Aunque no ha regresado, aún me parece que lo sigo viendo por el predio, el bolsito al hombro, ese andar torcido, la cadera chueca por una imperceptible cojera, aquel mondadientes en la comisura y esa huella que dejaba en el camino como si jugara un partido que estaba más allá del tiempo adicional. A veces, nunca lo desconoceré, viene a mi memoria la chifladura de aquel partido que quizás él armó para asombrar al mundo con esa teoría de juego que se convirtió en una especie de pesadilla para mí. Y por las tardes, mientras disfruto un café, a mi mujer le nace preguntar: «Pepe, ¿qué será de Afanoso Rodrigues?»
Yo tenía a cargo la Reserva del club. Llevaba décadas en el fútbol y daba por sentado que había visto todo. Estaba equivocado: ¡lo que existe dentro de un balón es uno de los grandes misterios del universo!
El fútbol es magia, locura y surrealismo, claro, ahora lo sé. Lo aprendí de aquel tipo. ¡Ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis prácticas! Mi tarea era delicada: descubrir con exactitud de relojero las dotes del chico que daría el paso a Primera. Había hecho cierto prestigio en acertar. Seguidamente los dirigentes pedían mis recomendaciones. Entonces preparaba con entusiasmo a algún muchacho. La tarea se hacía fácil porque la mayoría venía de las inferiores, con el sueño de debutar en la máxima categoría, conocía el hambre y ambiciones que tenían, sus cualidades deportivas y humanas, en ese orden.
Sin embargo, este tipo me sacó de las casillas… Aún así, continuo recordándolo. A menudo me pregunto: ¿dónde estará?, ¿cuál predio visita ahora con ese bolsito al hombro? Prometo que en los entrenamientos de tanto en vez suelo imaginarlo por el sector de los referís, masticando el mondadientes, las manos atrás, rengueando sin dificultad, gritando a mis jugadores:
—¡Control y toque, hijo, eso es fútbol!
Comienzo la jornada muy temprano. Uno entiende que sin disciplina, trabajo y responsabilidad, el talento es un desperdicio. Hay que dar el ejemplo. ¡Cuántos chicos vi perderse por falta de sacrificio! Entonces esta era mi regla de oro: la gloria se alcanza con una interminable dosis de constancia, dolor y tenacidad. Si había que estar a las ocho de la mañana en la cancha, en pleno invierno, no existía justificación para llegar tarde. Cuando los resultados no acompañaban, había que redoblar el compromiso, porque en este negocio la gloria va unida al fracaso permanente, única forma de remontar el marcador. El amor y las desdichas por este deporte conducen al éxito. El que piense lo contrario, ¡que se convierta en panadero!
Fue por esos días, en distintos horarios, que lo divisé.
Un ayudante de campo me avispó:
—Pepe, te llegó competencia…
Vestía un buzo gris, con un escudo en el pecho, y calzaba unas zapatillas que no desentonaban. Usaba esa melena que identifica a un apasionado del balompié. En las manos, aferrada acaso con exceso de celo, rebrillaba un cuaderno o libreta de notas, exhibiendo al caminar esa manera única y propia de un exfutbolista, lento, las piernas algo torcidas, el movimiento de los hombros junto al cuello, hacia adelante, y la incorregible manía de soltar un escupitajo para demostrar acaso su guapeza. ¡Esa su presunta cojera lo hacía más futbolista todavía!
Un asunto era cierto: seguía mis desplazamientos con obsesión. A ratos le daba por caminar presuroso por ese espacio donde corren los guardalíneas, siempre las manos atrás, mirando fijo el césped, como buscando fórmulas para inventar jugadas que no estaban en la memoria de este deporte.
Más de una vez quise encararlo. Preguntarle quién era y qué hacía en el predio. Nunca lo hice (hasta llegué a pensar que se trataba del familiar de algún dirigente). Por lo demás, verlo en semejante actitud me generaba cierta… ¡alucinación! ¡Perplejidad! «Debe amar profundamente este juego», divagaba. Con eso me bastaba. ¡Ingenuidad la mía!
A los muchachos tampoco les llamaba la atención su presencia. Ya se sabe: no existe nada más triste que jugar a la pelota sin la presencia de un hincha. ¡Y este espécimen valía por mil fanáticos!
Sólo empecé a sentir un resquemor cuando en las prácticas gritaba, a pulmón batiente, especialmente a los del medio:
—¡Control y toque, hijito, control y toque, eso es fútbol!
