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La investigación del crimen, a cargo de un detective enviado desde Talca, avanzaba a paso de tortuga. No se encontraba el arma homicida y, aparentemente, la noche anterior a la boda, Eustaquio Mellado se había retirado temprano a su domicilio. El o los asesinos, de alguna forma se habían valido para sacarlo de su casa, llevarlo a los viñedos y allí apuñalarlo.
Con tales informaciones obtenidas por boca de los testigos, todos aventuraban conjeturas, barajaban posibles nombres y situaciones que don Pantaleón escuchaba para transmitirlas en la casa siguiente.
–Hoy día fueron interrogados Jerónimo y José María Landaeta; pero luego de comprobar la validez de sus coartadas, han sido puestos en libertad.
–Y... ¿Usté sabe, don Pantaleón, si hay más sospechosos? Porque están los hermanos Villar, tan jugadores y trapalones como el Eustaquio. Siempre andaban juntos antes de que el Eustaquio se fuera de Molina, cuando dejó plantada a la señorita Angelina. Y están también los cuatro Riveros, el padre, su hermano y sus dos hijos, cuál de todos más granuja. Dicen que el Eustaquio les pidió plata prestada para irse a Santiago y que nunca se las devolvió.
–Sospechosos no es la palabra. Testigos simplemente, y que ya fueron interrogados, misiá Laurita. Los Landaeta pasaron esa noche, con el resto de la parentela, en el velorio de la bisabuela. Además, los Riveros declararon que Eustaquio, al regresar a Molina, les devolvió hasta la última chaucha. Al parecer, el hombre volvió con una pequeña fortuna y con ánimo de establecerse, de sentar cabeza. En cuanto a los Villar, ellos viajaron a Concepción por esos días para un remate de vinos, lo que fue atestiguado por quienes los encontraron allá.
Prudente, don Pantaleón visitaba cada día solo una casa por cuadra. De este modo, sus visitas eran lo suficientemente espaciadas como para no resultar hostigoso a sus anfitriones.
Quince años atrás, poco después de ocupar su cargo en Molina, había conocido a Eustaquio Mellado en casa de su prometida Angelina.
Como director y maestro recién llegado, las personas principales del pueblo le daban la bienvenida invitándolos, a él con su señora, a almorzar o a paseos campestres. Y los Santelices habían sido los primeros en agasajarlos con un almuerzo. Don Pantaleón lo recordaba como si fuera ayer.
Era pleno verano y la mesa estaba puesta bajo el parrón del patio. La presidía don Faustino Santelices en la cabecera; a su derecha, doña Carmela Santelices y a su izquierda, don Pantaleón. Al lado de este Jacinta, su señora; luego don Temístocles Urzúa, boticario de Molina, y en seguida Angelina, única hija de los Santelices. Frente a ellos, junto a doña Carmela, Eustaquio Mellado y la señora Urzúa, lo que había permitido a don Pantaleón observar discretamente al novio.
Eustaquio Mellado era un mozo atractivo cuyos engominados bigotes, levantados en las puntas, parecían la continuación de una constante sonrisa. Su conversación era banal, de preferencia dirigida a las señoras. Dos detalles hubo que chocaron a don Pantaleón: el rápido guiño de ojo hacia Angelina, del cual solo él se percató, y su comentario respecto a los horrores vividos durante la guerra civil del ’91.
No había familia en Chile que no lamentara la pérdida de uno o más de sus miembros varones, sin contar las tropelías sufridas en los hogares por parte de uno y otro bando, fueran rebeldes o constitucionalistas. Eso había sucedido hacía apenas cuatro años y las heridas estaban aún abiertas.
–A Dios gracias, nosotros tenemos solo a la Angelina, y la mantuvimos a buen recaudo en el convento porque, afortunadamente, las tropas eran al menos respetuosas de Dios –comentó don Faustino.
–Es que la Angelinita tenía que esperarme a mí –dijo Eustaquio, riéndose de su inconveniente aunque velada alusión. Esta produjo un pesado silencio entre los comensales, el cual fue roto por don Faustino:
–Joven, procure meditar lo que dice antes de soltarlo; si no, pensaré que es usted un tonto. Y si no le pido que se retire de inmediato es porque tomo en cuenta su extremada juventud y porque es hijo de su padre, mi gran amigo Javier Mellado, que en paz descanse.
Dos meses después y los bandos de la boda ya publicados, el día mismo del enlace, Angelina quedó plantada en la iglesia. Sin derramar una lágrima, vestida con el precioso traje blanco de encajes tejido por ella misma, regresó a casa con sus padres.
Al día siguiente se supo que Eustaquio había viajado a Santiago sin dejar mayores señas.
Quizás fue a causa de la reprimenda sufrida, o porque Eustaquio se enteró de que la fortuna de don Faustino era bastante menor de lo que se creía. En todo caso, nada justificaba la bellaquería de su conducta.
Todo esto recordaba don Pantaleón durante sus trayectos de una a otra casa.