La noche había caído ya sobre las lejanas luces de Tel Aviv. Crucé despacio los escasos metros que nos separaban del edificio terminal del aeropuerto, disfrutando de aquel firmamento limpio y sosegado: el mismo que, 1956 años atrás, había contemplado Jesús de Nazaret. Y noté cómo mis rodillas temblaban. Israel siempre me ha fascinado. Mucho más, sin lugar a dudas, desde que conozco el diario del mayor.
Mi objetivo en aquella primera jornada en Tierra Santa era muy simple. Viajar a Jerusalén, instalarme y «tomar posiciones». Había que arrancar por algún sitio y, después de no pocas indecisiones y de doblegar mi instinto periodístico, consideré que lo más práctico era demorar mi exploración a las ruinas bíblicas de Hazor. Mi genética tendencia al análisis —tan propia de los Virgo— me dictaba otra labor previa, esencial para un buen funcionamiento del plan. Antes de marchar al norte convenía estudiar, repasar y bucear en toda la bibliografía existente sobre la cada vez más atrayente Hazor. Es más, en mi diario de «a bordo» aparecía, en rojo, una autorrecomendación, tan vital como el referido chequeo a los textos y documentos arqueológicos: «Interrogar a los especialistas.» Pero, como se verá más adelante, tal y como suele sucederme con frecuencia, un poco meditado giro en las pesquisas me retrasaría sensiblemente.
En realidad, mis preocupaciones —por si no eran pocas— se vieron incrementadas allí mismo, frente a la cinta transportadora de equipajes. Todo parecía discurrir con normalidad —incluyendo la siempre delicada revisión del pasaporte— cuando, de pronto, alguien se plantó ante mí. Recuerdo que me hallaba absorto en la inútil tarea de adelantar mi reloj en una hora, con el propósito de ajustarme al horario de Israel. Y digo «inútil» porque jamás me he llevado bien con estos artilugios electrónicos...
—Shalom! Bien venido a Israel, señor Benítez...
Levanté la vista y, perplejo, distinguí a un individuo joven, enjuto y de aspecto nórdico. Sonreía socarronamente, divertido quizá ante mi estúpida mueca de asombro. Hablaba un correcto castellano, con ese indeleble y característico acento de los argentinos. Dijo llamarse Livne y representar a la agencia de turismo con la que yo había tramitado mi pasaje. Se mostró exquisitamente amable y servicial, interesándose de vez en cuando, y con una habilidad muy propia de los servicios de información, por los motivos de mi viaje, lugares que pretendía visitar, amigos o conocidos en Israel y hasta por las características de mi equipo fotográfico. Aquello me puso en guardia. Y decidí quitármelo de encima lo antes posible. Mis sospechas resultaron casi confirmadas cuando, camino ya de la salida, Livne, espontáneamente, me confesó haber leído Caballo de Troya, haciendo generosos elogios del libro. Era muy poco creíble que aquel judío tuviera noticias de mi trabajo, a no ser que figurara en el dossier que, con toda probabilidad, había sido transmitido desde la embajada israelí en España. Por supuesto, imaginaba que, desde mi visita a Samuel Hadas, la Inteligencia hebrea se hallaba al corriente de mis movimientos. Lo que no alcanzaba a entender era el porqué de tan fulminante «recibimiento». Horas más tarde, ya en el hotel, tuve un presentimiento.
No sé si mi locuaz amigo se percató de ello. Quiero creer que sí. El caso es que, sumisamente, aceptó mi deseo de viajar en solitario a Jerusalén. Mis continuas evasivas y respuestas a medias evidenciaban mi mal disimulada desconfianza. Y el hombre, como digo, cedió, aconsejándome —eso sí— que, «antes de poner en marcha mis investigaciones, procurara conectar con él o con cualquiera de los organismos oficiales del país». Estaba muy claro. Y, devolviéndole la misma falsa sonrisa, me perdí en el tráfico de Ben Gurión.
Una hora después, el taxista árabe me dejaba a las puertas del hotel Moriah Jerusalén, al suroeste, y relativamente cerca de la Ciudad Vieja. El encuentro con el supuesto agente secreto israelí me había desconcertado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué aquella estrecha vigilancia? A decir verdad, sólo era un inofensivo periodista, ansioso de recorrer Israel y de reunir información sobre un asunto tan poco comprometido como la vida del Maestro... ¿O había algo más? Y esa noche, en la soledad de la habitación 724, haciendo un esfuerzo por memorizar mi conversación con el embajador judío en Madrid, saltó a la luz un pequeño detalle. Casi una nimiedad, pero que, al mencionarlo, recuerdo que alteró fugazmente el rostro de Hadas. Por aquellas fechas, entre mis múltiples investigaciones, figuraba una que, a la vista de su oscuridad, no dudaría en sepultar en el olvido. Me refiero al poco claro accidente de un avión de Iberia, el 19 de febrero de 1985, en el monte Oíz, en el País Vasco. Jamás he dudado de la profesionalidad y pericia de los pilotos, y aquel supuesto accidente, en el que fallecieron 148 personas, la verdad, movió mi insaciable curiosidad. Trabajé silenciosa y meticulosamente en la posible reconstrucción de los hechos, averiguando algunos pormenores tan extraños como alarmantes. Para resumir: según informaciones confidenciales de los servicios de Inteligencia de mi país, había un alto índice de probabilidades de que el reactor 727, Alhambra de Granada, hubiera sido derribado por un misil tierra-aire —quizá un Sam-7 o un Strella— disparado por la organización terrorista ETA. Pero lo que, a mi corto entender, alarmó al representante diplomático fue el hecho de que yo supiera que uno de los motores, aparecido a una considerable e inexplicable distancia, había sido trasladado a Israel. Concretamente a una de las bases militares, con el fin de ser inspeccionado por expertos judíos en terrorismo.
En aquel noviembre de 1986 yo no tenía la menor intención de proseguir las pesquisas de este caso y, mucho menos, de introducirme en la base israelí. Pero los judíos, desconfiados por naturaleza, no debieron de pensarlo así. Quizá este inoportuno comentario mío a Hadas fue la causa de tan sutil y, a un tiempo, férrea vigilancia. Si los hebreos sospechaban que mis propósitos no eran del todo transparentes, las dificultades podían acentuarse. Y así fue.
A la mañana siguiente, 20 de noviembre, jueves, tras una noche de agitada duermevela, con el corazón encogido por las sospechas, me apresuré a poner en marcha una inmediata acción preventiva. Si mi teléfono se hallaba intervenido, quizá aquellos primeros pasos en Jerusalén tranquilizaran a los hipotéticos escuchas. Seguí al pie de la letra las recomendaciones del embajador, poniéndome en contacto con las personalidades e instituciones oficiales que tan gentilmente me había proporcionado. Primero con Salomón Lewinsky, director de la revista Semana. Con un médico llamado Blezcof y, muy especialmente, con el Instituto Central de Relaciones Culturales. En este último, tanto su director —doctor Moshe Liba, veterano diplomático— como la amabilísima Rachel Eldar se desvivieron por ayudarme, orientándome y concertando un buen número de citas con destacados arqueólogos, antropólogos, profesores universitarios y un largo etcétera. Todo ello, claro está, en beneficio de unas muy saludables e interesantes investigaciones en torno a la vida y época de Jesús, pero que no constituían la clave de mi presencia en Israel. Sin embargo, por elemental prudencia, accedí encantado, enriqueciéndome, justo es reconocerlo, con todas ellas. Esta cadena de reuniones y entrevistas —que se prolongarían durante toda mi estancia en Palestina— ralentizaron, obviamente, mis principales pesquisas. Pero las circunstancias son las circunstancias y, en ocasiones, es preferible acomodarse a ellas, jugando las siempre insólitas cartas del Destino.
Por supuesto, aunque el «marcaje» de los funcionarios israelitas en aquellas dos primeras jornadas en Jerusalén fue lo suficientemente intenso y eficaz como para controlar la mayor parte de mis pasos, no es menos cierto que, en ningún momento, descuidé mi verdadero objetivo: el enigma del mayor. Y entre conversación y conversación pude ingeniármelas para visitar la Biblioteca Nacional, la del museo de Israel y otras librerías de la ciudad, siempre en busca de una teórica bibliografía histórica. Tales consultas no extrañaron a los hebreos, permitiéndome así esporádicos respiros y un mínimo de libertad de acción. Como es de suponer, en la siempre supuesta intimidad de estas bibliotecas, mi intención se volcó en Hazor. Revisé catálogos, ficheros y estanterías, a la caza de cualquier libro o documento sobre el particular. Pero la abrumadora realidad terminaría por desarmarme. Los estudios sobre la vieja ciudad cananea eran tan prolijos y abundantes que hubiera necesitado varios meses para su atenta lectura. Sólo en la biblioteca del museo de Israel contabilicé hasta un total de 46 fichas relacionadas con Hazor. Para colmo, en uno de aquellos precipitados recorridos por los interminables y densos textos arqueológicos comprobé con desaliento cómo, en realidad, los especialistas especulaban con la posibilidad de que hubieran existido cinco o seis ciudades con este mismo nombre. Una de ellas —«Ḥāṣōr Hādattāh» o «Hasor la nueva»— podía ser excluida, ya que ni siquiera se conocía su exacta ubicación en la geografía hebrea (1). Un razonamiento que sólo gozaba de validez en el supuesto de que el criptograma hiciera referencia a Hazor como tal ciudad. Pero ¿y si no era así? Despejé como pude aquellas angustiosas dudas, aferrándome al instinto.
En cuanto a las restantes «Asor», «Hasor» y «Azor» —poblaciones mencionadas también en el Antiguo Testamento— decidí apearlas temporalmente de la investigación. Era más cómodo y positivo concentrar las fuerzas en la Hazor más popular y más exhaustivamente trabajada por los arqueólogos: la del norte. Si fracasaba en el intento, tiempo habría de desenterrar las restantes pistas. ¿Había mencionado la palabra «tiempo»? Yo mismo me respondí: mis recursos económicos, como siempre, no eran muy boyantes. Lo del «tiempo» era un consuelo poco fiable...
Debo reconocer que mis rastreos por la bibliografía —fruto quizá del nerviosismo y de las prisas— fueron de mal en peor. Muchos de los documentos se hallaban en hebreo. Otros en alemán y la mayoría en inglés. Aquello limitó aún más mis posibilidades. A esta precaria realidad vino a sumarse el pesado lastre del que busca e indaga... a ciegas. ¿Qué era lo que debía encontrar en aquella montaña de libros? ¿Un «mensajero» con alas que obedecía al nombre de Hazor? ¿Y si no tuviera nada que ver con las ruinas en cuestión? Pero, de no ser así, ¿dónde encaminar los pasos?
Durante horas, mi estado de ánimo sufrió toda suerte de convulsiones. Veía pasar el tiempo y los resultados, aparentemente, brillaban por su ausencia. En la medida de mi capacidad, y de los minutos disponibles, ojeé algunos de los trabajos de Galling, Johanan Aharoni, Trude Dothan, Abel, Ruth Amiran, Maass, Perrot, Moshe Pearlman, Inmanuel Dunayevsky y Yigael Yadin, entre otros. Fueron dos días de frenética búsqueda. Sin embargo, cuando Asher Kupchik, uno de los responsables de la gigantesca Biblioteca Nacional de Israel, con el que llegué a trabar una cierta amistad, me anunció a primeras horas de la tarde del viernes 21 que la jornada llegaba a su fin, mi desesperanza fue total. Apenas si había tenido acceso —un alocado y superficial acceso— a una decena de libros... En los archivos, burlándose de mí, se escondía una treintena larga de volúmenes, documentos, mapas y cientos de fotografías que era menester estudiar. Mi cuaderno de «campo», sí, aparecía repleto de notas sobre la historia, sucesivas excavaciones, hallazgos arqueológicos y diferentes hipótesis en torno a la agitada vida de las 21 ciudades que formaban el tell de Hazor. En suma, una estéril sucesión de datos, cifras y respetabilísimas consideraciones técnicas que no arrojaron un solo rayo de luz sobre mi saturado cerebro.
La mansa lluvia y el frío de Jerusalén serenaron un poco mi ánimo. La inminente entrada del sábado lo paralizaría todo en Israel. Así que, mientras retornaba al hotel, procuré mentalizarme. Mi resignación, sin embargo, se agotaría bruscamente. No soy hombre que se rinda con prontitud y, atormentado en la penumbra de mi habitación, decidí cambiar el rumbo de las investigaciones. No podía aguardar hasta el domingo para reanudar las consultas en las bibliotecas. Tenía que actuar. Y, dejándome llevar por la intuición, activé un nuevo plan.
No había tiempo que perder. Localicé a Rachel Eldar y le expuse mi propósito. (Por fortuna para mí, esta mujer no practicaba su religión con el fanatismo y ortodoxia de algunos círculos judíos que incluso se niegan a descolgar el teléfono durante la festividad del sabbath. Éste, como creo haber mencionado, se inicia con la puesta del sol del viernes, prolongándose hasta el siguiente ocaso. Durante esas horas, las dificultades para un extranjero como yo podían ser continuas y casi insalvables. Muy pronto tendría ocasión de sufrirlo.)
Desde mi primer contacto con el Instituto Central de Relaciones Culturales, y por pura curiosidad científica, yo había manifestado mi deseo de conocer y conversar con Shelley Waschsmann, un eminente arqueólogo, que llevaba la responsabilidad de los trabajos de estudio y restauración de una embarcación descubierta en la orilla oeste del lago de Galilea. Un bote que, según los primeros tanteos de los científicos, podía corresponder a una época relativamente cercana a la de Jesús. Ésta, como otras, fueron simples excusas, como ya dije, para justificar mis idas y venidas por Israel. Y ahora me venía de perlas para mi inmediato objetivo. Rachel, con la admirable eficacia de los judíos, había practicado las gestiones precisas para la culminación de dicha entrevista. Shelley se mostró conforme, invitándome a su casa de Cesarea. Aquel súbito cambio en los planes no pareció alarmar a la funcionaria. Era lógico que deseara aprovechar las horas muertas del sábado con un asunto como aquél. Además, Cesarea se encuentra al norte de Jerusalén. Justo en dirección opuesta al emplazamiento de la base militar que —se suponía— yo no podía pisar...
Gentilmente, y con una subterránea habilidad, Rachel intentó averiguar cuánto tiempo pensaba quedarme en la ciudad costera de Cesarea, si disponía de un medio de transporte y si tenía intención de alojarme en algún hotel próximo. No supe satisfacer su curiosidad. En parte porque ni yo mismo lo sabía, y, sobre todo, porque no estaba en mi ánimo revelarle mis auténticas intenciones. Algo confusa me recordó una serie de visitas previstas para los días inmediatos, «recomendándome» que le telefoneara a mi regreso. Reconozco que soy hábil para persuadir y asumo también mi gran pecado de incumplidor de promesas. Así que, dócilmente, le prometí cuanto deseó. Cumplirlo o no era harina de otro costal...
Dispuse un elemental y austero equipaje y, confiado, inicié las gestiones para salir esa misma tarde hacia Cesarea. La fatalidad congeló cada uno de mis movimientos. Casi había olvidado que era sábado. En el hotel me insinuaron —como única vía para hacerme con un vehículo— que contratara a un chófer árabe. Es triste. En muchas de estas pesquisas, las mayores pérdidas de tiempo, de dinero y de fuerza, son desencadenadas por contratiempos de esta o similar naturaleza.
En esos instantes, mientras dialogaba con aquella atractiva y severa recepcionista, algunas de sus preguntas pasaron casi inadvertidas para mí. Respondí seca y mecánicamente que no pensaba dejar el hotel y que sólo se trataba de una excursión de fin de semana. Fue después, al marcar el teléfono de uno de mis amigos árabes de Jerusalén —Anthony Salman, director de una agencia de viajes—, cuando las palabras de la hebrea resucitaron en mi memoria. Me estremecí. Pero, automáticamente, me reproché a mí mismo tanta suspicacia. ¿Es que empezaba a ver espías por todas partes?
La cuestión quedó zanjada. Anthony me procuraría ese coche. Pero con dos condiciones: dado lo avanzado del día, sólo podría estar listo a primera hora de la mañana del sábado y con la inexcusable obligación de contratar a un chófer y a un guía, igualmente árabes. Aquello me sublevó. Pero no tenía alternativa. Y esa noche, mientras repasaba el plan, me propuse darles esquinazo en el momento oportuno. No veía muy claro el porqué de aquellas exigencias. Y mi natural desconfianza se impuso.
Los recelos —ya no sé si infundados— crecieron lo suyo cuando, en la mañana de ese sábado, 22 de noviembre, un tal Michael se presentó a mí como el guía designado por Salman. Había vivido en España, hablaba castellano y, durante el centenar largo de kilómetros que nos separaban de Cesarea, se mostró igualmente interesado en mis actividades profesionales y, en especial, en mi plan de trabajo para esos días. Le correspondí con la misma amabilidad, pero sin soltar prenda sobre mis auténticos objetivos. Tanto y tan específico interés por mi labor como periodista y escritor no era normal. Así que, sin pensarlo dos veces, opté por desembarazarme de mis acompañantes antes de la caída del sol.
Tras la instructiva reunión con Waschsmann, el arqueólogo judío-canadiense, ordené al silencioso conductor que tomara la carretera de Nazaret. No hubo muchas preguntas. Al atacar el último repecho que desemboca en la entrañable ciudad de Jesús, les indiqué que detuvieran el automóvil a las puertas del hotel Nazaret, en las afueras de la población. Y antes de que pudieran reaccionar, me despedí de ellos, informándoles que prescindía de sus servicios y que, si lo deseaban, podían regresar a Jerusalén. Ni siquiera me atreví a mirar atrás. Al cruzar la puerta del oscuro y vetusto albergue, guía y chófer continuaban enzarzados en una airada discusión, en árabe, que, naturalmente, no comprendí.
