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La narración que voy a iniciar tiene sus orígenes muy antiguos, tan ancestralmente que la mayor parte de la información sólo procede de la comunicación oral que se da tradicionalmente a través del consejo de ancianos, es decir de abuelos a nietos, propio de nuestra cultura de origen purépecha. Aunque también existan algunos libros al respecto (La Relación de Michoacán, de Jerónimo de Alcalá; Michoacán: paisajes, tradiciones y leyendas, de Eduardo Ruiz; Los tarascos, de Nicolás León, entre otros), no se ha entendido lo que esta cultura quiere decir. La tradición oral es de todos los pueblos nativos, indígenas y tribales.
Así pues, con el debido respeto que se merece nuestra cultura, nuestras tradiciones y nuestros ancestros, transcribiré la historia tal cual la recibí en su tiempo y forma acostumbrada por mi abuelo el señor Leobardo Mireles Contreras (1890-1980), de sangre ciento por ciento purépecha. Hijo de Juan Mireles (1850-1925) y de Petra Contreras (1870-1930), el bisabuelo era descendiente directo del indio Jacinto, último descendiente de la dinastía de los Huacusecha, Señor de Cholula, Paredones y Tachinola.
La llegada de los españoles en 1620 a lo que hoy es Santa Anita —nuestro rancho ancestral— dividió los poblados de indios y de españoles: el arroyo o río de Los Olivos hacia el poniente y norte de lo que hoy es Tepalcatepec, Michoacán, y puerta de entrada al gran valle de la Tierra Caliente; al poniente, limítrofe con en el estado de Jalisco; al oriente, con los municipios de Huetamo y de San Lucas, límites de nuestro estado con el de Guerrero, de donde es originaria la bisabuela de la dinastía Tucupachá, y de donde nació también el ilustre unificador de todo el imperio purépecha ¡el gran Tariácuri!
Debo aclarar que cuando mi abuelo empezó a narrar la historia de sus antepasados, yo sólo era un niño de segundo o tercero de primaria, entre ocho y nueve años de edad. Mi primera impresión al respecto fue que sólo eran cuentos y leyendas que se inventaban los venerables ancianos para arrullar a los nietos mientras les llegaba el sueño. Pero no fue así, pues ya habiendo salido de la universidad tuve la oportunidad de investigar varias cosas y verificar la autenticidad de la información.
Lo raro es que mi abuelo no sabía leer ni escribir, sólo deletrear.
Recuerdo que su enseñanza la comenzó hablándome de que su abuelo le platicaba lo mismo que él a mí: que hace muchos, pero muchos años antes de que los españoles hablaran del nacimiento de un Cristo (quiero entender que la historia se remonta o la inicia a platicar desde antes de Cristo), había un gran señor que se preocupó por dar forma escrita a su habla, la cual resumió en once o doce monosílabos (el alfabeto purépecha consta de once letras) y definió así su lengua, a la cual llamó purembe.
Él se llamaba Tariácuri (Iré-Tariácuri o sea, el Rey Tariácuri, en castellano). Este gran señor era originario de la región de Tierra Caliente por la región de Huetamo y de Zirándaro, misma que ocupa lo que hoy es la parte oriente y sur de Michoacán y casi todo el estado de Guerrero.
Sus dioses principales eran el Sol (Curicaveri) y la Luna (Xaratanga). A su lugar de origen se le llamó Huetamo. Ahí reunió el vasallaje de cuatro grandes clanes: los Tupuc Achá (cuyo linaje eran los caballeros tigre), clanes que, en su conjunto, se dedicaban a la cacería y la pesca. El nombre de la dinastía o estirpe de los Tupuc Achá, o caballeros tigre, lo toman por la gran cantidad que había y que todavía existe de león americano y winduris, mucucanes (leones pintos o tigres).
La tradición comenta que su sustento era la cacería de venados, conejos, armadillos, patos y huilotas (llamadas kuipipo). Para la pesca tenían toda la cuenca del Balsas y el litoral de Michoacán y Guerrero. El gran Tariácuri aún no sabía de los grandes lagos michoacanos.
Al pasar de los años, llegaron unos viajeros a la región de Huetamo que hablaban lenguas extrañas. Fueron llevados a la presencia del rey Tariácuri, a quien le dijeron que venían de la región de Aztlán, buscando la señal de un águila devorando una serpiente. Se hacían llamar nómadas nahuatlatos y el gran Tariácuri les preguntó si realmente eran de otra nación (náhuatl), porque su tlatoani (señor) le hablaba en su dialecto.
