México, DF. 12 de agosto de 2013
Alejandro Anreus Ph. D.
203 Magle Avenue. Roselle Park NJ 07204. USA
Querido Alejandro:
Te envío por fin la crónica que me pediste hace algunos años sobre el subcomandante Marcos. Perdona la tardanza, pero sucedieron algunos incidentes perturbadores que ahora te cuento.
Escribí esa crónica a sugerencia de un querido amigo, Hugo González Valdepeña, y la incluí como único material inédito en una antología de mis trabajos periodísticos de muchos años titulado Periodismo de emergencia que me publicó Random House de México en el 2007. Cuando pensaba enviarte ese libro (más tarde de lo que debí, lo confieso con vergüenza) me llegó una carta apremiante de la editorial. Mi libro se había vendido poquísimo, me increparon (yo lo atribuí por vanidoso a una pésima distribución), y tenían la bodega repleta de ejemplares. Por esa razón habían decidido destruirlos de manera implacable haciéndolo tiritas. Lamenté que dos amigos importantes de esa editorial, Cristóbal Pera y Andrés Ramírez, no hicieran absolutamente nada para salvar del desastre a Periodismo de emergencia. Entonces, ardidísimo, publiqué en la Revista de la Universidad un articulillo sarcástico sobre el incidente y me sentí con eso un poco aliviado. La venganza, en este caso, funcionó como un sedante. Me desahogué y ya.
Ocurrió luego que Laura Emilia Pacheco, hija de mis queridísimos Cristina y José Emilio, y editora en jefe de las publicaciones de CONACULTA, leyó ese articulillo sarcástico, lamentó mi desgracia y me telefoneó para ofrecer, con la generosidad que la caracteriza, publicarlo en la editorial que ella dirigía entonces.
El libro rescatado acaba de aparecer y me siento feliz. Sólo que cometí un error lamentable del que soy el único responsable.
Sucede que en el proceso de edición de este nuevo Periodismo de emergencia, Laura Emilia me hizo notar que el libro era sumamente voluminoso: rebasaba la extensión normal de los libros de la colección Periodismo cultural en la que iba a publicarse. Me preguntó entonces si estaría yo dispuesto a reducirlo un poco.
No faltaba más. Como eran textos sueltos, independientes, no tuve reparo alguno. Y ahí fue cuando cometí el error. Despistado, torpe como suelo ser, con la mente en otros asuntos, extraje sin la suficiente reflexión dos secciones de la antología titulada “El PRI de ayer” y “El PRI de antier” que sumaban las cien páginas necesarias para que el libro se ajustara al tamaño normal de la colección.
Hasta que tuve en las manos el libro publicado me di cuenta de que en “El PRI de ayer” se hallaba mi crónica sobre el subcomandante Marcos, el único texto inédito —te repito— de la antología. Me jalé entonces de los cabellos y es por eso, Alejandro, que en lugar de enviarte esa nueva edición de Periodismo de emergencia te envío, junto con esta carta por DHL, la crónica de mis encuentros y desencuentros con Marcos ligeramente corregida y con un nuevo título. Ya la publicaré después, quizá, en otro libro. Confío en que no defraude tus expectativas.
Recibe de mi familia y de mí un caluroso abrazo. Espero que sigas pintando tus excelentes cuadros y nos encontremos pronto aquí o en Nueva York.
Lo vi como siempre, como en los tiempos de Excélsior cuando interrumpía conversaciones para responder llamadas telefónicas y regresar a la charla y moverse en su despacho y salir al balconcillo de Reforma 18 y recibir a no sé cuál reportero a quien encomendaba una investigación o una entrevista y retomar de inmediato otra vez la plática justo en la frase que había dejado pendiente. Ansioso en mangas de camisa, acelerado, exudando adrenalina, incontenible en su apasionado gozo por la exclusiva, venteaba las grandes noticias con la excitación de un vampiro ante la sangre, con el placer profesional que descubre o desata el carrete de hilo de una primicia espectacular.
No pocas veces lo encontré así, en su despacho de Excélsior o en el de Proceso, pero ahora su imagen enfebrecida me remitió a aquel director nato del periódico de la vida nacional, nacido para desentrañar realidades ocultas, y con quien yo habría de pactar una entrega mutua y absoluta a nuestra aventura profesional. Me fascinaba —me asustaba a veces— ver así a Julio Scherer García.
—¿Ya tienes la foto de portada? —me preguntó.
Era la tarde-noche del jueves 6 de enero de 1994.
—Tenemos varias propuestas —dije—. A ver cuál te parece mejor.
Me prensó del antebrazo, y obligándome a caminar por delante fuimos hasta donde ya Marco Antonio Sánchez había ampliado y enchinchetado cinco fotos que ilustraban el levantamiento en Chiapas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Todas eran excelentes, algunas sumamente dramáticas: la entrada de los zapatistas a San Cristóbal de las Casas tomada por Antonio Turok; ocho cadáveres de combatientes en pleno campo durante los primeros enfrentamientos con el ejército, de Marco Antonio Cruz; los soldados brincando de un helicóptero y a punto de entrar en combate; un zapatista tendido sobre un charco de sangre junto al rifle de madera con el que “disparaba”; más muertos en Rancho Nuevo, en Ocosingo, en Altamirano y en Las Margaritas, donde en ese momento el 75 Batallón de Infantería repelía a los insurgentes.
—¿Dónde está una de Marcos? —preguntó Julio.
Iniciábamos esa tarde el cierre de la revista y poco se sabía entonces de la conformación militar del EZLN. Los diarios habían informado de un hombre, oculto su rostro por un pasamontañas, que el día en que su ejército entró en San Cristóbal conversó brevemente con habitantes y turistas de la población, luego de que los alzados tomaron la presidencia municipal y destruyeron y quemaron archivos, mobiliario, cuadros, casi al mismo tiempo en que hacían pública su declaración de guerra contra el gobierno de Carlos Salinas.
Las escasas fotos que se tomaron de Marcos la mañana del primero de enero eran imprecisas y lejanas. Lo rodeaba la gente, y entre pobladores y curiosos sobresalía apenas el cucurucho de su pasamontañas. Un turista, sin embargo, lo grabó con su cámara de video durante el breve lapso de la charla. El turista se llamaba Juan Villatoro y pensó que sus imágenes podrían resultar periodísticas.
La mañana de ese jueves 6, Villatoro se apersonó en Proceso con todo y video. Era un lector asiduo de nuestro semanario, dijo.
Por desgracia no era bueno el material —padecía desenfoques y barridos—, pero en algunas tomas se lograba distinguir a Marcos, de frente.
Toda la mañana y parte de la tarde, Carlos Marín, Juan Miranda y yo nos la pasamos proyectando y deteniendo la cinta en busca de un instante en que se viera a Marcos con precisión. Escogimos el mejor momento, el menos peor. Juan Miranda lo convirtió en una foto en close up que le presentamos a Julio junto con aquéllas en las que se ilustraban los combates y los muertos.
Para portada, Marín y yo nos inclinábamos por las escenas dramáticas.
—Aquí se ve lo que está pasando —dijo Marín—: la guerra en pleno, los campesinos acribillados.
—Como fotos tienen más calidad —completé yo.
—Ésta es buenísima —señaló Marco Antonio a la del insurgente caído junto a su rifle de madera.
—La portada es Marcos —dijo Julio.
—Está muy graneada —repliqué.
—La guerra es lo que importa —insistió Marín—. Mire ésta, don Julio —y apuntó una de soldados y cadáveres.
—La portada es Marcos— volvió a decir Julio—. El periodismo se hace con personajes.
Tenía razón. Nuestra portada del número 987 de Proceso fueron los ojos y el nacimiento de la nariz de Marcos, como asomándose por el hueco del pasamontañas. La cabeza principal decía: Terminó el mito de la paz social / EL ESTALLIDO DE CHIAPAS. Abajo a la derecha, otra cabeza en la que equivocamos el cargo militar. En lugar de subcomandante le pusimos Comandante Marcos dos puntos. Y una frase entrecomillada: “Podrán cuestionar el camino, pero nunca las causas”.
