¿Cómo explicar la irresistible fascinación que produce el vuelo de los pájaros y la seducción del andar elegante de un felino? El diálogo entre identificación y alejamiento que la presencia de los animales enciende en nosotros es, a ciencia cierta, la experiencia de conocimiento más auténtica y mágica que la vida nos reserva.
El animal es un espejo, inmediato pero al mismo tiempo inalcanzable, lleno de analogías pero terriblemente oscuro, abierto al vuelo de la imaginación. Habitante de universos muy lejanos —los espacios del aire, la profundidad de los océanos, la oscuridad de las vísceras de la tierra—, consigue de algún modo que su presencia sea efímera y fugaz, mostrándonos su conjunto de virtudes no humanas como algo fantástico e intangible, y, cuando de golpe entra en nuestro espacio, es como si sumara su experiencia a la del hombre, ofreciéndole los instrumentos indispensables para conocer y explicar la diversidad. La galaxia animal es una galaxia de los sentidos, de variadas anatomías y articuladas estrategias de supervivencia, de libreas que comunican, que esconden, que diferencian, donde la inmensidad temporal del proceso evolutivo se despliega y adquiere sustancia.
¿Quién no ha notado la ambigua atracción de los ojos de zafiro de un gato, de un águila o de una serpiente? La magia de los animales recorre el largo repertorio de sus voces: bramidos, chirridos, gorjeos, gañidos, berridos, gruñidos, maullidos, relinchos, rugidos... y se podría continuar la lista de signos y de lenguas que nos transportan a una realidad donde al hombre le está prohibida cualquier posibilidad de un diálogo completo.
De alguna manera nos sentimos desplazados y, al mismo tiempo, forzados a emprender el viaje del conocimiento.

La relación hombre-animal ha estado siempre cargada de caracteres muy ambiguos
También el mundo microscópico de los insectos, con su pulular de minúsculas existencias, solicita nuestra fantasía, la empuja a una realidad donde existen leyes diferentes y las otras son las brújulas para orientarse.
Es difícil trazar los confines del gran continente de lo mágico: es un naufragio en el que los horizontes percibidos son profundamente diferentes, la comunicación es imposible y los comportamientos complicados. Aquí las categorías de lo humano, de lo divino y de lo animal tienden a confundirse en un embrollo de reclamos, de mestizajes, de proyecciones y de oposiciones. Mágicas son las zoologías de lo inusual, las apariciones de animales extraños o de seres monstruosos, de morfologías desconocidas o exóticas —pájaros apartados de las rutas migratorias, grandes peces o cetáceos muertos en la playa, animales llevados a la ciudad por exploradores o por extranjeros— que, justamente porque son hechos accidentales, se consideran signos para interpretar, ideogramas que describen sucesos ultraterrenos.
Pero es la misma naturaleza desconocida e incognoscible de la alteridad no humana la que justifica el gran poder evocativo de la morfología, de la fisiología y del comportamiento animal, que nos introduce en áreas pertenecientes a la esfera de lo sagrado y de lo mágico y que, por tanto, necesitan liturgias especiales y una actitud que podríamos definir como religiosidad.
Esta disposición, casi de reverencia, en los encuentros con animales nace de una admiración sincera y, con frecuencia, de la aceptación de la falta de conocimiento, de una página blanca que llenar a través de rituales específicos capaces de mostrar el distanciamiento y, en cierto sentido, capaces de recomponerlo. El teatro de las formas animales deja en evidencia la impotencia del hombre frente a la grandeza de lo creado, o sea, la parcialidad de la experiencia humana y de sus facultades interpretativas comparándolas a las de la divinidad.
La magia de los animales nace de la grandeza del vocabulario divino y se convierte en escenario de la imaginación, abecedario para cada representación onírica, para llevar a la superficie los deseos que se albergan en lo más profundo del inconsciente.
¿Y qué decir del universo nocturno, poblado de animales fantasma que llenan con sus ropas estridentes y lúgubres las páginas de nuestras pesadillas? La magia animal resulta vencedora en las prácticas de ultratumba, penetrando en la carne humana con la misma eficiencia que un parásito y fabricando híbridos fascinantes y repugnantes a la vez.
Es, por otro lado, fácil de entender por qué atribuimos connotaciones zoomórficas a una gran parte de nuestros miedos, ampliando el elenco de figuras horripilantes con zarpas afiladas, garras cortantes y anatomías monstruosas. El vacío, de hecho, sería mucho más inquietante si fuera una realidad fría y sin vida; así es como, paradójicamente, la estremecedora risa de la lechuza o el aullido del lobo son maneras de identificar nuestros miedos y calmar el terrible horror por el vacío.
Consideremos la magia no como una simple falta de conocimiento, una estrategia banal y fantasiosa o un atajo para dar una respuesta incluso a los sucesos explicables, sino como un acto de conocimiento o modelo interpretativo. Comprenderemos inmediatamente lo sutil que es respecto a lo sobrenatural, el margen entre el uso del referente animal o el más concreto, la experiencia racional. En uno y otro caso el animal nos da la llave para abrir la puerta del conocimiento. Aunque este aspecto parezca que se le escapa al hombre contemporáneo, demasiado habituado a mirar al animal con suficiencia y superioridad, intentamos ponernos en la piel de nuestros antepasados. Hoy cuando se afronta un territorio desconocido y misterioso se utilizan otros instrumentos de búsqueda —aparatos tecnológicos, fórmulas matemáticas, teorías filosóficas, abstracciones lógicas, simulaciones por ordenador—; todo parece más fiable que la naturaleza, pero el hombre se fatiga ordenando su patrimonio del saber y redibujando el horizonte de la vida de hace diez mil años; pero intentemos inmiscuirnos en las necesidades y los miedos del hombre del Paleolítico. ¿Cuáles eran sus instrumentos de conocimiento? ¿Con quién tenía que luchar para sobrevivir? ¿Dónde podía recabar experiencias para afrontar los desafíos del entorno natural? La respuesta está clara: la única referencia con que contaba eran los animales.
