierta rebeldía. Jamás habría hablado con tal descaro a un representante de Dios unos meses atrás, aunque solo fuera por la influencia materna, pero oír durante semanas lo que todos pensaban de ella había conseguido que una parte de su ser cayera en el lado más oscuro. Al final se había dejado llevar y había aceptado enfundarse en la forma de ser que todos le adjudicaban.
—Touché. —El padre Oliver rompió a reír y se ofreció a llevar parte de su equipaje.
—Ya te dije que te traía a alguien perfecto para tu comunidad. Vera es especial —apuntilló el padre Roman, cuyos pasos arrastrados los retrasaban.
—Todo diamante debe ser pulido para sacar su brillo.
La chica levantó una ceja ante aquel comentario y se puso las gafas de sol para ocultar su mirada furiosa. ¿Pulir? Ella hablaba tres idiomas a la perfección, pertenecía a un grupo de jóvenes que se dedicaba a montar mercadillos benéficos y repartir comida y mantas a los mendigos en las frías noches de invierno en Park Avenue, y llevaba media vida dedicada en cuerpo y alma a los estudios y el deporte. Participaba en competiciones de salto de trampolín desde los doce años, lo que le había valido un año atrás para conseguir entrar en la Universidad de Fordham gracias a una beca deportiva, y en unos años se convertiría en publicista como su madre. Siempre la habían expuesto como un modelo a seguir: guapa, lista, bondadosa, con un estilo particular que la hacía única… Todo aquello, incluida la beca, se lo había llevado el viento en una sola noche, por un solo error. Ahora, tan solo era un diamante en bruto, de dudoso futuro universitario, enterrado en un estado del sur.
Su teléfono móvil viajó ligero con la agenda de contactos borrada al completo como medida de prevención y, como la decisión de enviarla allí había sido tan precipitada, tampoco llevaba mucho equipaje. Gracias a eso entró en su totalidad en el diminuto maletero del Ford que el padre Oliver conducía, tan lento que los mosquitos los adelantaban. Vera se recogió como un guisante detrás y perdió la mirada en el paisaje que, conforme se alejaba de Dothan, se convertía en kilómetros y kilómetros carentes de población. Mientras ellos hablaban, Vera reprimía las ganas de bajar y empujar el coche para ir más rápido y llegar de una vez adonde fuera que la llevaban. No es que estuviera ansiosa por llegar a su destino, pero el calor la asfixiaba dentro de aquel trasto sin aire acondicionado.
«Bienvenido a Abbeville, hogar de Huggin’ Molly». Dejaron atrás aquella especie de monumento y, sin entender el significado de los dibujos que había bajo el letrero, algo parecido a una bruja persiguiendo a un niño, abrió bien los ojos para reconocer el terreno.
—Cuenta la leyenda… —el padre Oliver alzó la voz y buscó su mirada por el retrovisor antes de proseguir— que en nuestro pueblo hay un espectro fantasmal, Huggin’ Molly; nadie sabe decir si es un hombre o una mujer, pero va vestido de negro y se oculta tras una larga capucha para perseguir a adolescentes y niños que andan por sus solitarias calles cuando la oscuridad cae y la noche se cierra.
—Bonita forma tenéis en este pueblo de conseguir que no haya vida nocturna. —Vera volvió a escurrirse en el asiento, porque no necesitaba mucha más información para deducir que aquel lugar iba a ser la cárcel más aburrida del planeta. Pensó en lo maravilloso que sería beberse una botella entera de vodka y perder el conocimiento hasta que regresaran sus padres arrepentidos a por ella. Calculaba que tardarían como mucho un par de días.
El coche paró a los pocos metros y Vera alzó levemente la mirada para ver lo que ocurría.
—Tengo que repostar, será solo un momento —dijo el padre Oliver con esa alegría que le resultaba fastidiosa.
El coche estacionó bajo un impoluto porche blanco. Era chocante para ella considerar bonita una gasolinera, pero aquella lo era, muy vintage con sus paredes de ladrillo, el logo de la Standard Oil Company y los surtidores antiguos, como si fueran piezas de coleccionista. Bajó del todo la ventanilla y a pesar de sufrir los olores a gasóleo del lugar, una suave brisa se coló al interior junto con las voces de quienes no le importaban un rábano.