En realidad, aquélla era una vieja táctica. Siempre que emprendo una investigación —digamos que «comprometida»— tengo la precaución de reservar habitaciones en dos o tres hoteles, simultáneamente. A veces compensa.
La noche dominaba ya las calles de Nazaret y, muy a pesar mío, tuve que resignarme y aguardar al nuevo día. La luz era vital para mi siguiente y trascendental pesquisa.
Creo que, a estas alturas, estoy hecho y sobradamente dispuesto a amoldarme a todo tipo de alojamientos. Sinceramente, después de quince años de infatigables correrías por el mundo, entiendo que he visto y sufrido más, incluso, de lo aconsejable. Pero la tristeza de aquel hotel nazareno no puede ser descrita. Así que, incapaz de soportarlo, me lancé a la casi desierta ciudad. Nazaret, como tantos otros lugares santos, no es, ni remotamente, lo que uno pueda imaginar. El turismo, la civilización y los siglos han liquidado todo vestigio de la aldea que cobijó al Hijo del Hombre durante más de veinte años. Hoy, dominada por una mayoría árabe, es sólo un lugar de obligado y siempre vertiginoso paso de peregrinaciones de toda índole y confesión. Únicamente aquel cielo azabache, que las desordenadas colinas sobre las que se asienta la localidad hacen más cercano, puede estremecer de emoción a un visitante medianamente despierto. La miríada de estrellas, vivas entonces por el frío de Galilea, son las mismas que velaron los quehaceres e inquietudes de ese personaje que, como al mayor, me tiene atrapado.
Mis pasos, como en ocasiones precedentes, me llevaron a la basílica de la Anunciación. Y no por un afán de orar —cosa que debería practicar más a menudo—, sino por saludar a algunos de los pacientes y venerables franciscanos. A pesar del escaso tiempo transcurrido en Israel, las tensiones habían sido lo suficientemente intensas como para necesitar unos gramos de compañía. Gracias al cielo, aquel apacible rato de tertulia con los padres Rafael y Uriarte resultaría doblemente útil. De un lado, como digo, llenó mi soledad. Días más tarde serviría como coartada, sacándome de un serio aprieto... Pero no debo saltarme los acontecimientos.
La inquietud y el nerviosismo pudieron conmigo. Así que, tras otra noche en vela, salté de la cama, esperando el amanecer. A las 5 horas y 39 minutos de aquel domingo, una difusa luz naranja ascendió por detrás de las colinas, despertando a la ciudad.
Dos horas después, tras no pocos regateos, logré convencer y contratar a uno de los taxistas. Tentado estuve de prescindir de aquellos tozudos árabes y servirme del bus 431 que hace la ruta hasta Tiberíades, costeando después por la orilla occidental del lago. Pero, según mis informaciones, estos autocares públicos circulaban muy lejos de mi verdadero punto de destino. No había opción. El trato fue cerrado y, tras desembolsar los seiscientos dólares, Solimán Hakim, mi nuevo guía, se deshizo en parabienes y reverencias —todo ello en una caótica mezcla de inglés, italiano y árabe—, jurándome por su salud que no me arrepentiría de tan sabia decisión.
El cielo, celeste, prometía una jornada tibia y luminosa. Me acomodé junto al parlanchín Solimán y, respondiendo con monosílabos a su incontenible verborrea, vi desaparecer a mis espaldas los últimos contrafuertes de Nazaret. «Éste —me animé— tiene que ser un día decisivo...»
El potente Mercedes desafiaba bien las curvas. Y en poco más de diez minutos dejó en lontananza Caná (hoy conocida por Kafr Kannā) y sus abruptos y blancos despeñaderos, en dirección al cruce de Haifa-Tiberíades, en la ruta 77. Veinte minutos después llaneábamos a toda velocidad hacia el mar de Galilea. Siguiendo mis instrucciones, Solimán evitó el populoso núcleo urbano de Teverya o Tiberíades, rodeando el lago por la carretera 90. Poco faltó para que, obedeciendo otro de mis típicos impulsos, interrumpiera el viaje y aprovechara la ocasión presentándome en la Jefatura de la Policía, en la mencionada ciudad de Tiberíades. Al exponerles mi propósito de reconstruir, en solitario, la caminata de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, tanto en el consulado de España en Jerusalén como el doctor Liba me recomendaron que —dado lo peligroso de la zona del río Jordán, fronteriza con Jordania— acudiera a las autoridades policiales y militares judías, con el fin de explicarles mi proyecto y obtener así los imprescindibles salvoconductos. Pero vencí la tentación. Lo primero era lo primero...
Y, de pronto, el mar de Galilea se presentó a mi derecha. Aquel azul inmóvil, pintado de verde y bruma en sus lejanas orillas, me recordó que viajaba por los que, un día, fueron escenarios de buena parte de la vida terrena del Maestro. Y una contenida emoción encendió mi ánimo. Aquellos lares sí conservaban toda su pureza, todo el poder y todo el magnetismo de los campos, laderas, senderos o aguas por los que se había movido Jesús. Y me prometí buscar un respiro y descender de nuevo a las negras y pedregosas «costas» de aquel mar. Necesitaba respirar su brisa. Sentir los ligeros pasos del Maestro y el tímido chapoteo de las olas entre los guijarros de basalto.
Solimán me sacó de tan apacibles y reconfortantes pensamientos, señalándome el kibbutz Ginnosar, al borde del lago. Shelley Waschsmann, en efecto, me había informado que la mal llamada «barca de Jesús» —descubierta, como ya mencioné, a principios de ese año de 1986 por los hermanos Yuval y Moshe Lufan— había sido transportada hasta un pequeño museo, especialmente abierto y acondicionado en el kibbutz que ahora tenía ante mí. Allí deberá permanecer, por espacio de siete o nueve años, sumergida en una solución de cera sintética. El árabe, deseando complacerme, insistió para que nos detuviéramos en la granja-hotel que constituye el citado kibbutz, pasando a visitar el valioso bote. Una reliquia de inestimable valor arqueológico —no en vano se trata de la primera embarcación de los tiempos de Jesús hallada en el referido Kinneret o mar de Galilea—, pero que, desafortunadamente, los intereses crematísticos han catalogado ya como un nuevo motivo de peregrinación religiosa. Así se hace la Historia.
Fui terminante. Era preciso continuar. Mi objetivo era otro y muy distinto. El guía masculló unas ininteligibles palabras en árabe, demostrando su contrariedad con un bronco acelerón. Mi negativa —gracias al cielo— le mantuvo en silencio durante aquellos últimos 17 kilómetros. Ascendimos a buena marcha, siempre por la ruta 90, y, tras dejar a la izquierda Rosh Pinna, la nevada cumbre del Hermón en el horizonte me anunció la inminente proximidad de mi destino. Y los nervios, como una premonición, se desataron en mi estómago.
Solimán sonrió. Me indicó el lugar y redujo la velocidad. A los pocos minutos giraba a la izquierda, abandonando la carretera general e introduciendo el vehículo en una pésima pista que ascendía hasta las mismísimas puertas de aquel gigantesco «triángulo» isósceles.
Fue inevitable. Mi corazón presentía algo. Y las palmas de mis manos comenzaron a gotear.
Solimán, con un recuperado buen humor, rogó que esperase en el coche. Descendió con parsimonia y se encaminó al austero chamizo que hacía las veces de puesto de control. Un aburrido guarda nos recibió con curiosidad. Las visitas no debían de ser muy frecuentes en aquel apartado rincón de Galilea. Mucho menos, la de un supuesto turista extranjero que, además, llegaba en solitario. Ignoro lo que hablaron, pero a juzgar por los aspavientos del guía y las intermitentes e incisivas miradas que me lanzara el guarda, o fui tomado por un excéntrico millonario o por algo peor... Satisfecho el obligado ceremonial, el cetrino y espigado guarda —siempre sin quitarme ojo— procedió a levantar la pequeña barrera y a franquear el paso.
Solimán, visiblemente satisfecho, me extendió los tres tickets. Acto seguido penetró en la explanada que se abría ante nosotros. Eran las nueve de la mañana.
Leí los boletos sin terminar de creérmelo. En todos ellos —en el azul, el verde y el marrón— aparecía la misma tipografía: «National Parks Authority», y un nombre largamente acariciado: «Tell-HAZOR.»
El Mercedes se detuvo. Sentí miedo. Allí, en el lugar más insospechado de aquella meseta, podía estar la clave del enigma. «Mira, envío mi mensajero delante de ti, MARCOS 1.2. Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0. El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.»
El criptograma, permanentemente instalado en mi memoria, sonó esta vez con un timbre especial. Me estremecí. ¿Encontraría allí lo que tanto ansiaba? Pero ¿qué era lo que buscaba?
El árabe me observó sin comprender. Mis dedos temblaban, y yo, con la vista fija en el horizonte, parecía atornillado al asiento.
—¿Le ocurre algo, señor?
No recuerdo haberle contestado. Y Solimán, intrigado, presionó mi brazo izquierdo, insistiendo:
—¡Señor...! ¿Se encuentra bien?
—¿Cómo?... ¡Ah! Sí —balbuceé al fin, saliendo de aquella especie de bloqueo mental.
Hice acopio de fuerzas y, decidido, abandoné el automóvil. Abrí mi inseparable bolsa de las cámaras y, buscando apaciguar tanta excitación, dediqué unos minutos a la revisión del equipo. El guía, curioso, me dejó hacer, pendiente de cada uno de mis movimientos. Colgué una de las máquinas del cuello y, tras comprobar el buen funcionamiento de la brújula, cinta métrica, medidor de pasos y otros artilugios, me situé frente a las ruinas. ¿Por dónde empezar? «Hazor es su nombre...» Sí, al fin estaba en Hazor. Pero ¿qué quería insinuar el mayor?
No tenía ni la más remota idea del tiempo que debería consumir en aquella exploración. Así que, con el firme propósito de gozar de una entera libertad de acción, hice ver a Solimán que mi visita podía alargarse y que lo más prudente era que organizara su jornada como creyera oportuno. Pero el guía se negó a moverse de su sitio. Me encogí de hombros y, dándole la espalda, avancé hacia el corazón del tell. Por lo que llevaba leído y estudiado, aquella pequeña colina artificial, de 40 metros de altitud en su zona más elevada, fue construida hace más de cinco mil años, desempeñando —a lo largo de su historia— un papel de gran importancia estratégica en el nudo natural de comunicaciones en que se hallaba enclavada. Por allí habían discurrido los caminos de Damasco a Megiddo y de Sidón a Beisán. La transparencia y luminosidad de aquel día permitían divisar, al oeste, las tierras azules del Líbano y, al este, las verdes laderas de las alturas de Golán. Pero mi objetivo —quizá— se encontraba allí mismo: en aquella meseta o plataforma que, a vista de pájaro, recordaba la figura de un descomunal y ocre triángulo isósceles, dominando una feraz campiña. A las puertas de las ruinas consulté algunas de las notas contenidas en mi cuaderno «de campo». Las respetables dimensiones de la ciudad-fortaleza me acobardaron: 470 metros de oeste a este y 175 de norte a sur, en su parte más ancha. Hacia el oeste —es decir, en el imaginario vértice del triángulo— la meseta pierde altura en sucesivas terrazas. Y todo ello sabiamente cercado por los restos de muros y fosos. En definitiva, un apretado y monumental conglomerado de restos arqueológicos que, según los expertos, pertenece a veintiún asentamientos humanos y, obviamente, a otros tantos y remotos períodos de la Historia (1). Demasiado para mi escasa capacidad e información...
En este singular tipo de búsqueda —lo sé por experiencia— la disciplina y el método son de vital importancia. Conviene proceder con extrema calma, sin despreciar detalle alguno, por muy insustancial o pueril que pueda parecer. Y sin perder de vista tales premisas arranqué con lo que podría calificar como una inicial «toma de contacto» con el lugar. El molesto handicap, no me cansaré de insistir en ello, de no saber lo que buscaba, tensó aún más mis sentidos. Quizá la pista de las «alas» era el único y endeble apoyo en tan loca investigación. Y lentamente, como si una «fuerza» extrahumana hubiera congelado el tiempo, empecé aquella nueva fase de mi labor.
La oblicua luz de la mañana había despertado a un ejército de sombras, que corría perezosamente hacia el oeste. Y los amarillos, ocres y blancos del laberinto arqueológico fueron avivándose. Tomé el estrecho sendero arenoso que rodea la meseta por el acantilado norte, con los ojos y el corazón entregados a cuanto me rodeaba. Era el único visitante y ello me permitía una total libertad de movimientos.
«Hazor es su nombre...»
A primera vista, aquel caótico entramado de muros, patios, palacios semiderruidos, de columnatas segadas por la destrucción y los siglos, edificios públicos sin techumbre y de los restos a medio levantar del fortín helenístico, no parecía apuntar indicio o señal algunos que atraparan mi atención. Eran sólo piedras. Pilares y basamentos dormidos, importunados ahora, aquí y allá, por el monótono crujir de la arenisca bajo mis botas. Aquellos iniciales minutos de infructuosa búsqueda aceleraron mi ánimo. Debía conservar la calma. Y reanudé la lenta marcha, bordeando la fortaleza en todo su perímetro.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
El mensaje del mayor —¿o eran imaginaciones mías?— continuaba en primer plano, derramándose, con mi vista, en cada bloque de piedra, en cada esquina, en cada sombra...
Al filo de las diez horas, cuando estaba a punto de cerrar la primera gira de inspección, unas húmedas y toscas escalinatas, ubicadas en la cara este de la explanada y que se perdían en las entrañas de Hazor, me hicieron titubear. Unos carteles amarillos, en hebreo e inglés, anunciaban la entrada a un túnel. Y un soplo de esperanza me hizo temblar. Pero me contuve. Primero debía «peinar» la superficie de la ciudad-fortaleza.
Al recalar en el punto de partida consulté el medidor de pasos. La aguja marcaba 402. Aquel dato, la verdad, no revelaba gran cosa. Sumando los dígitos, en efecto, aparecía el misterioso «6». Pero ¿de qué me servía? Anoté esta y otras imprecisas observaciones y, tras inspirar profundamente, procedí al segundo «asalto». Solimán, a lo lejos, dormitaba en el interior del automóvil. Mentalmente dividí la fortaleza en tres sectores, adentrándome en el primero: en el situado al norte. Olvidando toda norma, me desentendí de los senderillos que zigzagueaban entre las ruinas, acomodándome a mis propios impulsos. Salté muros, acaricié las rugosas columnas, trepé a las demolidas casamatas y, sudoroso, busqué incluso desde lo más elevado de las paredes del fortín. Por fortuna, como ya señalé, Hazor se hallaba entonces solitaria y en silencio, y el puesto de control quedaba relativamente apartado. No había riesgo, al menos de momento, de que mi heterodoxa visita pudiera llamar la atención de los vigilantes.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
¿Sus alas? En mi creciente desconcierto llegué a imaginar que el mayor, en su hipotético deambular por aquella meseta, podría haber descubierto algún tipo de alineamiento o de figura geométrica que recordaran unas alas. Siempre con la brújula en la mano, cambié repetidas veces de posición, oteando el maremágnum de piedra. Fui incapaz de distinguir el menor vestigio. Ni las rudimentarias calles, ni el confuso trazado de la ciudadela, se parecían a lo que yo perseguía. Allí, las únicas «alas» eran las de mi recalentada imaginación. Descendí sobre el terroso pavimento, repitiendo la exploración a lo largo del segundo y tercer sectores. ¡Era desolador! Si el mayor había jugado con algún símbolo, restos de cerámica o estela funeraria, estaba claro que debía buscar en otra dirección. Las ruinas de Hazor, al menos lo que llevaba visto, eran sólo eso: unas ruinas desnudas, desprovistas de inscripciones, estatuas o ajuares, incapaces de arrojar un poco de luz. Y de pronto, sentado sobre una de las piedras, mientras pugnaba por recapitular, tuve un presentimiento. ¿Y si las fatigosas «alas» pertenecieran a algo que había sido desenterrado en Hazor y trasladado a Dios sabe dónde? Aquel flash, perturbador, me hundió en el desaliento. Y allí, humillado en mitad de unas remotas ruinas arqueológicas, fui memorizando lo que había visto y leído en la gruesa documentación bibliográfica sobre Hazor. En los tres años de excavaciones, los arqueólogos habían rescatado una miríada de objetos votivos, figurillas de deidades, centenares de vasijas, escarabeos egipcios —uno de ellos, incluso, con el nombre de Amenofis III—, relieves religiosos, máscaras litúrgicas, óstraca, la famosa estrella circunscrita (signo de la realeza hitita), formidables esculturas de leones y, en fin, hasta nueve massebot o estelas, una de ellas con dos enigmáticas manos en actitud de plegaria. Todo un arsenal perteneciente a 21 ciudades y períodos distintos. Y todo ello, si la memoria no me traicionaba, sin la menor relación con unas «alas». Ciertamente, aún quedaba mucho por revisar. Pero ¿y si no conseguía descubrir un solo motivo alado? ¿Y si las intenciones del criptograma se movían en otra dirección?