A partir de ese número cubrimos, durante años, el fenómeno Marcos y EZLN, siempre valiéndonos de nuestro corresponsal en Chiapas, Julio César López, y enviados especiales que se alternaban: Guillermo Correa, Ignacio Ramírez, Salvador Corro…
Presionado por “la sociedad civil” —término althusseriano y chocante que entonces se puso de moda— el presidente Salinas ordenó el alto al fuego el doce de enero y se iniciaron los preparativos para un diálogo entre gobierno y levantados. Marcos se había convertido ya en poco menos que un ser mítico, para bien y para mal. Su pasamontañas, originalmente utilizado para defenderse del frío, obligaba a pensar, a un tiempo, en los encapuchados terroristas de Sendero Luminoso o en los encapuchados caricaturescos de la lucha libre. Entre el mito y el folclor. Entre el drama y la farsa.
Ante un líder de indígenas así, los medios de comunicación se desvivían por conseguir de él entrevistas exclusivas. El primero en alcanzar tal hazaña fue Epigmenio Ibarra. Con una cámara profesional de video y en compañía de Blanche Pietrich y Elio Enríquez grabó un reportaje que se exhibió por el mundo. El texto de la entrevista se publicó en La Jornada.
Aunque el trabajo documental de Epigmenio era excelente, no agotaba al personaje. Faltaban muchas preguntas por plantear sobre los orígenes del EZLN, sobre los antecedentes de Marcos, sobre su personalidad inquietante.
Al mediodía del lunes 7 de febrero, Julio me prensó el codo y me jaló a su oficina.
—Ya está lista una exclusiva con Marcos.
—¿De veras?
—Listísima.
—¿A quién vas a mandar?
—¿No te parece chingoncísimo?, ¿no te encanta, Vicente?, ¿no te vuelve loco? Dime que te vuelve loco, dime que te parece una chingonería.
—Sí, claro, me vuelve loco, pero quién la va a hacer.
—Tú.
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Estás puestísimo?
Julio me explicó que esa misma noche, o la noche siguiente, me telefonearía a mi casa un tipo que se iba a identificar como el Albañil. Me daría instrucciones en clave.
Se antojaban exageradas las precauciones de los intermediarios de Marcos, pero eran comprensibles, me decían Froylán López Narváez, Rafael Rodríguez Castañeda, Carlos Marín.
—¿No ves que la PGR y el ejército están haciendo lo imposible para localizar a Marcos? Si lo agarran, se acabó el problema, según ellos.
Más que el miedo a los peligros que acechaban en Chiapas, me atemorizaba el reto periodístico. Desde los inicios de Proceso yo apenas había realizado tareas reporteriles. En realidad nunca fui reportero de tiempo completo: no era hábil para las entrevistas ni ducho en las faenas a botepronto que exige la profesión.
—A lo mejor no consigo sacarle la sopa a Marcos —dije.
—Eso es lo que hace falta —me replicó Julio—. Exprimirlo, arrinconarlo, preguntarle todo, Vicente, todo todo todo. Los periódicos ya hablaron mucho de las causas y los combates. El personaje sigue intacto.
Complacer periodísticamente a Julio siempre ha sido difícil para cualquier reportero. Cuando él dice “exprimir a un personaje” significa exprimir a un personaje. Y con Marcos se trataba, obviamente, de que Proceso no le sirviera de alfombra para sus rollos políticos. Eso es el periodismo.
Esa misma noche sonó el teléfono en la casa. Contestó mi hija Mariana.
—Te habla un albañil, papá. No me quiso decir su nombre.
La voz sonaba hueca. Parecía la de un hombre que había leído a Eric Ambler o a John Le Carré.
—Tiene que estar en la obra el día 9. Ahí lo buscamos, ingeniero. No le diga a nadie de nuestro contrato.
En compañía del fotógrafo Juan Miranda y de Rubén Cardoso, subgerente de la revista, volamos a Tuxtla Gutiérrez. Un amigo de Cardoso, el profesor Palacios —que vivía en Chiapas y algo tenía que ver con la distribución de Proceso en la zona— nos condujo en su Nissan a San Cristóbal de Las Casas por una carretera interrumpida a cada rato por retenes.
Nos hospedamos en el hotel Mazariegos, donde se encontraban instalados —con todo y sala de prensa— la mayoría de los trescientos reporteros que repletaban la población. Los corresponsales nacionales y extranjeros se habían hecho presentes desde el estallido de año nuevo del EZLN, pero se multiplicaron ahora cuando se anunció que Manuel Camacho Solís, nombrado como mediador del conflicto por el presidente Salinas, trataría de entablar un diálogo público con la dirigencia zapatista. Todos querían estar ahí: con cámaras de foto y de video, con grabadoras. Todos aspiraban a esa exclusiva de Marcos. Varias veces me topé con las huestes del pérfido Zabludovsy, con Javier Solórzano, con Pepe Cárdenas, con Federico Campbell.
—Quihubo, Federico.
—¿Qué andas haciendo por aquí? —me preguntó Campbell al cruzar una esquina de la calle de Adelina Flores.
—Nada, de paseo —ironicé contra su pulla.
—Vienes a hacer una crónica de color, ¿verdad? Me imagino.
Me lastimó que Campbell me sintiera incapaz de un trabajo de mayor envergadura.
—Sí, una crónica de color —respondí—. Igual que tú, ¿sí?
No era la primera vez que me hallaba en la hermosa San Cristóbal. La visité años antes, un par de veces: para asistir a un encuentro literario organizado por el poeta Raúl Garduño y para acompañar a Estela en su investigación del mundo de Rosario Castellanos, de quien escribía su tesis de doctorado en psicología.
Tan pronto nos instalamos en el hotel Mazariegos —la llave de mi regadera se trasroscaba a cada rato—, el amigo de Rubén Cardoso nos llevó a conocer a Andrés Aubry. Era un exdominico sesentón, de origen belga y casado con una exreligiosa. Llevaba muchos años viviendo en San Cristóbal como antropólogo.
—Es muy importante que hablen con Aubry —nos dijo Palacios—. Nadie conoce tanto las comunidades indígenas.
Inteligente, cordialísimo, extraordinaria persona, Aubry dirigía el Instituto de Asesoría Antropológica para la Región Maya. Hablaba tzotzil y otras lenguas indígenas, y era autor de un libro publicado en París: Les Tzotzil par eux-memes. Como antropólogo y como estudioso del arte colonial, sabía de San Cristóbal más que los cronistas oficiales. Viajaba de continuo a las comunidades indígenas en un jeep inverosímil de los años sesenta. Él nos narró la historia de Diego de Mazariegos, el personaje histórico que daba nombre a nuestro hotel, que combatió ferozmente a los indios chiapa impulsándolos a arrojarse al cañón del Sumidero en un suicidio heroico, y que terminó fundado en 1528, con el nombre de Villa Real de Chiapa, la hoy ciudad de San Cristóbal de Las Casas. Aubry nos mostró y nos hizo valorar las riquezas artísticas del templo de Santo Domingo y de la Catedral, cuya fachada había sido repintada recientemente —por sugerencia suya— con los colores originales, de gusto indígena, de los tiempos de la Colonia.
Desde el primer día confié a Aubry los motivos de mi viaje. Le hablé del misterioso Albañil; le expresé mis miedos a que la mentada entrevista no se realizara nunca.
—A lo mejor el Albañil no sabe siquiera dónde estoy hospedado.
—Si te dijeron que te buscarían, te buscarán —me respondió Aubry.
Para serenar mi nerviosismo, para darme ánimos, él mismo me llevó a la casa episcopal de Samuel Ruiz, a quien se relacionó desde el principio con los campesinos alzados. Era conocida en todo México la tarea pastoral realizada en su diócesis desde que este hombre carirredondo y casi calvo llegó a Chiapas en 1960. En persona recorrió caminos, visitó pueblos y rancherías, conoció carencias extremas y atendió necesidades urgentes del campesinado indígena. Se hizo célebre aquella anécdota que consignaron Le Monde y El País cuando se acusó al obispo de ser ideólogo de la teología de la liberación. Él respondió: “Me importa la liberación, la teología me vale un bledo”. Bajo sus directrices, los dominicos de la misión de Ocosingo y sus grupos de catequistas realizaban de continuo, esforzadamente, tareas de concientización tanto como de asistencia social.
Gracias a la relación de Estela y mía con don Sergio Méndez Arceo conocí incidentalmente a Samuel Ruiz años antes. Lo entrevisté incluso para Excélsior durante aquel Congreso de Teología de 1975 donde se difundió precisamente —como se propagan los incendios en el monte— la teología de la liberación satanizada luego por el odio de Juan Pablo Segundo.
