Al principio la guerra no se notaba mucho, pero poco a poco todo fue cambiando. La gente tenía la cara cada vez más apretada, más dura. Ya no volvimos a ver caras anchas, abiertas, sonrientes, hasta muchos años después. Y, la verdad, creo que caras amables como las de antes de la guerra no se han vuelto a ver por las calles de Europa.
Los cabarets no se cerraron. Al contrario, parecía que la gente tenía más ganas de beber y de tirar el dinero. Sole y yo caímos en un cabaret de ínfima categoría, el Kataclun, donde acudía una clientela escandalosa y derrochona: los marinos. El dueño era un griego sinvergüenza que engañaba a su padre. Cinco meses estuvimos allí, siempre con el alma en un hilo por los escándalos, los desafíos y las bestialidades de aquella canalla. Entonces conocí a fondo la mala vida de Constantinopla, aquellos chulos turcos con una oreja cortada invariablemente, aquellas bailarinas guapas, gordas y bestias, aquella morralla internacional de griegos, armenios, búlgaros, tíos de donde Cristo dio las tres voces, todos ladrones, todos pendencieros, que parecía que los llamaban a Constantinopla como con reclamo. Pero ya entonces empezaron a llegar los alemanes, y se pusieron a limpiar aquello de indeseables.
Había en Constantinopla barrios espantosos. Los «gallineros» de Galata eran un montón de casuchas de una planta hechas con adobes, en las que vivían las mujeres malas. Estas casuchas no tenían más que una habitación tan baja de techo, que en ella sólo se podía estar acostado, y en el sitio de la puerta presentaban todas una gran tela metálica, a través de la cual se veía un camastro y una mujer, absolutamente desnuda, tendida en él. Los transeúntes escogían mirando a través de la tela metálica, que no tenía otro objeto que el de evitar que les tirasen cosas a aquellas desgraciadas. Una cantidad equivalente a una peseta daba derecho a una botella de cerveza y a todo lo demás. Por lo general, las mujeres de los «gallineros» de Galata no eran turcas. Había muchas griegas, y hasta alguna española, que no sé cómo fue a parar allí. Los clientes eran marineros, soldados, boxeadores, luchadores de grecorromana y cargadores del puerto. Los musulmanes no iban casi nunca a los «gallineros» de Galata. Para entrar en las casas de placer había que llevar fez y ser conocido de alguien. Antes de que le abrieran tenía uno que hablar con la dueña por un torno como el de un convento. Había muchas cortesías y muchos cumplimientos. Todo estaba lleno de celosías y cortinas. Era bonito y raro. Siento no poder contarlo todo, pero Sole se me enfadaría.
Después de cinco meses de sobresaltos entre la clientela alborotada del Kataclun fuimos a trabajar en el Circo de Pera, donde dimos una función en honor de las dos esposas del sultán, la entrante y la saliente. A las sultanas les gustó mucho nuestro trabajo, y nos mandaron como regalo veinticinco libras turcas y una flor.
Finalmente estuvimos bailando en el Parisina, un cabaret de más empaque, al que iba mejor gente. Los alemanes, que se iban haciendo los dueños de Constantinopla, lo frecuentaban. Allí conocí a muchos oficiales alemanes.
Allí conocí al barón Stettin. El barón Stettin, que estuvo a punto de ser mi ruina.
Al mes de estar allí los alemanes, Constantinopla era otra.
Y se había acabado el pan.
Limpiaron aquello de maleantes, metieron a los turcos en cintura, pero no quedó un panecillo blanco en toda Turquía. Barrieron para dentro. Se llevaron a Alemania todo cuanto necesitaban para seguir haciendo la guerra. En las tiendas empezaron a escasear los víveres; pero, eso sí, el orden era admirable. Exactos, inflexibles, laboriosos, los oficiales alemanes substituyeron con ventaja a los funcionarios turcos, que eran unos pendones. Todavía recuerdo a un capitán turco con unos bigotazos imponentes, jefe de la policía, que andaba siempre por los cabarets rodeado de seis o siete muchachitos guapos, con los que se emborrachaba. Aquello lo acabaron los alemanes a rajatabla. No es que los oficiales alemanes no fuesen también a los cabarets y no se emborrachasen, pero tenían otros modales. Muy serios, muy suyos, muy correctos, les besaban las manos a las artistas y las obsequiaban con ramos de flores. A mí uno me tiró una moneda de oro al terminar de bailar el tango.
