iguel caminó fatigosamente detrás de su familia, cargando un gran ramo de flores de cempasúchil.
—¿¡Cuántas veces te hemos dicho que esa plaza está llena de Mariachis!? —preguntó el Tío Berto.
—Sí, Tío Berto —respondió Miguel.
Unos minutos después, Miguel dejó sus flores de cempasúchil y fue al taller de zapatos de la familia Rivera, en donde se dejó caer sobre un banco. Rodeado por el ritmo de los martillazos, Miguel se preparó para la severa ronda de sermones por parte de toda la familia.
—¡Encontré a su hijo en la Plaza del Mariachi! —dijo Abuelita. Los padres de Miguel, que estaban trabajando, alzaron la mirada.
—Miguel —dijo Papá, con una voz llena de decepción.
—Sabes lo que opina Abuelita sobre la plaza —dijo la mamá de Miguel, con una mano sobre su vientre embarazado.
—¡Sólo estaba boleando zapatos! —respondió Miguel.
—¡Los zapatos de un músico! —añadió Tío Berto, lo que provocó un grito ahogado en cada rincón del taller. El Primo Abel estaba tan impactado que el zapato en el que estaba trabajando salió volando de la pulidora y fue a dar hasta las vigas del techo.
—¡Pero ahí es donde está todo el tráfico peatonal! —trató de explicar Miguel.
—Si Abuelita dice nada de plaza, entonces nada de plaza —dijo su papá.
—¿Y qué hay de esta noche? —espetó Miguel.
—¿Qué hay esta noche? —preguntó su abuelo.
—Es Día de los Muertos —dijo Miguel con vacilación—. Todo el pueblo estará ahí y, bueno, habrá un concurso de talentos…
—¿Concurso de talentos? —preguntó Abuelita con sospecha. Miguel se retorció en el banco, sin saber si debía seguir hablando.
—Y pensé que podría… —Miguel se detuvo. Su mamá le lanzó una mirada curiosa.
—¿Inscribirte? —le preguntó.
—Pues… ¿tal vez? —terminó de decir Miguel.
—Debes tener un talento para entrar a un concurso de talentos —dijo entre risas Prima Rosa.
—¿Qué piensas hacer? ¿Lustrar zapatos? —se burló Primo Abel.
—Es Día de los Muertos —dijo Abuelita—. Nadie irá a ningún lado. Hoy sólo importa la familia —continuó, mientras le entregaba a Miguel las flores de cempasúchil—. A poner la ofrenda. ¡Vámonos!
Miguel siguió a su Abuelita hasta la habitación donde ponían la ofrenda, con el montón de flores doradas en brazos. La habitación era luminosa y estaba bien ventilada. Destacaba una pared bordeada por mesas y repisas llenas de retratos, velas, flores y comida que ofrecían a los ancestros. Mamá Coco ya estaba ahí. Miguel hizo un puchero mientras Abuelita acomodaba las flores en los altares.
—No me mires así —le dijo Abuelita a Miguel—. Esta es la única noche del año en la que nuestros ancestros pueden visitarnos. Ponemos sus fotografías en la ofrenda para que sus espíritus puedan cruzar hasta nuestro mundo. ¡Si no las ponemos, no pueden venir! Preparamos toda esta comida, m’ijo, y pusimos todas las cosas que ellos amaban en vida. Con todo el trabajo que hemos hecho para reunir a la familia, no quiero que te escapes a quién sabe dónde. —Abuelita alzó la mirada justo a tiempo para ver cómo Miguel se escabullía discretamente de la habitación.
—¿A dónde vas? —preguntó con disgusto.
—Pensé que ya habíamos terminado —dijo Miguel mientras se daba la vuelta.
—Ay, Dios mío —masculló—. Ser parte de esta familia significa estar AQUÍ para la familia. No quiero ver que termines como… —dijo mientras volteaba a ver la foto de Mamá Imelda.
—¿Como el papá de Mamá Coco?
—¡Jamás menciones a ese hombre! —dijo Abuelita bruscamente, echando una mirada de reojo a Mamá Coco—. Está mejor olvidado.
—Pero fuiste tú la que…
—¡Ta, ta, ta-tch!
—¿Papá? —preguntó repentinamente Mamá Coco. Abuelita y Miguel voltearon a verla. Estaba revisando ansiosamente la habitación—. ¿Papá está en casa?
—Mamá, cálmese, cálmese —dijo Abuelita, mientras se acercaba a reconfortarla.
—¿Papá viene a casa? —preguntó de nuevo Mamá Coco.
—No, Mamá. Todo está bien, yo estoy aquí —dijo Abuelita. Mamá Coco volteó hacia arriba con la mirada en blanco.
—¿Quién eres tú? —preguntó Mamá Coco.
El rostro de Abuelita palideció, pero se recuperó y esbozó una amable sonrisa.
—Descanse, Mamá —le dijo, mientras se acercaba de nuevo al altar para continuar con su sermón—. Soy estricta contigo porque te quiero, Miguel. —Se detuvo y miró alrededor de la habitación—. ¿Miguel? ¿Miguel? —Suspiró profundamente al darse cuenta de que Miguel se había escapado—. ¿Qué vamos a hacer con ese muchacho?