veces, Miguel Rivera creía estar maldito. Y si lo estaba, no era su culpa. Era por algo que había ocurrido antes de que él naciera.
Mucho tiempo atrás, en el pueblo de Santa Cecilia, había una familia conformada por una mamá, un papá y una niña. Su casa siempre estaba llena de alegría…, y de música. El papá tocaba la guitarra. La mamá y la niña bailaban. Y todos cantaban juntos.
Pero la música que había en aquella casa tan feliz no era suficiente para el papá. Su sueño era tocar para todo el mundo. Así que, un día, se marchó con su guitarra y nunca regresó.
Miguel no tenía idea de lo que le había ocurrido al músico después de eso, pero sí sabía lo que la mamá había hecho. La historia de Mamá Imelda había sido contada de generación en generación desde hacía mucho tiempo en la familia Rivera.
Imelda no desperdició ni una lágrima en el músico desertor. ¡Claro que no! Eliminó toda la música de su vida, se deshizo de todos los instrumentos y discos y encontró un trabajo. ¿Se dedicaba a hacer dulces? ¿Fuegos artificiales? ¿Calzones brillantes para luchadores? ¡No!
Mamá Imelda hacía zapatos. Su hija también hacía zapatos. Su yerno también. Sus nietos también. El negocio de la familia Rivera creció junto con la familia. La música los había separado, pero los zapatos los mantenían unidos.
Miguel escuchaba esta historia cada año, en el Día de los Muertos. Mamá Coco solía contársela, pero ahora ella ya no recordaba mucho de la historia. Este año, ella se encontraba sentada en una silla de ruedas hecha de mimbre, observando la ofrenda con la mirada perdida. La ofrenda era aquel lugar especial en la casa de Miguel donde la familia colocaba recuerdos y regalos para honrar a sus ancestros.
Miguel la besó en la mejilla.
—¿Cómo estás, Julio?
Miguel suspiró. A veces, a Mamá Coco le costaba recordar ciertas cosas, como su nombre, por ejemplo. ¡Pero esto la hacía la mejor para guardar secretos! Miguel le contaba prácticamente todo, incluso cosas que no podía contarle a su Abuelita, quien dirigía la casa con puño de hierro.
Si Abuelita decía que tenía que comer más tamales, entonces Miguel comía más tamales.
Si Abuelita quería un beso en la mejilla, entonces Miguel le daba un beso en la mejilla.
Y si acaso Abuelita descubría a Miguel tratando de tocar una melodía, soplando por el orificio de una botella de refresco… «¡Sin música!», decía ella. Y Miguel se detenía.
Abuelita les gritaba a los conductores que pasaban por ahí: «¡Sin música!». A los camioneros que llevaban la radio a todo volumen: «¡Sin música!». A los señores que iban tarareando mientras paseaban por la calle: «¡Sin música!». Su prohibición de la música había afectado también a todas las tías, los tíos y los primos de la familia Rivera.
Miguel estaba prácticamente convencido de que la suya era la única familia en México que odiaba la música. Lo peor de todo era que, aparentemente, a nadie de su familia le importaba. En lo más mínimo.
Claro, a nadie excepto a él.