—¿Puedes hacerme el favor de llenar el depósito, Ben? No quiero llegar a casa de los Kimmel con olor a gasolina en las manos.
—Por supuesto, padre.
—¿Estás cerca, verdad, Ben?
—Hoy más que ayer, como siempre, padre.
Sacó la cabeza un poco para respirar, se subió las gafas de sol al cabello y dejó que la aparente corriente de aire le revolviera los mechones alocados y secara el sudor de su frente. El olor a combustible se hizo mucho más insoportable, arrugó la nariz y regresó al interior.
—Este es el padre Roman y ella es Vera Gillis, nuestra nueva vecina. ¡Dale la bienvenida a Abbeville, Ben!
La presentada enfiló los ojos hacia el sacerdote, ¿qué importancia tenía su apellido allí? Ella ya no era Vera Gillis, hija del famoso productor de música que siempre estaba ausente u ocupado con su nueva familia y de una mujer que, atormentada por su fracaso amoroso, se refugiaba en el trabajo y sus misas diarias. Sus padres siempre habían considerado que ella era el único resultado positivo de su unión, adoraban adjudicarse los méritos conseguidos por ella como si fueran la mejor proyección de ellos y Vera les había dejado hacerlo, pues era lo único que competía con la creencia de que, si ella no existiera, ambos habrían seguido caminos opuestos, nunca habrían vuelto a verse y podrían haber sido más felices. Aquella hija perfecta había desaparecido unas semanas atrás, se había esfumado una noche. La habían hecho desaparecer y recordar su apellido, el que la unía irremediablemente a su familia, la que pensaba que ya no era digna de ser quien era; no era precisamente la tarjeta de presentación que deseaba. Dirigió la mirada al chico de la gasolinera y, antes de que a su mente llegaran las señales que sus ojos le enviaban, rectificó de mala gana:
—¡Vera! Solo Vera.
Enfocó la rabia hacia él, pero lo que encontró fueron unos ojos muy oscuros que la observaban curiosos, indagadores y concentrados, bajo unas cejas arqueadas semiocultas por un mechón negro.
—Bienvenida a Abbeville, ¡Vera!
Podría haber resultado gracioso el hecho de que aquel muchacho gritara su nombre de igual forma que ella lo había hecho, pero su gesto no era de guasa, ni siquiera simpático. No sonreía, no se le movía ni un solo músculo de la cara. Llevó su mano al bolsillo superior de la camiseta gris y sacó una piruleta para ofrecérsela.
Incluso recomida por la rabia de sus problemas familiares, Vera reconoció a primera vista las facciones atractivas de aquel gasolinero y le prestó una mínima atención por ello, a pesar de que su postura con las piernas ligeramente arqueadas le resultó tosca, de que supuso que apestaba a aceite y de que, como era obvio para ella, no era más que un pueblerino sureño.
—Es una piruleta —dijo Ben, moviendo ligeramente la mano que la sostenía.
—¿Seguro que no es una bomba? —preguntó mordaz con una ceja levantada, manteniendo un tono desagradable.
Él apretó los labios y negó con la cabeza:
—No, es una piruleta.
Vera la aceptó y le dedicó una media sonrisa de superioridad que no obtuvo otra en respuesta; por lo que, tras mandarlo mentalmente al cuerno, retiró la mirada y regresó a su escondite escurriendo el trasero por la tapicería desgastada de aquel coche.
El padre Oliver regresó al interior del vehículo para ponerse al volante y, justo cuando las ruedas torcieron a la derecha, Vera giró el cuello para volver a mirar hacia la gasolinera. El chico seguía junto a los surtidores, con la mano sobre la frente a modo de visera y la mirada clavada en la luna trasera del Ford.
—Y bien, ¿qué te parece Abbeville? —le preguntó su párroco.
—Chocante… y pequeño, si es que Abbeville son estas cuatro calles por las que hasta ahora hemos circulado —contestó de forma afilada.