No celebraba las buenas jugadas: apenas, con aire de satisfacción, despedía una risilla y echaba a transitar seis o siete metros, los ojos bien abiertos, muy pensativo.
Cuando intenté acercarme en una ocasión, se retiró raudo por la orilla de la cancha, la melena al viento y el bolsito al hombro. Lo llamé: «¡Eh, eh, amigo…!»
No se detuvo.
Lo vi desaparecer, aumentando mi enigma sobre él.
Pasaron unos días cuando lo tomé por sorpresa. Simulé ir al camarín y aparecí por su espalda.
—Buen día —dije, con tono suave.
Lo sorprendí en extremo.
Giró la cabeza de un sobresalto. Tenía la cara más vieja de lo que suponía, sus ojos eran muy especiales, entre cálidos y ausentes, que rebrillaban con la luz matutina de una forma misteriosa. Y algo más, me pareció que la cojera era una inexplicable simulación física.
—Lo he visto seguidamente por aquí —añadí, con voz amigable.
Observaba con cierto temor, a dos metros de distancia.
No señaló ninguna palabra.
Me miraba como un animalito inocente.
Pude ver que su buzo necesitaba claramente un lavado y en el costado de su bolso deportivo sobresalían dos letras: D. T. Un poco más abajo estaba adherida la insignia de la selección chilena.
—Puede venir cuando quiera —lo tranquilicé—. Usted ya sabe, los entrenamientos son por la mañana —insistí.
Lo hice para no alejarlo. Tengo un lema: si alguien no estorba tu trabajo, déjalo en paz.
Agradeció mis palabras con un reverente movimiento de cabeza. Acto seguido, se presentó:
—Afanoso Rodrigues, a las órdenes en lo que mande usted.
De ahí se marchó cansinamente, sin volver la vista. «Quizás no regrese más», pensé. Estaba equivocado. ¡Los tipos de carácter misterioso saben lo que buscan y no descansan hasta conquistar la presa!
Continué viéndolo pegadito en la orilla del predio. Siempre la misma monotonía. La libreta en las manos, aquel bolsito deportivo (¿qué tendría adentro?) y el mondadientes en la comisura. Por momentos, dejaba de renguear. De tanto en vez, resonaba su singular grito:
—¡Control y toque, hijito! —y le daba por cojear de un sector a otro.
Sucedió una vez que a un chico se le escurrió el balón entre las piernas y, molesto con el desconocido, a quemarropa lanzó un insulto para que se callara. Lo trató de «vende humo».
—Hijito, simplemente pido control y toque, eso es fútbol —y redondeaba—. Lo demás viene por añadidura.
Es posible que esa frase fuera la más larga que le escuché por esos días.
Fue el único episodio desagradable que ocurrió.
Al resto no le importaba su presencia. Sólo a mí me generaba curiosidad (¡en alguna ocasión llegué a pensar que se trataba de un periodista encubierto!), por lo insociable, escurridizo y por esa frase que tal vez resumía un insondable enigma del fútbol y la vida: ¡control y toque!
En cierta oportunidad jugó la Primera con la Reserva. Entrenamientos habituales. El director técnico del plantel estelar quería ver en acción a algunos de mis jugadores. De esos encuentros, en lo sucesivo, subía algún muchacho a la serie de honor. Sería la primera vez que no pude concentrarme ciento por ciento en el pleito: Afanoso Rodrigues enloqueció gritando su «control y toque», lo hacía fuera de sí, exaltado, recorriendo un trecho, expectorando, lo que se dice «viviendo el partido».
A nadie molestó su griterío.
Por el contrario, el D. T. de la máxima categoría sacó esta conclusión:
—Buena frase de aquel chifladito… En eso consiste el negocio del balompié: control y toque —hizo el gesto.
Enseguida, cariacontecido, me preguntó:
—¿Es familiar de usted?
Tragué saliva. Pude contestar:
—No. Puede ser un hincha del club…
No se habló más del tema, por suerte.
El director técnico anotó en su cuaderno la frase, la leía, meneaba la cabeza, masculló: «con estas dos cualidades se detecta a un crack: control y toque». Y remató:
—¡No lo olvide, Pepe Santamaría!
—Buen día, Afanoso —dije.
Nuevamente lo sorprendí.
Esta vez lo observé con más confianza. Tranquilo. Receptivo. Bueno, el tipo ya llevaba semanas visitando el predio. Un asunto no cambiaba en él: su aspecto de antisocial empedernido.
—Hola —dijo.
Fue un «hola» seco, expresado de mala gana. Quise creer que no le gustaba hablar. Que era tímido en extremo, característica común en algunos futbolistas.