El tlatoani (Señor, en náhuatl) le dijo que más allá de las montañas verdes y en los grandes lagos había muchos pueblos chicos y villorrios que no se conocían entre sí, pero que hablaban su mismo dialecto y que adoraban a sus mismos dioses, pero que no tenían la estructura ni la organización geográfica y política que al parecer ya había logrado consolidar el gran Tariácuri. Éste les dijo a los visitantes que la señal que ellos buscaban no la iban a encontrar en sus dominios, y que después de consultar con sus naciones no se había tenido historia de algo así; que allí había muchas serpientes pero no águilas; que éstas sólo las hallarían en las grandes alturas, pero ahí no se sabía de la existencia de estos animales y de su majestuosidad como la describían el tlatoani y su gente.
Intercambiaron muchos regalos y los visitantes siguieron su camino, no sin antes admirar la belleza de las montañas de mármol negro que rodean la región de Huetamo y sus inconfundibles habitantes: los garrobos, iguanas negras manchadas de blanco.
Posteriormente a esta visita de los nahuatlatos, el gran señor Tariácuri deja como encargado de su reinado al príncipe Ziranziran Camarú (El de los Tres Nombres), sobrino de él, quien se aposentó en lo que hoy es Zirándaro (antes de la Independencia era de Michoacán y actualmente es del estado de Guerrero, por un intercambio de los gobiernos actuales por la isla de La Palma). Así, Tariácuri inició la búsqueda de su raza, con el fin de unificarla en el gran imperio que unificó desde el Océano Pacífico hasta el Golfo de México, en lo que los españoles posteriormente le nombrarían Villa Rica de la Vera Cruz.
Cuentan las leyendas que su carrera de conquistas las inició siguiendo la cuenca del río Balsas por todos sus afluentes, concentrando su poderío inicialmente en lo que hoy es Uruapan. A su juicio, este lugar era el más hermoso de la tierra; lo designó como el lugar de descanso para la casta real de los purépechas y aún conserva su realeza en lo que hoy se le llama el “Parque Nacional”, donde nace el bellísimo río Cupatitzio (Río que Canta).
En Uruapan nacieron tres de sus hijos, quienes formarían la base principal de la estirpe de los huacúsecha (caballeros águila), Hiteticha (casta real) y los michuaques (pescadores), conservando para él su estirpe principal: la de los tucupachá (caballeros tigre). La división del reino quedaría de la siguiente manera: como gran señor o rey de los huacúsecha (meseta purépecha y cañadas), a su hijo Tanganzuán; el señorío de los hireticha (Guayangareo, Zitácuaro y Toluca), a su hijo Irepam; y el señorío de los michuaques (Zirahuén-Pátzcuaro), a Zizipamaracure.
Ya organizada la estructura y la lengua, los desplazamientos fueron rápidos y muy productivos. Las armas principales del gran Tariácuri fueron su inteligencia, su sabiduría y su lengua. La historia no señala un sometimiento sangriento, sino cultural.
Su reinado, como ya se dijo, llegó hasta el Golfo de México e incluyó al estado de Guanajuato (huana = rana; huato = cerro). Otro sitio que perteneció a esta estirpe de guerreros fue Querétaro, que se traduce como “lugar de piedras amontonadas” o “lugar donde rezas”. Por el sur abarcó hasta el Océano Pacífico, aunque actualmente tenemos cuatro comunidades nahuas en la costa michoacana (Pómaro, Coire, Ostula y Aquila). Por el oriente se expandió hasta lo que hoy es Toluca, pero la frontera principal se ubicó en Zitácuaro (del principado Ziranzirn Camarú), donde existen aún comunidades otomíes y mazahuas. En vasallaje se les había cedido a Los Pirindas, antigua rama de los michuaques, denominados Los centinelas. Por el poniente, su expansión en un tiempo cubrió hasta el territorio de los indios xaliscas —los únicos indios güeros que nos marca la historia—, incluyendo al estado de Colima, que también era del imperio purépecha.