Me incorporé y, golpeando el muro con rabia, levanté los ojos al cielo, clamando por una pista. Estaba nuevamente perdido. La «respuesta», aunque una vez más no supe verla en esos críticos momentos, llegó sutil y puntual. Suspiré y, un tanto avergonzado de mi propio dramatismo, volví a sentarme. Encendí un pitillo y, sin saber por qué, caí de nuevo sobre el cuaderno de «campo». Releí las notas y, poco a poco, al tiempo que me serenaba, fui aproximándome a un comentario —subrayado en rojo— y que había copiado en España de una carta procedente de Munich. Su autora —M. Klein— escribía a propósito del enigma: «....Claro que, en principio, puede pensarse que Hazor se refiere más bien a un animal o personaje con alas. Por eso dudo un poco de su relación con la ciudad bíblica del mismo nombre. Sin embargo, podría ser también que cualquier figurita sacada de Hazor, y ahora en un museo, tuviera algo que ver con el asunto.»
Evidentemente, no supe interpretar aquel «signo». Me llamó la atención, sí, la curiosa y oportuna «coincidencia» de ideas. Pero ahí quedó todo. En ocasiones, la excesiva autoconfianza o el estúpido engreimiento desembocan en rotundos fracasos. Aquel desmoronamiento, sin embargo, se esfumó a la par que el cigarrillo. Recompuse mis fuerzas y, como si allí no hubiera pasado nada, me alejé de la ciudadela en dirección este, dispuesto a intentarlo en el misterioso túnel que viera dos horas antes.
No es que sea muy practicante de la religión en la que fui educado, pero instintivamente, al poner el pie en el primer escalón, hice la señal de la cruz. La boca del túnel me sobrecogió. ¿Qué me aguardaba en aquellas profundidades?
La excavación practicada por Yadin —siempre respetuosa con los trazados primigenios— desciende en vertical. Se trata de un enorme pozo cuadrangular de poco más de 10 metros de lado, con una sucesión de rampas escalonadas, ganadas al terreno rojizo del tell por cada uno de los laterales del mencionado pozo.
Y muy despacio, con el corazón agitado, fui avanzando. Por mera precaución, antes de tocar el primer y húmedo peldaño, dispuse el Schritte (medidor de pasos), situando la aguja en el cero. La luz entraba sin dificultades hasta el fondo de la perforación, situado a unos doce metros de la superficie. El silencio era completo. Consulté la brújula en cada uno de los estratos, pero no advertí alteración alguna. Las paredes, cuidadosamente cepilladas por los arqueólogos, no presentaban tampoco otras evidencias o señales que no fueran las lógicamente derivadas de los trabajos de desescombro y de la humedad. De todas formas, dediqué un tiempo al examen de los diferentes cortes existentes en los muros. La experiencia fue nula. En el pozo no pude, o no supe, encontrar un solo detalle que encajara con el criptograma. Pero faltaba una segunda galería.
Al ganar el último de los peldaños me detuve. Frente a mí se abría un corredor de unos cinco metros de altura, pésimamente iluminado por algunos mortecinos y espaciados puntos de luz amarillenta. El túnel, ciertamente tenebroso, descendía hacia quién sabe dónde, en un brusco desnivel de 30 o 35 grados. Las paredes chorreaban humedad. Agucé el oído, intentando captar algún sonido. No fue posible. Sólo mi desacompasado ritmo cardíaco retumbaba en el pecho. Aguardé unos segundos, procurando que las pupilas se acostumbraran a la oscuridad. Pero no alcancé a distinguir el fondo del pasadizo. Fue entonces, al trastear en la bolsa del equipo fotográfico, en busca de una inexistente linterna, cuando reparé en el cuentapasos. A la luz del mechero, al tiempo que maldecía mi falta de previsión, procedí a desengancharlo del cinturón. La aguja se hallaba inmovilizada en 150 pasos. «¿Ciento cincuenta?», repetí en voz alta. El eco se propagó en la oscuridad. Sentí un escalofrío. La suma de los dígitos daba «6». Otra vez el misterioso número... ¿Cómo era posible? ¿Y si el steps-pas hubiera errado? Era dudoso. E, ilusionado con tan famélico dato, regresé por donde había bajado, contabilizando los escalones.
«....El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía.» A la carrera, nervioso por confirmar la cifra, fui remontando las rampas, llegando a la superficie sin resuello. ¡Maldito tabaco!...
En efecto. No había error. Las escaleras sumaban 150 peldaños. Me dejé caer contra la barandilla que protegía el último de los vuelos de acceso al pozo y, mientras recuperaba el aliento, fui desgranando algunas hipótesis. Todas, cuando menos, se me antojaron retorcidas. ¿Es que debía asociar las «alas» con aquellas rampas escalonadas? ¿Podían conducirme al guía? ¿Era el «6» el número secreto de las plumas de las alas de Hazor?
Ahora, al recordar tamañas desventuras, no puedo por menos que sonreír. El mayor, casi con seguridad, había visitado las ruinas de Hazor. Sin yo saberlo, al manejar el cómputo de los peldaños, había acertado. Pero, absorto en el hallazgo, perdí de vista un factor, inherente al mayor y a sus enigmas: su natural inclinación al juego del despiste...
Admitiendo la forzada tesis de que tales rampas de tierra fueran las «alas» del «mensajero», y de que el número secreto fuera el seis, dichas escalinatas tenían que llevarme al «guía». Pero ¿quién o qué era el «guía»? ¿Me toparía con él en el subterráneo?
Sólo había una forma de salir de dudas.
En el fondo lo agradecí. Lo averiguado hasta ese momento en Hazor era tan poco relevante que aquella «luz» —o cualquiera otra, por muy pobre que hubiera sido— hizo el milagro de devolverme la esperanza. Me precipité escaleras abajo y, ansioso por penetrar en el túnel, poco faltó para que diera con mis huesos en tierra en uno de los resbaladizos tramos. El susto me hizo recapacitar. Tenía que proceder con cautela. En la boca de la segunda galería seguían reinando el silencio y una pastosa penumbra. Encendedor en mano caminé por el centro del túnel. La acusada pendiente resultaba incómoda y, prudentemente, me hice a un lado, pegándome al chorreante e irregular muro de la derecha. Fue una marcha lenta. Expectante. Con la frágil llama azul-amarillenta del mechero explorando cada centímetro cuadrado de piedra. Cada cuatro o cinco pasos cambiaba de pared, repitiendo la minuciosa operación de búsqueda. La abrupta bóveda del subterráneo tampoco revelaba inscripción o indicio alguno.
Sentí frío. La humedad aumentaba. Súbitamente, mientras revisaba uno de los muros a la luz del mechero, creí escuchar algo. Apagué la llama e, inmóvil como una estatua, esperé. El corazón había empezado a palpitar con violencia. Pero aquel fugaz y sordo sonido —algo así como un chapoteo— no se repitió. El fondo del pasadizo continuaba en tinieblas. Era difícil precisar sus perfiles y lo que pudiera albergar en lo más profundo. No voy a ocultarlo: una familiar sensación de miedo me hizo temblar las rodillas. Y unas gotas de sudor resbalaron por los costados. Peleé conmigo mismo, tratando de razonar. Allí, seguramente, no había nadie. Todo era fruto de la tensión. No salí muy convencido del lance. El instinto —más que la inteligencia— difícilmente se equivoca.
¿Qué hacía? ¿Continuaba avanzando o daba media vuelta, obedeciendo la lógica y natural inclinación a salir de aquel lugar?
Tragué la escasa saliva que me quedaba y, aceptando el imprevisto desafío, caminé sigilosamente, sin despegarme del muro derecho. Esta vez lo hice a oscuras. «Si se trataba de una falsa alarma —razoné con dificultad—, tiempo y oportunidad habría de repasar los paños de tierra que restaban por explorar.»
Según mis cálculos, llevaba recorridos unos diez o quince metros, ignorando cuánto faltaba para la culminación del túnel. Siguiendo una vieja táctica, inspiré profundamente y repetidas veces, buscando apaciguar la frecuencia cardíaca. Lo logré a medias. Estaba seguro de haber oído aquel ruido. Esta idea, unida a las tinieblas y al silencio del recinto, habían hecho saltar mis alarmas.
El piso se hacía cada vez más resbaladizo. Procuré aferrarme a los pedregosos entrantes de la pared, no dando un solo paso sin antes tantear la solidez del inclinado pavimento. Cuando había ganado veinte o veinticinco metros, otro seco golpe llegó con nitidez. Ahora no había dudas. Era como si una piedra, o algo contundente, topara con un muro. Los escalofríos me recorrieron en oleadas. En un arranque accioné el mechero, al tiempo que lanzaba un inseguro: «¿Quién hay ahí?»
No hubo respuesta. Pero, coincidiendo con el encendido de la llama, dos nuevos golpeteos —más cercanos— me helaron la sangre. Ahora, y sólo ahora, rememorando la escena, se me antoja tragicómica. En aquellos instantes, consecuencia del miedo y de los nervios, en lo único que reparé fue en una acuciante necesidad de orinar. Obviamente me contuve.
Entorné los ojos y, forzando la vista, creí distinguir a no mucha distancia una informe mezcolanza de sombras verticales y horizontales. ¿Qué demonios era aquello?
La curiosidad —nunca he logrado entender la extremada fuerza de tal atributo— se impuso al miedo. Sin embargo necesité algunos segundos para mover las piernas. Con el brazo derecho tenso como un mástil, soportando el doloroso contacto con el recalentado mechero, seguí aproximándome a lo que intuía como el final del subterráneo. El silencio, de nuevo, era total. Un silencio cargado de presagios. Saturado por mi propio miedo.
¿Sombras estilizadas? ¿Sombras inmóviles, dibujando un incierto amasijo de líneas (?) verticales y horizontales? ¿O no estaban inmóviles? Estas interrogantes me acompañaron los últimos metros, al tiempo que —gracias al cielo— la pobrísima radiación de mi encendedor fue rompiendo la negrura. Me detuve. Paseé la diminuta luz a izquierda y derecha y, de improviso, recibí un fétido olor. Sujeté la mano derecha con la izquierda, en un esfuerzo por inmovilizar la llama. La candela osciló, agitada por algún tipo de corriente. A los pocos minutos descubría ante mí —a cosa de tres o cuatro metros— una rudimentaria y semipodrida valla de madera, que me cerraba el paso. Respiré con alivio. Ligeramente encorvado, todavía con los músculos en guardia, me situé frente a los listones que ponían fin a aquella zona del túnel. La barrera apenas si alcanzaba un metro de altura. Me asomé despacio y, al extender el mechero, comprendí. Sencillamente, había cubierto los treinta o treinta y cinco metros de un subterráneo que moría en una piscina o cisterna, inundada de una agua hedionda y verdinegra. En cuanto al enjambre de «sombras», no era otra cosa que un apretado bosque de palos y postes que apuntalaba la techumbre del cubículo a derecha e izquierda. No sabía si reír o llorar. El miedo me había jugado una mala pasada. E, incomprensiblemente, olvidé los extraños ruidos. La calma volvió a mí y, deseoso de proseguir la búsqueda, dediqué un tiempo a pasear arriba y abajo de la valla de seguridad, examinando las maderas. Todo era normal. Al otro lado, el declive del terreno concluía bruscamente. Semienterrados, distinguí cuatro relucientes y enormes peldaños de basalto que se hundían en la charca. El rudimentario sistema de iluminación no permitía ver más allá de dos o tres metros. En consecuencia, desconocía las dimensiones de la cisterna y lo que pudiera haber al otro lado de las primeras hileras de postes.
Era el momento de evaluar mi situación. Frente a la mugrienta valla, respirando las nauseabundas emanaciones del agua estancada, fijé la vista y los pensamientos en la negra incógnita que tenía ante mí. Busqué en la memoria. La verdad es que apenas si había leído gran cosa sobre aquella parte de las excavaciones en Hazor. Sin duda, se trataba de un antiquísimo sistema hidráulico, ideado para el abastecimiento de una ciudad-fortaleza que, como registra la historia, se vio sometida a diversos y prolongados asedios. Lo asombroso es que, después de tantos siglos, el agua siguiera llenando el fondo del subterráneo. Calculé el camino recorrido, estimando que podía hallarme a 25 o 30 metros de profundidad. Mi gran duda era si debía arriesgarme a continuar la marcha, explorando el resto del túnel. (Lo de «marcha» era un decir, claro. La cerca de madera estaba allí por algo.) Experimenté un incómodo desasosiego. Pero lo atribuí al cúmulo de contrariedades que venía padeciendo. «¿Y si la clave del misterio estuviera más allá?» La tiranía del criptograma se dejó sentir por enésima vez. «¿Es que iba a tirar la toalla ante la primera seria dificultad que me cerrase el camino?»
La decisión estaba casi asumida cuando, en mitad de la oscuridad, oí un nuevo y misterioso golpe. Fue como un «plof». Prendí el encendedor y, al momento, descubrí el fatigoso avance de unas ondas en la superficie de la cisterna. Algo se había precipitado en las aguas. Y el miedo resucitó. Elevé la llama en un intento de visualizar el techo de la galería. Quizá se tratase de algún desprendimiento, tan habituales en túneles de esta naturaleza. La sola idea de un derrumbe me sobrecogió. Pero, al punto, al reconocer el rocoso y compacto techo abovedado, rechacé la ocurrencia. Entonces, si no era una piedra lo que acababa de agitar la piscina... El recuerdo de éste y de los golpes precedentes me acobardó. Como ya señalé, los había olvidado. En un santiamén, la imaginación se encargó de debilitar los escasos ánimos. ¿Y si la charca —cuya profundidad desconocía— ocultaba algún animal? Discutí conmigo mismo. Eso no era razonable. ¿Qué clase de bestia podría sobrevivir en una ciénaga así? Peores cosas había visto. Claro que cabía también la posibilidad de que, en el extremo oculto del túnel... Me autorrebatí sin miramientos. Eso no tenía mucho sentido. Si la galería continuaba, e incluso disponía de una segunda entrada, ¿por qué suponer que allí, en algún oscuro e incierto nicho del subterráneo, tenía que haber una guarida de perros o animales asilvestrados? Además —remaché con convicción—, ese o esos supuestos perros no habrían desaparecido bajo las aguas.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
¡Maldita sea! La curiosidad seguía minando mi sentido común. ¿Qué había al otro lado de la cisterna y del andamiaje de sustentación del túnel? Era menester aclararlo. Si retornaba a la superficie sin intentarlo, jamás me lo perdonaría. Y, lo que era peor, quizá perdiese la ocasión de despejar el enigma.
¡Al diablo con todo! Aseguré la bolsa de las cámaras contra mi espalda, situando la correa en bandolera y, pleno de coraje y de una insensata inconsciencia, salté la cerca.
El terreno, al filo de los peldaños de basalto, era fangoso. A derecha e izquierda, hundidos en el barro, se levantaban los primeros puntales de madera. Mi propósito era trepar por ellos y, con toda la precaución del mundo, deslizarme sobre los travesaños hasta el final de los mismos. En aquellos agitados instantes no vi una fórmula mejor para salvar la charca.
Mis manos se humedecieron al palpar los maderos de la izquierda. «Mal asunto», sentencié. A la luz del mechero inspeccioné las bases. Se hallaban deterioradas. Era de esperar. Aquel armazón, dispuesto por los hombres de Yadin, venía soportando un desgaste de treinta años. La humedad de la cisterna, implacable, lo había corrompido todo o casi todo. Examiné los clavos que soldaban los palos horizontales a los verticales. La mayor parte —corroída por el óxido— no ofrecía mucha seguridad. ¿Resistirían mi peso? Decidí verificarlo. Me apoyé con ambas manos sobre el travesaño más bajo, situado a cosa de ochenta centímetros del terreno, propinándole varios e inmisericordes empellones. La estructura se resintió, crujiendo amenazadora. Fue un aviso. Pero no todo terminó ahí. Amén de patinar peligrosamente sobre la curvatura del madero, al tercer o cuarto «embate» escuché un nuevo «plof». Esta vez, a mi derecha y muy próximo. Me revolví frenético. La única respuesta fue otra cansina serie de ondas circulares avanzando hacia mis pies y el silencio. Un silencio que secó mi garganta. El irritante misterio de aquellos golpes empezaba a encolerizarme. Descendí hasta el último de los escalones y, en cuclillas, acerqué la llama a las aguas. Fue inútil. La negrura era impenetrable. Agité la superficie con la mano izquierda y, al acercar los dedos a la nariz, un repugnante olor a podrido me echó para atrás. Permanecí pensativo y expectante, bregando con la oscuridad. Al poco, por mi izquierda, junto a uno de los postes ubicado a metro y medio, emergieron varias burbujas. Sentí cómo los vellos de la nuca se erizaban. No tuve valor para moverme. Aquellas burbujas, las únicas que había observado desde que llegara a la cisterna, confirmaron las iniciales sospechas. Allí abajo habitaba o se movía algo... Segundos después otro burbujeo, más intenso, delató la presencia del supuesto animal junto a la base del poste contiguo. Parecía alejarse hacia el interior de la charca. Temblando de miedo, hecho un ovillo sobre el húmedo peldaño, fui abriendo la cremallera de la bolsa, tanteando las máquinas. Si «aquello» —lo que fuera— asomaba entre las aguas, un oportuno flashazo me permitiría fotografiarlo y dejarlo temporalmente ciego... En caso de peligro, esa ceguera jugaría a mi favor. Los segundos transcurrieron tensos e interminables. Con los músculos agarrotados fui paseando la vista por la ciénaga, esperando que, en cualquier momento, la o las bestias irrumpieran en la superficie. De pronto caí en la cuenta de que me hallaba con medio cuerpo fuera del escalón, prácticamente sobre las aguas. ¿Y si el responsable de las burbujas buceaba hasta el filo de la piscina? La repentina y angustiosa idea pulverizó mi menguado valor. Y de un salto retrocedí hasta la valla. Un sudor frío, y el miedo, destilaban ya por los cuatro costados. Pero el túnel continuó en silencio. Nada alteró sus aguas. Y despacio, muy despacio, fui recomponiendo el malparado ánimo. Los que me conocen un poco saben que, a estas alturas de la vida, sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésta fue una de esas ocasiones en la que maldije mi escasa fortaleza de ánimo.