Bajó la cabeza y a la vez restregaba un pito en la mano izquierda. A pesar de todo, esa palabra la asumí como un avance en nuestra relación.
—¿Qué le pareció el partido de ayer? —quise saber.
Me escrutó con los ojos bien abiertos. Sobresaltados, como de alguien que de pronto ve la presencia de un dinosaurio. Agregué:
—¿Le gustó la calidad del encuentro?
Meditó un instante, sumido en una actitud de incógnito.
Luego se animó a decir, sin mirar de frente, sino llevando los ojos hasta la mitad de la cancha.
—Faltó control y toque, míster…
Lo dijo displicentemente, sacando bien afuera el pecho.
Mecí mi corta barba.
—Control y toque…—balbuceé casi para mis adentros. Logré evocar las conclusiones del D. T. del plantel de Primera—. ¿Es una teoría?
No esperó mucho para decir:
—¿De verdad no lo sabe?
—Bueno… No.
Respiró con suficiencia. Dijo:
—Aquí calza un ejemplo.
—… —alcé los brazos, lleno de interrogantes.
—Sin ejemplo toda palabra es vacía, míster…
Por un momento sentí que jugaba conmigo. Que analizaba mi conducta, reacciones, la entereza deportiva. Un leve sudor afloró en mi frente y él se dio cuenta. Gratuitamente me había metido en un bosque. En la frondosa vegetación y mentalidad de una criatura indescifrable.
Fue ahí cuando se quitó la chaquetilla del buzo, la lanzó al pasto, tomó del bolso una pelota de fútbol profesional y me pidió que me trasladara hasta el círculo central de la cancha.
—Míster —dijo.
—Diga.
—¿Usted sabe darle como corresponde al balón?
Me faltó poco para caer en un arrebato.
En vez de proporcionarle una trompada, pensé: «Debo seguirle el amén. Con estos tipos nunca se sabe». Además, no señaló esas palabras con falta de respeto. Había jugado más de veinte años como defensa central, enfrenté a grandes delanteros, algo sabía con el balón en los pies.
—Por supuesto que sí —respondí, algo firme.
—Entonces vaya al círculo central, por favor… —apuntó el lugar.
Lo hice sonriendo, por el juego y las cosas que tiene este maravilloso oficio llamado fútbol.
Asentado donde él quería, me lanzó la pelota usando el pie izquierdo. Lo hizo con precisión. Por el armónico y vistoso movimiento que hizo, deduje un pasado de jugador.
Hecho lo cual, me gritó:
—¡Aquí la quiero devuelta, míster! —indicó el pecho.
Algunos chicos que entrenaban se detuvieron a observar.
Sin temor a un papelón, le di al corazón de la pelota. Esta partió en dirección donde estaba. Cuando la vio venir, mecánicamente retrocedió un espacio, dio un saltito y la bajó con excelsa técnica (no se notó que era rengo). Luego me la devolvió con exactitud al empeine derecho (los chicos aplaudieron).
—¡Control y toque, míster!—insistió.
No habló nada más.
Soltó un escupitajo, puso el balón en el bolso, levantó la chaqueta y se marchó con ese andar de piernas torcidas, de alguien que probablemente pudo haber sido ser un fenómeno para la pelota.
Sin duda, la presencia de este tipo marcó un antes y un después en mi vida deportiva (esto lo reconocí ante el cura de la parroquia, que me ayudó a desahogar los asombrosos episodios que ocurrieron).
A la única persona que le conté de su rara presencia fue a mi esposa. No me animé a hacerlo con los dirigentes, ni con los amigos, ¿por pudor o vergüenza? Prometo que apenas despertaba, él venía a mi mente: «Seguro que ya debe merodear por el predio», decía. Y así era.
Lo encontraba circulando de un lado a otro, con las manos atrás, de manera insistente, siempre por la línea donde corren los referís, meditando no se sabe qué asuntos. De tanto en vez, escribía algo. Hubiera regalado un ojo para saber qué escribía. El tipo era como imán. A uno lo atraía y lo tragaba entero. Un par de ocasiones me animé a acompañarlo en esas caminatas, que parecían verdaderas peregrinaciones por el borde de una cancha. Costaba sacarle palabras. Era de escuchar, observar y guardar silencio.
Y continuaba deslizándose a lo largo del predio, la cabeza bien agachada, hundida la vista en el césped, las manos atrás.
¿Qué profundizaba?
—¿Por qué únicamente camina por este sector de la cancha? —consulté, señalando aquel tramo donde se movilizan los guardalíneas.