Observar las otras especies significaba disponer de un buen diccionario para comprender el alfabeto del mundo: los flujos migratorios ofrecían un conjunto de referencias temporales comparables a un calendario, la orientación de los nidos de los insectos o los agujeros de las guaridas indicaban los puntos cardinales con la exactitud de una brújula, el vuelo y el canto de los pájaros daban buenas indicaciones meteorológicas, el comportamiento alimenticio de algunas especies mostraba las virtudes nutritivas y farmacológicas de las plantas. Y podríamos seguir enumerando extensamente las referencias animales que constituían el conjunto de señales del hombre prehistórico y que, por otro lado, aún hoy tienen un papel importante no sólo en las culturas tradicionales, sino también en nuestra sociedad, aunque su aportación sea a priori despreciada. El canto de las aves migratorias hace pensar en los atardeceres de mayo, el susurro de las cigarras nos transporta a la paz del verano, el tintineo de los petirrojos anuncia el invierno: quizás estas señales permanecen en nuestro inconsciente y todavía evocan sensaciones perdidas en la memoria.

En muchos mitos el animal real o fantástico, como es el caso de la Esfinge, es guardián de un tesoro o de un recorrido de sabiduría
El animal ha sido siempre el primer elemento de conocimiento para el hombre y el arquitrabe o modelo de los diferentes instrumentos para conocer la realidad. No es casualidad que gran parte de los símbolos, de las metáforas y de los signos sean zoomorfos, hasta el punto que no haya otra manifestación humana tan rica en referencias animales. Nuestra cultura es una sucesión de «interpretaciones» animales relacionadas con problemas aparentemente irresolubles.
Para resolver un problema se usa al animal, que se ofrece para una infinidad de experiencias de conocimiento: se puede entrar en su cuerpo o se puede transformar en el animal mismo (como, por ejemplo, en la novela de Apuleyo El asno de oro) para experimentar otros sentidos, otras perspectivas, otros posibles comportamientos, o se le puede otorgar el deber de dar respuesta al problema no resuelto.
Hoy en día la tecnología ha creado un método a través de esta imitación de la fisiología animal; resulta evidente que no es posible crear un aeroplano si antes no se ha observado con atención el vuelo de los pájaros para luego tratar de imitarlo.
En este sentido, la perrita Laika abrió el camino de las aventuras cosmonáuticas, pero antes fue en el laboratorio de Claude Bernard[1] donde se inició la investigación biológica y médica.
No existe un ámbito de la cultura humana que no esté descrito con nombres de animales: la belleza tiene los colores de las plumas del pavo real o de la piel del leopardo, la gracia se expresa en el paso casi danzante de la gacela o en el aleteo de las mariposas, el peligro acecha como la serpiente en medio de la vegetación o emerge de repente de la nada cual tiburón blanco, el horror hormiguea como las larvas de insecto y es nocturno como un murciélago, el miedo tiene las fauces del lobo y el rugido de un león.
En esta galería de signos hay algo más que una simple metáfora. No debemos sorprendernos si la totalidad de símbolos de la cultura humana está constituida de elementos del mundo animal, fragmentos de anatomías o etologías a las que se atribuyen nuevos significados o alegorías.
Podemos afirmar que la biodiversidad zoológica ha sido traducida por el hombre en diversidad cultural, haciendo que esta última le deba a la primera la existencia en los límites del universo no humano.
Somos nosotros los que nos sentimos deudores del mundo animal en un sentido biológico, como nos enseñó Charles Darwin, y al mismo tiempo, somos reticentes a reconocer otros valores a las especies no humanas. Es más, en general, tendemos a definir la cultura humana como forma de alejamiento del orgullo animal y afirmamos que el hombre se diferencia del mundo animal justamente en la cultura que, en realidad, representa la deuda más importante que el hombre ha contraído con los otros animales.
A través de la cultura el hombre no se ha alejado del mundo animal, sino que, al contrario, se ha acercado mostrando factores no humanos (estrategias, comportamientos, prestaciones) durante el periodo de formación de la especie Homo sapiens.
Gracias a la cultura el hombre está menos cerrado dentro de los propios esquemas instintivos y más cercano a las otras especies animales. Este aspecto es importante en la valoración de lo mágico, si entendemos la magia como una de las maneras para conocer, interpretar y dar sentido a la realidad.
EL HOMBRE: UN VIRTUOSO EN LA OBSERVACIÓN DE LOS ANIMALES
¿Por qué el animal ha desarrollado un papel tan importante en la formación de la cultura humana y, sobre todo, cómo se ha desarrollado ese proceso de recíproca contaminación?
No es una pregunta fácil, pero intenta descifrar el origen de aspectos muy importantes en el proceso cultural. Según algunas investigaciones de etología humana, el hombre tendría una particular predisposición cognitiva para dar contenidos animales a todo aquello que no es comprensible de inmediato. Para el etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt, discípulo de Konrad Lorenz, esta predilección por la forma animal explica la tendencia a ver ovejas, cisnes, perros, gatos y otros animales en las nubes, en las sombras, en las piedras, en el perfil de los montes, en la formación de las rocas.
Otros autores, como el antropólogo Paul Shepard, han sometido a muchas personas al llamado «Test del sujeto escondido»: en un fondo de garabatos y trazos confusos y enrevesados se esconde un dibujo y una fotografía de un animal, un objeto o una planta, sometiéndolo todo a examen de los participantes. El resultado fue sorprendente: mientras el animal era descubierto en el noventa por ciento de los casos, las otras opciones quedaban por debajo del cincuenta por ciento.
El naturalista Edward O. Wilson, padre de la sociobiología, estudiando la predisposición de los niños a las referencias ambientales ha descubierto una notable orientación hacia los animales, que ha definido como «biofilia». La tendencia a dar contenido zoomórfico a la realidad desconocida, a percibir con más rapidez las formas animales y, finalmente, a utilizarlas como centro de interés puede ser una buena explicación de la pasión del hombre por el mundo animal.
Otra teoría ve en el desarrollo del cerebro un potente motor de imitación y una tendencia natural a manifestar un comportamiento más plástico y abierto al experimento.
Es sabido que el abecedario zoomórfico al que hacíamos referencia se presta a convertirse en una especie de lenguaje libre, capaz de ofrecer simultáneamente:
—una representación no arbitraria e inmediatamente comprensible de estados psicológicos (como el miedo, la euforia, el orgullo), o de expresiones de evaluación (como la admiración, el reproche, la repugnancia) o, incluso, de conceptos (como la astucia, la capacidad de trabajo, la fuerza);
— un elenco de cualidades a valorar y con las que interactuar.
Y, en segundo lugar, en estrecha relación con este último punto, no debemos olvidar que los animales han representado siempre para el hombre el contrapunto en su vida cotidiana, algo con lo que compararse:
— para no ser depredado;
— en la lucha por los alimentos;
— para llevar a término la depredación.
