“Aprender lengua significa
aprender a usarla, a comunicarse
o, si ya se domina algo, aprender
a comunicarse mejor y en
situaciones más complejas”
(Daniel Cassany).
La comunicación aparece como algo esencial ligado a la vida humana y como instrumento para la construcción del tejido social. Da fuerza y nutre a una comunidad, como lo hacen el agua, el aire o los alimentos en la vida biológica. No estamos solos. Desde el nacimiento entramos en contacto con otros seres de la misma especie, con quienes interactuamos dentro de una convivencia, indispensable para crecer y subsistir. Se afirma que un adulto normal gasta un 70% de su actividad cotidiana, comunicándose (David Berlo, 1977).
Este don de los seres humanos permite inferir una capacidad maravillosa -la de poder comunicarse entre sí- que sólo la cibernética ha podido desafiar a través de la historia humana. Y aún más, como afirma Juárez (2003), también es innegable que “necesitamos comunicarnos con nosotros mismos para descubrir nuestros valores interiores y, desde ahí, construirnos como personas para poder impregnar todo lo que expresemos de nuestra propia humanidad”. Este don y capacidad se han constituido en objeto de investigación y de estudio. Entonces surgen interrogantes como los siguientes, cuya respuesta se aborda en este capítulo: ¿cómo se describe y explica el proceso de comunicación humana? ¿Qué competencias están comprometidas en el ejercicio de los actos de comunicación? ¿Cuáles son los saberes y usos, lingüísticos y no lingüísticos, que hacen parte de la competencia comunicativa?
A lo largo de la historia, la comunicación ha jugado un papel determinante en el desarrollo de la humanidad, y mucho más en la época presente, que se podría denominar la “era de las comunicaciones”.
En verdad, las relaciones humanas (familiares, educativas, laborales, políticas, socio-económicas, científicas, artísticas y religiosas), toman como requisito una eficaz comunicación entre los miembros del grupo, si se quiere que sean armoniosas y saludables. Para lograrlo, la ciencia y la tecnología han llegado a poner al servicio de las comunidades medios y sistemas increíblemente complejos y sofisticados, cada vez con una mayor velocidad y eficacia: pensemos, por ejemplo, en la comunicación que establecen los astronautas con las bases terrestres, los contactos que se pueden realizar entre personas de distinto puntos del planeta, a través del teléfono, la televisión y la navegación a través de Internet, para no mencionar más. ¿No es esto asombroso?
Sin embargo, en contraste con el progreso científico y tecnológico, la comunicación interpersonal, es decir, el intercambio entre las personas en su vida cotidiana, científica y administrativa sigue soportando peligros, para cuya superación se requieren estrategias de formación en este campo. Mientras la tecnología de las comunicaciones va en jet o en cohete, la comunicación intra e interpersonal va en carro, o en algo menos.
Todo lo anterior permite indicar que los seres humanos gozan de una capacidad especial, la función semiótica1, la cual los habilita para adquirir, crear, aprender y usar códigos, constituidos por signos. Esta capacidad posibilita el desarrollo y ejercicio de la competencia comunicativa, conocimiento diverso y amplio que, como se explicará (Cf. p.23), abarca un conjunto de subcompetencias que habilitan a los interlocutores para producir o comprender mensajes.
Dentro de la práctica de la competencia comunicativa es posible distinguir un acto comunicativo que corresponde a una acción unitaria mediante la cual alguien produce un enunciado con sentido sobre el mundo con destino a otra persona por medio de un código y en un contexto real determinado. Una clase de acto comunicativo son los actos de habla, que tienen existencia en el uso de una lengua, oral o escrita, el medio fundamental por excelencia de la comunicación humana. En la práctica comunicativa real, los actos comunicativos o los actos de habla, no se producen aislados, sino que se encadenan en la acción del discurso (Cf. p.47). A vía de ejemplo, si hacemos un recorrido imaginario por los espacios de vida de las personas, se identifican múltiples actos comunicativos, como en las siguientes situaciones:
Como se infiere, los actos comunicativos son actos sociales o actos compartidos, los cuales tienen lugar en una situación real determinada, con la participación mínima de dos personas que se contactan para intercambiar o compartir sus experiencias. Behi y Zani (1990) consideran el acto comunicativo como la “mínima unidad de análisis”, en la cual se combinan elementos “verbales y no verbales”. Los autores afirman que un acto comunicativo es:
...la unidad más pequeña susceptible de formar parte de un intercambio comunicativo y que una persona puede emitir con una única y precisa intención. Puede estar constituido por la producción de una sola palabra, de un gesto, aunque más a menudo suele ir acompañado de una combinación de elementos verbales y no verbales. Puede representar una pregunta, una afirmación, una amenaza, una promesa, etcétera.