Me analizó un instante. Luego fue capaz de contestar:
—¿Realmente quiere saberlo?
Moví la cabeza. Dijo:
—Ahí —apuntó nerviosamente el campo de juego— fui feliz…
Aplastó la vista a lo largo y ancho del césped. Seguramente evocaba grandes partidos, a estadio lleno, con el vocerío de los fanáticos elevando su nombre hasta más allá de lo racional. Guardé silencio.
Enseguida adicionó:
—Ese fue mi paraíso, señor… Como todo lo bello que existió, ahora es solamente un recuerdo —y añadió una frase que me dejó perplejo—. ¡A veces es un maldito recuerdo porque todo era muy bonito!
Una leve emoción asomó en su rostro.
Toqué su espalda.
—Lo entiendo, amigo, yo también fui feliz allá dentro, créame.
—Por respeto a mi infancia no entro a la cancha, míster —siguió, con ganas de expiarse. Me pareció un hombre solitario, que llevaba un dolor en lo más profundo—. Ahora gambeteo por acá —apuntó la zona de las bandas—. La vida, señor…
—¿Qué tiene que ver la vida en esto?
—La vida nos arrincona. Nos quita espacios y nos reduce a transitar por lugares cada vez más estrechos. ¿No le parece?
Me escrutó con ojos alucinantes, que parecían cambiar de tonalidades. «Tonto no es», pensé. Quedé mirándolo con notorio interés.
Como en una rápida maniobra en el área chica, complementó:
—Control y toque, míster… ¡Eso quiero decir!
Y dicho esto, se marchó, masticando el mondadientes, cabizbajo. Notoriamente emocionado.
En el trayecto pude oír un sonoro llanto.
Era un gemido de una criatura inocente. De alguien que, tal vez, el mundo de los recuerdos lo retenía de las crines.
—Vea, míster, que la esencia del fútbol se define en esas dos palabras: control y toque —insistió en su idea a la mañana siguiente, demostrando unas ansias insoportables de parlamentar—. Los grandes astros de todos los tiempos conocían ese secreto. Sin control no hay toque ni fútbol. La base es esa. Un muchacho que no tenga esa virtud debe buscar otro deporte.
—¿En serio? —exclamé cariacontecido. No respondió. Agregué— ¿Y dónde deja el drible?
—¡Ah! —sonrió, con desfachatez—. El drible es la niña bonita de este baile, pero sin control y toque ella no existe…
Se persignó, mirando a los bellos cielos, como si hubiera señalado un asunto sagrado. De ahí se explayó con su peculiar estilo.
—Aquí le faltan habilidosos que sepan bajar el esférico y soltarlo con precisión para que la «niña bonita se llene de gambetas»…
—¿Eso ha visto usted?
—Sí, señor —complementó casi atropelladamente, mirándome desafiante—. ¡No veo sociedades futboleras! Un equipo triunfador debe contar, a lo menos, con dos sociedades en el campo de juego: una al medio y otra adelante.
—¿Y qué hace el resto?
—¡Acompañan a la manera de una orquesta sinfónica!
No dejó hablar.
Claramente estaba con ganas de soltar una acumulación de ideas que tenía bien metidas en la mente. Al menos eso parecía.
—De sus futbolistas—apuntó a los muchachos—, algunos se conforman con pedir la pelota a ras de piso y mandarla de vuelta al arquero, eso he visto. ¡No van hacia delante, al arco del rival, y eso demuestra que carecen de rebeldía! —guardé silencio, aunque ganas de darle una trompada no me faltaba. Siguió— Otros creen que corriendo y tirándose al piso son estrellas: yo digo que esos están buenos para un plantel militar… —enseguida continuó, casi salivando— En el fútbol, como en la vida, no es bueno correr para atrás…—lo dijo con aire de suficiencia, inflando el pecho por la ocurrencia expresada.
El rictus de seriedad otorgaba un agregado especial a su punto de vista.
Entonces abrió el cuaderno y explicó:
—Ese que juega de tres…
—Edson Sour —dije.
—Ese chiquillo es una paloma del Vaticano, no empuja, tiene miedo de meter la pierna. El otro día un gordito lo dribleó a su antojo. ¿Qué hace cuando le llega la pelota? La manda al purgatorio…
Siguió ojeando las roídas hojas del cuaderno.
Yo mecía mi barbita, anonadado. Ignoraba todo lo que venía.
—¿Cómo se llama el lateral izquierdo?
—Víctor Esparza.