La policía alemana echó a un lado a la policía turca y le hizo la vida imposible al que no tenía sus asuntos en regla. Llegaron a expulsar a todas las parejas de artistas de cabaret que no eran matrimonio, pusieron muchas restricciones a la bebida —claro que sólo para los que no eran alemanes—, y con el miedo a los espías no dejaban moverse a nadie. A los pobres franceses que se habían quedado en Constantinopla no se les permitía salir a la calle después de las siete de la tarde, bajo pena de fusilamiento. Sólo una noche, la Nochebuena, les dejaron un poco en libertad para que pudiesen celebrarla. Así y todo, había muchos aliadófilos, y un día intentaron celebrar una manifestación. La policía turca les cortó el paso con descargas cerradas contra los manifestantes. Al día siguiente yo mismo, con mis propios ojos, vi en medio del Cassim balanceándose media docena de ahorcados. Los únicos que se las tenían tiesas con los alemanes eran los marinos del buque norteamericano Escorpión, que estaba anclado en el puerto. Los yanquis tenían broncas constantes con las patrullas alemanas. Los demás, turcos o extranjeros, no chistaban siquiera. La opresión era cada día mayor. Y más grande la escasez.
Yo procuraba estar a buenas con ellos. Uno es artista de cabaret, y en todas partes tiene que congraciarse con los que mandan para que le dejen vivir. Llegué a estar muy bien relacionado con los alemanes. Un día fui presentado al conde Spee, que era el jefe, una especie de virrey. Por entonces di lecciones de baile al cónsul de Austria y a la baronesa de Gooten, una dama alemana muy importante, doctora, que estaba en Turquía organizando enfermeras. También conocía a Juan Radsmusen, un aviador alemán famoso. Y al barón Stettin.
El barón Stettin se encajó bien el monóculo, apoyó el codo en el mantel y me dijo fríamente:
—Tú eres un espía.
Me quedé sin sangre en las venas. Yo sabía bien cómo las gastaba el barón con los espías. Con su aire correcto y glacial había mandado al otro barrio más gente que pelos tenía en la cabeza. El barón Stettin era un capitán del ejército alemán, coronel entonces de la caballería del sultán, y al parecer, uno de los jefes del servicio de contraespionaje. Yo había notado ya que desde hacía algún tiempo cada vez que iba por el cabaret, y lo hacía frecuentemente, me buscaba, charlaba conmigo, me hacía beber y estaba demasiado amable. Aquella noche, cuando hubimos terminado nuestro número en el escenario, me mandó un recado invitándome a tomar una copa de champaña. Y mientras Sole se vestía yo fui a su palco. Me recibió con una sonrisa, me invitó a sentarme y me llenó una copa. No había hecho más que vaciarla cuando me espetó aquello:
—Tú eres un espía.
Yo hubiese querido en aquel momento mismo sincerarme, explicarle ce por be toda mi vida, demostrarle que estaba equivocado; pero el barón me estaba mirando a los ojos a través de su monóculo con una cara tan fría, tan inexpresiva, que me quedé sin resuello. Volvió a llenar mi copa parsimoniosamente, sin dejar de mirarme a los ojos, y con un ademán me invitó a beber.
Cuando después de tragar saliva, iba yo a romper, entró Sole en el palco, y el barón se levantó ceremoniosamente, le besó la mano y se puso a decirle galanterías en francés con el mejor humor del mundo. Yo estaba volado. Porque Sole, muy contenta, se reía con las bromas del barón, charlaba por los codos y decía inconveniencias de los alemanes. «Si ésta sigue hablando y bebiendo —pensé—, nos fusilan.» Me puse a hacerle señas disimuladamente para que se reportase, pero Sole, que había vaciado ya tres o cuatro copas de champaña, no me hizo ningún caso, y cuando advirtió mi contrariedad se puso a embromarme porque pensaba que mi disgusto no tenía otra causa que los celos por los galanteos del barón. Yo estaba pasándolas negras, y me daban ganas de retorcerle el pescuezo a Sole para que se callase. Pero aquello no llevaba trazas de terminar nunca. Las dos o tres veces que pedí permiso al barón para retirarme me encontré con que me obligaba a sentarme otra vez y a seguir bebiendo. Sole seguía divirtiéndose con sus chicoleos, sin pararle los pies, y el tío, que también había ido bebiendo lo suyo, se animaba demasiado. Hubo un momento en que me pareció que se sobrepasaba, y, por sí o por no, a pesar del miedo que me había metido, me apersoné un poco y le llamé la atención:
—Señor barón...
Me miró de mala manera. Yo debía de tener también una cara de pocos amigos, porque intentó recobrar su tiesura y su aire glacial. Pero ya había bebido demasiado y poco después volvía a las andadas. Ya Sole se había dado cuenta de que no estaba el horno para bollos, y se dejó de bromas. El barón, sin embargo, intentó reanudarlas, y como no encontraba ambiente lo pagaba con la botella. Nos hacía beber con él; pero yo tengo a orgullo que jamás se me había ido la cabeza, y Sole, disimuladamente, sin negarse, procuraba no trasegar más champaña. Media hora después, el barón Stettin estaba como una cuba.
