Editorial UOC 108 Teoría de las relaciones laborales...
desórdenes” (cit. en Foucault, 1964; vol. 1, pág. 102). El espíritu de los nuevos
tiempos desviste la pobreza de connotaciones positivas, al tiempo que la inviste
de las negativas de la mendicidad, el ocio y la pereza. En esta línea, el mismo San
Vicente de Paul, Arzobispo de Tours, en una pastoral (10 de julio de 1670) califica
a los pobres de su diócesis como “la hez de la República, no tanto por sus mise-
rias corporales, que deben inspirar compasión, cuanto por las espirituales, que
causan horror” (cit. en Foucault, 1964; vol. 1, pág. 97). Un siglo más tarde, Mon-
tesquieu (1748) llega a afirmar que “un hombre no es pobre porque no tiene na-
da; sino porque no trabaja” (cit. en la UNESCO, 1968).
Al refuerzo de esta nueva visión contribuye decisivamente el protestantismo,
especialmente el de patente calvinista (Calvino, 1535), con su condena explícita
de la ociosidad como ocasión de pecado, su exaltación del trabajo como medio
de prevención del mismo y su despenalización de la riqueza y de los negocios
mundanos –siempre que florezcan no como resultado de la codicia, sino como
indicio de la acción providencial de la “mano de Dios”–. Sin salirse del Génesis,
Calvino desplaza el acento desde la consideración del trabajo como castigo del
pecado hacia la de la vocación: recordemos que, antes de la expulsión del Paraíso
y de la condena a ganarse el pan con sudor, el Creador había colocado al ser hu-
mano en el jardín para que se ocupara de él.
Como observa Max Weber (1905) entre las doctrinas morales protestantes
del predicador Richard Baxter y la filosofía liberal de Benjamin Franklin se da ya
una perfecta sintonía en lo que respecta al trabajo como imperativo religioso y
a la inactividad económica como estado moralmente indeseable. Este nuevo
“evangelio del trabajo” presenta la actividad laboral como una misión religiosa,
como un imperativo moral y como un servicio a Dios, al estado, a la familia y a uno
mismo. Tanta influencia tienen estas ideas que, en los Estados Unidos de América
de los siglos XVIII y XIX, los mendigos reciben la misma consideración legal y social
que los negros y que los indios (lo que implica, a su vez, que seres humanos ne-
gros e indios, por el hecho de serlo, son tratados como mendigos).
En pleno siglo XX, un tratado de teología moral católica justifica el deber de
trabajar a partir de la “obligación de evitar el ocio, que suele ser el origen de to-
dos los males” (Ferreres, 1920, pág. 180). Otro moralista de la misma tradición,
el “santo” fundador del Opus Dei, afirma que “parece como si todos los pecados
estuvieran al acecho del primer rato de ocio. El mismo ocio debe ser ya un pe-
cado” (Escrivà, 1959, pág. 111).