—Ahí tiene a otro jovencito de figura atlética, de buena facha y que no va ni viene, y cuando va arriba, abajo deja ¡así un hoyo! —siguió revisando sus notas y prosiguió— ¡Ah, el cinco!
—Rolando Luna —dije.
—Ese petiso es un sancocho, más encima no sabe correr: ¡enséñele a correr, míster!—me pidió casi como una orden militar. Y sobre la misma complementó— Saber correr en un campo de juego es una virtud. Si desea anota eso…
—¿Tiene algo más? —acoté, algo molesto.
—El nueve…
—Sebastián Corrales.
—¡Es un tronco! ¡No sabe nada con el balón! —y lo liquidó—. ¡No hace sociedad con el enganche y eso es una blasfemia al espectáculo!
—Sebita es goleador… —repuse.
—Con todo mi respeto, míster: es más simple hacer un gol que jugar bien al fútbol —y sugirió—. Si lo estima también puede escribir esa frase…
No dejó de revisar la libreta. Expresó:
—Anoté algo del arquero, pero no lo diré porque ese puesto es la maldición misma en un equipo de fútbol…—dicho lo anterior, se persignó y resumió, con notoria burla:
—Hablar de ellos y de los árbitros trae mala suerte —volvió a persignarse.
Por fin vino a sonreír.
No tenía todos los dientes.
Hubo semanas en que extrañamente desaparecía.
Al regreso, lucía un notorio desgano. La cabeza casi colgando. Con la piel demacrada en su redonda cara. Exhausto se sentaba al borde del campo, en silencio, la vista ausente. No soltaba ningún comentario. ¡Repentinamente se dormía! Terminaba la práctica y él continuaba arrullado, a la manera de un bebé de pecho. Un par de veces permaneció solo hasta el atardecer: el hambre y el frío lo despertaban.
En cierta ocasión, se quedó después de los entrenamientos dando vueltas por la cancha. No paraba. Medía algunos espacios. Olía el pasto. Meditaba. (Ahora no cojeaba). Y continuaba dando más vueltas, hasta que llegó la noche. Entonces levantó el bolso y partió en busca de la salida. El predio ya estaba a oscuras. Inesperadamente, sintió venir a un guardia y se puso a gritar: «¡No disparen, no disparen, soy yo, Afanoso Vera, el ayudante del D.T…!» Resulta que no había ningún centeno.
Por esos días lo divisé en mal estado.
Callado, con la vista como extraviada, pensando sabrá Dios qué asuntos, se ubicaba en un banquito. Cuando lo saludaba: «¡Hola, amigo! ¿Todo bien?», escondía la cara. No respondía. Hasta que finalmente dejó de venir. Los muchachos preguntaban por el «control y toque», pero nadie sabía nada.
«Natural (pensaba), el hincha viene y luego se marcha». El fútbol es un oficio de paso para quienes no lo aman de verdad.
Tocó que esa temporada el equipo andaba bien.
Esto desencadenó una buena cantidad de pleitos amistosos. Íbamos a jugar a los lugares más lejanos e increíbles. No perdíamos nunca. Estábamos dulces. Hubo partidos que ganábamos por goleada. Chico que entraba, celebraba. Cuando aparecen los momentos buenos hasta el entrenador puede jugar y marcar; hay que estar preparado para todo.
Por ese período el presidente del club me pidió que llevara al plantel a un dispensario ubicado en las afueras de la capital, que se destacaba por un excelente estadio y una selección local que contaba con una gran hinchada.
—Me parece que un exjugador elevó la solicitud —dijo el presidente—. No deje de llevar a los chicos y después me cuenta.
No quedó otra alternativa que concurrir. El viaje me depararía una de las mayores sorpresas de mi vida: ¡ahí volví a encontrar al misterioso D. T. que espiaba mis prácticas, Afanoso Rodrigues!
Los dirigentes propusieron que lleváramos balones y camisetas de regalos. Nos habían citado a las once de la mañana. Y partimos a esa hora. Luego de un breve trayecto, el bus se detuvo en las afueras de la ciudad. En un lugar casi rural y bucólico. Veintena de aves cantaban por entre los árboles. Sin embargo, los muchachos se sorprendieron al máximo cuando observaron un descomunal sanatorio de orates…
Yo también quedé estupefacto (hasta llegué a pensar que se trataba de una broma). Revisé las indicaciones en los documentos y, para mi asombro, todo se hallaba en regla. ¡Estábamos en el lugar indicado! ¡Incluso divisé a unas personas agitando las manos a modo de recibimiento! Y no eran hinchas común y corrientes… ¡Pertenecían a un manicomio!