El hombre, en otras palabras, ha pasado la mayor parte de su historia vinculado al mundo animal: en él ha hallado los desafíos, los problemas, las oportunidades y las posibles alianzas.
A la luz de esta consideración descubrimos lo parcial que es pensar en el préstamo animal con un simple fin instrumental para el hombre: la diversidad implícita en otras especies.
Según esta lectura, los animales no serían más que material ilustrativo que da forma a los contenidos culturales del hombre.
Esta es la interpretación clásica, la que ve al animal como un simple espectador pasivo en el proceso de construcción cultural, es decir, una especie de recogedor de modelos y signos a los que acogerse para dar vida a varias formas de representación.
Hoy en día existe también otro modelo para interpretar el complejo sistema de relaciones e intercambios que nos unen a la alteridad animal: se trata de la zooantropología.
A mediados de la década de los ochenta apareció en el panorama cultural otra escuela de investigación y de interpretación, referida al fascinante tema de la relación entre el ser humano y las otras especies animales. Esta disciplina, llamada zooantropología, se ha distanciado notablemente de los modelos de estudio precedentes (etnozoología, zoohistoria, etología y etología anecdótica),[2] por la especial atención mostrada hacia el componente relacional de la alianza con el animal. La zooantropología, de hecho, no considera de manera separada los dos miembros de la pareja (el hombre y el animal) sino que valora su interacción, es decir que se entretiene en analizar las características que aparecen en cada uno cuando entran en contacto.

En la zoofisonomía se tiende a atribuir un carácter particular (fuerza, astucia, timidez), según el parecido del sujeto con un determinado animal (ilustraciones realizadas por el autor)

El uso del animal como metáfora se juega en un equilibrio entre oposición (es decir, reconocimiento de la diferencia) e identificación o búsqueda de analogías. (Karin Andersen)
Por consiguiente, estudia la relación hombre-animal desde todas sus vertientes —psicológicas, pedagógicas, etológicas, antropológicas...—, pero partiendo de un análisis de la pareja hombre-animal y de las características que la hacen novedosa en el panorama de la vida.
¿Por qué dicha pareja es una novedad? ¿No es cierto que en la naturaleza las alianzas entre las especies están a la orden del día? ¿No es quizás antropocéntrica la pretensión de darle al binomio hombre-animal la patente de la diferencia?
Seguro que así es; aunque no es fácil liberarse del antropocentrismo, percibimos las cosas del mundo, incluida la variedad de formas del mundo animal, a través de nuestros ojos. Y sin embargo la investigación etológica está demostrando una especial tendencia de nuestra especie a observar a los animales, a considerarlos interlocutores importantes en el proceso de aprendizaje. Por otro lado, y aquí está el desafío de la zooantropología, parece que el hombre manifiesta una peculiar tendencia a ampliar la cantidad de cuidados parentales compartidos, es decir, a constituir «familias prolongadas» que incluyen a otras especies. En familia, obviamente, uno no se limita a una simple convivencia, sino que se crea un campo de interacciones profundas, de contaminaciones recíprocas que van del comportamiento a la formación del estilo y del gusto. En resumen, dentro de la familia sus miembros se influyen profundamente, como también sucede entre el ser humano y los animales domésticos. No es que nos encontremos ante una de las típicas formas de alianza biológica, como es el caso de la simbiosis o del mutualismo;[3] tampoco se trata de una simple explotación, cosa que el hombre deja para los objetos o las plantas. El complejo sistema de relaciones instauradas con los animales modifica a ambos miembros del binomio de tal forma que, desde un punto de vista cultural, es lícito hablar de proceso de hibridación.
En el transcurso de la década de los noventa, los debates referentes a la relación hombre-animal prosiguieron con gran intensidad y vehemencia. Uno de los principales argumentos fue justamente el tema de la domesticación: ¿por qué el ser humano ha ligado consigo a otras especies?, ¿cuál ha sido el motor de este comportamiento?
A partir de las investigaciones efectuadas, se ha hecho evidente el profundo vínculo que une las diferentes formas de zoofilia a la presencia de animales domésticos, los cuales habrían mantenido encendida la llama de la familiaridad con el universo no humano. Pero, entonces, ¿dónde buscar el principio motor de este proceso?
Añadiéndolo a la prospectiva zooantropológica, los estudiosos Jean-Pierre Digard y James Serpell se han ocupado particularmente de las relaciones que conectan nuestra especie a los otros animales. Ambos autores, dejando de lado las diferentes maneras de afrontar la cuestión, han extraído del origen de la llamada zoofilia una especie de vocación del hombre, una especialización, según Digard, que considera la domesticación «una pasión», una vulnerabilidad para Serpell que compara los animales de compañía con auténticos parásitos.[4]
La vocación en cuestión —que puede ser definida como pasión o como vulnerabilidad— sería la tendencia a procurar cuidados paternales a otras especies o, si se quiere, ver en los cachorros de animal, sobre todo mamíferos, la necesidad de nuestros cuidados. En otras palabras, el hombre es especialmente sensible a las formas jóvenes, y tan vulnerable o apasionado a la fascinación del cachorro como para responder con actitudes paternales, no sólo con los pequeños de su especie sino también con los «bebés» de cuatro patas. La adopción transpecífica,[5] aunque presente en otros animales (todos recordamos el caso de los niños «salvajes» o el mito de Rómulo y Remo) alcanza en el hombre su máxima expresión.
Siguiendo la metáfora prestada de la etología clásica que ve en el comportamiento la consumación de un apetito, podemos decir que en el ser humano la disposición a ofrecer cuidados paternales es tan fuerte que desborda a las otras especies. Esto último significa que un cachorro pasa difícilmente inadvertido y, normalmente, suscita en nosotros sentimientos de protección que con facilidad se traducen en adopción.
Pródiga en cuidados paternales, la especie humana es particularmente vulnerable al poder de seducción ejercido por las formas jóvenes pero, al mismo tiempo, el poder satisfacer este apetito, aunque sea más allá de las obligaciones de especie, nos lleva a un sentimiento importante para el bienestar humano. Como sabemos, todos nuestros apetitos naturales —alimentación, reproducción, movimiento— buscan una vía para su satisfacción. La gratificación recibida satisfaciendo un deseo ya sea en la comida, en el emparejamiento o en el movimiento pasa a través de moléculas específicas para el bienestar, producidas por nuestro cuerpo. Cada vez que un apetito es satisfecho el comportamiento se consolida y se refuerza a través de una asociación mental entre ese comportamiento y el estado de bienestar que se consigue.