Guardé la cámara fotográfica y, mascullando toda suerte de improperios contra mí mismo, avancé hasta el andamiaje de la derecha. Se habían terminado las inspecciones y el rosario de fantasías. «Aquí no hay y no pasa nada —fui repitiéndome mientras me asía a uno de los palos, emprendiendo la escalada—. Aquí sólo hay miedo...»
No me equivocaba en lo del miedo. En lo otro, desgraciadamente, sí.
¡Estúpido de mí! Jamás aprenderé. Los primeros movimientos fueron sencillos. Molestos y delicados ante lo resbaladizo de los troncos, pero de escasa dificultad. El entibado moría a unos cinco metros de la superficie de la charca. Tanteé varios de los travesaños horizontales, eligiendo uno de los más gruesos. Ante la presión de mi pie, gimió levemente. Pero soportó el peso. El largo madero, claveteado a los postes verticales, se hallaba a unos dos metros sobre el nivel de la ciénaga, perdiéndose en la profundidad del túnel. Aquella batería de postes y tablas, al igual que la que había sido plantada en el lateral izquierdo del subterráneo, formaba un intrincado laberinto de difícil acceso. Los troncos horizontales habían sido dispuestos a medio metro uno de otro, reforzados en el interior de la masa del andamiaje con decenas de estacas, apuntaladas en aspa. Intentar el avance por el centro de la estructura habría sido laborioso en extremo. Así que, en mi afán por ganar tiempo, elegí la cara externa: desnuda y vertical sobre las aguas. Frente a este podrido e improvisado «puente» —a cuestión de cuatro o cinco metros— corría paralela, como digo, la estructura de la izquierda.
Atrapé el mechero entre los dientes y, midiendo cada paso, probando palmo a palmo la integridad y resistencia del tronco al que me aferraba, fui avanzando. La humedad, conforme me adentraba en el interior de la cisterna, fue en aumento. Un moho negruzco envolvía la mayor parte de las maderas, deshaciéndose entre mis dedos y suelas. Tomé aliento y, al mirar hacia abajo, la mancha negra de las aguas y el recuerdo de las burbujas me estremecieron. Si alguno de los tramos cedía, mi situación podía ser comprometida. Espanté tan funestos presagios y, con los cinco sentidos en cada centímetro de la madera, reanudé la marcha.
Todo fue relativamente bien hasta que, a cinco o seis metros de la orilla, al sortear otro de los postes, los viejos golpeteos me helaron la sangre. Pegué la cara al madero y, conteniendo la respiración, escuché. Los ruidos, ahora, eran continuos. Encadenados. Muy cercanos. Y percibí cómo los vellos de mi cuerpo se erizaban a un tiempo. Tras unos segundos de indecisión, abrazado al poste con todas mis fuerzas, incliné la cabeza, buscando la charca. La oscuridad no me facilitó las cosas. No acertaba a comprender...
De pronto, algo golpeó la bolsa. Fue un impacto seco. Violento. Las piernas se doblaron y una dolorosa lengua de fuego se propagó por mi vientre. Clavé los dedos en la madera, aterrorizado ante la «agresión» y, sobre todo, ante la idea de perder el equilibrio y caer.
¡Algo se movía a mi espalda, pateando y arañando la bolsa de las cámaras! Era pesado y topaba violenta y anárquicamente contra mis riñones. El pánico bloqueó la garganta. No podía volverme. Ignoraba lo que se revolvía a mis espaldas y, aunque el instinto me ordenaba soltar una de las manos y defenderme, la posibilidad de resbalar y precipitarme en las aguas fue más poderosa. En aquellos eternos segundos noté cómo el animal se asomaba al filo de la bolsa, desequilibrándome. Y, ciego por el pánico, comencé a agitarme, balanceando el equipo a derecha e izquierda con histérica desesperación. En los primeros vaivenes, la «cosa» debió de clavar las garras en el cuero, resistiendo, imperturbable, las violentas oscilaciones. A la quinta o sexta convulsión, la bolsa recobró su peso habitual. El animal, sin duda, había saltado.
Al aminorar la tensión, las fuerzas cayeron en picado. Tuve que abrazarme al madero, temblando de pies a cabeza. Los escalofríos y aquel miedo cerval habían hundido los dientes en el encendedor, perforando el plástico. Cerré los ojos, luchando por reprimir la agitada respiración. Pero los golpes continuaban a mi alrededor, quebrando el silencio del túnel y los desordenados intentos de serenarme. Me sentía impotente. Incapaz de avanzar o retroceder. Mi obsesión en tan dramáticos momentos era que otro u otros animales pudieran precipitarse sobre mi cuerpo. Evidentemente, los impactos en el agua eran provocados por aquellos «invisibles» seres.
No sé cuánto tiempo permanecí aferrado al poste, acobardado e indefenso. Sólo cuando los topetazos decrecieron, haciéndose más espaciados y distantes, la lucidez volvió a mí. Tenía que actuar. No podía atascarme en lo alto del andamiaje, sin saber a qué atenerme y con la permanente amenaza de una caída en unas aguas infectadas de Dios sabe qué criaturas.
«Sí, lo primero, antes de adoptar una decisión, es iluminar mi entorno.»
El miedo —quien lo haya padecido sabrá comprenderme— tiene estas y otras absurdas consecuencias. Uno habla solo. Y yo empecé a dialogar conmigo mismo, con la voz quebrada, en un fervoroso deseo de «sentirme acompañado».
«....¡El mechero! Claro...»
Pero el mecanismo no respondió.
«¡Dios!... ¿Qué pasa?»
Uno, dos, tres golpes a la ruedecilla dentada. Era inútil. Me abracé de nuevo al pestilente y húmedo madero y, a tientas, abrí al máximo el paso del gas. Los estériles fogonazos habían multiplicado los golpes y los chapoteos en la ciénaga.
«¡Vamos, vamos!»
Al segundo o tercer intento, una larga y trepidante llamarada —al fin— brotó impetuosa ante mis ojos. Y con el pulso tembloroso y desarmado levanté la candela por encima de la cabeza, hacia los travesaños superiores. El túnel se iluminó. Al instante, al descubrir lo que bullía sobre los palos y maderos, los cabellos y la piel se tensaron como agujas. El pavor y la repugnancia me hicieron vomitar. Pensé que iba a desmayarme. Y en un supremo intento por conservar el sentido, golpeé mi frente contra el puntal...
Aquella reacción me salvó momentáneamente. Con un agrio sabor, sin poder controlar los temblores que me sacudían como un muñeco, me oriné de miedo. Nunca me había ocurrido. Lo confieso.
Con los ojos espantados aproximé la llama al palo horizontal que descansaba a medio metro de mis erizados cabellos, profiriendo un desgarrador: «¡Fuera!...»
El aullido, más que grito, y la proximidad del fuego surtieron efecto, y decenas de ratas que pululaban y se amontonaban en el entibado de la galería treparon y huyeron en todas direcciones, empujándose y cayendo a la ciénaga.
Eran ratas grises. Muchas de ellas enormes como gatos, chorreantes y con sus repulsivos pelajes inhiestos como púas.
Entre escalofríos fui dirigiendo la llama arriba y abajo, a derecha e izquierda, tratando de averiguar el número de las que se retorcían y circulaban veloces por los postes cercanos. Imposible calcularlo. Quizá fueran más de un centenar.
Es curioso. El instinto de conservación tomó las riendas y, mientras agitaba el amenazante brazo derecho, una atropellada secuencia de posibles soluciones desfiló por mi cabeza. Lo más sensato era retroceder y escapar de allí. En alguna ocasión había leído algo sobre tales roedores y sabía de su voracidad, inteligencia y capacidad destructora. También es cierto que raramente atacan o se enfrentan a un enemigo superior. Pero ¿cómo saber si aquella colonia reaccionaría así? ¿Y si estaban hambrientas?
La enloquecida dispersión de los núcleos más próximos me tranquilizó a medias. Estaban tan aterrorizadas como yo, aunque no podía fiarme. Algunas, quizá las más viejas, fueron a refugiarse en lo más intrincado del bosque de palos, desapareciendo en las tinieblas. Otras, en cambio, a prudencial distancia del fuego, se revolvían nerviosas, agitando sus peladas colas en el vacío y levantando los puntiagudos hocicos en actitud dudosa. Sus uñas y dientes destellaban a cada movimiento, llenándome de pavor. Varias de las ratas —no supe nunca si las más audaces o hambrientas— se atrevieron a cruzar por el poste horizontal más próximo y paralelo al que me servía de asidero. Centímetros antes de llegar a la altura de mis ojos, frenadas por las temblorosas acometidas de la llama que sostenía entre los dedos, daban media vuelta o se sentaban sobre sus cuartos traseros, orientando los sanguinolentos pabellones auditivos hacia el anárquico ir y venir del mechero. Desafiantes, como digo, algunas llegaban a aventurarse por el travesaño, corriendo veloces frente a mi rostro. En una de las ocasiones, medio enloquecido, acerté a golpear con los nudillos en el espeso pelaje de uno de los animales. Y el fuego prendió en el vientre. La rata se revolvió y, entre chillidos, lanzó una dentellada a la zona incendiada. El dolor la obligó a buscar el poste vertical más cercano y, enroscando la cola en el madero, descendió veloz hacia la charca. El siseo del fuego al contacto con el agua y una pequeña humareda pusieron punto final al lance. Sin poder reprimir la angustia, estallé en un nuevo y prolongado grito que provocaría otro precipitado alejamiento de los roedores. Con asombrosa habilidad, saltando por encima de sus congéneres, muchas de las alimañas, ayudándose siempre de las colas, tomaron el camino de la ciénaga, corriendo postes abajo hasta zambullirse en las aguas.
Algo reconfortado (?) por mi pequeño triunfo, deslicé la mano izquierda por el palo vertical y, en cuclillas, intenté iluminar la piscina. Por debajo de mis pies, en los maderos, gracias a Dios, no distinguí ninguno de los escurridizos y negros bultos. La cloaca, en cambio, parecía un hervidero. Las ratas grises, resistentes nadadoras, se dirigían veloces hacia la orilla y el entablado de la izquierda. Si caía al agua podía darme por muerto...
Y obedeciendo al instinto de conservación, empecé a retroceder, a la búsqueda de tierra firme.
«Hazor es su nombre...»
Nunca lo he asimilado. ¿Cómo un hombre atemorizado puede doblegar su natural inclinación a huir y, en cuestión de segundos, enfrentarse a lo que le acobarda? Quizá ésta sea una de las maravillosas paradojas de la condición humana...
La cuestión es que, cuando apenas llevaba recorridos unos metros, la «fuerza» que siempre me acompaña resurgió en mí. Y las frases del criptograma se entremezclaron con otros no menos violentos reproches.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
«No, no puedo abandonar...»
«....El número secreto de sus plumas...»
«¡Sólo son ratas!»
«....el que ha de preparar tu camino.»
«¡Es preciso luchar!»
¡Maldición! Mi ánimo, muy a pesar mío, empezaba a fortalecerse. Las ratas, al menos de momento, no habían dado muestras de agresividad. Quizá pudiera alcanzar el otro extremo del subterráneo. Pero el miedo, tan sólido como el deseo de ganar la cara oculta de la galería, me hizo dudar.
«¡Decídete! Si al menos tuviera algo con que defenderme...»
No tenía más remedio que apagar el mechero. La cápsula metálica abrasaba. Pero la sola idea de la oscuridad, rodeado de aquel ejército de ratas, me estremeció. Recordé el cuaderno «de campo». Sí, aquello podía servir. Sus estrechas y alargadas hojas darían un respiro al encendedor.
Arranqué varias de las páginas en blanco y, retorciéndolas, improvisé una antorcha. Estaba decidido. Sujeté el providencial bloc a mi cintura, hundiéndolo en parte sobre el vientre, y, en otro arrebato, me precipité hacia el interior del túnel. Debía actuar con celeridad. Aquella frágil «tea» no duraría mucho. El fuego devoraba el papel y yo seguía ignorando la profundidad del entibado. Entre escalofríos, aferrado al palo horizontal con la mano izquierda y repartiendo las miradas entre el poste sobre el que caminaba, las inquietas ratas y el fuego, conseguí avanzar una docena de pasos. En parte por liberar la tensión y el pánico y también para ahuyentar a los habitantes del subterráneo, acompañé los movimientos de otros tantos y sonoros aullidos que hicieron enloquecer al eco, multiplicando las carreras de las alimañas y los chapoteos en la ciénaga.
Resistí la proximidad del fuego hasta que, a escasos milímetros de los dedos, el calor me hizo soltar la antorcha. Las tinieblas se precipitaron sobre el lugar. Arrecié en los gritos, mientras, torpemente, preparaba una segunda tea. La aparición de la lumbre no apaciguó el frenético bombeo del corazón. Mi pecho se agitaba violentamente. Escruté los palos inmediatos. Las ratas, cada vez más alteradas, habían dejado de huir, amontonándose convulsas y chillonas a tres o cuatro metros por delante de mí. Otras retrocedían, evitando los travesaños sobre los que me encontraba. Grité con más fuerza, protegiendo mi cuerpo con el fuego. No entendía aquella peligrosa detención y vuelta atrás de los roedores. ¿Por qué no escapaban hacia lo más profundo de la galería? La respuesta estaba frente a mí. Confuso y pendiente de las ratas, no lo comprendí hasta chocar casi con ella.
En uno de los avances de la tea creí verla. Sí, ahora estoy seguro. El resplandor amarillento la iluminó fugazmente. Pero sólo cuando el pie izquierdo fue a topar con ella, el presentimiento se hizo realidad. La más decepcionante de las realidades.
«¡Oh, no!»
Palpé incrédulo. La rugosidad de la roca fue demoledora. Allí mismo se secaron las fuerzas y la última gota de esperanza. El túnel finalizaba en una pared cementada, lisa y desnuda. Atónito, moví la tea a diestra y siniestra, buscando un hueco, un pasadizo, una continuación de la galería. Imposible. Los únicos orificios eran los practicados por los trabajadores de Yadin a la hora de perforar el subterráneo con los maderos de sustentación. Unos boquetes que las ratas se habían encargado de ensanchar, acondicionándolos como madrigueras. El crepitar del fuego, chamuscándome los dedos, me hizo reaccionar. Las brasas escaparon de mi mano y el silencio, las tinieblas y la desolación se abatieron sobre mí. Por un instante había olvidado dónde me hallaba. El sentimiento de frustración era total.
¡Qué estupidez la mía!
Ya sólo cabía volver. Deshacer lo andado. Antes, claro, era preciso salvar aquella veintena de metros, sobre unos maderos semipodridos, resbaladizos e infectados de ratas...
La sensación de inutilidad fue tan profunda que —digo yo— durante los primeros minutos eclipsó al miedo. Maquinalmente arranqué las postreras hojas del cuaderno, incendiándolas. La fortuna no estaba de mi lado. Al tantear en el pantalón, con el fin de guardar el mechero, éste se escurrió entre los mojados dedos, cayendo a la ciénaga.
«¡Mierda!»
Fue la gota que colmó mi indignación. ¿Cómo iba a cruzar la estructura de madera? Sin la protección del fuego, los roedores podían abalanzarse sobre mí... Y un copioso sudor bañó las sienes. Contemplé la oscilante llama como hipnotizado. Apenas si tenía antorcha para uno o dos minutos. Sin embargo, el miedo vino a sacudirme.
Aún quedaban hojas en el cuaderno «de campo». Pero ésas —repletas de anotaciones— eran sagradas. Pensé en sacrificar la cazadora o la camisa... Afortunadamente reparé en otro elemento, de más fácil y cómodo manejo. Trasladé la tea a la mano izquierda y, sin pérdida de tiempo, me apoderé de uno de los rollos de película. Atrapé la cola entre los dientes y tiré del chasis. Al segundo golpe, el metro y medio de negativo quedó al descubierto, culebreando entre las piernas.
Debía trabajar con precisión. Sin demoras. Caminé hasta el poste vertical más cercano y, antes de que la endeble antorcha se agotara, envolví chasis y película en las agonizantes llamas. El velado Tri-X se retorció, desprendiendo un penetrante e intoxicante olor.
Las ratas, desorientadas por el súbito cambio de dirección del fuego, se apelotonaron sobre los mástiles por los que debía cruzar. Dudé. Era preciso apartarlas. Gané otro par de pasos sobre el crujiente travesaño, hostigándolas con el fuego y los gritos. Algunas huyeron. Otras, confusas e irritadas, plantaron cara o empezaron a girar sobre sí mismas, como enloquecidas. Temiendo lo peor, eché mano del pañuelo e, incendiándolo, lo arrojé con los restos de la antorcha sobre las más cercanas. El trapo y las pavesas se derramaron entre las ratas, provocando una desbandada. El camino quedó libre.
Las verdiazules lenguas de fuego del film seguían su lento y trabajoso ascenso.
Tres, cuatro nuevos pasos.
Me hice con dos rollos más y, al tiempo que barría el madero con el inflamado Tri-X, vigilando a los roedores y procurándome un mínimo de visibilidad, fui jalando y preparando un segundo film.
....Seis, siete pasos más.
Me detuve. Me faltaba el aire. Prendí la siguiente película y, cuando me disponía a cubrir el tramo final, el poste crujió bajo mis pies, cediendo e inclinándose. Fue casi instantáneo. La película escapó de entre mis dedos, hundiéndose en la ciénaga con un tramo del travesaño. Instintivamente, al percibir el desplome del madero, me aferré al poste superior.
«¡Jesús!»