Por consideración a su amigo Andrés Aubry, más que por mí, don Samuel aceptó recibirnos. La sala de su casa episcopal era amplia y austera pero de un terrible mal gusto. Aunque escaseaba el mobiliario y tenía cierto aire a casona antigua, los sillones, las cortinas, los enormes y horribles óleos de Pío XI y Juan XXIII impregnaban el ambiente de una cierta pretensión palaciega común a tantas residencias de jerarcas eclesiásticos.
El obispo no se acordaba de mí, por supuesto, y me recibió pésimo. Nuestro tirante intercambio de frases se produjo de pie; duró menos de diez minutos. Cuando Aubry le explicó las razones de mi presencia en Chiapas como enviado de Proceso, don Samuel lamentó el acoso de tantos periodistas en San Cristóbal; dijo que nada estaba dispuesto a hacer para ayudarme en nada. Se sabía públicamente que él fungiría como intermediario entre los zapatistas y Marcos con el grupo político encabezado por Manuel Camacho Solís, pero hasta ahí. Mi supuesto encuentro con Marcos no era cosa suya ni de su gente.
—No va a conseguir hablarle, olvídelo —sentenció burlón—. No es el momento para entrevistas de periódico.
Un par de frases de Aubry lo suavizaron. Encogió los hombros. Entrompó la boca.
—Bueno, allá usted.
Tal vez cuando se iniciaran las pláticas, tal vez, yo tendría la oportunidad de aproximarme a Marcos, aunque eran tantos y tantos los interesados en entrevistarlo —son una lata los periodistas, gruñó— que dudaba mucho que Marcos me tomara en cuenta.
Nos despidió con un saludo guango: una sonrisa para Aubry, un gesto de fuchi para mí. Salí trinando.
Aubry trató de disculparlo cuando llegamos a la calle.
—Anda muy tenso por las pláticas. Es un compromiso difícil para él.
—Está bien que no pueda o no quiera ayudarme, pero no son modos —repelé.
—Entiéndelo.
—Sí, ya sé, es obispo, y con los obispos, de lejecitos. Que chingue a su madre.
Me reconcilié un poco con Samuel Ruiz cuando el domingo fui a misa a la catedral. La repletaba una muchedumbre de pobres: mujeres enrebozadas, niños cenizos mamando de pechos desnutridos, indígenas descalzos y mugrosos con rostros paralizados por la fatiga de la vida. La homilía del obispo en torno al evangelio de la multiplicación de los panes —que sólo puede entenderse como el milagro de la justicia social— me recordó a nuestro don Sergio, muerto dos años atrás, denunciando en su catedral la acumulación de riquezas por unos cuantos y el derecho de las mayorías a levantarse contra la violencia institucional.
Desde luego, no faltaban en el recinto los reporteros. No habían ido a participar de la misa obedientes a su fe, sino a fotografiar al obispo conciliador y a grabar las palabras de la homilía con ánimo de encontrar en ellas alusiones políticas al conflicto inmediato.
Intenté orar por Chiapas.
Habían transcurrido ya el martes 8, el miércoles 9, el jueves 10, el viernes 11, el sábado 12, el domingo 13, el lunes 14. Nada que hacer durante la interminable espera. Por las mañanas desayunaba con los enviados permanentes de Proceso: Salvador Corro, Guillermo Correa, Julio César López. Me contaban las novedades periodísticas —cómo iba a ser el juicio político al secuestrado Absalón Castellanos, cómo ocurrió la muerte por el ejército de tres indígenas del ejido Morelia—, los chismes de nuestros colegas, los rumores en torno a las pláticas. Luego me lanzaba a pasear las calles de San Cristóbal con Rubén Cardoso y Juan Miranda —el amigo de Cardoso ya había regresado a Tuxtla Gutiérrez—; telefoneaba a Estela para tranquilizarla y a Julio para quejarme de don Samuel y prevenirlo porque tal vez no habría entrevista para el número inminente de Proceso.
—¿Qué pasa con el Albañil? —me preguntaba Julio más ansioso que nunca.
—No me llama, Julio, no me llama.
—Búscalo. Tenemos que salir en este número con la entrevista. Ve otra vez con don Samuel. ¿Quieres que lo busque yo?
—No no, Julio. Ahorita voy de nuevo con el obispo —mentía.
Por las tardes, en el patio del hotel Mazariegos, se dejaba ver Camacho Solís con Alejandra Moreno Toscano y su corte de asistentes y guaruras. En las mañanas no se les veía en lugar alguno. Permanecían a puertas cerradas deliberando, planeando estrategias, chacoteando quizás, en un hotel pequeñito y elegantón a dos cuadras del Mazariegos. Hasta que llegaba el momento de plantarse frente a los reporteros para leer tarde a tarde, con la solemnidad de un estadista, el comunicado del día: vaguedades, palabras huecas, promesas del ya merito en relación a las pláticas a celebrarse de un momento a otro.
—Les avisaremos a tiempo, compañeros. Estén pendientes.
Con más palabras huecas respondía el mediador a las preguntas reporteriles ansiosas de información y abandonaba rapidito el hotel de los periodistas para regresar al suyo: a soñar que volvía a ser el político del siglo en el momento mismo de sellar la paz eterna con el E Zeta.
Camacho siempre llamaba E Zeta al EZLN. Era más fácil; no corría el peligro de que se le trabara la lengua y se le descompusiera su imagen de importante. No podía cometer un error ni en eso. Era su oportunidad. Su última oportunidad para llegar a la gloria, es decir, a la presidencia de la república en relevo de ese Luis Donaldo Colosio cada día más frágil.
Como en El viejo y el mar de Hemingway, me imaginaba a Camacho jugando a las vencidas con Marcos. Frente a frente los dos en la mesa de una taberna: los codos enraizados en la madera, los antebrazos rígidos y los puños trenzados en un nudo del que surge la fuerza de cada quien en una lucha de músculos tirantes para tratar de doblar, de un solo tirón victorioso, el antebrazo del contrario hasta hacerlo caer sobre la superficie de la mesa.
La gloria política, Manuel. Tu última oportunidad.
Tras la decepción de los comunicados de prensa, caminábamos a veces hasta la casa de Aubry a tomar café y a cenar empanadas.
—Vámonos ya al hotel —me urgía Cardoso—. No sea que te llame el Albañil y suceda esta noche.
Al mediodía del martes 15, Aubry se apareció de repente frente a mi mesa, en el restorán del hotel Mazariegos, y me entregó una tarjeta doblada por la mitad. No tomó asiento. Se fue de inmediato. Tenía prisa.
La tarjeta escrita a lápiz decía:
Puede ser que tengas más suerte de lo previsto, y antes de la fecha contemplada. Repórtate por favor entre las 4 y 5 pm, hoy, en la curia con el Padre Gonzalo.
El padre Gonzalo Ituarte era un dominico chaparrito, calvo y carirredondo como don Samuel Ruiz. Fungía de vicario y había trabajado —según supe después— en la misión de los dominicos en Ocosingo.
—Todo está listo —me dijo el padre Gonzalo, muy sonriente al recibirme en su escritorio.
Pero tenía malas noticias:
—Va a ir otro periodista: Óscar Hinojosa, de El Financiero.
Conocía bien a Óscar Hinojosa porque trabajó muchos años en Proceso. Era un excelente reportero. Me auxilió, con invaluable eficacia, en las investigaciones para mi libro Asesinato. Lo estimaba de veras, aunque ahora representaba un rival.
—Eso no fue lo que se pidió —repelé al padre Gonzalo—. Nos prometieron una entrevista exclusiva.
—Lo siento. Son las instrucciones… Y sin fotógrafo.
—Sin Juan Miranda no. Necesitamos buenas fotos porque a lo mejor va en portada.
—Lo siento —volvió a decir el padre Gonzalo y me pidió que esa noche como a las ocho, en el hotel Santa Clara, en el centro de San Cristóbal, buscara a una persona que me daría más instrucciones: lo encontraría pajareando en la cafetería. Era un hombre alto, con el pelo crespo.
Antes de abandonar la vicaría me volví para preguntar:
—Oiga… ¿usted es el Albañil?
El padre Gonzalo sonrió apenitas.
