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Teoría de las carTas al direcTor. la gesTión periodísTica del público i UOC PRESS
–sin verlo– con el abecé del empeño de explicarse por escrito. Eso que
describe el poeta Salinas no es otra cosa que el efecto que, sobre el que
escribe, tiene cualquier texto que pergeñe con el mínimo cuidado: la
lentificación de la expresión que se produce en la escritura permite un
reconocimiento del emisor en lo que está escribiendo. Da lugar a un
distanciamiento y a la consiguiente reflexión (Núñez, 1993: 175-183;
Vigner, 1982: 21-27). Claro está que el escritor es el primer lector. Lo
es en el caso de la carta y de cualquier otro texto escrito. De la misma
manera como no puede serlo quien se comunica oralmente a menos
que “se escuche a sí mismo”, que traicione el compromiso de la dicción
oral. A menos que dilate innecesariamente la expresión para distanciar-
se y acotar lo que de sus labios brota.
Y en la línea que viene trazando Salinas, insiste en el quererse a
uno mismo. “Todo el que escribe debe verse inclinado –Narciso invo-
luntario– sobre una superficie en la que se ve, antes que a otra cosa,
a mismo. Por eso, cuando no nos gusta el semblante allí duplicado,
la hacemos pedazos, es decir, rompemos la carta” (1993, 35). Ni que
decir tiene que la argumentación de Pedro Salinas sólo se mantiene de
pie en los casos en los que las cartas dibujen una topografía del yo. Y
ya se sabe que se pueden contar cosas de uno mismo pero si la imagen
de uno desbarata lo que se cuenta no se está practicando el ejercicio
transparente o translúcido de escribir las cartas que aquí se tratan, sino
el opaco de adentrarse en otras ficciones. Pero es que además, tengo
para mí que las cartas se rompen –hablen de lo que hablen– cuando el
autor entiende que el texto que propone a su lector carece de la auto-
nomía necesaria para andar solo: sea porque es confuso, porque no ha
dado con el tono, porque la longitud de las frases no se aviene con la
persona que lo tiene que leer o por cualquier otra circunstancia que
haga entrar en crisis ese texto.
Al cartero su fe le salva de la confusión. Y, aunque mantenga Salinas
que “nosotros dirigimos una misiva a una persona determinada, sí; pero
ella, la carta, se dirige primero a nosotros”, responderé que la carta inter-
pela como texto escrito para saber si responde a lo que se quería decir
y a mo se quería trasladar, sin narcisismos ni subrayados de la propia
identidad. Lo que resulta prácticamente inviable en la conversación.
La carta siempre necesita de otro. Es lo que sabe bien el cartero.
La carta presupone siempre a esta segunda persona, el destinatario, de
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