Debemos, por tanto, recordar que la vocación de comportarse como «padres», aunque venga provocada por la presencia de un cachorro (con quien desahogar nuestros propios deseos paternales) provoca una liberación de estas moléculas, contribuyendo así a reforzar nuestra zoofilia. Esto demostraría el fuerte poder tranquilizador provocado por la interacción hombre-animal, utilizado en la pet therapy (conjunto de terapias en las que se recurre a la ayuda de los animales domésticos).
Sin embargo, es aún más interesante aplicar esta hipótesis al proceso de domesticación de los animales que se han convertido en compañeros inseparables del hombre como el perro y el gato. En este caso ha sido especialmente fuerte el deseo del hombre de modelar la anatomía animal en función de la propia necesidad de prestar cuidados paternales. En el proceso de domesticación las características de juventud de los animales son enfatizadas hasta transformar la forma del hocico, de las patas, del cráneo: es fácil comprobar que las razas domésticas se presentan «dulcificadas» respecto de sus antepasados salvajes. Estamos frente a un proceso aparentemente relacionado sólo con el ámbito animal. En realidad, a través del animal, el ser humano modifica la propia orientación estética; este comportamiento en parte tiene que ver con a la capacidad de escoger de los reproductores humanos (reforzando tendencias especiales), y en parte condiciona la opción propia del hombre. Por eso la adopción es el ejemplo más claro de esta transformación biológica y cultural: el animal ha sido modificado por el hombre así como el ser humano ha resultado mutado drásticamente por la presencia del animal.
El animal se convierte en un verdadero doble y, como tal, es ejemplo de propiedades que por analogía están asociadas al hombre. De aquí la fascinación y el misterio del animal doble, capaz de imitarnos y a la vez revelarnos aspectos nuestros que nos eran desconocidos. El juego de analogías nos lleva por el largo camino de la hibridación: la mujer felina (con prominentes pómulos y ojos alargados) es misteriosa como el gato, el hombre de nariz pronunciada es fiero y fuerte como un águila.
EL HOMBRE Y LAS VIRTUDES ANIMALES
No es posible entender el carácter mágico atribuido a los animales sin tener en cuenta la admiración sentida por el ser humano hacia otras especies: un sentimiento que se convierte en envidia, temor, sumisión, competencia, amor y odio. El animal es una cima misteriosa, llena de oportunidades y de trampas, escalarla es reencontrarnos con nosotros mismos a través de una mirada de reflexión y de descubrimiento. Las virtudes animales modifican el conjunto de posibilidades humanas (la fuerza motriz de los bovinos o el fantástico olfato de los perros), posibles o simplemente deseables (como el vuelo de los pájaros ha sido una quimera durante mucho tiempo).
Para nuestra especie los animales representan, en todos los sentidos, insustituibles oportunidades para la experiencia.
Desde un punto de vista sensorial y operativo, los órganos de las otras especies son cómodas prótesis que nos permiten ir más allá del equipamiento que nos ofreció la madre naturaleza.
La virtud animal se une a las funciones humanas —las amplifica, las sustituye, las modifica—, cambiando nuestra percepción de lo óptimo: aquello que antes nos parecía eficaz, de repente nos parece imperfecto e insuficiente.
El animal como compañero nos permite ejercer una función: la velocidad para moverse no es conseguida ya por los músculos de las piernas, sino por la musculatura del caballo, cambiando y subdividiendo en determinados sujetos la presión de la selección natural. En la fortaleza humana entran nuevas posibles perspectivas, estrategias de intervención y soluciones morfológicas o cromáticas.
Estas asociaciones encontrarán en la zoofisionomía su máxima expresión e influirán en los estudios de Lombroso.[6] Todo esto nos puede hacer pensar que el entresijo de las relaciones y de las referencias intercambiadas entre el hombre y el animal se limita aparentemente a quedarse en la superficie; en realidad penetra en la carne y la moldea en lo más profundo de su arquitectura anatómica. Los animales se convierten en partes localizadas —por ejemplo, en la tradición de Bali existe la analogía entre el gallo de batalla y el órgano sexual masculino— o en extensiones, prótesis profundamente insertadas en el cuerpo humano —el uso de perros guía para ciegos, para sordos y los perros de ayuda para disminuidos físicos—. La zooantropología pone de relieve que esta alianza entre hombre y animal ha sido fundamental en la sucesión de experimentos tecnológicos allí donde la «prótesis» mecánica (piedra, maza, cuchillo...) era vista como una sustitución preparada por la experiencia de hibridación con el animal. Sin una alianza hombre-buey u hombre-caballo no hubiera sido posible construir el ferrocarril, y sólo desde un punto de vista de imitación del animal, es posible entender las extrañezas de la moda.
El actual orgullo del hombre, o sea su sistema cultural, se debe al hecho de haber mantenido abierto su modelo etológico, gracias al vicio o, si queremos, la virtud propia de su especie de poder soñar a través del animal médium y, por tanto, de apoderarse de las anatomías, de las funciones, de los lugares de vida y de las costumbres de otras especies, así como de sus peculiaridades de comportamiento, de los resultados de las percepciones y del universo de la comunicación animal.
Aunque nos equivocamos al considerar la relación con el animal sólo en este sentido de espectáculo. La biodiversidad animal permite, además de nuevas prestaciones, también sus peculiaridades de comportamiento, de resultado de la percepción y de universo de la comunicación animal. Sobre el cuerpo del animal estos movimientos del ánimo humano toman vida propia, se liberan de los vínculos de la conciencia y, en consecuencia, tienen la oportunidad de manifestarse en toda su entereza. Y evidentemente otorgamos al animal el trabajo de interpretar, ejemplificar y modelar las fuerzas que ayudan a nuestros conflictos interiores a ser más comprensibles. Nos encontramos frente a un proceso de osmosis que continuamente deja pasar elementos no humanos en el alfabeto comunicativo de nuestra especie y que, al mismo tiempo, carga de contenidos antropomórficos el universo de los animales, modificando su lectura. Por esa razón no debemos olvidar nuestra deuda con ellos, los grandes protagonistas, los intérpretes en nuestro viaje hacia el conocimiento.