Llegué a las ocho en punto a la cafetería del hotel Santa Clara. Estaba desierta, pero sí, había allí un hombre de pie, moviéndose de un lado a otro y viendo a todas partes como si examinara la decoración del lugar: pajareando, pues.
Me aproximé. Me vio.
—Yo soy el contacto.
No era muy joven pero tenía cara de seminarista. Al menos de catequista de los que habían formado Samuel Ruiz o Gonzalo Ituarte. Tenía un aire de desgano incompatible con la función que desarrollaba; tristeza, depresión, pensé.
—¿Cómo te llamas?
—Dígame Contacto —respondió.
—Pero cómo te llamas —insistí.
—Contacto —dijo. Y empezó con las instrucciones: —tal vez acepten al fotógrafo de Proceso, pero sólo podrá tomar dos fotos. Una será para El Financiero.
—Si aceptan al fotógrafo yo no puedo impedir que tome las fotos que resulten necesarias. No sean absurdos, carajo.
—Está bien —dijo Contacto, y continuó sus instrucciones como si tuviera miedo de que alguien lo espiara: —necesita conseguir un vehículo de carrocería alta y llevar una cobija, una lámpara de mano, una gorra y… uy, no, esos zapatos no le sirven: necesita botas.
—Las consigo, perfecto. Qué más.
Con todo y el vehículo de carrocería alta debería presentarme con mi fotógrafo mañana a las ocho pe eme, precisó Contacto, en el restorán de un hotel ubicado frente al templo de la Merced.
—Cómo se llama el hotel.
Contacto se rascó durante segundos su cabello ensortijado. Sonrió nerviosamente al darse cuenta de que había olvidado un dato importante.
—No me acuerdo —dijo—, pero está frente al templo de la Merced.
—Okey.
—El viaje será largo y le ruego absoluta discreción.
En el hotel Mazariegos informé a Rubén Cardoso y a Juan Miranda de mi entrevista con Contacto. Cardoso alquilaría una combi a como diera lugar y Juan Miranda y yo nos encargaríamos de las compras: las cobijas, las lámparas, las botas. Me preocupaba que la entrevista no fuera exclusiva para Proceso. Llamé por teléfono a Julio.
—¡Ni madres! —me respondió Julio excitadísimo—. Ese no fue el compromiso. Oblígalos a que manden a El Financiero a la chingada.
—No puedo, Julio.
—Oblígalos. Tú deshazte como puedas de Óscar Hinojosa. La entrevista es de Proceso.
—Está bien, yo me encargo —volví a mentir.
No se cómo lo consiguió —porque en las agencias que rentaban autos ya no había camionetas, ni camiones de carrocería alta, ni coches de marca alguna—, pero al mediodía del miércoles 16, Cardoso estacionó frente al Mazariegos una combi blanca de la Volkswagen, con placas DLB 5130. Juan Miranda y yo habíamos comprado ya, en el mercado, dos cobijas, dos lámparas sordas y unas botas que me oprimían horriblemente la uña enterrada del pie izquierdo.
Juan Miranda y yo nos presentamos, puntuales, en el hotelucho de paso frente al templo de La Merced. Juan Miranda manejaba la combi y la estacionó en la acera de enfrente.
El primero en llegar fue Óscar Hinojosa. Cargaba una maleta azul de plástico, grande, de tubo.
—¿Y ese chunche? —pregunté asombrado, después de saludarnos con mutuo desdén.
—¿No les dijeron que lleváramos algo de comer? —dijo Óscar Hinojosa—. Yo traje sándwiches.
—Menos mal —dije—, nosotros no trajimos nada.
Casi al mismo tiempo, un poco más tarde, llegó Contacto seguido de un joven con pantalones de mezclilla y chamarra de explorador. Era Tim Golden —lo presentó Contacto—, corresponsal en México de The New York Times.
Se me escapó una palabrota. Iba a ser entonces una entrevista colectiva, carajo. Y pensé lo que estaría pensando Julio Scherer: una rueda de prensa no, Vicente, ni madres: deshazte como puedas de los otros.
En lo que Contacto pedía a Juan Miranda las llaves de la combi, en lo que salía del hotel y en lo que nosotros ordenábamos café y pan dulce para merendar —yo quiero un chocolate caliente, interrumpió Óscar Hinojosa— propuse discutir el problema. O hacíamos tres entrevistas por separado, cada quien un rato con Marcos, o lo entrevistábamos los tres al mismo tiempo y nos comprometíamos a publicar nuestro trabajo hasta el domingo, fecha de aparición de Proceso.
—Por mí no hay problema —dijo Tim Golden—. Yo publico hasta el domingo, me da lo mismo.
—Yo publico el viernes o el sábado a más tardar —dijo Óscar Hinojosa, ventajoso porque El Financiero era un diario.
—Entonces no te paso las fotos que tome Juan Miranda —repliqué—. El fotógrafo es de Proceso.
—Está bien, publico hasta el domingo —aceptó Óscar Hinojosa.
Contacto regresó a la cafetería del hotel cuando ya habíamos devorado el pan dulce que nos sirvió una mesera de nalgas prominentes.
—Tenemos un problema —dijo Contacto—. ¿Leyeron la nota de La Jornada?
La había leído Óscar Hinojosa. Más que una nota, era la cola de una noticia redactada por Elio Henríquez:
Una fuente cercana al EZLN señaló, por otra parte, que en las próximas horas el subcomandante Marcos concederá dos entrevistas: una a la revista Proceso y otra al matutino El Financiero.
—Nos pueden regresar —dijo Contacto—, se los advierto.
Salimos del hotelucho. Me asombré: en nuestra ausencia, Contacto había repletado, ayudado por no sé quién, la parte trasera de la combi con toda suerte de mercancías: paquetes inmensos de papel sanitario, garrafones de agua potable, cajas con alimentos enlatados y leche en polvo, cubetas, jergas, bolsas de yute…
—Hiciste tu súper, Contacto —le dije. Pero él ni siquiera sonrió. Se subió al volante y se puso a recitar instrucciones. Que nada podíamos decir de los preparativos ni escribir una sola línea de nuestro trayecto, para no dar pistas. Nos ordenó autovendarnos los ojos, “de aquí a que lleguemos”, con las respectivas bufandas que todos traíamos.
Sentí que era ridícula la exigencia porque la noche era cerrada y poco sabíamos de la geografía de San Cristóbal y sus alrededores. Yo hacía trampa a cada rato, desde luego, y miraba por debajo o por arriba de mi bufanda. Nada había que ver. Después de los caseríos dejados atrás todo era oscuro como el alma del infierno, sentí. Iba al lado de una ventanilla, junto a Juan Miranda y Tim Golden. Óscar Hinojosa viajaba atrás, entrampado en el súper de Contacto, quien me vigilaba por el retrovisor.
—No se baje la bufanda, señor Leñero, por favor.
No escribir —era la orden—, pero escribí luego para Proceso:
De cualquier manera, cómo diablos describir el frío al descampado cuando ocurre el primer cambio de vehículos —donde perdimos la Combi blanca y a Contacto—: es un vidrio que se mete entre la plantilla de las botas y el doble calcetín, que se convierte en viento para azotar orejas y temblequear piernas y brazos o colarse por las ingles al descargar la urgente orinada que venía reventando la vejiga desde muchos kilómetros atrás. Ya es de noche cuando los ojos se abren a lo negro, interrumpido apenas, de momento, por las voces convertidas en chasquidos, palabras sueltas en idiomas indígenas, murmullos, claves. Luego aparecen sombras entre matas, luces de linternas inventando veredas imposibles, ruidos de no sé dónde.
—Pasen por aquí.
Cómo describir el cuartucho con olor a pobreza de una vieja encobijada durmiendo en el suelo. Una botella llena de petróleo, con un tapón de cera y un pabilo ardiendo, es el candil de la única luz. Da como pena encender las propias linternas que se pidieron.
Nos hallábamos en el segundo o tercer cambio de vehículos. Cuando viajábamos en la combi, Juan Miranda me hizo notar —muy bajito, casi a señas— que de vez en vez la camioneta se detenía y no reanudaba la marcha hasta que no se escuchaba, lejanísimo, el chisporrotear de un cohete ascendiendo. Se volvía a detener la combi, se volvía a escuchar un cohete y avanzábamos.