—¡Gracias por venir! —exclamó el director, un psiquiatra con nombre italiano, Paolo Zaponni. Con toda confianza me abrazó, tuteándome enseguida—. ¡Es un placer verte aquí, Pepe!
Pidió un aplauso a la aglomeración. Batieron ruidosamente las palmas como diez minutos. No hallábamos cómo agradecer esa semejante cordialidad. Sucedido aquello, me invitó a recorrer el recinto como si fuéramos viejos amigos de la infancia. Accedí, junto al plantel.
El lugar tenía algo de pastoril, aunque antiguo en sus remodelaciones. Nos enseñó un sector de hombres y otro de mujeres. Eran pabellones lúgubres. Los residentes encendían y apagaban cigarrillos, aspiraban el humo y luego lo soltaban mirando con asombro las onduladas volutas. El doctor, parlanchín, soltando un español confuso, describía cada lugar con una especie de orgullo. Un auxiliar nuestro, que destacaba por su desatino, quiso saber por qué esa gente se hallaba ahí.
El doctor lo miró con notorio descontrol. Tragó aire y dijo:
—¡Porque están enfermos del «chape»!
A continuación revolvió un dedo en la sien. Algunos chicos rieron.
Claramente el tano se notaba feliz por nuestra presencia. Le gustaba el balompié, hablaba de la liga de Italia, su país de origen, de la Roma, club del cual era hincha, y repetía de memoria los nombres de legendarios jugadores europeos. Era apasionado.
¡El fútbol le brotaba por los poros!
—Profesor…—interrumpió un muchacho del equipo.
—Sí —exclamé.
—¿Qué hacemos con los balones y las camisetas?
El psiquiatra no esperó un segundo para preguntar:
—¿Traen obsequios?
Asentí.
—¡Nos caen del cielo! —explotó en júbilo. Dicho esto, explicó, frotándose las manos— ¡Justamente estamos armando un equipo con aspiraciones extraordinarias!
No le otorgué importancia a su frenesí. Continuamos visitando el imponente lugar.
Algunos internos se tomaban fotografías con algunos de nuestros delanteros. Y los llamaban Maradona, Ronaldo, Messi… ¡Estaban seguros de que se trataba de esas figuras mundiales! A un defensa negrito que teníamos no tardaron en bautizar como «Mojón de Pelé». El plantel se mataba de la risa.
Había dementes rascándose el cabello, hablando en solitario, impartiendo ficticias clases en ficticias aulas; otros leían concentradamente libros viejos, dos o tres, con lápiz a mano, dilucidaban crucigramas; un tipo descalzo se escondía entre unos árboles, otro miraba fijamente el hastío de la tierra; un varón barbado como profeta lanzaba preguntas a las aves, a los cielos, al viento… Y fumaban de forma compulsiva, haciendo movimientos catatónicos con la cabeza y todo el tronco de arriba hacia abajo. ¡Lo que uno jamás había imaginado en la comarca se encontraba ahí!
Con todo lo hermoso de la geografía, el lugar sabía a una decrepitud humana que generaba decepción por su abandono y desgracia.
Hacia el final del recorrido, vino la sorpresa.
—¡Esa es nuestra cancha central! —apuntó, eufórico, el psiquiatra.
Era un buen estadio, con una galería para unas trescientas personas en cada sector.
—Vean, aquel que camina por la orilla de la cancha, ¡ese es nuestro director técnico! —afirmó el galeno, dando un saltito de alegría. Dijo—. ¡El crack Afanoso Rodrigues es un milagro del fútbol!
Los chicos se dieron cuenta de que se trataba de «control y toque», y cuchicheaban. Lo apuntaban con la mano.
—¡Tiene una maravillosa teoría sobre el fútbol! —agregó—. ¡Se lo firmo ahora mismo, con él seremos campeones!
Guardé silencio.
Sabía que esa teoría era «control y toque». De verdad, me alegré muchísimo: había encontrado trabajo en lo que era su pasión. Eso sospeché. Hasta ahora no logro descifrar si estaba en lo cierto…
Recorría la cancha de la misma manera con que lo divisé tantas veces. De pronto, se le ocurría algo y lo anotaba en su vetusta libreta. Le había crecido considerablemente el cabello y las patillas. Físicamente se notaba más repuesto. Claro, seguramente ahí comía todos los días.
—Fue idea mía que ustedes vinieran —no dio el brazo a torcer el peculiar doctor y añadió—. Luego del portentoso curso y diplomado que él adquirió en su predio, también idea mía, se halla ansioso de volcar semejante aprendizaje con nuestro equipo…
—… —carraspeé y no quise entrar en detalles. Los muchachos se aguantaban la risa.
