l alejarse de la casa de su familia, Miguel aspiró el aire fresco de otra soleada mañana en Santa Cecilia. Mientras se dirigía al pueblo con su cajón de bolero, pasó junto a una mujer que estaba barriendo un escalón. Ella lo saludó.
—¡Hola, Miguel!
—Hola —respondió Miguel.
Al aproximarse al pueblo, Miguel sonrió al ver a un guitarrista solitario punteando las notas de una canción. Entre más se acercaba Miguel al pueblo, había más música que llenaba el ambiente. Las campanas de la iglesia repicaban en armonía. Una banda tocaba una tonada animada. Un radio resonaba con el alegre ritmo de una cumbia. Miguel captaba todos estos sonidos y no podía evitar golpetear sus dedos al compás en una mesa repleta de coloridas figuras de animales hechas de madera.
Al pasar por otro puesto que vendía pan dulce, Miguel tomó uno y le lanzó una moneda al vendedor.
Al oler el dulce aroma del pan, el amigo canino de Miguel, Dante, corrió furtivamente a su lado. Miguel arrancó un pedazo de pan y Dante lo devoró de un bocado.
En todas partes, Miguel podía ver que la gente se preparaba para el regreso de sus seres queridos de la Tierra de los Muertos. Colgaban colorido papel picado y ponían pétalos de cempasúchil en la entrada de sus casas.
Como de costumbre, la Plaza del Mariachi estaba llena de músicos que solían esperar por ahí para dar serenata a algunas parejas o familias, ya fuera con una canción de amor o un corrido clásico. Pronto, un gran grupo de turistas se reunió alrededor de la estatua de un Mariachi que estaba en medio de la plaza.
—Y justo aquí, en esta misma plaza, el joven Ernesto de la Cruz dio sus primeros pasos para convertirse en el cantante mexicano más querido de la historia —dijo el guía turístico.
Todos los del grupo asintieron, ya que estaban familiarizados con el inigualable y legendario músico y cantante Ernesto de la Cruz. Miguel se quedó contemplando la estatua, junto con los turistas. La había visto cientos de veces, pero siempre lo inspiraba.
Después de unos momentos, Miguel encontró un lugarcito en la plaza y sacó su cajón de bolero. Un Mariachi se sentó para que le lustrara las botas.
Miguel sabía que el Mariachi lo entendería. Después de todo, todos adoraban a Ernesto.
—Empezó como un don nadie en Santa Cecilia, igual que yo —dijo Miguel—. Pero cuando tocaba su música, hacía que la gente se enamorara de él. Protagonizó varias películas. Tenía la guitarra más increíble del mundo. ¡Hasta podía volar! —Miguel había visto esto en algunos videos viejos—. ¡Y escribía las mejores canciones! Pero mi favorita, la que más me gusta, es… —Miguel hizo un ademán señalando a unos músicos cercanos que estaban tocando el mayor éxito de Ernesto: Recuérdame—. Llevaba la clase de vida que uno sólo sueña con tener. Hasta 1942, cuando lo aplastó una campana gigante.
El Mariachi volteó a ver enfáticamente sus botas; Miguel las lustraba sin prestar mucha atención a lo que hacía.
Miguel ignoró el ademán del músico y se encogió de hombros al pensar en la desafortunada muerte de Ernesto.
—Quisiera ser como él. A veces, cuando veo a Ernesto, tengo la sensación de que estamos conectados de algún modo. Pienso, si él podía tocar su música, tal vez yo también pueda, algún día —dijo Miguel, mientras suspiraba—. De no ser por mi familia.
—Ay-ay-ay, muchacho —dijo el Mariachi, sacando a Miguel de golpe de su historia.
—¿Eh? —dijo Miguel.
—Te pedí una boleada, no que me contaras la historia de tu vida —respondió el Mariachi.