No pude articular una sola palabra más. El terror anudó mi garganta. Colgado y balanceándome bregué por izarme hacia el salvador travesaño. Otro siniestro crujido me descompuso. Temeroso de que se quebrara, opté por avanzar, valiéndome de las manos y del impulso del cuerpo en el vacío. El siguiente poste vertical no se hallaba muy lejos. Si lograba alcanzarlo, suponiendo que los restantes maderos horizontales no hubieran sufrido la misma suerte que el anterior, podría asentar de nuevo mis pies y recuperar el pulso. Gimiendo, resoplando y rezando para que el húmedo poste no se viniera abajo, fui palmeando sobre la madera, con los dedos crispados y pringosos de moho.
«¡Dios mío, ayúdame!»
En uno de los vaivenes, los pies tropezaron con el ansiado poste.
«¡Ahí está!... ¡Un poco más!»
Las fuerzas flaqueaban. Tenía que llegar. Contuve el aliento y, apretando las mandíbulas, gané un nuevo palmo. Pero inesperadamente los dedos pisaron una nervuda y fría pata. Creí morir. Despegué la mano derecha y, en una reacción animal, adelantándome a un posible ataque, tensé los músculos, izándome a pulso hasta tocar la base inferior del madero con el cráneo. No sé de dónde saqué las fuerzas y el coraje. Y entre convulsiones, aullando de rabia y pánico, golpeé la oscuridad con el puño cerrado. Una de las descargas alcanzó de lleno a la rata, arrojándola al vacío. Tuve el tiempo justo de agarrarme al travesaño, que osciló peligrosamente al aflojar la tensión.
El negro bulto cayó como un plomo, yendo a estrellarse contra mi bota izquierda. Y, ágil y precisa, hundió las uñas en el material, manteniendo el equilibrio sobre el empeine.
«¡Oh, no!»
Lancé un alarido, pateando las tinieblas. Pero la rata, tan grande como mi pie, resistió las embestidas. Si aquella bestia trepaba por el pantalón no tendría más remedio que soltarme del poste...
Un hielo acerado subió por mi columna vertebral. Podía sentir las uñas perforando la bota. Y noté cómo la pierna izquierda, agotada, perdía fuerzas. La mente se negó a pensar. En segundos me había transformado en un loco salvaje e irracional, dominado por el pavor. Me convulsioné, escupí y pateé a la rata con la bota derecha, inundando el túnel con una catarata de gritos y maldiciones. Medio aplastado, el animal cedió, cayendo finalmente a las aguas. Y presa de una inenarrable desesperación «volé» casi hasta el madero vertical. Y a gatas, ajeno a toda precaución, gimiendo y aullando, me deslicé por el travesaño horizontal sin el menor sentido de la orientación y del punto al que me dirigía.
Segundos después chocaba violentamente contra otro de los postes. Sólo recuerdo que, conmocionado, perdí el equilibrio. Y la temida imagen de la ciénaga me acompañó en la caída.
Puede parecer pueril. El caso es que siempre he creído en la proximidad del «ángel de la guarda». Y en aquella ocasión, con más razón.
Fue el frío lo que me despabiló. Al recuperarme del topetazo me encontré boca abajo, con el rostro semihundido en el barro. Intenté incorporarme, pero la correa de la bolsa y un agudo dolor en la frente me retuvieron en la misma postura.
«¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba?»
Moví las piernas y me asusté. Parte del cuerpo se hallaba sumergido en la charca.
«¡Oh, Dios!»
Ahora lo entendía. Rememoré la escena de la rata, la enloquecida carrera sobre el travesaño y el golpe final. La Providencia, al quite, había permitido que cayera al borde de la ciénaga, junto a los escalones de basalto.
Me arrastré fuera del agua y, a trompicones, pasé al otro lado de la cerca. Estaba empapado, sucio de lodo y, lo que era peor, abatido. Caminé como un autómata, remontando la pendiente del subterráneo y no me detuve hasta que, en el fondo del pozo, la tibia luz del día me bañó de pies a cabeza. Me deshice del equipo, contemplando las ropas con desolación. El dolor seguía latiendo en mi cabeza, aunque no era lo que más me preocupaba. Me recosté contra la pared y cerré los ojos, dejando que el sol templara los nervios. Poco faltó para que rompiera a llorar. Todo había sido en vano. Había arriesgado la vida... por nada. Allí, en aquel infierno, sólo había descubierto —una vez más— mi enorme torpeza y una ilimitada capacidad de miedo... El enigma, el mayor y el Destino acababan de burlarse de mí. Descorazonado, sin ánimos para revisar siquiera las cámaras fotográficas, inicié una cansina ascensión por aquellos malditos e imborrables 150 peldaños. Jamás volvería a Hazor. Jamás...
Pero la intensa jornada no estaba terminada.
En las ruinas reinaba la paz. Una calma que yo había perdido. Bebí ansioso de la fresca brisa que bajaba del Hermón y, al pie de los carteles que anunciaban el túnel, levanté los ojos hacia el celeste de los cielos, agradeciendo que, después de todo, el buen Dios y sus «intermediarios» hubieran sido misericordiosos.
La plegaria no duró mucho. Los dígitos del reloj —marcando las 13.30 horas— me recordaron que debía regresar. Había perdido la noción y la medida del tiempo. A lo lejos, en el vértice del triángulo arqueológico, un grupo de colegiales, alborozados y parlanchines, visitaba la ciudadela. Me estremecí ante la posibilidad de que los niños penetraran en la galería y cometieran la travesura de saltar la valla de madera. E irremediablemente, a la vista de los muchachos, mis pensamientos volaron junto a mis hijos.
El Mercedes se hallaba cerrado y solitario. Solimán, aburrido quizá por las cuatro horas y media de espera, había desaparecido. Más sereno, aproveché para poner en orden mis cosas. Me descalcé, examinando la bota izquierda. El material, en efecto, aparecía perforado en diferentes puntos. Me negué a recordar. Traté de escurrir la mitad inferior de los pantalones, pero, sin desprenderme de ellos, era casi imposible. El resto del equipo, excepción hecha del cuaderno «de campo», no parecía haber sufrido en demasía. Deposité el calzado y los calcetines en el techo del vehículo y, reclinando la espalda en uno de los muros, fui a sentarme en el caldeado suelo de Hazor. El hematoma en la frente empezaba a hacerse ostensible. Me contemplé de abajo arriba y el viejo sentimiento de frustración vino a mezclarse con el asco. Apestaba.
Sin proponérmelo, encarado al sol, caí en la tentación de analizar cuanto llevaba recorrido e investigado. El enigma continuaba virgen, distante y sellado. No había ganado un solo paso. Al contrario. Todo estaba consumado. Perdido. No me sentía con ganas de proseguir ¿Para qué? Hazor era un fracaso. Aquéllos, sinceramente, fueron los minutos más decepcionantes de toda mi aventura en Israel.
Estaba decidido. Retornaría a Jerusalén y, sin más demoras, tomaría el primer vuelo a España. Me daba por vencido. Pero el Destino, evidentemente, tenía otros planes.
—¡Hombre de Dios! ¿Dónde se había metido?
La gruesa voz del guía, a mis espaldas, me arrancó providencial, aunque sólo temporalmente, de la oscuridad de tales ideas.
Al volverme, Solimán frunció el entrecejo.
—¿Qué le ha pasado?
Me incorporé, tratando en vano de disimular mi lamentable aspecto. Boquiabierto, me miró de hito en hito. Y mudo por la sorpresa, señaló mis pies desnudos, interrogándome con la mirada. Me encogí de hombros y, sin demasiado entusiasmo ni detalles, insinué que había sufrido un estúpido accidente en el fondo de la galería.
La cetrina tez del nazareno se distendió, dando paso a una sonrisa de complicidad. Sus negros ojillos chispearon. No comprendí. Y haciéndome un gesto con la mano, me invitó a regresar al automóvil. Me calcé en silencio y, una vez en el interior del Mercedes, el perspicaz árabe me tendió unas mandarinas. Las devoré.
Solimán esperó unos segundos. Me observó sin el menor pudor y, cuando lo estimó conveniente, me preguntó en tono conciliador:
—¿Qué busca usted realmente...?
Mi esquiva mirada y el embarazoso silencio me delataron.
—Quizá yo pueda ayudarle —terció con habilidad.
Sonreí para mis adentros. ¿Cómo podía hacerlo?
—Otros, antes que usted —presionó—, también lo han intentado.
Esta vez le miré de frente.
—¿Otros?... ¿Cuándo?
Había caído en la trampa. Solimán, satisfecho, se arrellanó en el asiento, respondiendo con otra interminable sonrisa.
—Pero ¿de qué me habla? —repliqué en un pésimo y tardío esfuerzo por rectificar.
Separó la mano izquierda del volante y, señalando las ruinas con el índice, sentenció:
—La leyenda habla de un tesoro oculto en las entrañas de Hazor.
Aquello era nuevo para mí. Le animé a continuar.
—En la época helenística, el fortín fue reconstruido, y su guarnición, testigo de la batalla de Jonatán contra Demetrio II. Pues bien, los supervivientes, al parecer, enterraron el botín en algún lugar de la meseta...
Con una sonora carcajada corté sus explicaciones. No pude evitarlo. Me excusé y, negando con la cabeza, le hice ver que desconocía el asunto y que, precisamente, no era un tesoro lo que perseguía. Al menos, un tesoro de aquella naturaleza...
—¿Entonces...?
Suspiré con desaliento. Le lancé una breve e inquisidora mirada y, tras unos segundos de reflexión, me dejé llevar. ¿Qué podía perder?
—Tiene razón, Solimán. Busco algo...
Atento, asintió con la cabeza.
—Busco algo que no he sabido descubrir. Algo que ha pertenecido o pertenece a Hazor... Algo que tiene alas...
El hombre enmudeció. Por un momento creí que me tomaba por un loco.
—¿Alas, dice usted?
Sin esperar respuesta, se enfrascó en nuevas meditaciones. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué guardaba silencio? ¿Es que había algo? Era increíble. En décimas de segundo, un chispazo de esperanza volvía a ponerme en tensión, arrinconando mi aún caliente fracaso.
Aguardé nervioso. Pero el árabe no pestañeó. Eché mano de la cartera y, antes de que abriera la boca, le mostré un billete de cien dólares.
—Si me ayuda a encontrarlo —le anuncié con vehemencia—, si me dice dónde hallar un ídolo, una pintura, una piedra..., no sé..., algo que presente unas alas, esto será para usted.
Giró la cabeza lentamente. Examinó el dinero con avidez y, saltando del coche, tartamudeó:
—¡No se mueva!... ¡Espere aquí!
Atónito, le vi correr y desaparecer en dirección al puesto de control. Abandoné el automóvil y poco faltó para que saliera tras él. ¿Le había ofendido? ¿Por qué aquella violenta reacción? Me eché a temblar. La espera se prolongaría durante una irritante e interminable hora. En ese tiempo tuve oportunidad de fraguar toda serie de hipótesis. Lo más curioso, sin embargo, es que mi aparente firme propósito de abandonar la empresa se hubiera disipado en un abrir y cerrar de ojos. Nunca he conseguido comprender mis locas contradicciones...
Solimán apareció al fin por la empinada rampa de acceso a las ruinas. Venía a la carrera. Sudoroso, jadeante y pletórico se introdujo en el Mercedes. Le imité y, sin mediar palabra, arrancó, dirigiéndose a la zona de salida. Le vi tan ensimismado que no tuve valor para interrogarle. Ardía en deseos de hacerlo, pero su mutismo me coartó.
Conducía de prisa. Nervioso. Cruzamos ante la garita de control como una exhalación, sepultando al guarda en una blanca nube de polvo. El chófer, impertérrito, desvió la mirada hacia el espejo retrovisor, esbozando una pícara sonrisa. Al volverme distinguí la airada figura del funcionario, agitando sus larguiruchos brazos entre la masa de polvo y tierra.
Minutos más tarde, Solimán abandonaba la carretera general, aparcando frente a un moderno y funcional edificio de una planta, alejado poco más de un kilómetro del tell.
—¿Y bien?
Por toda respuesta, el hermético guía alzó sus manos en dirección al edificio, exclamando:
—El museo de Hazor.
¡Santo cielo! Lo había olvidado. Esta vez fui yo quien corrí hacia las puertas de cristal, dejándole plantado. ¿Cómo no había caído mucho antes? Allí, con seguridad, me esperaba la solución al criptograma.
«Hazor es su nombre...»
Temblando de ansiedad irrumpí en el recinto. Al verme, el portero, un hombre entrado en canas, sonrió. Obviamente, estaba al tanto de los manejos de Solimán. Porque al hacer ademán de abonar el obligado ticket de entrada, señaló hacia el Mercedes, reforzando su ancha sonrisa y franqueándome el paso.
—Comprendo —le correspondí—. Gracias...
Lancé una atolondrada ojeada a mi alrededor. La planta baja, que hace las veces de vestíbulo y recepción, apenas contenía una docena de piezas y varias fotografías aéreas de las excavaciones.
—¡Calma! —me ordené con severidad—. ¡Mucha calma!
El examen tenía que ser minucioso. Merodeé en torno a las tinas y restos de cerámica, pero no advertí nada de particular.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
Concentrado en la búsqueda necesité unos minutos para reparar en lo anómalo de aquella situación. El guía, incomprensiblemente, no se había movido del coche. Le observé a través de los ventanales. No parecía tener intención de salir del automóvil. Era muy extraño. ¿Es que todo su descubrimiento consistía en el traslado al museo? No, no era lógico. Podría haberse ahorrado las carreras, conduciéndome sencilla y directamente al lugar. Por otra parte, si sabía algo, ¿por qué tanto mutismo? ¿O es que no le interesaba la sustanciosa propina? Tentado estuve de reunirme con él e interrogarle. La verdad es que, con las prisas y la excitación del momento, no le había concedido la oportunidad de explicarse. Sin embargo —argumenté con cierto enfado— lo normal es que me hubiera seguido hasta el edificio.
La curiosidad se impuso y, olvidando el incidente, me dirigí a las escalinatas que conducen a la parte superior: al museo propiamente dicho. Poco después lamentaría este nuevo error.
La espaciosa y única sala se hallaba desierta. Inmóvil al pie de la escalera, con el pulso acelerado, quise abarcarlo todo en un segundo.
«¡Calma!», me repetí, mientras el sentido común forcejeaba con una devoradora curiosidad.
«....el número secreto de sus plumas es el número secreto del guía.»
Presentía que la clave del enigma estaba a mi alcance. Casi podía olfatearla... ¿O era mi ansiedad?
Aunque seguía careciendo de información respecto a la naturaleza del «mensajero Hazor», algo en mi interior me decía que, nada más verlo, lo reconocería. Así que, de puntillas, fui asomándome a las vitrinas. Cerámica rojiza de diferentes períodos, puntas de flecha... Nada de aquello contenía el mensaje que necesitaba.
Fui rodeando la estancia, desechando los innumerables cántaros, escudillas, telares, mesas de libaciones de basalto y las pesadas ruedas de molino, utilizadas en la antigüedad para prensar el grano.
Al llegar a un grupo de estatuas, igualmente basálticas, contuve la respiración. Examiné unos negros leones tumbados, esculpidos en pesados bloques prismáticos, todos ellos —como el resto del museo— extraídos en las excavaciones de Hazor. La forma de las melenas guardaba cierta semejanza con las de un cuerpo emplumado. Pero las figuras carecían de alas. Saltaba a la vista. Aquello no eran plumas. No obstante, obsesionado, me entretuve en contar las que adornaban una de las monumentales cabezas. El número —205— no me sirvió de mucho. Retrocedí un par de metros, buscando alguna secreta «lectura» en la disposición del conjunto. Tuve que rendirme. Mis ánimos, sin embargo, no decayeron. Tenía que ser paciente.
Consulté mis notas.
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
A pesar de saberme el criptograma de memoria, a pesar de haberlo descompuesto y desguazado durante cientos de horas, lo intenté una vez más. La palabra «mira» —siempre desde el hipotético punto de vista del autor— podía encerrar un significado puramente literal: mirar o fijar deliberadamente la vista en un objeto. Claro que, según otra acepción del diccionario, también quería decir «reflexión en un asunto antes de tomar una resolución». Cualquiera de ellas era válida. ¿Insinuaba el mayor que debía concentrar mis cinco sentidos en «algo» denominado Hazor u oriundo de Hazor? ¿O, por el contrario, se trataba de una advertencia o una invitación a la meditación?
El instinto no titubeó, inclinándose por lo primero. Hazor tenía que ser «algo». Y «algo» sólido, visible, susceptible de ser medido y contemplado.
«....y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Alas? Ahí estaba el problema. Si aceptaba el término en su sentido natural, lo lógico era pensar en un ser alado. Pero ¿en cuál? ¿En un animal? ¿En un dios? ¿En un hombre o una mujer? ¿En un símbolo?
En cambio, si me ajustaba al segundo significado —«fila o hilera»—, el dilema se envenenaba. Las ruinas no guardaban una especial simetría, ni fui capaz de descubrir una sola hilera de piedras, columnas o senderos que apuntara o me «llevara» al «guía». Además, si el mayor hubiera concebido el vocablo «alas» como «filas», ¿qué pintaban las «plumas» en el resto del enigma?
Cerré el cuaderno «de campo» y, persuadido de que el «mensajero» era otra cosa —¿quién sabe si una pintura, una moneda o una estatuilla?—, reanudé las pesquisas.