Así las cosas. Al gran Tanganxuán, rey de la estirpe de los huacúsecha, le correspondió reinar toda la meseta Purépecha, la Cañada de los Once Pueblos hasta el reinado de Zacapu, Zacán y Naranxan; y desde Uruapan, hasta la parte poniente de Michoacán, donde ahora están Tepalcatepec, Colima y Tachinola, lugares donde el gran señor reinante a la llegada de los españoles (1620) era el indio Jacinto, descendiente directo del gran Tanganxuán. De esa vena desciende a su vez mi bisabuelo Juan Mireles. Quiero aclarar que Tanganxuán, castellanizado y simplificando es Juan, según las mnemotecnias utilizadas por los frailes de aquel entonces.
Según mi abuelo, cuenta la leyenda que un día después de conquistar y unificar los reinos de Zacán y Nuramán, dos de los hijos del gran Tariácuri venían de regreso con sus huestes a Uruapan, su lugar de descanso, a la mansión del rey purépecha, en el ahora llamado Parque Nacional. Al pasar por el valle situado entre Paracho, Cherán y Zacán, vieron plantas silvestres totalmente desconocidas para ellos. Con el hambre que traían, se pusieron a cortar todas las frutas que tenían pelos amarillos, por suaves y tiernas, y las echaron con todo y hojas en una fogata; empezaron a comerlas crudas primero y estaban bien sabrosas, con unos granos de diferentes colores: rojos, negros, blancos, amarillos, pero que ya cocidas en sus hojas sabían mucho mejor.
Ya que todos habían saciado su hambre, por curiosidad echaron al fuego las de los pelos negros que no se quisieron comer, por duras. Resultó que después de que las hojas se quemaron, se pusieron los granos negros y empezaron a brincar por todos lados; después de un tronido muy peculiar caían al suelo con diferentes formas de rositas (hatziri, que es la flor o espiga del maíz). Según mi abuelo, a la fruta le llamaron maíz (esquites) y al producto floreado le llamaron rosita (palomitas). Después de ese gran descubrimiento hicieron grandes grupos del grano y se los colgaron de sus cuerpos para llevarle a su emperador. A la fruta envuelta en sus hojas le llamaron uchepú (maíz tierno molido ya cocido envuelto en sus hojas).
Quedamos que los españoles llegaron a Santa Anita en el año 1620 y se asentaron en la vertiente sur del río Los Olivos, que baja desde San Francisco, municipio de Jilotlán de los Dolores, Jalisco. Ahí estaban las tribus del indio Jacinto de Cholula, Paredones y Tachinola en la vertiente norte del citado río. Todo esto aconteció algunos años después de la ejecución del último cazonzi (emperador purépecha), don Antonio Huetzimengari.
Así pues, los españoles llegaron a nuestra región con muchas ganas de explotar las minas de oro y plata que previamente habían encontrado en las inmediaciones del rancho Los Olivos, propiedad de los indios, a quienes les importaban un soberano pito esas riquezas minerales (como actualmente sucede con las etnias nahuas del municipio de Aquila).
Pero los españoles llegaron y se asentaron en Santa Anita trayendo consigo tres problemas muy graves: a) las enfermedades del Viejo Mundo (cosa rara y nueva para los locales); b) lo más grave aún, los estigmas del temor a un Dios crucificado; y c) el temor a un satanás desconocido para ellos. Mientras que los únicos temores para nuestros ancestros eran que el sol no saliera o que la luna se cayera.
Después de dos epidemias grandes de cólera y 250 años de creencias malignas y maledicencias, desapareció Santa Anita como poblado, y a cinco kilómetros hacia el sureste nació el pueblo de Tepalcatepec, Michoacán, en 1870, donde las primeras calles las trazó mi bisabuelo Juan y las últimas, mi abuelo Leobardo Mireles. Quiero asentar que el predio donde se ubicó el poblado de Santa Anita es propiedad actualmente del que esto escribe y de mis hermanos, y que aún guardo en mi memoria la vieja iglesia ya sin techo y las últimas dos o tres casitas que, sostenidas con vigas, se encontraban al pie de la iglesia en una de las cuales aún vivía el eterno sacristán de la misma, quien nunca aceptó que el pueblo y sus sacerdotes ya habían desparecido junto con las torres y las campanas de oro y plata que con su tañer tan brillante y tan lejano eran escuchadas hasta Santa María del Oro, en Jalisco.
El sacristán, Chemita Sandoval (apodado El Puerquito, por tener labio leporino o hendido), era familiar de mi madre Margarita Valverde Sandoval, por parte de mi abuela Esther Sandoval, pariente de don Camilo Sandoval, el último viejo zapatista de la región de Tepalcatepec.