—Te aseguro que es la chica más dulce y encantadora que hayas conocido hasta ahora, Oliver. Solo está en fase de rechazo y negación.
—A mí ya me parece encantadora.
Vera volvió a encontrar unos ojos amistosos en el retrovisor, pero su ánimo no podía corresponder de forma adecuada, por lo que volvió a encajar los cristales polarizados sobre su nariz y se giró para perder la vista a través de la ventanilla.
¿Que qué le parecía Abbeville? Un pueblo desolado, destartalado, casi anclado en el pasado y con poca vida en sus calles. A lo lejos destacaba la enorme torre que sostenía el depósito de agua para el pueblo, había visto un par de cafeterías; una con aquel curioso nombre de Huggin’ Molly y otra con un rótulo rosa, Ruby’s. Un montón de tiendas para la venta de herramientas y productos agrícolas, y un supermercado con aparcamiento que parecía ser todo un lujo. Sin embargo, en cuanto el coche cruzó el pueblo y apareció la zona arbolada que lo envolvía, esbozó una media sonrisa.
Cruzaron vastas extensiones agrícolas en las que reinaba el silencio, interrumpido solamente por el sonido grotesco de tractores o el aleteo de pájaros volando en bandadas por el cielo azulado. Las casas que salpicaban el panorama eran pequeñas pero encantadoras, con una cuidada pintura blanca y valladas de igual forma. Sus porches, sobre los que revoloteaban hojas caídas y se mecían de forma imperceptible balancines solitarios, estaban decorados con las banderas americanas. El coche cruzó un puente bastante alto sobre un río y Vera se preguntó si podría bañarse en él.
—¿Estas aguas son profundas?
—Más que las de una piscina olímpica. Te dije que este lugar te gustaría, Vera —añadió el sacerdote.
Entonces, meditó. Quizá no mereciera ese destierro, quizás ella no pertenecía a un lugar como aquel, pero quizás, y solo quizás, aquel pueblo no estaba mal del todo. No al menos para estar un par de días; porque, si había algo de lo que estaba segura, es que sus padres meditarían y le devolverían la libertad enseguida.
Por fin, pararon frente a una de aquellas casitas sureñas. Al oír la rodada del coche, una señora de mediana edad con el gesto alegre salió apresurada al porche. Al reconocer al conductor, los saludó de forma eufórica y se limpió las manos en el delantal que rodeaba su gruesa figura. Bajó los escalones y se acercó hacia la puerta de Vera para abrirla. Antes de poder respirar el aire al salir del vehículo, la apretujó entre sus brazos oprimiéndole los pulmones.
—¡Bienvenida, Vera! Soy Ellen, estaba deseando que llegaras. Os esperaba desde hace un par de horas, así que he tenido tiempo para hacer unas rosquillas y unos tomates verdes fritos. Al padre Oliver le encantan, ¿sabes? —A Vera se le escapó un sonrisilla al escuchar aquella graciosa cadencia sureña en el acento.
—¿Dónde está Thomas? ¿Acaso no se atreve a enfrentarse a un humilde siervo del Señor? —preguntó el sacerdote con cierto retintín.
Del lateral de la casa apareció el que Vera pensó que debía de ser el marido de aquella mujer, que al fin decidió soltarla antes de que terminara desmayada en sus brazos por asfixia. Era un hombre de apariencia bastante más anciana y dos como él juntos hacían una sola Ellen. Ambos vestían de forma modesta y despreocupada, así Vera dedujo que en aquel lugar la moda no era un tema de interés, a diferencia de donde venía, un lugar en el que la ropa era otro tipo de arte o una forma de expresión. En cierto modo, aquello la relajó. Estar allí podría resultar más fácil de lo que esperaba. Parecía un lugar de todo menos complicado. Tan solo debía dejar pasar un par de días y sus padres terminarían por extrañarla, por comprender y perdonar. Ella ya no era una niña y, aunque lo ocurrido la hubiese convertido en una chica que toma malas decisiones, estaba en su derecho a cometer errores. Seguro que Abbeville caería pronto en el olvido.