No era menester demasiada agilidad mental para intuir que lo que se exhibe en el museo de Hazor es sólo una mínima parte de lo realmente descubierto y rescatado en el tell. En la documentación consultada en Jerusalén aparecía una legión de objetos que no figuraba en aquel modesto museo del norte de Galilea. Esta realidad fue mermando mi entusiasmo. A pesar de ello me enfrenté a cada uno de los utensilios y piezas, «diseccionándolos» milímetro a milímetro. Quizá donde más tiempo consumí fue frente a una tablilla rectangular, pétrea y milenaria en la que había sido practicada una serie de incisiones horizontales y verticales. Se trataba de un juego. Eso rezaba la leyenda. Una especie de «rayuela» rudimentaria, con un total de 21 cuadraditos en tres hileras: una central con 10, y dos laterales con 5 cada una. La fila de la derecha presentaba un sexto cuadrado, adosado a media altura. En cuatro de esos cuadraditos, el artífice había grabado sendas «X». Sumé, resté y multipliqué las «cruces» de aquel galimatías, hasta que, aburrido, me convencí de que tampoco guardaba una relación clara con el criptograma. En un primer tanteo, al descubrir que las series de cuadrados sumaban 21, me alarmé. Recordé el «ritual del cementerio de Arlington», pero ahí quedó la cosa. ¿Pura coincidencia?
Desestimé igualmente una gran caracola marina, seccionada en el vértice, perforada en dos o tres puntos, y que constituía un viejo instrumento musical: el conocido shofar de la Biblia.
Tampoco los delicados escarabajos sagrados de marfil y de hueso —repletos de inscripciones egipcias— aportaron luz a la investigación.
En cuanto a las estatuillas de bronce, armas, collares y demás abalorios, ni uno solo respondía a lo señalado en el enigma: ni alas, ni plumas, ni números secretos, ni la más remota pista o indicio.
Mi derrota era total.
Al descender al vestíbulo, la amargura y la decepción se vieron repentinamente eclipsadas. Solimán departía con el portero. Una oleada de indignación endureció mi rostro. Me sentí engañado. Y avancé hacia el guía, dispuesto a cantarle las cuarenta. El árabe, alertado por su compañero, dio media vuelta y, al descubrir mi irritación, fue perdiendo la sonrisa. Pero no me dejó hablar. Recuperó al momento su buen humor y, alzando las manos en señal de paz, tomó la delantera:
—No me diga nada. Usted, señor, sufre el problema de la juventud...
Le miré desconcertado.
—Usted, amigo, es demasiado impulsivo. Usted no ha encontrado lo que busca porque no confía en Solimán.
Y, tomándome por el brazo, me arrastró al exterior del museo.
—Venga conmigo —fue su único y seco comentario.
No rechisté. Abrió la portezuela del coche y me invitó a sentarme a su lado. Era asombroso. De la amargura, decepción y enfado había saltado —en cuestión de minutos— al desconcierto y a la expectación. Aquel individuo sabía algo. Y yo, como un necio, había vuelto a malgastar un tiempo precioso. Acababa de aprender algo importante: a no abrir la boca y a escuchar.
Sin perder la sonrisa, echó mano de una negra y mugrienta cartera, extrayendo algo que, a primera vista, parecía una tarjeta postal. Los nervios me traicionaron. Extendí el brazo para tomarla, pero, divertido, negó con la cabeza, devolviéndola a su lugar. Acto seguido plantó su mano derecha a una cuarta de mi rostro, agitando sus dedos índice y pulgar. Estaba claro. Primero exigía el dinero. Le entregué los cien dólares USA y, siguiendo con aquel mudo pero elocuente «diálogo», le presenté la palma de mi mano derecha, reclamando la misteriosa tarjeta. Solimán congeló la sonrisa, repitiendo el internacional y conocido código que simboliza el dinero. Aquello era demasiado. Le recordé lo convenido. Intenté persuadirle de que, al menos, me mostrara primero lo que ocultaba en la cartera. El astuto árabe no mordió el anzuelo. Impasible a mis ruegos, sugerencias y argumentos, continuó silencioso, petrificado en su indomable sonrisa y sacudiendo los dedos, en una irreductible exigencia de nuevos dólares. Cedí, claro. Era el precio de mi improcedente desconfianza anterior. El guía no lo había olvidado y ahora, seguro de sí mismo, me tenía contra las cuerdas.
No es que sienta una especial debilidad por el dinero, pero al ver volar el segundo billete de cien dólares presentí que mi modesta economía acababa de sufrir un duro revés. «Bueno —me consolé—: aún me queda el recurso de las tarjetas de crédito...» Mi estancia en Israel podía ser larga y los gastos en estas investigaciones y peripecias son siempre cuantiosos. Pero mi confianza en la Divina Providencia —y, repito, en sus «intermediarios»— es casi suicida. Así que, como digo, accedí a sus propósitos.
—¡Buen chico! —clamó al fin Solimán.
Abrió de nuevo la cartera y, satisfecho, me ofreció lo que, en efecto, no era otra cosa que una reluciente y recién adquirida tarjeta postal de apenas 20 o 30 centavos de dólar.
Chasqueó el segundo billete y, desconfiado, lo levantó hacia el parabrisas, verificando su autenticidad. Me miró curioso y complacido, estudiando mis reacciones.
En la postal aparecían las dos caras de una antiquísima moneda: un stater de plata, acuñado probablemente en la ciudad fenicia de Tiro durante el período persa. Es decir, en la cuarta centuria antes de Cristo.
Mi pulso se aceleró, dando por bien empleados los doscientos dólares.
—¡Dios santo! —exclamé alborozado.
—¿Era lo que buscaba? —me interrogó feliz.
No supe y no pude responderle. La emoción me tenía preso. Aquello sí podía constituir una pista. Una valiosa pista...
Solimán esperaba que me deshiciera en preguntas. ¿Dónde, cómo, cuándo había localizado aquellas imágenes? Aunque en mi mente rondaban estas y otras cuestiones, me limité a devorar en silencio las caras de la vieja y deteriorada moneda. En especial, la situada a la izquierda de la postal. Y los minutos volaron. Al fin, cortés pero firme, mi acompañante interrumpiría mis divagaciones mentales. Atardecía y, con razón, me preguntó cuáles eran mis intenciones.
—Sí, claro —acerté a balbucir—. Un momento, por favor.
Retorné al museo y, postal en mano, rogué al funcionario que me mostrara la totalidad de las tarjetas, folletos y documentación a la venta. No había gran cosa. Amén de la que ya poseía —adquirida allí mismo por el árabe—, el resto del material no respondía a mis inquietudes. En consecuencia, aquél era el único «testimonio alado» existente en el tell de Hazor. Quería, necesitaba, un máximo de seguridad antes de reanudar las investigaciones.
Mientras salía al encuentro del Mercedes y de Solimán —seguramente a raíz del cansancio acumulado— tomé la decisión de zanjar nuestra visita a Hazor. Mi cuerpo y espíritu reclamaban un poco de sosiego y una interminable ducha. Después, en el silencio de mi habitación en el hotel, ya veríamos.
El guía recibió con satisfacción la orden de regresar a Nazaret. En realidad, poco o nada quedaba por preguntar respecto a la oportuna postal. Carecía de sentido que le pusiera al corriente de mi objetivo final. Así que, salvo algunos parcos, esporádicos e intrascendentes comentarios, me encerré en un mutismo total. Solimán, respetuoso, no insistiría en la historia del tesoro ni en las cábalas que, evidentemente, me traía entre manos.
Nos despedimos entrada la noche. El buen hombre, que parecía haberme tomado cariño, se deshizo en sabios consejos, ofreciéndome la hospitalidad de su hogar y haciéndome prometer que le llamaría y contrataría para futuras incursiones por Galilea.
El cansancio terminó rindiéndome. Las emociones, sustos y derroche de energías de aquella jornada pasaron factura y, al filo de la una de la madrugada, muy a pesar mío, tuve que interrumpir el análisis de la moneda. En sueños, como ocurre con frecuencia, mi mente siguió trabajando y buceando, a la búsqueda de una interpretación. Fue otra noche de pesadillas, en las que se entrecruzaron la lejana voz del mayor —dictándome el criptograma—, los angustiosos ataques de cientos de ratas y un gigantesco búho, planeando en silencio sobre las ruinas de Hazor.
Al alba desperté sobresaltado y con el cuerpo molido por las agujetas. Necesité tiempo para recordar dónde estaba. No era la primera vez que ocurría. En otras pesquisas —fruto de las tensiones o de la poderosa dinámica de las mismas—, al despertar en la oscuridad de una habitación, mi conciencia, confusa, reclama y consume unos segundos hasta ubicarse en el lugar exacto.
Coloqué la tarjeta postal junto al espejo y, mientras me afeitaba, hice balance de lo asimilado y descubierto en la tarde-noche anterior. La verdad es que no podía sentirme satisfecho. La cara de la moneda situada a la izquierda presentaba un búho, con el cuerpo casi de perfil y la cabeza directamente enfrentada al observador. Se trataba probablemente de un búho real o «gran duque», con una larga cola y los característicos penachos de plumas sobre sus respectivos pabellones auditivos. Por detrás de la rapaz nocturna se apreciaba una especie de báculo del que colgaba un apéndice triangular. Casi con seguridad: un espantamoscas.
La efigie de la derecha, bastante más deteriorada, parecía corresponder a una deidad mitológica: alguna suerte de tritón o dios de las aguas cabalgando a lomos de un caballo con cola de pez. El héroe, guerrero o divinidad se hallaba en actitud de disparar un arco. Por debajo del caballo-pez se apreciaba la superficie del agua y, en el extremo inferior de la moneda, un delfín, orientado en la misma dirección del grupo superior.
Lógicamente, desde el momento en que me enfrenté a la reproducción del stater de plata, mi atención se centró en el búho. Como ya mencioné, era el único indicio, relacionado con Hazor, que presentaba alas y plumas. Mejor dicho, una sola ala. La «estrígida», en escorzo, mostraba únicamente la de la derecha. Esta circunstancia me confundió. El enigma hablaba de «alas», en plural. Para colmo de males, esta única y solitaria ala se hallaba muy desgastada, formando un todo uniforme y monocolor, sin el menor rastro de plumas. A pesar de ello examiné el resto del cuerpo, que sí lucía un nítido y abundante plumaje. La suma final de las plumas —de las que el paso de los siglos había respetado— volvió a sorprenderme. Eran treinta y tres. Es decir, sumando ambos dígitos, «seis». De nuevo aquel enigmático «seis»...
Ahí terminaban los hallazgos. Pero no me daba por vencido. Sin la necesaria documentación y sin el imprescindible asesoramiento de los especialistas en numismática, en mitología persa, fenicia, egipcia y asiriobabilónica, era inútil sacar conclusiones. ¿Qué podían representar aquellos símbolos? Y, muy especialmente, ¿qué secreta interpretación guardaba la imagen del búho real y del espantamoscas egipcio? ¿O no era tal espantamoscas?
«....y sus alas te llevarán al guía.»
No debo ocultarlo. Esta frase del criptograma —tan precisa— me hizo desconfiar. ¿Y si no fuera el stater de Tiro el «mensajero» anunciado por el mayor? ¿De qué forma una sola ala podría conducirme al «guía»?
El caos ganaba fuerza y terreno por momentos. Tenía que reflexionar y actuar con sagacidad. Para empezar, además de reunir un máximo de información sobre la moneda, resultaba vital la localización de la misma. ¿Dónde había sido depositada? Convenía estudiarla y estudiar su entorno y asentamiento actual con todo rigor. Quién sabe si la ubicación o el propietario de la milenaria pieza podían arrojar más luz, incluso, que las escenas acuñadas en sus caras.
Por supuesto, ni en el tell de Hazor ni en Nazaret tenía muchas posibilidades de desenredar la nueva madeja. La mayor parte de los tesoros arqueológicos descubierta en suelo israelita se encuentran en los magníficos museos de Jerusalén, Nueva York, París y Londres. Y la meseta de Hazor no constituye una excepción. Había que regresar a Jerusalén y empezar prácticamente de cero.
No lo dudé más. Esa misma mañana, navegando entre la esperanza y el desaliento, cancelé la cuenta, para acto seguido abandonar el hotel y la ciudad de Nazaret. Esta vez me decidí por el servicio de autobuses interurbanos. Mi economía no hubiera resistido el dispendio de un taxi o de un coche de alquiler.
Al mediodía de aquel martes empujaba la puerta giratoria del número 39 de la calle Keren Hayesod en Jerusalén. Como siempre, el vestíbulo del hotel Moriah era un bullicioso punto de encuentro de turistas de los más remotos confines. Y, una vez más, al sortear la pléyade de parlanchines y eufóricos alemanes, japoneses, italianos y norteamericanos, me sentí solo y extraño. ¡Qué ajenos eran mis objetivos a los de aquella humanidad!
David, el único recepcionista capaz de articular algunas frases en español, puso en mis manos varios mensajes, interesándose, curioso y solícito, por el golpe que aún presentaba sobre la frente. Agradecí el gesto, restando importancia al asunto. En cuanto a las llamadas telefónicas, todas procedían del Instituto de Relaciones Culturales. Las peripecias en Hazor habían borrado de mi mente las obligaciones contraídas con dicho organismo oficial judío. La situación me incomodó. Busqué una excusa que justificara mi silencio. No era fácil. ¿Qué podía argumentar? ¿Cómo explicar satisfactoriamente el hematoma de mi rostro? Aquel estricto y atosigante control empezaba a irritarme. Así que, haciendo caso omiso de los mencionados mensajes, me enfrasqué en la lectura de una de las guías turísticas de Jerusalén. Lo razonable era iniciar mis nuevas indagaciones por los más sobresalientes museos de la ciudad. Como segunda opción tenía a los expertos en numismática y, por último, a los diferentes departamentos de Arqueología y Antigüedades de la Universidad Hebrea y del Servicio de Conservación del Patrimonio Histórico del Gobierno de Israel. Lo arduo y laborioso de la tarea no me atemorizó. Estaba dispuesto a remover cielo y tierra con tal de encontrar el stater. Curiosamente, mi búsqueda finalizaría mucho antes de lo previsto...
No tengo muy claro por qué, entre tantos museos, fui a elegir el Rockefeller. Quizá por lo avanzado del día y su relativa proximidad al hotel donde me alojaba. En Jerusalén, la casi totalidad de estas instituciones cierra sus puertas entre las cinco y las seis de la tarde. Disponía por tanto de unas tres horas. Por otra parte, en la extensa relación de científicos con los que había empezado a entrevistarme figuraba uno —Joe Zías— del departamento de Antigüedades del referido museo Rockefeller, que seguramente podría orientarme. Todo esto, supongo, contribuyó a que, sin más demoras, marcara el 278624. La fortuna me respaldó. Zías se hallaba en el museo y me recibiría. Minutos más tarde un taxi me dejaba en el extremo de la calle Suleiman, frente a las murallas del vértice norte de la Ciudad Vieja. Permanecí unos segundos ensimismado y disfrutando del blanco azulado de aquellos muros. Era imperdonable. En el tiempo que llevaba en la Ciudad Santa no me había regalado un minuto de descanso.
Me encogí de hombros y, tras soportar un minucioso registro del equipo fotográfico, el vigilante del museo retuvo la bolsa. Las medidas de seguridad, tanto en el exterior como en el interior del palacete que sirve de sede al museo, estaban plenamente justificadas. Los tesoros allí depositados son excepcionales.
Zías me escuchó con curiosidad, examinando las figuras de la tarjeta postal. No pestañeó. Me observó detenidamente y, desconfiado, preguntó sin rodeos:
—¿Por qué le interesa una pieza tan antigua?
—Es una larga historia —improvisé—. Investigo sobre el mundo mágico e iniciático de las viejas civilizaciones semíticas, y ese búho, sin duda, es una pieza clave. Intento localizar la moneda y reunir un máximo de información en torno a su origen y posible significado.
El científico humedeció los labios con la punta de la lengua y, sin demasiado convencimiento, abandonó la abarrotada mesa del despacho, buscando en una de las estanterías. Ojeó el índice de un grueso libro y, tras localizar el capítulo deseado, lo abrió, retornando al sillón con idéntica parsimonia. Lancé una furtiva mirada sobre las páginas que retenían su atención. Entre las cuatro ilustraciones distinguí dos que reproducían monedas. Pero no me atreví a moverme. Mi corazón se aceleró.
Zías, imperturbable, continuó su atenta lectura, retrocediendo dos o tres hojas. La tensión empezaba a lastimarme. ¿Qué había encontrado?
Finalmente, volviendo al punto de partida, me tendió el pesado libro, invitándome a que comprobara. Se trataba de un tomo sobre mitología general, de F. Guirand, abierto por las páginas 106 y 107. En dicho capítulo se hacía una exhaustiva descripción de los dioses y héroes mitológicos fenicios. Y en la citada página 106, en efecto, podían verse dos grabados en blanco y negro con antiquísimas monedas de Arvad, Biblos y Tiro. Una de las piezas —en la ilustración ubicada en la esquina superior izquierda— me dejó atónito. Me precipité sobre el texto del pie de la fotografía. Su lectura me desmoronó. Decía así: «Monedas de Arvad (arriba) y de Tiro (abajo), con temas mitológicos. París, Biblioteca Nacional (Gabinete de Monedas).»
Levanté la vista decepcionado.
—¡Dios santo! —balbuceé—. ¡Está depositada en París!
El arqueólogo no pudo contener una burlona sonrisa.
Todas mis esperanzas naufragaron. La moneda se hallaba a seis mil millas de Jerusalén...
—Sí —puntualizó el judío—, ésa sí...
Le miré sin comprender. Y Zías, apuntando con el dedo índice izquierdo hacia el grabado en cuestión, me sugirió que prestara mayor atención a lo que tenía ante mí.