La hibridación inaugura el concepto de insuficiencia o carencia humana: el ser humano, privado de la prestación/proyección que le ofrece la alianza con el animal, se siente imperfecto, desnudo, incompleto. De ahí la idea de cultura como dimensión del hombre: una constatación cierta pero improductiva y encuadrada en una perspectiva zooantropológica. La alianza con el animal está en la base de este proceso, y por eso se convierte en una expropiación de las virtudes animales y en un cambio de funciones en un ambiente no exclusivamente humano. Cuando el perro entra en la sociedad humana, su olfato hace funciones de búsqueda y de vigilancia que antes eran impensables: de manera que la aparición de estas ventajas en las costumbres del hombre enfatiza su desnudez.
Por este motivo la zooantropología toma en consideración una nueva entidad, la relación ser humano-animal en todas sus facetas (de aversión, alianza, encuentro, enfrentamiento) como verdadero gran motor de la cultura humana. Según esta escuela de pensamiento, la diferencia animal no sólo llena de color nuestro panel cultural, permitiendo a nuestra especie realizar el maravilloso mural que llamamos el saber, sino que también induce al hombre a dar vida a esta maravillosa obra de arte. Es una verdadera revolución en el mundo la interpretación de la relación hombre-animal, porque desmiente la idea de autosuficiencia del hombre y defiende un papel activo del animal en su vida y en su patrimonio cultural.
De alguna manera, aunque nos suscite sorpresa, admiración, envidia, o bien terror, estremecimiento o desconcierto, el animal consigue siempre reclamar la atención y el interés del hombre.
Los animales intervienen en la galaxia cultural del ser humano y es inevitable hablar de una pluralidad de maneras de reaccionar y relacionarse con ellos; maneras que, para explicarse bien, merecerían un trato específico. Por otro lado, es cierto que el vínculo del hombre con los animales presenta características que lo diferencian de otro tipo de relaciones, que justifican la búsqueda de elementos comunes y presentes en las llamadas relaciones zooantropológicas. Veamos estos elementos con detalle.
En general, la relación ser humano-animal se presenta de manera asimétrica, ya que está notablemente desnivelada hacia el polo humano que, de alguna forma, se convierte en el punto crítico de definición de los márgenes de interacción. El hombre modifica sus impulsos hacia el animal según un gran número de variables, entre las que destaca la capacidad de reconocer la diversidad, es decir, las peculiaridades animales. Con mucha frecuencia, el hombre peca al usar siempre sus propias referencias; en otras palabras, se demuestra poco disponible a salir del círculo vicioso de su narcisista necesidad de mirarse en la realidad que le rodea. En ese caso no se preocupa de las verdaderas características del animal, sino que por el contrario, pone en relieve sólo algunas,
las más adecuadas a la necesidad del llamado «efecto espejo». Este tipo de relación, definido como «proyección», puede ser:
— «identificativo», en cuyo caso el animal se convierte en una especie de alter ego o bien sufre un proceso de antropomorfismo;
— «de distanciamiento», cuando se intenta con todos los medios construir un muro entre el hombre y el animal; en ese caso se produce un proceso de «cosificación», por el cual el animal queda reducido a cosa.

La zoomímesis o arte de imitar al animal, en su aspecto exterior o en el comportamiento, se encuentra en todas las culturas; tiene el significado de deseo de adquirir las virtudes y las cualidades de otras especies
En la vida cotidiana podemos observar con mucha frecuencia la tendencia a interpretar al animal de manera identificativa, asimilándolo al hombre; así que es una práctica habitual describir el comportamiento animal usando al hombre como medida o como interpretación para las diferentes manifestaciones etológicas. Con la mejor intención se buscan las necesidades del animal en simples analogías, resumibles con la frase «lo que es bueno para mí es bueno para mi animal».
La costumbre de antropomorfizar los animales ha causado muchos errores en la investigación, abriendo el camino a interpretaciones groseras y desviadas de los hábitos de muchas especies. Pero, con seguridad, el aspecto más problemático se encuentra en la vida en común con el animal doméstico, donde cada error de lectura de las necesidades y de la comunicación animal se traduce en sufrimiento para nuestro benjamín de cuatro patas y en la consiguiente frustración para nosotros.
La antropomorfización está aún más ligada a las relaciones familiares en el caso de los perros y los gatos, justamente a causa del tipo de relación, demasiado orientada a parámetros y situaciones que tienen al hombre como punto de referencia. Hasta el punto que, cada vez más, se observan problemas en el comportamiento de los animales que son obligados por sus propietarios a «repetir» roles totalmente inadecuados.

La vaca es un animal sagrado y receptáculo de divinidad en diversas culturas

Una de las más importantes metáforas de la segunda mitad del siglo XX es la de la «máquina animal», fruto de las prácticas de cría intensiva
Habitualmente al animal doméstico se le exige interpretar papeles típicamente humanos: de pareja, de hijo, de amigo. El animal se convierte en un sustituto de estas figuras, aumentando en el propietario sus impulsos autorreferenciales. Con los perros o con los gatos no existe discusión, el hombre está siempre en el centro de su atención, no se comparan las propias posiciones, no se corre el riesgo de ser abandonado, traicionado, contrariado, llamado a defender las propias ideas, la responsabilidad derivada de las acciones que se toman. En otras palabras, casi siempre el animal doméstico, usado como sustituto, consiente que permanezcan las actitudes infantiles o inmaduras en la estructuración de las relaciones afectivas y sociales.
Todo esto no significa que por fuerza el animal «sustituto» sea siempre antieducativo y favorezca los impulsos egocéntricos e infantiles de la persona: muchas veces la presencia animal puede compensar los temores del individuo y acercarlo con más serenidad al mundo de las relaciones sociales. En estas situaciones, la pareja animal colmará —y calmará— en el hombre la necesidad de tener un referente dedicado a él, fiel, siempre presente y a disposición, haciéndole ser más abierto y disponible a afrontar la realidad del mundo. Es como si el punto de apoyo animal mantuviera en la esfera privada la necesidad infantil de seguridad, ayudando al individuo a entrar en la realidad social compuesta de relaciones seguramente más aleatorias pero más interactivas, es decir, basadas en la confrontación y en la reciprocidad.
Por otro lado, la antropomorfización, a pesar de ser comprensible y en muchos casos justificable desde un punto de vista humano, tiene que ser guiada y controlada para preservar el bienestar del animal. En estos casos no se tiene en consideración el efectivo perfil de comportamiento de la especie y, por extensión, los modelos de comunicación, de interacción social, de psicología que el animal utiliza para relacionarse con nosotros.