Luego de una brevísima pausa, le consulté si podíamos hablar con el D. T.
—Para otra vez —sugirió—. No sea malo, ya ve lo ocupado que está…
Me remeció y sorprendió esa opinión. Tragué saliva. Volví a carraspear.
—Seguramente medita en el armado del equipo —agregó con una displicencia de quien destripa un conejo—. En una conversación personal que sostuvimos una larga noche, reconoció que quería jugar con un sistema 4-3-3, a la antigua…
—¿Más el arquero…? —pregunté.
—Por supuesto —contestó—. Diligentemente ese puesto siempre lo deja para el final porque trae mala suerte… ¿O no?
Mantuve mi boca cerrada. Afanoso Rodrigues giraba y giraba por ese reducido espacio. De la cojera no quedaban rastros. ¿Qué discurría?
Me arriesgué a preguntar algo obvio.
—Dígame una cosa doctor.
—Sí.
—Y los jugadores…—me observó con cierta incredulidad y, acaso, algo de cólera—. Quiero decir, ¿tiene un plantel?
—Aquello lo sabe él y doy fe de que es una estrategia lúcidamente guardada para no entregar detalles de la «máquina futbolera que prepara» —movió con desdén los brazos al señalar lo último. Y finiquitó—. Pronto conocerá en vivo y en directo el funcionamiento de esa «aplanadora».
Lo miré con unos ojos así de enormes.
Explicó:
—Nosotros, Pepe querido, sabemos tener fe —y amplió—. Sin fe nada es posible… —lanzó un beso a los cielos.
Yo lo observaba con impresionante curiosidad.
Por momentos me sentía un interno más de ese sanatorio…
—Usted lo sabe —atropelló nuevamente—, ¡hay secretos de camarín que no se pueden revelar!
No me quedó otra posibilidad que sonreír. El médico no se detuvo:
—¡Él jugó fútbol! —lo defendió— Sin duda sabe cómo parar un equipo en la cancha. ¿Ve con la prestancia que camina? ¡Así se mueven por la vida los elegidos!, ¡los astros!, ¡los nacidos como estrellas del firmamento!
No me daba tregua. Ni tiempos de réplica. Amplió:
—Llevaba la número ocho en la espalda. ¡Esos saben con la pelota en los pies! ¿O no?
—¡Sí, sí! —solté, restregando un pañuelo por la frente.
—Lo he visto dominar el balón. Es ducho. Habilidoso. Quizás sea lo más cuerdo que sabe hacer: uno cuando ve jugar a alguien, no sabe si ese futbolista es bipolar o sicópata… únicamente comprobamos si tiene o no destrezas para el balompié.
Hablaba totalmente en serio.
Era una vorágine de soplar palabras. Volvió a decir:
—Dicen quienes lo vieron dentro de una cancha que era un súper crack. Un fuera de serie. ¡Un jugador de otra galaxia! Lo llamaban «El Fenómeno Afanoso Rodrigues».
Yo movía la cabeza. Sonreía. Hacía amén a todo. Sinceramente me sentía vulnerado. Con ganas de despertar de un sueño intranquilo y comprobar que aquello había sido simplemente una pesada pesadilla de una mala noche…
Sin embargo, el doctor no se detenía:
—He descubierto que el fútbol y el deporte en general, por la creatividad y felicidad que otorgan, genera un acto de curación: aquí tenemos atletas, boxeadores, luchadores, ágiles poetas, buscadores de oro, inquietos profetas, filósofos y millonarios movedizos, ¡se encuentra lo que pidan! —apuntó uno a uno a los internos— ¡Hay material humano para una selección de lujo! ¿O no, Pepe querido?
Yo hacía amén de todo. ¿Qué más podía hacer?
A ratos, me faltaba el aire. Recordé a mi madre, a mis hijos, a la Virgen María… En mi pecho resonaba como piedra una especie de aflicción que nunca experimenté.
El facultativo no contenía su lengua.
—Lo único que puedo confirmar: Afanoso ambiciona un equipo que tenga buen control y toque con la pelota… ¡Eso nos dice tozudamente en las prácticas! ¡Bah, es lo único que pide!
Los chicos lo escuchaban con absoluta inocencia y preocupación. Empezaban a darse cuenta de que algo no calzaba con eso que llamamos normalidad. De nervioso, yo tosía.