Un hombre gordo, con sombrero de yute, nos enfrentaba ahora en el cuartucho de la vieja dormida: tenía facha de trailero más que de rebelde alzado en armas. Nos pidió nuestras credenciales de periodistas. Como yo nunca usaba credencial de Proceso le alargué la licencia de manejo. Luego nos exigió los relojes de pulsera.
—Para que no midamos distancias —me susurró Tim Golden, a quien imaginé de pronto, por su desenvoltura, su desenfado, como un experto corresponsal de guerra interpretado por Richard Gere en una película de Oliver Stone.
Parecíamos un cuarteto de secuestrados cuando nos condujeron hasta un camión de enorme cajón de carga repleto de instrumentos de labranza, costales, jaulas, chunches. Mis compañeros treparon ágilmente de un brinco. Yo no podía, no pude. Además de la cobija, la lámpara y el morral con mis útiles, los sesentaiún años que llevaba encima me impedían alcanzar con una bota el estribo. Juan Miranda tuvo que bajar de un salto y empujarme de las nalgas para hacerme entrar en el cajón. Una vieja llanta de refacción me sirvió de asiento para botar y rebotar al ritmo con que rugía el monstruo aquel venciendo los hoyancos y las piedras de una brecha enlodada por la lluvia.
Horas duraba el viaje; no había para cuándo llegar a la meta.
A donde llegamos con un ¡bájense! grosero —siempre como secuestrados— fue a un enorme galerón. Podría ser el auditorio de una escuela, pero sin pupitres, o un templo sin bancas aunque sí con un paralelepípedo de madera semejante a un altar. Cerca de él alcancé a divisar dos estampitas clavadas a la pared: una de San Jorge y el dragón, otra de la virgen de Fátima.
Aparecieron allí los primeros pasamontañas: dos mujeres armadas con fusiles —¿o serían chiquillos?— haciendo guardia, inmóviles como estatuas de santos, y un indígena de temperamento duro, digo, por como se puso a hablar en tono regañón sobre la nota aquella aparecida en La Jornada.
—¿Quién de ustedes provocó esa filtración?
Juan Miranda se hizo el soñoliento mientras Tim Golden tomaba la palabra.
—Es una pendejada —dijo, muy asimilado a nuestro argot, como si quisiera disimular su calidad de gringo—. Eso no se debe hacer entre periodistas.
Fue Óscar Hinojosa quien se puso a razonar sobre las especulaciones que suelen hacer los colegas reporteros, los rumores, la imaginación…
Desde el gajo de su pasamontañas el indígena duro me miró:
—Seguramente son celos reporteriles. La nota está firmada por Elio Enríquez. Él estuvo en el primer grupo que entrevistó a Marcos.
—Vamos a examinar eso con cuidado para ver si pueden seguir. Es muy grave —dijo el duro, y salió del auditorio como si también estuviera actuando para Oliver Stone.
Ahí nos dejaron por media hora cuando menos, sentados en una viga de madera durísima para nuestras nalgas zangoloteadas y doloridas. Pinche Marcos, pensé, primero nos trae y ahora nos regresa.
Regresó el pasamontañas duro, con todo y su tono regañón:
—Ya examinaron el asunto. Ya confirmaron que nadie ha venido siguiendo el camión, pero necesitan asegurarse de que ninguno de ustedes va a escribir nada capaz de poner en peligro la seguridad del territorio zapatista. ¿Con qué lo garantizan?
—Con mi palabra —dije.
—Con el mismo principio profesional con que se garantiza el secreto de origen a las fuentes confidenciales —dijo Tim Golden.
Y Óscar Hinojosa se metió de nuevo a razonar, muy bien, sobre la mutua conveniencia y seguridad de quienes reportean y son reporteados.
Seguramente el pasamontañas duro no entendió el discurso de Óscar, pero asintió con la cabeza. Salió, volvió con nosotros un rato después y nos envió directo al horrible camión. Ése fue el tramo más corto. Sólo un cuarto de hora de traqueteo —ya no tenía mi reloj para precisarlo— hasta detenerse el camión en una loma.
De la oscuridad brotó un chamaco con una linterna encendida.
—Síganme —dijo, y echó a correr hacia la loma.
Tuve el mal tino de situarme delante de los cuatro para trepar en seguimiento del chamaco, iluminando con mi linterna la vereda enlodada, las piedras tropezonas, las matas que hacían resbalarnos con todo y botas. Era como subir al Ajusco en mis años de adolescente, pero ahora con la prisa de llegar hasta la cima, de no perder al chamaco guía; la luz de su linterna volando como luciérnaga, el corazón dándome saltos.
Un dolor en el pecho, como una daga, me contorsionó cuando ya habíamos alcanzado la pinche meta. Pensé de pronto en el Perro Estrada infartándose, qué horror. Un infarto aquí, qué papelón el mío. No puede ser, carajo, nada más eso me faltaba.
Tim Golden se dio cuenta de mi gesto, de mi sofoco, de mi ansia por jalar aire. Me palmeó la espalda.
—Calmado —dijo—. Ya, calmado. Vas a estar bien.
Metió su mano en la mochila y sacó una tableta de chocolate Hersheys. Mientras lo devoraba como si fuera una medicina, observé al chamaco guía hablando con un pasamontañas chaparrito. El chaparrito señaló hacia lo que parecía una cabaña donde habían tendido nuestras cobijas requisadas en la última estación del calvario.
—Descansen un rato —dijo.
Óscar terminaba de abrir su pesada maleta de tubo y de ella extrajo un par de sándwiches envueltos en servilletas de papel. Se comió los dos con la rapidez de un hambriento.
—Él sí vino preparado, ¿ya viste? —le murmuré, ya repuesto, a Juan Miranda.
—Cabrón, ni siquiera ofrece.
Óscar fue el primero en entrar en la cabaña.
—Parece la de Tlaxcalantongo —dijo—, donde mataron a Carranza.
Nadie le rió su chiste.
Nos tendimos los cuatro sobre las cobijas. El piso parecía de piedra pero el cansancio lo soportaba todo.
No sé cuánto tiempo dormí. Sólo fue un coyotito, quizá. Me despertó la voz tronante de una chacota al abrirse la puerta y al dejarse ver a contraluz una imagen en sombra, imponente desde la perspectiva a ras de piso:
—¡No tenemos armas! ¡No tenemos dinero! ¡No somos extranjeros! ¡Soy un mito genial!
Era el subcomandante Marcos, riendo. Se dio la vuelta, en sombra siempre:
—Orita regreso por ustedes.
El galerón en el que entramos era una austera construcción campesina, de tabicones grises, custodiada adentro por dos pasamontañas armados y otra media docena que fueron llegando luego. Tenía dispuestas tres vigas, en triángulo abierto y muy cercanas al piso, que habrían de servir como incomodísimos asientos para la entrevista. En alguna pared cuarteada se adosaban varios tablones con libros y cuadernos muy usados. Del techo bajaba un foco único pero suficiente.
Mientras Juan Miranda inspeccionaba los mejores sitios para disparar su cámara —sólo ahí dentro le estaba permitido tomar fotos—, Óscar Hinojosa, Tim Golden y yo elegimos nuestros lugares. Yo extraje de mi morral las dos grabadoras que traía: una de Carlos Marín, modernísima porque se detenía automáticamente durante los silencios, y otra pequeña que me prestó Rubén Cardoso. Tim Golden puso la suya, también pequeña, dentro de una cesta que encontró por ahí y que ubicó al centro del triángulo.
—Desde cualquier lugar donde se siente Marcos te va a quedar muy lejos —le advertí.
Tim Golden sonrió, autosuficiente:
—Es lo último en grabadoras, la compré en Nueva York. Tienen un alcance extraordinario y no se necesita cambiar cintas, dure lo que dure la entrevista.
—Primer mundo —dije, mientras Óscar Hinojosa abría de nuevo su maleta de tubo para sacar un impresionante tarjetero. Había escrito más de cincuenta preguntas en igual número de tarjetas y las había clasificado por temas. Recordé a Patricia Torres Maya, en Revista de Revistas, que preparó un tarjetero semejante cuando fue a entrevistar a Agustín Yánez.
Me volví a sentir un reportero a la antigüita, con mi bloc de notas y mi bolígrafo.