Otro aspecto bastante frecuente es la llamada cosificación, o sea la pretensión de transformar el animal en una cosa o en un instrumento. Otra vez prevalece el orgullo del hombre, que no tiene en cuenta para nada los entresijos de su compañero animal, reduciendo su complejidad a una sola actitud. A menudo quien escoge un animal de una raza determinada tiene la sensación —o la pretensión— de reencontrar con demasiada regularidad un conjunto de características básicas. El mecanismo es muy simple: se traza una analogía arbitraria con las marcas o los productos, como si fuera un modelo de automóvil. Esto nos lleva a valorar al animal según criterios de adherencia a un estándar no sólo morfológico sino también de actitud, de vocación o psicológico. De aquí que existan perros potencialmente peligrosos, gatos con extraños comportamientos... La tendencia a considerar al animal únicamente como una cosa, privándolo de un perfil individual construido no sólo genéticamente sino también con su historia personal, causa una degradación en la propia relación y, en menor grado, en la cercanía al sujeto, ya que se basa en un presupuesto de completa sustitución.
Al uso instrumental del animal se añade inevitablemente un nivel menor de responsabilidad en sus confrontaciones, por eso no es casualidad que sean los propios animales cosificados las grandes víctimas de las vejaciones y de los abandonos. Nuestra sociedad ha institucionalizado en las granjas de crianza intensiva una categoría de verdaderos animales-máquina, cuyas condiciones de vida son conocidas por todos. Konrad Lorenz definió estas granjas como una de las páginas más oscuras del siglo xx. Y resulta difícil no darle la razón.
Otra tendencia típica de nuestro tiempo es la definida como «zoopoiesis» o sustitución del animal por su icono. Nuestra cultura ha perdido indudablemente la proximidad y la familiaridad con el animal, aún muy presente en la sociedad rural. El «vacío» de animales que ha caracterizado el fenómeno urbano y también la transformación de las ciudades después de la segunda guerra mundial han causado una fuerte caída de la presencia del mundo animal, antes habitual en el vivir cotidiano. La cultura rural estaba basada en una alianza y en la constante confrontación con el animal. Esto último no era idealizado ni banal: de ellos dependía la vida de la comunidad para bien y para mal. Los animales domésticos servían de alimento, como fertilizantes de los campos y como fuente de energía de tiro, para transportar o arar.
El perro era compañero del hombre en sus diversas e infinitas ocupaciones. El gato, más cercano al universo femenino, era el guardián de las despensas controlando la población de roedores. Frecuentar los animales en su ambiente significaba entrar continuamente en contacto con su diversidad; no nos olvidemos de este aspecto si queremos entender a fondo el contenido mágico y fantástico que se le asocia.
Inmerso en el propio universo, el animal puede manifestar completamente sus propias virtudes o aquellas disposiciones perfeccionadas durante el proceso evolutivo y que generan en nosotros sorpresa y admiración. Son las increíbles contorsiones acrobáticas las que nos hacen atribuir al gato las proverbiales siete vidas; son las aptitudes olfativas del perro las que lo convierten en un experto en el arte de la identificación. Maravilla y magia parten de la misma raíz cognitiva: la insuficiencia del hombre.
Con el fenómeno de la urbanización se consolida una dimensión privada, y en cierta medida «reclusa», del vivir humano: de la casa al lugar de trabajo, la vida se desarrolla en el interior de espacios artificiales (la casa, la oficina, la fábrica, el coche) y el mundo natural es apartado de nuestra cotidianidad. El imaginario del ser humano se llena de máquinas, electrodomésticos, imágenes televisivas, ordenadores. Se trata de un momento histórico inacabado y no suficientemente analizado, pero que modifica profundamente no sólo el estilo de vida del hombre sino también su relación con los animales.
En el lugar del animal se prefiere a su icono, una imagen basada en estereotipos culturales: el animal-niño, el animal-juguete, el animal-símbolo. Los animales entran en el imaginario del hombre a través de documentales, de los dibujos animados de Disney o de personajes como Rin Tin Tín o Lassie. Esta sustitución por un icono tiene consecuencias importantes. En primer lugar, se le pide al animal que adquiera un modelo preestablecido, forzando su comportamiento y asignándole trabajos más que impropios.
TIPOS DE RELACIÓN HOMBRE-ANIMAL
Los tipos de relación hombre-animal pueden ser definidos a través de algunos elementos básicos, que influyen en muchos aspectos de la vida cotidiana, actitudes y comportamientos diferentes pero con tipologías bien definidas.
Antropomorfización: tendencia a ver en el animal características humanas y a encontrar en ellos necesidades y deseos sin tener en cuenta las características propias de su especie, utilizándolos además como meros sustitutos de otras cosas.
Cosificación: tendencia a tratar al animal como una cosa y a utilizarlo como instrumento, comparándolo con una máquina, un producto, un robot o un ordenador, considerando su raza como una marca o un modelo.
Zoopoiesis: negación de la identidad del animal y sustitución de las características de su especie, en toda su diversidad anatómica, funcional y etológica por un modelo preconcebido (estereotipo animal).
Zooapatía: total indiferencia hacia el mundo animal, caracterizada por desinterés, escasa capacidad de atención hacia todo aquello que no es humano, con incapacidad para aprehender del mundo animal.
Zoointolerancia: rechazo e insensibilidad ante la presencia animal, asociando la idea de amenaza, suciedad, inquietud, molestia y asco a todo lo que a ellos se refiere, además de hacerlo extensivo a la realidad orgánica en conjunto.
Zoofobia: miedo al animal en sí mismo, que se manifiesta adoptando un estado de extrema vigilancia en su presencia y/o de noche a través de la aparición de pesadillas protagonizadas por ellos.
Zooempatía: tolerancia y aceptación de la presencia animal, idea del animal-compañero, predisposición hacia la diversidad del animal, tendencia a valorarlo como ser diferente.
Zoomanía: irritación en la relación con el animal, tendencia a utilizarlo como sustituto de otros referentes (educativos o afectivos), o como compensación de dificultades personales específicas (miedo al prójimo, problemas de comunicación o agorafobia).
Desviaciones zooantropológicas: deseo de sumisión del animal, exaltación de la relación depredadora en los límites del mundo animal, del dominio (a veces de orden sexual: zoorastia), con actos de sadismo.