Caí sobre ambas caras de la moneda inferior, la de Tiro, y, efectivamente, al revisarla por segunda vez, comprendí que estaba en un error. Aunque los motivos eran gemelos a los acuñados en la de Hazor, tanto el búho como el jinete y su hipocampo gozaban de un mayor realce y algunas ligerísimas variantes. En la de París, la cabeza del «gran duque» y el espantamoscas, por ejemplo, presentaban una inclinación más acusada hacia la izquierda que la reflejada en la moneda del tell. No había duda. Eran diferentes. Sin embargo, la tregua duraría poco. El científico no supo resolver la siguiente y más importante cuestión. Consultó los catálogos del museo y, ante mi desesperación, negó con la cabeza. La pieza encontrada en las ruinas de Hazor no se hallaba en las vitrinas ni en los depósitos del Rockefeller.
—¿Ha probado usted en el museo de Israel?
—Lo tengo previsto —repliqué resignado.
Zías tampoco supo darme razón sobre el significado de las figuras. Para él, como buen profesional de la ciencia, el búho, el espantamoscas o el no menos enigmático caballero cabalgando sobre un caballo marino, eran simples alegorías mitológicas. Nada más. Mi insistencia fue inútil. La posible simbología esotérica del stater quedaba relegada al mundo de la fantasía y de los «locos» como un servidor.
A pesar del desplante agradecí su valiosa ayuda. Y el israelita, conmovido quizá por mi terquedad a la hora de seguir buscando la moneda de Hazor, me recomendó que acudiera a Michal Dayagi-Mendels, conservador y responsable de los períodos persa y judío del aludido museo de Israel. Con certeza, uno de los museos de mayor relieve del mundo. Un lugar que jamás olvidaré...
Dios, o sus «intermediarios», escriben recto con renglones torcidos. Sabia máxima. Este torpe aprendiz de casi todo estaba a punto de experimentarlo una vez más.
Rachel, la servicial funcionaria del Instituto de Relaciones Culturales, volvió a telefonear. Sabía de mi regreso a Jerusalén y no tuve más remedio que enfrentarme a la cruda realidad. La jornada se extinguía y, a pesar de mis buenos propósitos, la siguiente fase de las investigaciones —en el museo de Israel— tuvo que ser pospuesta. La conversación telefónica con la hebrea sólo contribuyó a embrollar aún más mi posición. Necesitaba libertad de movimientos y, ante el desconcierto de la rígida y disciplinada Rachel, le anuncié mi intención de congelar las entrevistas hasta nuevo aviso. El único pretexto verosímil que me vino a la mente fue el de la gran marcha a pie, desde Nazaret a Belén. Deseaba emprender el proyecto cuanto antes y, en consecuencia, las reuniones pasarían a un segundo plano. Como en encuentros precedentes, trató de disuadirme, alegando que una caminata de tales proporciones exigía una preparación e infraestructura más sólidas y minuciosas. No cedí un solo milímetro. Mejor dicho, en lo único que me mostré conforme fue en cambiar impresiones con el doctor Liba, director del instituto, y en aceptar una carta oficial de dicho organismo que, de alguna manera, respaldara mi aventura e hiciera las veces de «salvoconducto». Y a primera hora del día siguiente cruzaba el portal número 6 de la calle Sokolov, recibiendo el utilísimo documento, en hebreo, de manos del propio Moshe Liba. Un documento en el que se detallaban mis objetivos y se recababa la ayuda y colaboración de las autoridades militares de las zonas por las que tenía previsto transitar. El escrito —yo entonces no podía imaginarlo siquiera— resultaría providencial en determinados momentos de la severa e inolvidable marcha de cuatro días por la margen derecha del río Jordán. Pero ésta es otra historia que poco o nada tiene que ver con el enigma del mayor y que quizá algún día me anime a contar.
A partir de aquella radiante mañana del miércoles, el bus número 9 se convertiría en un elemento familiar para mí. Fueron unas jornadas plenas de emoción, en las que, salvo contadas ocasiones, el citado autocar representó mi único nexo de unión con la calle y con las gentes de Jerusalén. Al tomarlo por primera vez en la avenida George V, frente al hotel Plaza, mis pensamientos continuaban volcados en el stater y en sus refractarias figuras. La del búho real, sobre todo, me tenía obsesionado. ¿Por qué sus plumas sumaban «seis»? ¿Podía ser la ansiada pista? Como refería, los caminos de la Providencia son imprevisibles. Aquella misma noche, de regreso al hotel, me reiría de mí mismo. Pero sigamos el hilo de los curiosos sucesos que se avecinaban.
Yo había visitado el museo de Israel en mi anterior estancia en el país. Los museos, lo reconozco, son una vieja debilidad. Al descender al suroeste de la ciudad, el espacioso complejo se abrió ante mí como un nuevo reto. ¿Por dónde empezar? El museo reúne un total de veintisiete instalaciones, con un apretado núcleo de salas dedicado a las más heterogéneas disciplinas: arte, prehistoria, arqueología judía y asiática, etnografía, biblioteca y un largo etcétera.
Era elemental. Quizá Dayagi, el curator o conservador de los períodos judío y persa, pudiera alisar mi labor. Como primera medida resultaba obligado ponerle en antecedentes y localizar la moneda. Pero, como digo, el Destino tenía otros planes. Michal no se hallaba en su despacho. Y nadie supo informarme sobre su posible vuelta al museo. Mostré la tarjeta postal a una de las empleadas del servicio de información y relaciones públicas, pero, tan ignorante como yo sobre el particular, me aconsejó que consultara en la biblioteca del centro. La sugerencia me disgustó. Aquello significaba —casi con seguridad— una nueva e irreparable pérdida de tiempo y de energías. También cabía la posibilidad de lanzarse a una ciega búsqueda del stater por entre las decenas de salas y los cientos de vitrinas. Es curioso. Lo razonable hubiera sido obedecer los sensatos consejos de mi informante y del sentido común, acudiendo a los bibliotecarios o a otros arqueólogos y especialistas en antigüedades. Inexplicablemente, desoyendo los argumentos de mi conciencia, elegí lo más difícil... y atractivo: emprender la búsqueda por mis propios medios. Esta peligrosa y supongo que genética tendencia mía me ha costado serios reveses. Pero encajé el desafío. La operación podía ser un rotundo fracaso. Lo sabía. Sin embargo, este método —como todo lo imprevisto y misterioso— ejerce sobre mí una influencia dominadora. No he hallado jamás nada más excitante que la aventura de lo desconocido. Y con un entusiasmo desbordante descendí las escaleras que conducen a los sótanos del pabellón de arqueología. No puedo explicarlo con claridad, pero «algo» parecía llamarme desde las entrañas del museo. ¡Bendita intuición! ¿O no fue la intuición la que guió mis pasos? Nunca lo sabré...
Consulté el reloj. Las diez horas. El museo cerraba las puertas a las diecisiete. Disponía, por tanto, de un generoso margen, más que sobrado, para explorar las repletas salas correspondientes a las nueve o diez centurias anteriores a Cristo.
«Hazor es su nombre...»
Las imágenes de la moneda y el tell de Hazor eran mis únicas pistas. Lenta y reposadamente abrí la investigación, con los cinco sentidos puestos en cualquier pieza, mapa, escultura o referencia que llevara por nombre Hazor o Tiro.
«....y sus alas te llevarán al guía.»
Las doce horas. Las estériles pesquisas empezaban a barrenar mi ánimo. ¿Y si aquel despliegue resultaba tan baldío como los anteriores? ¿Qué seguridad tenía de que la moneda de plata había sido contemplada y «utilizada» por el mayor?
Paso a paso revisé una legión de restos correspondientes a los períodos del Bronce, remontándome, incluso, a centurias tan fuera de lugar como las diecisiete y dieciocho antes de Cristo.
Dejé atrás los vestigios hallados en los estratos del primer período del Hierro y, a eso de las trece horas, los acontecimientos se precipitaron. Al pisar la sala 309 de las de arqueología, el correspondiente cuadro resumen del segundo período israelita del Hierro (1000 a 586 a. de J.C.) activó mis alertas. El stater, según los arqueólogos, había sido acuñado hacia el cuatrocientos antes de nuestra era. Estaba, pues, muy cerca del posible objetivo.
Fiel a la táctica de explorar cada sala empezando siempre por la derecha de la puerta de acceso, fui paseando frente a la primera pared, revisando unas diminutas estatuillas de terracota y una valiosa colección de sellos y monedas. Doblé la esquina y, al iniciar el rastreo de la segunda pared, un nombre y una pequeña cabeza de arcilla me fulminaron. ¡Hazor!
Me precipité sobre la pieza. El rótulo explicativo hablaba de Astarte, diosa de la fertilidad, encontrada en las ruinas del tell, de la octava centuria antes de Cristo. «Claro —me dije a mí mismo—, esta finísima escultura de greda fue extraída por Yadin en la excavación del IV estrato.» ¡Atención! Sin darme cuenta había penetrado en una sala en la que Hazor podía ocupar un lugar prominente. No me equivocaba. En el suelo, junto a la mutilada representación de Astarte, se exhibía un ciclópeo dintel de piedra, utilizado en una de las puertas de la ciudad-fortaleza. Temblé de emoción. Mis sentidos se abrieron a la par, listos para captar cualquier detalle. Retrocedí junto a la cabeza de la diosa, subyugado por sus ojos y, en especial, ante la casi imperceptible y burlona sonrisa de sus breves y delicados labios. No sé explicarlo. En realidad, ni yo mismo lo entiendo. Mi vista y mi corazón quedaron atrapados en la dulce y al mismo tiempo burlesca expresión del rojizo rostro. Tuve la clara sensación de que, a pesar del vacío de sus ojos, la divinidad me transmitía algo. «Esto es ridículo», concluí al término de la intensa observación. Y girando sobre los talones, lancé una mirada a la estancia. La enigmática sonrisa de Astarte —ahora a mi espalda— siguió viva en la memoria.
«Un momento...»
Aquella intuición —lo sé— no fue cosa de mi torpe entendimiento. Y la «fuerza» que me acompaña me impulsó a girar la cabeza, al encuentro de los ojos de la diosa.
«Un momento...»
Fui a colocarme a la izquierda del pedestal que sostenía la figura, tratando de seguir la dirección apuntada por tan fascinantes ojos. No había duda. Astarte «miraba» al centro geométrico de la sala cuadrangular. La lógica se reveló de nuevo.
«¡Estás chiflado!», me reproché al punto.
Muy posible. Pero también era cierto que muchas de estas «locuras» me han brindado estimulantes sorpresas...
Un familiar relampagueo en las entrañas me puso sobre aviso. Ya no podía retroceder. La curiosidad había echado a volar. Me encaré nuevamente con Astarte y, esta vez, la sutil sonrisa se acentuó en mi imaginación. ¿O no fue cosa de mi imaginación?
Di media vuelta y, sin atreverme a mover un músculo, espié el pedestal que se levantaba a cuatro o cinco metros. ¿Qué contenía? ¿Por qué su simple contemplación alteraba mi pulso? La situación era ridícula. A fin de cuentas, tarde o temprano habría llegado hasta él... ¿No estaría exagerando? ¿Por qué prestar tanta atención a una oscura sonrisa y a unos ojos de barro?
Siempre me ha encantado disfrutar de situaciones límite. Estados que pueden desembocar, o no, en sorpresas o en logros altamente provechosos. Así que, midiendo cada paso, fui acercándome al negro pedestal —probablemente metálico— sobre el que descansaba una urna cúbica. A su derecha, desde mi posición, a un nivel inferior al del arca de cristal, un pie igualmente de metal se abría en un atril.
A mitad de camino me detuve. Estaba seguro, pero quería cerciorarme. Giré y busqué los ojos de la diosa. En efecto, sostenían la trayectoria que conducía a la columna. Una punzante mezcla de ansiedad y zozobra me retuvo unos segundos. Mi vista relampagueó por la cara del pedestal, sin descubrir el obligado rótulo explicativo. Seguramente se hallaba en el interior de la urna. La tensión se desencadenó y, de un salto, me arrojé sobre el arca. El instinto me gritaba que allí, entre las paredes de vidrio, tenía que estar lo que perseguía: la milenaria moneda de Hazor, con el búho real.
Fue un mazazo. Mi orgullo, fantasía y locas esperanzas se volatilizaron. No pude despegarme de la urna. En su interior no aparecía el apreciado stater. Tan sólo tres objetos, en hueso o marfil, pertenecientes a un ajuar femenino. La decepción me hirió tan profundamente que ni siquiera reparé en las reducidas etiquetas mecanografiadas que aclaraban la naturaleza y origen de los utensilios a la vista. Estaba hipnotizado por el desencanto, con las manos aferradas a las aristas de aquella maldita urna de 45 centímetros de lado. Y allí mismo maldije a la diosa y, obviamente, mi necia precipitación.
Me revolví con rabia y, clavando los ojos en los de Astarte, me interrogué a mí mismo. ¿Cómo podía ser tan ingenuo y estúpido a un tiempo? No tenía solución...
En esos momentos, mientras fulminaba la pétrea y burlona sonrisa de la divinidad desenterrada en Hazor, el subconsciente, de manera subliminal, resucitó la imagen de una de las piezas depositada en la urna.
«¿Qué era lo que acababa de contemplar a mis espaldas?»
Pestañeé nervioso. Y la máscara de arcilla, como sucediera poco antes, pareció confirmar mis sospechas, ensanchando su mueca desde la pared y haciéndome vacilar.
«¡No es posible!»
Me incliné hacia la vitrina. Comprobé que lo que descansaba en su interior no era un mal lance de mi desenfrenada imaginación y, a renglón seguido, devoré el rótulo que yacía al pie del objeto.
Una sacudida me hizo retroceder. Demudado, presa del susto, sólo acerté a escapar de allí, refugiándome en uno de los ángulos de la sala.
«¿Qué clase de juego era aquél?»
«....y sus alas te llevarán al guía.»
El criptograma se encendió en mi cerebro.
«¡Era absurdo! ¡Todo lo era...!»
«Mira, envío mi mensajero delante de ti...»
La cabeza de la diosa. La enigmática sonrisa. Sus ojos vacíos. Y ahora... «aquello».
«¡Dios!»
Sabía que estaba prohibido fumar. Pero encendí un pitillo, dejando que el recio y obediente humo suavizara los nervios. Lo aplasté con la segunda y relajante bocanada, retornando decidido hasta la urna.
«¡Increíble!»
Completé una vuelta en torno a la caja de cristal, observándola desde distintos ángulos.
«....el número secreto de sus plumas.»
Todo parecía encajar. ¿O era mi alegría la que, atropellada y falsamente, estaba concibiendo un nuevo fantasma?
Me supliqué serenidad. Abrí el cuaderno «de campo» y, casi sin pulso, copié la leyenda, en inglés, que escoltaba mi descubrimiento. Decía textualmente: «DECORATED BONE HANDLE. Hazor, 9th. century B.C.E. Probably part of a mirror or sceptre, the hadle shows a winged figure grasping the open volutes of a “tree of life” in relief.»
Traducido venía a decir que aquella pieza —un mango de hueso decorado— procedía de Hazor. Su antigüedad, a juicio de los arqueólogos, se remontaba a la novena centuria antes de Cristo. El rótulo añadía que, probablemente, se trataba de una parte de un espejo o cetro en la que aparecía, en relieve, una figura alada asiendo las volutas abiertas de un «árbol de la vida».
¡Una figura alada! ¡Y originaria de Hazor! ¡Un ser con alas, infinitamente más atractivo que el búho!
Pegué la nariz al cristal, absorto y maravillado. El delicado relieve —trabajado sobre un cilindro de hueso de unos 20 centímetros de altura por otros 6 o 7 de diámetro— representaba, en efecto, una especie de ángel con cuatro grandes alas extendidas. Dos nacían de sus espaldas y las restantes, dirigidas hacia tierra, de la cintura. Presentaba el típico perfil egipciobabilónico, con los brazos ligeramente despegados del cuerpo. El derecho extendido hacia adelante y el izquierdo hacia atrás. Las manos, como rezaba la leyenda, agarraban sendas ramas (?) de un achaparrado arbusto. Aquella criatura híbrida llenaba la casi totalidad de la superficie del mango. En cuanto al «árbol de la vida», había sido labrado en la cara opuesta.
Las dos piezas que acompañaban al «ángel» —así lo bauticé desde el primer momento— no llamaron mi atención. Una consistía en una cuchara de marfil, utilizada seguramente en cosmética, con el mango labrado a base de palmas invertidas. Un pequeño espejo rectangular situado en el piso de la urna permitía ver su cara inferior. La otra —también desenterrada en las ruinas de Hazor— era una parte de una copa o recipiente cilíndrico, confeccionado igualmente en marfil.
Pero si el hallazgo del mango de hueso con el «ángel» fue vital, la observación del dibujo exhibido en el atril contiguo a la urna lo fue mucho más. Los responsables del museo, con un acertado y providencial criterio, habían trasladado al papel el desarrollo íntegro y exacto —minuciosamente exacto diría yo— del altorrelieve labrado en el mencionado cilindro. Allí, las características y detalles del «árbol de la vida» y del personaje aparecían con total nitidez.
Me arrodillé frente al esquema y, durante largo rato, permanecí ensimismado y saboreando lo que, a primera vista, parecía una importante clave. Desgraciadamente, a intervalos, el recuerdo del stater de plata venía a enturbiar los pensamientos. ¿Cuál de los dos tenía que ver con el criptograma? ¿Y si no fuera ninguno? En el museo quedaba mucho por mirar... Las circunstancias exigían una especial frialdad. Convenía analizar y desmenuzar ambas pistas, siempre a la luz del texto del mayor.
Mira, envío mi mensajero
delante de ti, MARCOS 1.2.
Hazor es su nombre
y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía,
el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.