Marcos llegó y tomó asiento cerca de mí, frente a Óscar y Tim Golden. Traía botas, se protegía con un chuj sobre el que se cruzaban las cananas repletas de cartuchos, como las de Pancho Villa; llevaba un reloj en cada muñeca y su inseparable pasamontañas coronado por una borla muy mona —todavía no se calaba encima su cachucha de guerrillero que empezó a usar meses después y le daba más filing.
A pesar de que Andrés Aubry me había recomendado hacer una entrevista profunda sobre la problemática indígena, sin frivolidades, yo centré la mayoría de mis preguntas en torno a la personalidad de Marcos: sus antecedentes de formación, su enigmático sobrenombre, sus lecturas, sus manías. El subcomandante parecía preferir las sesudas cuestiones que le planteaba Óscar leyendo sus tarjetitas —casi todas resueltas en los comunicados del EZLN—, pero las preguntas del reportero eran casi tan largas como los rollos interminables de Marcos a que daban origen. Tim Golden y yo nos empeñábamos en frenarlo. Al corresponsal del New York Times le interesaba las armas de los guerrilleros: que cómo las conseguían, que las prácticas de tiro, que si las ametralladoras Uzi, que si las AK47… Sin embargo, las intervenciones de Tim Golden eran discretas, breves, y me dejaba llevar la entrevista regateándole oportunidades a Óscar Hinojosa.
En un de repente, Óscar soltó una exclamación, se puso de pie e interrumpió a Marcos, que llevaba diez minutos hablando sobre sus lecturas de Rius, de Monsiváis, de García Márquez y de Cortázar —frivolidades.
—¡Perdón —gritó Óscar—, pero aquí se está cometiendo una violación al pacto!
El primer sorprendido fue Marcos. Se rascó el pasamontañas. Despertaron los guerrilleros que se habían quedado dormidos al fondo del galerón, aburridos quizá.
—Quedamos en que Juan Miranda iba a tomar fotos para todos /
—Claro que para todos —lo interrumpí—. Yo le voy a mandar las fotos que quieran a ti y a Golden.
—No. Yo ya me di cuenta de que Juan Miranda —hablaba hacia Marcos— se ha pasado la noche fotografiando a Leñero con usted.
—Ésas son fotos para mi álbum personal, Óscar —dije—. Tú sabes que en Proceso nunca publicamos fotos de los entrevistadores.
—Pues yo quiero que también me tome Miranda a mí, con Marcos.
—Órale, Juan.
Aunque Juan Miranda trinaba, obedeció. Varias veces disparó su cámara sobre Hinojosa y Marcos. El subcomandante se aguantaba la risa y trataba de iniciar un nuevo discurso sobre don Samuel Ruiz y el EZLN, una pregunta que se había quedado pendiente.
La entrevista colectiva duró poco más de dos horas. Marcos se levantó para darla por terminada y salimos del galerón. Amanecía. Lloviznaba.
En plan extraoficial el subcomandante charló un rato con nosotros, amable.
—Sus compañeros me pidieron escribir que la entrevista se había celebrado en “un lugar de la selva” —dijo Tim Golden—, pero aquí no hay ninguna selva.
—¿Eso es importante? —preguntó Marcos.
—Yo puedo guardar el secreto de todo este viaje, eso acordamos, pero no puedo decir algo que no sea cierto.
—¿Qué sugieren? —preguntó.
—Decir “en un lugar del sureste” —dije—, da lo mismo.
Marcos asintió. Me tomó del brazo y me llevó aparte.
—¿Sabe? Yo también escribo cuentos. Me gustaría que los viera y me diera una opinión literaria.
—Mándemelos y con suerte se los publicamos en Proceso.
Cuando Marcos desapareció definitivamente, seguido por una nubecilla de pasamontañas, regresé a encontrarme con mis compañeros.
Juan Miranda y Óscar Hinojosa pleiteaban; parecían a punto de llegar a las manos.
—Hijo de tu chingada madre, eres un mamón —le gritaba Juan.
—Pero si yo me quedo callado tú no me tomas fotos —le repelaba Óscar.
Tim Golden los separó, yo intervine y Óscar se puso a comer más sándwiches y un yogurt sacados de su maleta de tubo milagrosa.
Volvimos la cabeza y ahí estaba Contacto, otra vez, con la combi blanca. Había llegado por otro camino más accesible, lo cual significaba que nuestro larguísimo trayecto por brechas intransitables había sido únicamente para despistarnos. Cabrones, pensé.
—Tú eres seminarista, ¿verdad? —dije—. ¿Cura de pueblo?
—Yo soy Contacto.
—Eres de los catequistas de don Samuel, tienes facha.
Muy molesto, sin responder a mi acoso, Contacto nos ordenó abordar la camioneta. Nos regresó relojes y credenciales.
—¿Quieren también sus cobijas y sus linternas o se las dejan a los indígenas?
—Se las dejamos a los indígenas —concedió por nosotros Tim Golden.
Emprendimos un viaje eterno hacia Tuxtla Gutiérrez. Antes nos detuvimos frente al dispensario de un pueblucho donde nos sirvieron un café horrible, muy aguado. Óscar prefirió seguir bebiendo de su frasco de yogurt.
En esa única estación se incorporó a nosotros una joven guapa, de pelo castaño y largo. Más parecía una chica de la Ibero que una nativa del lugar. Se sentó adelante, en el lugar del copiloto, y se la pasó murmurando con Contacto palabras inaudibles, quizá de conspiración guerrillera, quizá de amor. Juan Miranda y yo nos sentamos atrás; más atrás: Tim Golden y Óscar Hinojosa. Los cuatro, en absoluto silencio.
Contacto nos pidió varias veces que volviéramos a vendarnos los ojos con nuestras bufandas, pero no le hicimos caso; una vez realizada la entrevista nuestro guía había perdido toda autoridad. Por el retrovisor yo veía sus ojos apuñaleándome y lo que hacía entonces era desviar la mirada hacia los campos ocres, deslavados, estériles, que la brecha iba cruzando a brincos. De vez en cuando se veían aislados campesinos caminando por aquí o por allá entre piedras: descubriendo veredas, huyendo de la claridad de ese jueves mañanero sin futuro para la miseria que palpitaba en las chozas y en las matas calizas que ni la lluvia había hecho crecer.
Fue en ese momento cuando Óscar Hinojosa empezó a sentirse mal. Se aproximó para decírmelo Tim Golden. Antes de que yo volviera hacia atrás la cabeza, Óscar gritó:
—¡Párese, párese, quiero vomitar!
Contacto frenó de golpe. Óscar brincó de la combi y soltó a nuestras espaldas su primera guacareada. Porque fueron tres o cuatro, cada media hora más o menos.
—Eso le pasa a este cabrón por atragantarse de sándwiches sin convidar —exclamó Juan Miranda—. Ahora está pagando su /
—Tiene fiebre —dijo Tim Golden.
—No, ya estoy bien —dijo Óscar.
Por fin, después de horas, llegamos hasta la gasolinera situada en una desviación a Tuxtla Gutiérrez, según nos enteramos por un letrero del camino. Ahí descendieron Contacto y la chica de la Ibero.
—Ustedes siguen en la camioneta y yo aquí me despido —dijo Contacto—. Recuerden que nada pueden escribir sobre esto. Limítense a la entrevista.
Únicamente Tim Golden le dijo gracias por todo. Yo le solté una ironía:
—Salúdame a don Samuel, fray Contacto.
Con Juan Miranda como conductor llegamos, tras dos horas de camino, al centro de Tuxtla Gutiérrez, donde descendió el corresponsal del New York Times. Él debía regresar por su auto a San Cristóbal y estaría en México el viernes. Me llamaría a Proceso para que le enviara copias de las fotos.
Estacionamos el auto en la plaza principal y acompañamos a Óscar Hinojosa, amarillo y tambaleante, hasta un hotelucho.
—¿No quieres que busquemos un doctor? —le pregunté—. Te ves muy mal, tienes fiebre.
—No. Necesito empezar a escribir. Ya estoy mejor, mucho mejor.
—Te voy a decir como Contacto —le espetó Juan Miranda—. No publiques la entrevista antes del domingo, cabrón; si no, no hay fotos.
Sólo de mí se despidió de mano Óscar. Entró en su hotel.
Juan Miranda debería regresar a San Cristóbal por Rubén Cardoso y por mi equipaje. Yo volaría a México con los carretes de fotografía para escribir de inmediato. Antes de tomar el avión llamé por teléfono a Estela y a Julio. Estela me recibió en el aeropuerto, sensible como siempre.