Hubo un momento en que yo me enfadé, pero él, poniéndose muy serio, me amenazó:
—Ya sabes lo que te he dicho.
No había más remedio que seguir trasteándolo por las buenas. Creyera de verdad que yo era espía, o fuese sólo una amenaza para asustarme, lo cierto era que con una denuncia suya habría bastado para que me quitasen de en medio. Cuando ya iban a cerrar el cabaret y, ¡al fin!, podíamos irnos, se obstinó en acompañarnos. No hubo modo de quitárselo de encima. Mientras iba al guardarropa, le expliqué a Sole:
—Ten cuidado, cree que somos espías y puede ser nuestra perdición.
Sole estaba también un poco bebida.
—¿Quién? ¿Ese pelmazo? Ese tío cochino sabe que nosotros somos gente de bien, que no tenemos nada de espías. Y lo que quiere es meterte miedo para que no le estorbes. ¿Te enteras? ¡So atontao! ¡Lo que quiere ése es que yo me haga la cara!... ¡Pues sí que no me lo ha dicho clarito!
Se me apagaron las luces de la razón. Ya toda la noche había venido yo maliciándolo; pero, la verdad, me había metido tal miedo en el cuerpo con lo del espionaje, que no me solía valer. Claro es que Sole hablaba así porque no sabía lo que era el poder de aquel hombre y lo fácilmente que con una acusación de espía, verdadera o falsa, podría deshacerse de quien le diese la gana.
Salimos a la calle. Pronto amanecería. El barón Stettin iba a nuestro lado dando traspiés, refregándose contra la pared, y me decía, con la cara descompuesta:
—Eres un espía, un cochino espía. Te voy a cortar la cabeza.
Yo escurría el bulto como mejor podía y obligaba a Sole a apretar el paso por ver si lo dejábamos atrás; pero él, entonces, daba dos zancadas, nos agarraba a cada uno de un brazo y nos hacía llevarle a remolque dando bandazos.
Cerca ya de nuestra casa se le ocurrió:
—Subiré con ustedes.
—No, barón; usted se marcha a dormir, que falta le hace.
—He dicho que subiré.
—No; no es posible.
—Para mí todo es posible, ¿sabes?
Y se echó sobre mí con todo su corpachón. Me pasó una nube negra por los ojos. Cuando se creyó que me tenía acogotado se volvió hacia Sole, la cogió, echándole el brazo por la cintura, e intentó salir andando con ella.
Salté como un gato, le pegué un empellón con toda mi alma y lo tiré contra la pared. La calle estaba solitaria. No se oía un ruido en toda Constantinopla. El barón era grande y fuerte; pero estaba borracho como una cuba, y yo, entonces, tenía la agilidad de un mono. Al verle allí, resoplando, pegado a la pared, intentado afirmarse en el suelo con las piernas muy abiertas, mientras se buscaba algo torpemente en los bolsillos del capote, pensé: «Este tío va a matarme como a un perro. Hay que jugárselo todo».
Metí mano al cuchillo y me empalmé. Era una hoja de Toledo con mango de pata de cabra, que yo había comprado en Burgos a unos pastores y que siempre iba conmigo. Cuando el barón, con aquellos ojos de gato que tenía, vio brillar el cuchillo en mi mano, se quedó un momento estupefacto.
— ¡Navaca! — le oí balbucear asombrado. Por lo visto no se lo esperaba.
Pero antes de que pudiese darme cuenta vi el reflejo de una cosa de plata en sus labios, y un segundo después me sobrecogía un estridente silbido. Había tocado el pito de alarma que, como todos los oficiales que andaban por Constantinopla, llevaba. Se me heló la sangre en las venas. Dentro de unos segundos estaría allí una de las patrullas alemanas, me cogerían con la herramienta en la mano, sabe Dios lo que aquel tío borracho declararía contra mí... Aterrado, sin saber qué hacer estaba todavía, cuando oí a corta distancia otro silbido que contestaba al del barón. Éste volvió a pitar frenéticamente, y yo, entonces, loco de miedo, cogí a Sole por la muñeca y, a rastras, en carrera abierta por medio del arroyo y todavía con el cuchillo empalmado, echamos para nuestra casa. Al doblar la esquina de nuestra calle eran ya tres o cuatro los silbatos que rasgaban la noche por los cuatro costados del barrio. Mientras abríamos, temblorosos, el portal, los perros, los infinitos perros de Constantinopla, empezaron a traicionarnos y a contarse lo que pasaba a ladrido limpio. No tuvimos tiempo más que para meternos en el portal y atrancar la puerta. Apoyándola con nuestras manos temblorosas estábamos todavía, cuando sentimos el machaqueo sordo contra los guijarros de los zapatones de una patrulla alemana que acudía en socorro del barón.