Un primer flash me hizo saltar de alegría. ¿Cómo no lo había intuido antes? La palabra «mensajero» también podía ser interpretada o traducida como «ángel». En sentido literal, ése es su genuino significado. Aquella criatura —con cuatro alas y aferrada al bíblico «árbol de la vida»— tenía que simbolizar al famoso ángel guardián del Paraíso: el querubín cuya misión era custodiar el árbol de la inmortalidad. Tanto si el mango de hueso había sido obra de judíos como de persas, ambos conocían y eran depositarios de la misma tradición.
«Mira, envío mi mensajero —¿mi ángel?— delante de ti.»
¿Estaba, por tanto, ante el «mensajero» citado en el criptograma?
En cuanto a la tercera frase —«Hazor es su nombre»—, quizá el juego de palabras del mayor estaba insinuando que el ángel o mensajero llevaba dicho nombre.
La cuarta y quinta frases se resistieron. Si aquél, realmente, era el mensajero alado, ¿cómo o de qué forma sus alas podían llevarme al guía?
Impaciente, salté a la sexta y séptima referencias: las plumas y el número secreto. Al sumarlas, el resultado me confundió. Incrédulo, repetí la maniobra.
«¡No puede ser! Quizá la réplica del atril sea defectuosa.»
En el fondo, conociendo la eficacia de los judíos, sabía que tal posibilidad era una quimera. Pero, por seguridad, fui a reunirme con el original y, con una franciscana paciencia, conté las plumas esculpidas en el cilindro. No había error. Y la certeza de que me hallaba ante el «Hazor» del enigma conquistó terreno en mi corazón.
No podía desperdiciar un minuto. La imposibilidad de fotografiar la pieza y el dibujo —las cámaras estaban prohibidas en el museo— me obligó a recurrir a una fórmula intermedia: copiar el desarrollo. Tiempo habría de localizar la documentación correspondiente y actuar en consecuencia.
Perfilada mi rústica «obra de arte» y ansioso por encerrarme a estudiarla, a punto estuve de tomar el camino de salida.
Fue menester una carga extra de disciplina. El magnetismo del «ángel» de la sala 309 tiraba de mí hacia el hotel. Sin embargo, como digo, un innato sentido de la responsabilidad me amarró al lugar. Había que revisar el resto de las dependencias. Al menos, apurar aquellas que guardasen relación con las excavaciones y hallazgos del tell de Galilea.
Poco antes del cierre del museo —rendido y excitado— di por rematada la exploración. Paradójicamente, la infructuosa búsqueda me tranquilizó. Ninguna de las salas albergaba el menor rastro de cerámica, escultura, pintura o enseres con representaciones o símbolos alados de Hazor. En cuanto a la moneda acuñada en Tiro, ni rastro (1).
Y con un prudencial optimismo lo dispuse todo para el «asalto» a la enigmática figura del «ángel de Hazor». ¿Había llegado el gran momento?
«El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía...»
Estas sentencias —sexta y séptima respectivamente— fueron mi principal obsesión en aquella larga noche del miércoles. Admitiendo que el mayor —que podía haber visitado el museo de Israel exactamente igual que yo— hubiera puesto sus ojos en tan bella y simbólica imagen, convirtiéndola en el eje de su enigma, ¿qué reservada información había enterrado bajo el concepto de «número secreto de sus plumas»?
Cada una de las alas superiores presentaba 12 plumas. Ello hacía un total de 24. O sea: 2 + 4 = «6». Curioso.
Las inferiores, en cambio, arrojaban un resultado diferente. La dibujada junto a la pierna derecha disponía de 10 plumas. En la cuarta sólo se distinguían 8. Lo desconcertante es que la suma última —la de las plumas de las cuatro alas— también daba el mismo dígito: 42. Es decir, 4 + 2 = «6». Este número —el endiablado «seis»— aparecía invariablemente, tanto si llevaba a cabo las sumas individuales en las alas superiores o inferiores como en la mencionada adición final. (12 + 12 = 24 = 2 + 4 = 6, que sumado a 10 + 8 = 9 era igual a 6 + 9 = 15 = 1 + 5 = «6».)
Durante horas, aquel aparente juego me catapultó a un universo de especulaciones, maniobrando con las alas y los números en todas direcciones, por activa y por pasiva, hasta el agotamiento. La postrera y provisional conclusión fue la misma que había divisado en los primeros análisis, en la sala 309 del museo de Israel: quizá el número secreto de las plumas de aquella criatura fuera el «seis». (Idéntico al que arrojaban los peldaños que conducían a los túneles de las ruinas de Hazor.)
Si estaba en lo cierto, «el número secreto del guía» tenía que ser, obviamente, el mismo.
Había, además, otro pequeño-gran detalle que —dado el peculiar estilo del mayor— fortaleció mi seguridad. La frase alusiva al críptico número secreto de las plumas hacía, justa y «causalmente», la número seis en el enigma. ¿No era mucha coincidencia?
Sin embargo, lo más importante —crucial a mi modo de ver— continuaba oscuro y lejano.
«....y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
Aceptando, insisto, que aquél fuera el ansiado «Hazor», ¿cómo interpretar el sentido de ambas frases? ¿Qué debía entender? Las palabras «te llevarán» sólo podían esconder un significado puramente simbólico. El cilindro de hueso se hallaba enclaustrado en una urna. Eso era obvio. No hacía falta una especial inteligencia para deducir que las alas en cuestión eran quizá un medio, una fórmula o una desnuda orientación para acceder al no menos confuso guía. Así me lo planteé. Lo sabía por experiencia: aunque aparentemente complicado, el «lenguaje» de los criptogramas del oficial norteamericano resultaba siempre mucho más directo y elemental de lo que yo mismo me empeñaba en imaginar. «Te llevarán», en suma, podía ser asociado a «te conducirán» o «te guiarán».
Desafortunadamente, la modesta copia que yo dibujara en mi cuaderno «de campo» no me permitió mayores alardes. Estaba claro. Había que inspeccionar las alas in situ. Quizá la posición u orientación de las mismas en el cilindro escondiese «algo» que no había advertido. Estos razonamientos —elementales por otra parte— ganaron lo suyo cuando, en uno de los infinitos paseos a lo largo y ancho de la habitación, me vino a la memoria otra de las claves del criptograma: la formada por la primera palabra de cada una de las frases. «Mira delante de Hazor y a Él. Es él.» Leyendo entre líneas, el enigma era un continuo sobresalto. La caja de las sorpresas —y de los truenos— había sido destapada.
Suele ocurrirme con frecuencia. Aquellos que hayan sabido de mis peripecias y desventuras por el mundo están al tanto de los bruscos giros que, con más asiduidad de lo recomendado, experimento y experimentan las investigaciones en las que me veo envuelto. Pero así es la vida.
A la mañana siguiente, con todo a punto para la exploración sobre el terreno, cambié de pensamientos. Retrasaría esta fase del trabajo en beneficio de un más redondo conocimiento bibliográfico del origen, naturaleza y simbología del «ángel de Hazor». Había, además, otra poderosa razón. Sobre mi conciencia —suponiendo, claro, que aún quede algo de ella— seguía pesando la densa relación de libros y documentos inéditos que hablaban del tell de Galilea. No me sentiría en paz conmigo mismo hasta su total revisión. Este desprecio de lo que muchos llaman intuición calmaría mi espíritu, sí, pero me haría perder un tiempo precioso.
Dicho y hecho. En las jornadas siguientes —desoyendo como un necio Ulises las continuas «llamadas» de la sala 309—, mi tiempo e inteligencia fueron inmolados en la biblioteca del museo de Israel. La batalla con los ficheros, catálogos y volúmenes fue tan agotadora como inútil. Y al mediodía del viernes, a un paso de la rendición y seguramente a causa del nerviosismo, tuve el feliz gesto de mostrar a las pacientes bibliotecarias el dibujo que había copiado en el cuaderno «de campo». Al ver el «ángel», la más joven me guiñó un ojo, exclamando:
—¿Y por qué no lo dijo antes?
A los pocos minutos, complacida y sonriente, ponía en mis manos un libro de tapas ocres. Se trataba de una obra de Yigael Yadin —Hazor— editada en Nueva York en 1975.
Impaciente, revoloteé sobre sus doscientas ochenta páginas, todas ellas cuajadas de imágenes y gráficos relacionados con las excavaciones del célebre profesor judío. De repente, una fotografía en blanco y negro —a toda plana— me dejó clavado en la página 156. Abrí el cuaderno de notas y, antes de proceder, di gracias al cielo.
«¡Al fin!»
Pero el estallido de euforia iría apagándose lenta e inexorablemente, conforme fui apurando el texto que acompañaba las ilustraciones.
En la mencionada lámina se mostraban tres excelentes tomas del cilindro que había descubierto en el museo. La de la izquierda presentaba la cara más aplanada del hueso, con el «árbol o arbusto de la vida». Las dos restantes correspondían a la superficie convexa, con el altorrelieve del «ángel». En la página contigua, reforzando el texto en inglés, Yadin reproducía un dibujo de 4 X 6 centímetros, idéntico al que se exhibía en el atril de la sala 309. Al pie de la gran fotografía de la izquierda podía leerse el siguiente texto: «El espejo de la vecina de la señora Makhbiram.»
En la página precedente reconocí también —en esta oportunidad en color— la cuchara de marfil, igualmente depositada en la urna y que, según el texto, había sido propiedad de la tal señora Makhbiram, en la ciudad-fortaleza de Hazor.
Como es fácil suponer, no quedó una sílaba de aquellas setenta y una líneas de texto —incluyendo los diecinueve versos de un poema del profeta Amós acerca de un terremoto que asoló la región— que no fuera escudriñada. Sin embargo, como decía, las aclaraciones de los arqueólogos en torno al «ángel» resultaron poco menos que nulas. Las únicas novedades —si es que se las puede denominar así— fueron que la pieza había sido desenterrada en el estrato VI de Hazor (el «6» parecía indeleblemente fundido a toda la historia), siendo propiedad de una anónima vecina de la pudiente señora Makhbiram. Estos enseres fueron sepultados en el año 763 a. de J.C., a causa del referido terremoto. Por descontado, la figura del querubín-guardián del jardín del Edén ponía de manifiesto una notoria influencia de las civilizaciones fenicias y cananeas en los israelitas asentados en el norte del país. En cierto modo, aquel símbolo —si es que en verdad constituía la auténtica pista del enigma— encajaba a las mil maravillas en la hipotética voluntad del mayor de resguardar su «tesoro». ¿Qué mejor «guardián» del propio criptograma que el mítico ángel del Paraíso?
Hubo también otro sutil factor que, francamente, me dio qué pensar. En opinión de los expertos, la cabeza de mujer que adorna la cuchara de cosmética podía ser la efigie de Astarte, la diosa de la fertilidad. Sé que el argumento resulta endeble, pero durante un tiempo no pude disociar la enigmática sonrisa de la divinidad que había hallado en la pared de la sala 309 de esta otra réplica, tallada en un extremo de la cuchara de marfil y que, casualmente, acompañaba en la urna al cilindro de hueso. Pero esto, lógicamente, sólo pertenecía al reino de las sospechas o, como mucho, al de las íntimas creencias que, al fin y a la postre, no servían para materializar lo que tanto ansiaba. La verdad, fría e inalterable, es que los textos científicos no aportaban indicio alguno sobre el «ángel» ni sobre sus alas. La consulta sirvió también para precisar las dimensiones exactas del cilindro de hueso: 18 centímetros de altura por 5,5 de diámetro. Gracias a Dios, ahí concluiría mi penosa y dilatada incursión a las bibliotecas de Israel. Y con idéntica amabilidad, las bibliotecarias accedieron a fotocopiar algunas de las páginas del libro de Yadin. Un volumen que, de haberlo hojeado a tiempo, me habría ahorrado más de una calamidad. Pero el cielo —no me cansaré de insistir en ello— escribe derecho con renglones torcidos. Lo malo es que un servidor parece gozar de una especial habilidad para, encima, «retorcer lo torcido»...
El declive de aquel viernes me forzó a olvidar la sala 309, al menos hasta las diez horas del día siguiente. La jornada, sin embargo, no se iría de vacío.
Digo yo que no tiene otra explicación. Desde el instante en que empecé a trabajar sobre el desarrollo del «ángel», descubriendo que quizá el número secreto de sus plumas era el «6», una idea venía germinando en los recovecos de mi subconsciente.
A primera hora de la tarde, mientras contemplaba el sinuoso resbalar de la lluvia en los cristales del bus 9, decidí probar fortuna. Aunque la operación era de lo más inocua e inocente, tomé precauciones. Mi súbito interés por aquellos documentos podía inquietar a los, de momento, tranquilos servicios de Información judíos. Rehusé utilizar el teléfono del hotel y, desde una cabina pública, marqué el 282936. Instantes después, uno de mis amigos franciscanos del convento de la Flagelación, en la Ciudad Vieja, me proporcionaba la información necesaria.
El tiempo apremiaba. Y, casi a la carrera, me planté en la dirección exacta: la confluencia de las calles Jaffa y Shlomzion Hamalka. En dicha esquina —tal y como me había especificado el buen monje—, frente por frente a un comercio de flores, en el segundo piso, encontraría lo que buscaba. Tuve suerte. Aunque la oficina estaba a punto de cerrar, uno de los funcionarios, de origen sefardí, se mostró encantado de poder servirme y, de paso, de refrescar su arcaico castellano.
La verdad es que no tenía muy claro cuál de aquellos mapas militares de Israel podía ser el idóneo. Así que, curándome en salud, arramblé con media docena, seleccionando diferentes áreas del norte, centro y sur del territorio. Hasta ahí todo fue de perlas. Pero un funesto presagio me conmovió de pies a cabeza cuando, al abonar las cartas topográficas, el empleado del Gobierno reclamó mi pasaporte, tomando buena nota de mi filiación. El imprevisto contratiempo —insalvable por otro lado— traería cola...
Los mapas —a escala 1:100.000— eran minuciosos. Perfectos. Y entusiasmado por la adquisición y, en especial, ante la atractiva idea de poder verificar la hipótesis acerca de las alas, apresuré la marcha, enclaustrándome de nuevo en el hotel.
«....y sus alas te llevarán...»
Busqué una guía de carreteras entre mis papeles. Al desplegarla, los dedos temblaron. No sé explicarlo. Yo sabía que algo estaba a punto de suceder.
Elegí la ciudad de Jerusalén como centro del «ensayo». Allí, después de todo, se encuentra el museo de Israel y el «ángel». A continuación dibujé dos líneas rectas sobre el mapa. Una vertical o eje de ordenadas, siguiendo la dirección norte-sur, y la segunda, horizontal o eje de abscisas, de este a oeste. La Ciudad Santa, repito, ocupaba la intersección de dichos ejes.
Examiné de nuevo la fotocopia del libro de Yadin, reafirmándome en lo que ya sabía: si tomaba la silueta de la criatura alada como imaginario eje vertical, cada una de las alas venía a ocupar un cuadrante.
El viejo presentimiento tomaba cuerpo...
Pues bien, de acuerdo con este planteamiento, las plumas más largas, correspondientes a cada una de las alas, podían ser asociadas a otras tantas direcciones o rumbos. Las dos superiores marcarían así el noreste y noroeste, respectivamente, y las inferiores, el sureste y suroeste, también respectivamente.
Aquello parecía válido. Si las alas —como aseguraba el enigma— debían conducir al guía, era lógico suponer que ocultasen alguna información. Quién sabe si la posición de una ciudad, de un pueblo, de un monumento o de un accidente geográfico. Para despejar el dilema sólo intuí un camino: trabajar con las plumas.
Las alas que nacían en la espalda del querubín —como ya fue dicho— sumaban 24 de estas plumas (12 en cada una). El paso siguiente era elemental. ¿Qué sucedía si transformaba los números en grados? Ello desembocaba en cuatro rumbos muy precisos: 012, 098, 190 y 282 grados, respectivamente, tomando como base, insisto, el número de plumas de cada ala (12, 8, 10 y 12) y estos mismos dígitos como la magnitud angular a considerar, partiendo de los ejes-base de cada uno de los cuadrantes. Al carecer de un transportador o de una regla graduada, tuve que ingeniármelas a base de paciencia. Dividí cada cuadrante en diez ángulos más o menos iguales, emprendiendo entonces una meticulosa revisión de los 40 rumbos. En un primer momento, el abigarrado haz de rectas me desmoralizó. Cada línea «pisaba» decenas de poblados, montañas y ciudades israelitas. ¿Estaría allí la respuesta?
Tenía que empezar por alguna parte. Así que me decidí por lo más cuerdo: el rumbo 010o. Es decir, la primera de las divisiones. La mecánica de exploración fue igualmente simple: partiendo del centro de los ejes —Jerusalén—, fui siguiendo la línea que había dibujado a lápiz sobre el mapa, primero en dirección norte y, acto seguido, hacia el sur. La lectura de aquel rumbo no me dijo nada. La mayoría de las poblaciones —árabes o judías— resultó impermeable. No hallé una sola relación con Hazor o con el «ángel». Salté a la segunda dirección —020o — y, al cruzar el mar de Galilea, el nombre de Hazor me atrapó. Las ruinas del tell, rigurosamente registradas en el mapa, quedaban entre ambos rumbos, muy cercanas a los 010o. Aquella aparente casualidad me dejó un tanto perplejo. Pero, sin prestarle mayor atención, continué el paciente rastreo.
Dos horas más tarde, con el bloc garrapateado por un sinfín de inútiles anotaciones, me di por vencido. Había fallado de nuevo. Los cuarenta rumbos sólo eran una maraña de vanas ilusiones. No me fue posible descubrir la más remota conexión entre los cientos de enclaves que coincidían con el paso de las líneas.
Desmoralizado, me tumbé en la cama, negándome a pensar.