El aire me resultaba cada vez más escaso. Y denso. Completó:
—Resalta que teniendo control y toque lo demás viene por añadidura…
Animé a preguntar, casi con humildad:
—¿Usted es su doctor de cabecera?
—Cuando estoy en la cancha, ¡no! ¡Créame, ahí él es mi especialista y yo soy su paciente!
Habló en serio. No se interrumpió:
—En esto de la locura todos somos enfermos… La mejor terapia es practicar fútbol con control y toque: ¡esa teoría de la vida misma se la inculqué a nuestro D. T., y él la aplica para su cura con ejemplar tenacidad!
Sin dejar la fuga de un solo segundo, sintetizó:
—¡Control y toque, querido Pepe: repítalo cada vez que pueda! Sus pupilos lo agradecerán, créame, créame…—se golpeó el pecho.
Los nenes, enfrentados al temor de lo desconocido, reconocieron sus palabras con un cerrado aplauso.
¡Yo pedí un vaso de agua!
Hecho esto, el galeno nos invitó a pasar al camarín del equipo visita. Los chicos se vistieron a regañadientes. Algunos de ellos anhelaban regresar pronto a casa… Ordené a los once titulares y salieron a la cancha más con el valor de la juventud que con el placer de seguir a la redonda. No había felicidad ni ganas en los rostros de los muchachos. Por el contrario, eran presa de una incertidumbre colosal.
Lo que vino después fue una escena surrealista que cualquier artista hubiera pintado sin necesidad de recurrir a una ardiente imaginación.
Los orates, con el supuesto psiquiatra como estandarte (usaba una huincha cruzada en la frente al modo de un indio salvaje que salía en busca de su presa, mostrando sus piernitas flacuchentas y llenas de parches por heridas auto inferidas), corrían despavorida y caóticamente, en grupos, de un sector a otro, como buscando un venado y no a ese inocente esférico que iba de un lado a otro, pateado sin misericordia, ni puntería, nunca con control y toque…
Resultaba una rareza que Afanoso admitiera ese descontrol jugado en sentido contrario de su estupenda teoría.
Del resultado, no me acuerdo. Tampoco me importó. Es más, ignoro si en treinta minutos el balón fue jugado a dos pases. Al comprobar al tropel de insanos que bufaban, chillaban y daban voceríos de caza, autoricé a mi equipo para que se dejaran golear si era necesario: fue una medida extrema que buscaba evitar a temerarios kamikazes y expertos en artes marciales que hacían volar sus estoperoles a centímetros de las cabezas de los jugadores y, por supuesto, para mantener la esperanza de regresar a nuestras casas sanos y con vida…
Sin embargo, la paciencia me duró hasta que vino a encararme soezmente Afanoso Rodrigues de una falta que no advertí, entonces entré en calentura y lo insulté quizás de forma inmerecida, fue un error: el sanatorio de orates se me encimó en tropel, y no precisamente para requerir un autógrafo…
Se armó una trifulca de barrio. Las trompadas caían como frutas de un árbol. Vi volar por el aire a un par de trastornados, con los pies en ristre. Parecían endemoniados que desahogaban una furia almacenada durante años.
El plantel hizo valiente defensa frente a los ataques. En medio de semejante contienda, el médico recomendaba: «¡Que la pelotera sea a combo limpio y que no haya víctimas!» Cansado de sus palabrerías, lo perseguí directa y personalmente, por todo el estadio. Quiso la fortuna que no le diera alcance.
Fue ahí cuando el D. T. de la selección de locos sopló un pito de árbitro, poniendo fin al partido y la gresca. Hecho esto, pidió que nos saludáramos con palmas de manos…
A regañadientes y con desconfianza, accedimos. Sucedido aquello, Afanoso Rodrigues pidió un minuto de silencio, y dijo escuetamente:
—Míster, tiene un equipo con huevos. Están para conseguir algo grande. ¡Lo felicito!
Y enseguida se marchó con ese caminar propio de alguien que realmente jugó fútbol o soñaba que lo hacía en aquel estadio donde estaba recluido por un «pequeño desorden mental», según rezaba el diagnóstico del farsante psiquiatra Paolo Zaponni.
Lo quedé mirando con ese mismo asombro que me generó cuando lo conocí aquella mañana en el predio. Entonces desahogué un mar de tranquilidad, subimos al bus y fuimos despedidos por el incesante griterío del manicomio. Al avanzar un trecho, un pícaro muchacho me dirigió la palabra:
—¡Simpáticos sus amigos, profe!
Y nos matamos de la risa durante el trayecto de regreso a casa.