—Oh, claro, lo siento —dijo Miguel mientras agachaba la cabeza y seguía lustrando las botas del hombre. Mientras trabajaba, el Mariachi punteaba distraídamente las cuerdas de su guitarra—. Es que realmente no puedo hablar de esto en casa, así que…
—Mira, ¿sabes qué haría yo en tu lugar? Iría derechito con mi familia y les diría de frente: «¡Oigan! Soy un músico. Acéptenlo».
—Jamás podría decirles eso.
—ERES un músico, ¿no?
—No lo sé. Es decir, en realidad sólo he tocado para mí mismo…
—¡Ahh! —exclamó el Mariachi—. ¿Acaso Ernesto de la Cruz se convirtió en el mejor músico del mundo ocultando sus grandes, grandes habilidades? ¡No! ¡Salió a esta plaza y tocó fuerte para que todos lo escucharan! —El Mariachi señaló el quiosco, en donde estaban desplegando una gran lona que tenía escrito: «CONCURSO DE TALENTOS»—. ¡Ah! ¡Mira, mira! Están montando todo para esta noche, para la competencia en celebración del Día de los Muertos. ¿Quieres ser como tu héroe? ¡Entonces deberías inscribirte!
—Ah, no… mi familia enloquecería —dijo Miguel.
—Mira, si estás demasiado asustado, pues diviértete haciendo zapatos —dijo el Mariachi, encogiéndose de hombros—. Vamos, ¿qué es lo que Ernesto de la Cruz siempre decía?
—¿«Aprovecha tu momento»? —preguntó Miguel.
El Mariachi le echó un vistazo a Miguel y le ofreció su guitarra.
—Muéstrame lo que tienes, muchacho. Yo seré tu primer público.
Miguel alzó las cejas. ¿En verdad el Mariachi quería escucharlo tocar? Echó una mirada rápida a la calle para asegurarse de que no hubiera miembros de su familia a la vista. Tomó la guitarra. La sostuvo contra el pecho y extendió sus dedos por las cuerdas, anticipando el primer acorde, y entonces…
—¡Miguel! —le gritó una voz familiar.
Miguel dio un grito ahogado y aventó la guitarra de vuelta al regazo del Mariachi. Abuelita venía directo hacia él, con Tío Berto y Prima Rosa detrás de ella, cargando la bolsa del mandado.
—¡Abuelita! —exclamó Miguel.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Eh…, eh… —tartamudeó Miguel mientras empacaba rápidamente su trapo para sacar brillo y sus líquidos para lustrar zapatos. Abuelita no esperó a que Miguel respondiera. Salió disparada hacia el Mariachi y lo golpeó con su chancla.
—¡Deja en paz a mi nieto!
—Doña, por favor…, ¡sólo me estaba boleando los zapatos!
—¡Conozco tus trucos, Mariachi! —dijo, mientras fulminaba a Miguel con la mirada—. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Sólo me estaba enseñando su guitarra —dijo tímidamente Miguel.
Su familia exclamó sorprendida.
—¡Debería darte vergüenza! —le gritó Tío Berto al Mariachi. La chancla de Abuelita apuntaba directamente al punto entre los ojos del Mariachi.
—Mi nieto es un dulce y pequeño angelito, un cielito querido. ¡Y no quiere tener nada que ver con tu música, Mariachi! ¡Aléjate de él! —lo amenazó.
Miguel no estaba tan seguro de ser el dulce angelito del cielo que su Abuelita describía, pero no pensaba discutir con ella mientras tuviera la chancla en la mano.
El Mariachi se marchó a toda prisa, no sin antes ponerse el sombrero. Miguel lo observó con vergüenza sobre el hombro de su Abuelita.
—¡Ay, pobrecito! —dijo Abuelita, mientras oprimía protectoramente al pobre niño contra su pecho—. ¿Estás bien, m’ijo? —A Miguel le faltaba el aire—. ¡Sabes bien que no debes estar en este lugar! ¡Vienes a casa! ¡Ahora! —ordenó, y se alejó de la plaza.
Miguel suspiró mientras recogía su cajón para lustrar zapatos. En el suelo encontró un volante del concurso de talentos. Sin que su Abuelita lo viera, lo tomó y lo guardó en su bolsillo rápidamente.