En segundo lugar, nos mostramos poco disponibles al encuentro con la diversidad animal, presuponiendo desde el principio aquello que el animal querrá o deberá darnos. La zoopoiesis provoca en general un estado de frustración en el ser humano, que empieza a pensar que su perro es tonto porque es incapaz de hacer las cosas que hace Rex, o que su gato es malo porque no se adapta a la vida doméstica como los protagonistas de Los Aristogatos.
Es evidente que en estas situaciones queda poco de la magia animal, no porque el animal sea incapaz de expresar su propia diferencia, sino porque el hombre se muestra totalmente desinteresado en ella. Dentro de esta cárcel de oro donde reside el hombre, el perro y el gato de turno tienen que recitar un guión muy rígido y en absoluto adecuado a sus características.
Los veterinarios saben bien lo penoso que es para estos animales renunciar a su comportamiento instintivo. Una gran cantidad de molestias —de las neurosis a las actitudes obsesivas y compulsivas, de la agresividad a las fobias— demuestran lo inadecuado de la hospitalidad doméstica, sobre todo si está basada en el prejuicio zoopoiético.
Un proceso de erosión de las particularidades del animal ha transformado nuestros benjamines domésticos en una realidad desencantada, fría y nada mágica. El antropomorfismo, la cosificación y la zoopoiesis han creado una verdadera sustitución del animal por una imagen, transformándolo en un fetiche que tiene pocas posibilidades de saltar el muro de silencio tras el cual lo hemos relegado.
Esto explica otras actitudes evidentes y fácilmente estigmatizables que pueden ser definidas como auténticas tipologías de la relación hombre-animal. Nos referimos a la zooapatía, zoofobia y a la zoointolerancia. Si al animal fetiche se le concede una falsa ciudadanía, no sucede lo mismo con el animal en el amplio sentido de la palabra. Algunas personas han perdido todo lazo de unión con la realidad no humana: son, como suele decirse, zooapáticas, personas encerradas en un mundo hiperhumano e hipertecnológico y en cuya imaginación no existe espacio para los animales. El ejemplo más claro de zooapatía nos lo ofrece Konrad Lorenz en su libro El declive del hombre cuando describe a los chicos en el parque con sus radios portátiles. Ellos piensan que el mundo estaría mejor sin animales y que el hombre se ahorraría molestias.
Otras personas ven en el animal una verdadera amenaza ya sea por su agresividad (zoofobia), o por el riesgo de contraer alguna enfermedad (zoointolerancia). Son las mismas personas que esparcen veneno por todas partes para no tropezar con una paloma. Para esta gente lo imprevisible de los animales, que en las culturas tradicionales son portadores de magia y fascinación, se convierte en terror, espanto, repugnancia y pánico. Sus vidas están vacías de presencia animal hasta el punto de estar obligadas a vivir lejos de cualquier contexto natural o espacio abierto. Es suficiente el ladrido de un perro o la presencia de un gato para desencadenar en ellos un terror ciego.
El miedo a los animales se ha convertido en un fenómeno muy frecuente hasta el punto de constituir un problema, y además ha tenido siempre una connotación tan precisa que merece una breve profundización. Esta se presenta en diversas acepciones, la mayoría de veces no se solapan aunque nos transmiten hechos y motivaciones diferentes. Ya hemos visto como existe una clara diferencia entre fobia, o sea miedo al animal como individuo, e intolerancia, más relacionada con el concepto de no humano o de la diferencia animal. La persona que sufre zoofobia tiene miedo de ser agredido por el animal, teme sus dientes, su ferocidad, su agresividad, su bestialidad, su comportamiento imprevisible y la dificultad para la comunicación con él. El zoointolerante en cambio no soporta la cercanía del animal porque teme contagiarse, tiene miedo a las enfermedades zoonósticas,[7] siente repugnancia por todas las expresiones de animalidad (la desinhibición sexual, la tendencia a realizar libremente las funciones orgánicas, como defecar u orinar, o los impulsos instintivos), tiene terror a todo lo que caracteriza al animal (pelos, líquidos orgánicos, babas y telarañas).

La zoofobia nace del estereotipo animal como espejo oscuro, receptáculo y símbolo de las más bajas pasiones del ánimo humano; tiene, por tanto, un origen principalmente cultural. Por ejemplo, un animal de siete cabezas es la encarnación del 666, la Bestia del Apocalipsis

Un concepto clave para poder entender la compleja relación ser humano-animal es la zooantropía, es decir el miedo a transformarse en animal o bien de asumir parecidos monstruosos
El miedo al animal se relaciona con el universo de la fobia, casi siempre de naturaleza irracional, que nos acerca al tema de la diversidad y que con frecuencia ha guiado las campañas de persecución en los enfrentamientos, no sólo con otras especies sino también con etnias diferentes. Miedo a lo diferente o, simplemente, a las personas que no aceptan las costumbres o las creencias de una determinada comunidad. La desconfianza hacia todo lo que es diferente —con todas sus acepciones: miedo, insensibilidad, superstición, odio— hace que con facilidad el animal se convierta en una especie de chivo expiatorio cada vez que un grupo social o étnico se siente amenazado por algo.
El portador de la diferencia pasa a ser un elemento que perturba el equilibrio y la estabilidad del conjunto, es decir el grado de cohesión interno, y esta misma característica guía los impulsos en su contra, presentándose estos marcados por una fuerte ambigüedad. El chivo expiatorio es ejemplo de los males que afligen a una determinada sociedad pero, al mismo tiempo, significa la aceptación de los conflictos, por tanto, es además purificador (salvador) para el grupo que decreta su sacrificio.
Es evidente el carácter sacro de este proceso, que manifiesta un perfil de relación ambivalente allí donde está presente el impulso del alejamiento mediante el sacrificio, pero al mismo tiempo de incorporación simbólica de lo diferente. Se puede observar que, cuanto más cerrado es el grupo, y cuanto más fuerte es el concepto de identidad, más fácilmente se realiza este ritual.
En la Edad Media, el animal era el signo que permitía el conjunto de operaciones purificantes necesarias para formar parte de la comunidad cristiana; el temor a la animalidad estaba fundado en el miedo a salir de lo humano, o sea contaminarse y entrar en un territorio híbrido. Se produce en esta época el desarrollo más interesante del tema de la metamorfosis en animales, riesgo que sufrían aquellos que voluntaria o accidentalmente se encontraban en una situación de especial aislamiento de la sociedad. Ir a vivir a un bosque, permanecer largo tiempo solo y con animales, encontrarse en la selva una noche de luna llena... Eran algunas de las habituales explicaciones de la transformación en animal, presente en el mito de los hombres lobo, del hombre salvaje o de las mujeres oso.