Lento como soy para el tráfago que se exige al reportero de noticias, reportear y escribir al momento su nota, me preocupaba desde el avión la tarea de convertir en palabras mi trabajo. Tenía sólo día y medio —los cierres de Proceso eran los viernes— para concluirlo con bien. Estaba además desvelado y molido.
Todo mundo en la revista se ofreció a auxiliarme en la transcripción de las cintas. Y mientras la noche de ese jueves yo escribía en mi casa un recuadro sobre la ambientación del acontecimiento, Elena Guerra, Carlos Marín, Gerardo Galarza y mi secretaria Ana María Cortés realizaban el ingrato trabajo de transcribir al papel las grabaciones. Me entregaron el bonche de papeles la mañana del viernes y empecé a escribir, no en mi escritorio sino en la sala de juntas de Proceso para evitar las distracciones.
A mediodía me llamó Tim Golden. Me pedía un par de fotos, no necesitaba más. Tenía un problema: su extraordinaria grabadora adquirida en Nueva York, el milagro tecnológico del primer mundo, le había fallado: No se oye ni madres, dijo. Ofrecí enviarle con un mensajero las copias de mis transcripciones. Con ese mismo mensajero le mandé a Óscar Hinojosa, a El Financiero, diez fotos de las tomadas por Juan Miranda; desde luego, donde aparecía él con Marcos.
Terminé la redacción de la entrevista pasadas las doce de la noche. Salió en portada de la edición 903 del 21 de febrero, con un acercamiento de Marcos trenzado el índice con el dedo mayor de su mano derecha. La cabeza rezaba: “SALINAS SABÍA” / MARCOS, DE CERCA.
Óscar Hinojosa rompió nuestro pacto. La primera parte de la entrevista apareció el sábado, con una foto suya entrevistando al subcomandante, en páginas interiores. Tim Golden sí cumplió: su nota no medía más de cuatro cuartillas y se publicó el domingo en primera plana de The New York Times.
Aunque los problemas del EZLN con el gobierno de Salinas no se arreglaban, la fama de Marcos como personaje internacional y como líder moral crecía y crecía.
Casi seis meses después de la entrevista, a finales de julio del 94, recibí por fin uno de sus relatos literarios. Narraba un episodio real, a manera de non fiction. Traía una pequeña carta adjunta:
Salve maestro. Con el evidente retraso que señala el calendario, cumplo mi promesa de enviarte algo de “literatura” de la primera época de montaña. El texto anexo, titulado “Nos dijeron la verdad”, lo escribí atardeciendo el 85, todavía en lo profundo de la selva, y narra la primera vez que hicimos contacto abierto con un poblado. No seas severo al juzgar el estilo literario, nunca pensé que alguien más que los compañeros de montaña lo vería y su intención era guardar esos pequeños “éxitos” del EZLN. En esa época yo tenía grado de Capitán 2° de Infantería, lo que significaba, en términos de sueños, que éramos ya 15 combatientes, la columna más poderosa (y la única) de los insurgentes zapatistas. Ahí ve tú lo que haces con el texto, acabo de rescatarlo de un montón de papeles mojados y parte de él estaba despintando pero las palabras se distinguían. Lo reconstruí con un poco de nostalgia y un mucho de apego a lo que veíamos, en esa época, en el espejo. Dime si quieres más de estas nostalgias, he recorrido el “Baúl de los tesoros del Sup” y he encontrado cosas que, en veces, me arrancan una sonrisa, y, otras, más de una lágrima. En fin, piezas del rompecabezas (en todos los sentidos) que es la historia antes del 1 de enero de 1994.
El relato testimonial era bueno. Lo publicamos a doble plana en la sección de cultura con un dibujo de Efrén.
Desde los primeros meses del entrante gobierno de Ernesto Zedillo, se endureció la situación para el EZLN. Mañoso, el presidente utilizó un doble juego. El de las pláticas y los arreglos con “nuestra mejor voluntad”, y el de la persecución soterrada contra el movimiento de Marcos. Las pláticas nunca habían prosperado. Ni las primeras en la catedral de San Cristóbal con Manuel Camacho Solís, ni las que empezaron después en San Andrés Larráinzar.
Lo que sí tuvo frutos fue el hostigamiento. En marzo de 1995 detuvieron a supuestos excombatientes y luego el ejército enderezó una batida contra los insurgentes que hizo huir a Marcos hasta las entrañas de la Selva Lacandona.
Desde ahí, en mayo de 1995, me hizo llegar una carta que empezaba diciendo: Maestro: Lo saludo con la distancia a que me obliga este sube y baja por lomas y cañadas, y con el respeto que me imponen sus letras.
Proponía realizar una entrevista conmigo, con otro reportero de Proceso y nuestro fotógrafo, pero también con un fotógrafo y un reportero de La Jornada, y uno más de El Financiero —otra vez la maldita entrevista colectiva—. Era explicable: Marcos buscaba a toda costa la más amplia cobertura a su causa en el difícil momento que vivía.
Hay más advertencias —declaraba su carta después de explicaciones y más explicaciones—: se necesitan unos dos a tres días de camino, en bestia y a pie, para llegar al lugar de la entrevista, y otro tanto para salir. Si la entrevista dura un día, serían de 5 a 7 días desde que se deja el vehículo hasta que se vuelve a él. Le digo para que haga cuentas. De las fechas probables, el portador le informará.
Y terminaba:
Bueno maestro, es todo. Espero no fastidiarlo con tantas medidas y condiciones. Ojalá pueda verlo y saludarlo personalmente. He releído hace unos días un libro que tal vez usted conozca. Se llama “Los periodistas”. Tal vez hasta tengamos tiempo de que le haga yo una entrevista a usted. Salude de mi parte al maestro Scherer y al gran Naranjo. Un abrazo especial para Froylán López Narváez y a todos.
Vale. Salud y que la paz sea, algún día, una buena noticia.
Lo que ahora me arredraba no era el reto periodístico, sino eso de los dos o tres días montado en una bestia —entendí mula— y a pie —entendí subidas y bajadas por veredas retorcidas—. Sin embargo, acepté. A huevo, dijo Julio. Viajaría con Salvador Corro y con Juan Miranda.
Lo primero que hice fue comprar un par de botas de montaña, no las durísimas que conseguí en el mercado de San Cristóbal y que terminaron destrozándome el pulgar del pie izquierdo. Luego salí a caminar todos los días con Estela por las calles de San Pedro de los Pinos para estar en forma. Hacía ejercicios de respiración, le bajé al cigarro.
Pasaron días, semanas, y no se apareció contacto alguno a precisar las instrucciones. Al mes dimos por suprimida la entrevista sin que Marcos enviara expresamente cancelación alguna. De seguro Marcos anda huyendo y escondiéndose en lo profundo de la selva, dijo Froylán; lo están cazando.
Estalló poco después la gran revelación. La Procuraduría Federal de la República —también el ejército de seguro— había logrado desentrañar la personalidad de Marcos. Se llamaba en realidad Rafael Guillén Vicente, nacido en Tampico en 1957: tenía 38 años, muy cerca de los 39 que le calculó Blanche Pietrich. Guillén estudió Filosofía y Letras en la UNAM. Obtuvo su licenciatura, con mención honorífica, en 1980. De 1979 a 1983 impartió clases en la Escuela de Ciencias y Artes para el Diseño, de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco.
Los medios de comunicación difundieron profusamente, además de esta información, la fotografía de Rafael Guillén adosada a su título universitario y otra, muy borrosa, de un periódico donde se daba cuenta de la conferencia que fue a impartir, en 1992, a la asociación de agentes comerciales en Matamoros: “El ejecutivo de nuestro tiempo”. Ya se había instalado en Chiapas, pero viajó a Tampico a petición de su padre don Alfonso, quien trabajó durante años en el ramo de mueblerías. Guillén habló allí contra el TLC que se negociaba entonces. Y lo fotografiaron. Lucía narigón, con barba.
A poco de esta develación, en julio de 1995, apareció en la editorial Cal y Arena La rebelión de las cañadas, un libro de Carlos Tello Díaz que informaba exhaustivamente sobre la historia del EZLN y la participación de Rafael Guillén desde que se incorporó al movimiento guerrillero en 1982. Proceso publicó fragmentos del libro, poco antes de aparecer en librerías, y una larga entrevista con Carlos Tello Díaz realizada por Guillermo Correa.