EL ANIMAL TERRORÍFICO EN EL CINE Y EN LA LITERATURA
El cine y la literatura han utilizado el recurrente tema del animal que hay que combatir, el animal como amenaza, del cual han surgido diferentes tradiciones:
El animal-monstruo: es misterioso y desconocido, parte del pasado (los dinosaurios de Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne o el Mundo perdido de Conan Doyle), o de origen extraterrestre (Alien de Ridley Scott), emergente de los abismos o de lugares inexplorados (It de Stephen King).
El monstruo teriomorfo: como, por ejemplo, la persona que sufre una metamorfosis con hibridación, transformación parcial o completa en animales (La Mosca de G. Langelaan, Drácula de Bram Stoker).
La bestia interior: sale del fondo del inconsciente y opera en una determinada circunstancia (El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde de Robert L. Stevenson, La bestia humana de Emile Zola o Corazón de Tinieblas de J. Conrad).
El animal amigo que se transforma en un monstruo: como ejemplo la novela Cujo de Stephen King o Los delitos bestiales de Patricia Highsmith.
El animal enemigo: como Los pájaros de Alfred Hitchcock o Tiburón de Spielberg.

El importante papel desempeñado por los «monstruos» naturales en el imaginario humano tiene como principal característica la gran importancia dada por los hombres al estudio y la catalogación de esos seres, como es el caso de estas reproducciones de «desechos de la naturaleza», impreso en París en 1775
Licantropía, vampirismo... son otras manifestaciones de esta concepción del animal como inquietante objeto a la deriva, amenaza capaz de transformar al hombre y de hacerle perder sus características espirituales. Por esta razón la animalidad es un continente misterioso en el que es fácil perderse o naufragar. Encontramos este lugar común en toda la tradición occidental, desde la Odisea de Homero hasta La Metamorfosis de Kafka. La zooantropía, o el miedo a transformarse en animal, está presente en gran parte de la literatura moderna que ha hecho de ello un cliché que da vida a diversas tradiciones. Hoy por zooantropía se entiende también una forma de enfermedad psicológica donde el sujeto no sólo teme el convertirse en animal (a menudo con actitudes obsesivo-compulsivas que le obligan a lavarse continuamente), sino que también siente que es un animal y se comporta como tal. Este miedo puede golpear al individuo durante el día y tener problemas desencadenados por la realidad contingente (un insecto que entra por la ventana, encontrarse a un perro durante un paseo), o puede también manifestarse durante el sueño. En estos casos algunas personas llegan a no dormir a causa de pesadillas protagonizadas por animales amenazadores.
Como habitantes de la casa, los animales de compañía han ocupado el lugar de los Larios[8] y hoy custodian nuestra intimidad aportándole calor y llenando los grandes espacios de silencio. Junto a ellos entran en las casas pedazos de selva, domesticados pero capaces de romper la monotonía y el aburrido orden que damos a las cosas. El gato es un tigre que merodea furtivamente sobre los muebles y les da una nueva perspectiva, los envuelve en una red de relaciones nuevas y nos los enseña con una luz renovada, reconstruida por su paso aterciopelado y sus maneras de equilibrista: brincos del sofá a la mesa recién puesta, los juegos con la bisutería, carreras a lo loco sobre el parqué recién encerado son algunos de los pellizcos adrenalínicos que nuestro gato nos reserva. Nuestro corazón hace un quiebro, permanecemos un momento sin aliento, nos esperamos lo peor... pero, bien mirado, esto influye en nuestro perezoso metabolismo, en nuestra vida cotidiana, si es que es cierto que los propietarios de animales domésticos gozan de mejor salud que los zoointolerantes.
Los efluvios corporales del mundo animal vivifican nuestros sentidos a través de comunicaciones y comportamientos que el buen tono ha hecho desaparecer de nuestros hábitos, pero que nuestra etología reivindica desde lo más profundo de nuestras necesidades. Por ejemplo, la rigidez de la comunicación lingüística frustra nuestra necesidad de hablar a través de nuestro cuerpo, de usar las posibilidades de la mímica facial o de reencontrar el contacto y el calor del cuerpo. Hace poco que se ha descubierto en la relación hombre-animal la comunicación feromónica:[9] cuando el perro muestra un desagradable (para nosotros, evidentemente) interés por nuestro pie, está siguiendo el perfume de una hembra, dejando a la vista la analogía bioquímica entre las dos señales.
Pero las incomprensiones no terminan ahí y dan lugar a una serie de equívocos, a veces divertidos y otras desmotivadores, sobre todo para el animal. ¿Qué piensa el perro de la aversión humana por el universo olfativo? Es un poco como si un extraterrestre se esforzara en quitar los colores de nuestra realidad perceptiva en nombre de una limpieza en blanco y negro.
Las casas nunca están adaptadas al capricho de los animales, que quizá la quisieran más rica en estímulos sensoriales: a los gatos, por ejemplo, les gustan las cosas brillantes, los colgantes, se vuelven locos por la flechita del ordenador, mientras que los perros presentan un agudo sentido de la propiedad y quieren tener a su disposición pelotitas, huesos de mentira y otros juguetes. ¿Pecamos de antropomorfismo? Tal vez, pero tampoco tanto; se ha podido demostrar que si los animales pueden gozar de estos estímulos se encuentran más relajados y más preparados desde el punto de vista cognitivo.
De todos modos, es evidente que se han convertido hoy en día no solamente en compañeros capaces de avivar la monotonía de las relaciones afectivas y emocionales, sino también en verdaderos guardianes de la intimidad doméstica, llenándola de ese calor que nuestra vida no es capaz de darle. Es entonces cuando su presencia se recarga de nuevo de ese halo mágico que nuestro desencanto racional va tratando de disolver inútilmente.

«Cave canem» (cuidado con el perro), mosaico pompeyano de la casa del poeta Trágico. La cercanía del perro, fiel compañero y guardián, tranquiliza los sueños del hombre. El perro está asociado a la esfera doméstica, a la fidelidad, a la seguridad, características que han hecho de él (como el perro pastor) el símbolo de guardián de la fe cristiana (fotografía del autor)