Era un notición, dijo Julio Scherer.
Algunos miembros de la izquierda mexicana censuraron tanto el libro como el vuelo que le imprimió Proceso. Rosario Ibarra de Piedra —devota de Marcos— declaró a la revista que La rebelión de las cañadas era un libro “hecho con mente policiaca, y peligroso porque mezcla mentiras con verdades”. Carlos Montemayor abundó: “Me asombra la rapidez con que Tello Díaz pudo recolectar información tan precisa. Parece más una delación que una investigación histórica”. Y Andrés Aubry: “A Tello Díaz le preocupa más establecer identidades que conocer la lenta acumulación de fuerzas en silencio que condujo al estallido”.
No faltaron reporteros de Proceso que dudaron de la pertinencia de publicar las revelaciones. Los miembros del consejo editorial no teníamos dudas. El oficio periodístico obliga a buscar información hasta el agotamiento —era el afán obsesivo de Julio—, sin distinción de ideologías. Si un personaje se oculta con una máscara —dijimos—, nuestro deber es quitársela.
Fue así como durante julio y agosto de 1995 la revista se dio a la tarea de seguir, corregir y ampliar las pistas sembradas por La rebelión de las cañadas. Antonio Jáquez, Agustín Ramírez, Álvaro Delgado, José Alberto Castro y Julio César López investigaron hechos y personajes de lo que se inició en 1970 y culminó con el EZLN. Fernando Ortega se instaló durante una semana en Tampico para averiguar la infancia, la adolescencia, la familia y las amistades de Rafael Guillén. Francisco Ortiz Pinchetti viajó a Nicaragua y exploró las huellas dejadas por el futuro guerrillero cuando estuvo tres meses en San Juan del Río Coco, después del triunfo sandinista.
A mediados de agosto, Armando Ponce me confió que su querida amiga, Rosa Nuria Masana, conocía a Lourdes Balderrama, una publicista que había sido alumna de Rafael Guillén en la UAM Xochimilco y le tomó en esos tiempos una buena cantidad de fotos.
Con Rosa Nuria fui a visitar a Lourdes Balderrama a la agencia donde trabajaba, en San José Insurgentes. Como sabía su condición de diseñadora y en ese entonces ejecutiva de la agencia, le llevé a manera de regalo un pequeño libro antiguo sobre arquitectura.
Era una joven guapa, de ojos como luces, un tanto hermética. Tomamos café en un Vips cercano al teatro Insurgentes.
Sí, había sido alumna de Rafael Guillén. Era un maestro muy inteligente, chispeante, divertido. Les hablaba de Marx, de Althusser, de Foucault. Las alumnas se morían por él.
—¿Fuiste su novia?
—No. Bueno… no —se delató Lourdes con una sonrisa. Y enrojeció por momentos.
—Me dice Rosa Nuria que siempre andabas con una cámara.
—Me gusta mucho la fotografía.
—Y le tomaste fotos.
—Sí, en clases.
—Y las conservas.
Lourdes enmudeció. Sonreía, como recordando, pero se resistía a hablar del tema.
Le expliqué que necesitábamos esas fotos. Era material periodístico, importante en aquellos momentos. Nada fuera de la común. Imágenes nada más de su maestro en los ochenta. Elocuentes, inofensivas. Le pagaríamos lo que fuera por cinco o seis.
—No son fotos íntimas, ¿verdad?
Lourdes Balderrama sonrió; continuaba resistiéndose. Le daba cosa, dijo. Dudaba. Me pidió que le diera unos días para pensarlo.
—Las necesito mañana.
Cuando regresé a Proceso pedí a Juan Miranda y a Marco Antonio Sánchez que reunieran las mejores fotos de Marcos, en pasamontañas, a color y blanco y negro, y las ampliaran en ocho por diez. Prepararon una carpeta espectacular, como para coleccionistas del mito Marcos. La enviamos esa misma tarde a Lourdes Balderrama.
Al día siguiente, en un sobre, recibí como respuesta las fotos de Rafael Guillén en la UAM Xochimilco. Sólo eran dos en blanco y negro, pero excelentes. En la primera, con camisa de lana a cuadros, bigote y barba, muy denso el cabello, el profesor sonreía feliz. Atrás se distinguía el pizarrón, y a la izquierda una mesa con papeles en desorden. En la segunda miraba hacia otro punto, con picardía, mientras con la mano derecha hacía “caracolitos” con el clásico ademán de ¡tenga!, siempre socarrón el maestro.
Publicamos la primera como portada del número 981 y la segunda en páginas interiores, a dos tercios de página. Acompañaba a un largo reportaje de Álvaro Delgado con entrevistas a quienes fueron maestros y alumnos de Rafael Guillén.
Tal vez fueron esas investigaciones periodísticas y una portada que aludía a El atardecer de Marcos lo que provocó un serio y creciente distanciamiento de Marcos con Proceso.
En marzo de 1996, nuestro corresponsal en Chiapas, Julio César López, se quejó de que los representantes del EZLN lo hostigaban y le entorpecían sus tareas reporteriles. El propio Marcos, en son de burla, llegó a acusarlo de ser empleado de la Secretaría de Gobernación un día en que el subcomandante conversaba con Oliver Stone, de visita en el poblado de La Realidad. Y Antonio García de León, coordinador de asesores del EZLN durante las conversaciones de San Andrés, llegó a decir a Julio César que Proceso y Gobernación eran lo mismo.
Me molestó tal actitud. Tanto que envié una carta a Marcos. Le escribí, en mi desahogo:
Es infantil pensar que las averiguaciones periodísticas son comparables a las averiguaciones de la PGR o de Gobernación. Si así lo piensa, no entiende para nada lo que es el oficio periodístico. Usted, el EZLN, emplean un razonamiento semejante al que utilizan de continuo los presidentes de la República, los empresarios, los partidos políticos. Proceso está bien mientras Proceso nos entienda, nos elogie y nos diga que todo lo que hacemos es por el bien de la patria. Proceso tiene que ser incondicional nuestro para considerar estimable el periodismo que hace.
Desde luego, nunca recibí respuesta y nunca volví a ver ni a escribir a Marcos. La reconciliación con Proceso, si así puede llamársele, ocurrió en marzo de 2001, cuando Julio Scherer se reunió con el subcomandante en la Ciudad de México, en ocasión de aquella visita del EZLN para razonar la ley indígena que impunemente cercenó el Poder Legislativo. La exhaustiva entrevista de Julio con Marcos fue transmitida por la televisión y publicada en Proceso.
Durante más de una década perdí toda relación con Marcos hasta que un sábado de febrero de 2013 —esto ya lo conté— acudí al Palacio de Minería en ocasión de la feria del libro porque Juan Villoro iba a presentar un cuentario mío. Lo hizo con la bondad y el entusiasmo de siempre y al terminar el acto, entre el público que se asoma a saludarnos en el salón, se me puso enfrente un joven moreno, chaparrito. No era para solicitar una firma o una foto de celular —como ahora se acostumbra—, sino para entregarme una tarjeta en blanco. Me sorprendí de momento y di vuelta a la tarjeta para averiguar si traía alguna inscripción. No. Era una fotografía a colores tamaño postal en la que se veía al subcomandante Marcos. La socorrida imagen con pasamontañas y gorrita de dril.
—Estuvo aquí pero ya se fue —dijo el enviado chaparrito y se escurrió entre los agolpados en el templete.
¡Qué cosa!: estuvo aquí pero ya se fue.
Después de unos segundos de desconcierto, de girar la cabeza como gallina desorientada para buscar un rostro identificable entre la gente, me puse a pensar en las prerrogativas de las que disfruta ahora el controvertido Marcos.
A diferencia de los famosos que necesitan ensartarse unos anteojos oscuros o una peluca o un disfraz para escapar de los acosadores y de los paparazzi mexicas, él lograba esconderse al revés: quitándose el pasamontañas y la gorrita. Podía salir entonces de Chiapas y transitar en cualquier ciudad o pueblo sin que nadie lo reconociera.
Por ahí andaba esa noche en la feria del libro mironeando títulos en los módulos de las editoriales, asomándose a las aburridas presentaciones, galaneando quizá.
Otra vez Marcos en vivo. Vivo.