Desde Jacobson (1973) es común atribuir al lenguaje natural la comunicación, como función principal y, en efecto, sin ésta es difícil concebir un lenguaje, como lo afirma el filósofo alemán Habermas (1996): “el lenguaje disociado de su uso comunicativo, es decir, tal lenguaje completamente monológico no puede pensarse consistentemente como lenguaje”.
En principio, es fácil distinguir tres niveles de comunicación: a) la intrapersonal, que nos permite manejar nuestras ideas, pensamientos y sentimientos para entenderse uno a sí mismo; b) la comunicación interpersonal que se da de persona a persona; y c) la comunicación social, si se extiende a las comunidades. Haciendo resaltar lo intrapersonal, Juárez (2003) afirma: “cuando pronunciamos la palabra comunicación inmediatamente pensamos en una apertura hacia los demás, hacia el exterior de nosotros mismos; pero existe también una comunicación hacia adentro, intrapersonal, intramuros de nuestro propio yo, que nos construye también como la que nos dirige hacia otras personas”.
Situándonos en la comunicación interpersonal (entre dos personas), una primera forma de entenderla, por cierto muy común, es concebirla como la acción de informar, emitir mensajes, transmitir, algo así como la transferencia de información de una persona a otra a través de algún medio. Diremos, en tal caso, que es una comunicación unilateral o unidireccional, que se da únicamente desde la perspectiva del primer interlocutor, y se le aplica más el verbo “comunicar” que el de “comunicarse”. El concepto de comunicación de Berlson y Steiner, citados por Kaplún (1998), recoge muy bien esta idea: “la comunicación consiste en la transmisión de información, ideas, emociones, habilidades, etcétera, mediante el empleo de signos y palabras”.
Una segunda concepción de la comunicación interpersonal, un poco más amplia, nos permite pensar en una comunicación bidireccional o dialógica. En este sentido, da la idea de diálogo, intercambio, correspondencia, reciprocidad (Kaplún, 1998). El verbo más apropiado sería el de “comunicarse”.
Las dos concepciones, la unilateral y la dialógica, implican un perfil de grupo social, una cultura, unas prácticas sociales. “En el fondo de las dos acepciones, subyace una opción básica a la que se enfrenta la humanidad. Definir qué entendemos por comunicación, equivale a decir en qué clase de sociedad queremos vivir”, afirma Kaplún (1998). Pues en el primer caso (la unilateral), impera el monólogo, la unidireccionalidad, la verticalidad y el monopolio; y en el segundo, el diálogo, la bidireccionalidad, la horizontalidad y la participación. En una se produce un proceso en una sola vía, y en la otra, en dirección de ida y vuelta.
Desde el punto de vista de la comunicación dialógica (de ida y vuelta), comunicarse es el acto de hacer circular, compartir o intercambiar, por algún medio, experiencias (conocimientos, opiniones, actitudes, emociones, deseos, requerimientos, etcétera) entre dos o hasta más personas, con un propósito particular, y en situaciones reales de la de la vida humana.
Para el análisis y descripción de un acto comunicativo, como hecho sociocultural y como proceso, se han formulado diversos modelos. Aristóteles veía en el acto de uso de la palabra, el orador, el discurso y el auditorio. David Berlo (1977) propone un modelo en que se distinguen: la fuente, el encodificador, el mensaje, el canal, el decodificador y el receptor. Incluye el código como parte del mensaje, aspectos que pocos consideran separados.
En un proceso como el de la comunicación humana cabría preguntarse por el qué, quién, para quién, para qué, cómo, en qué situación, con qué, etcétera. Tal vez una respuesta articulada permitiría la descripción de los elementos que se dan en un acto comunicativo. Al señalar el objeto y el campo de investigación de la semiótica, Sebeok (1996) propone seis elementos, en parejas: mensaje y código, fuente y destino, canal y contexto, aunque según él, un elemento fundamental del proceso semiótico sigue siendo el signo.
El modelo que hemos adoptado parte de la base de los componentes que propone Sebeok, aunque no hablaremos de “fuente” y “destino”, sino de primero y segundo interlocutor. No habría inconveniente en seguirles dando el nombre tradicional de emisor y receptor (o destinatario), aunque no son términos muy afortunados, pues restringen el sentido: asocian sólo la emisión y la recepción, respectivamente. Como se ilustra en la siguiente figura, además de los elementos que considera Sebeok, es necesario mencionar otros que, aunque se encuentran fuera del proceso, se complementan, suponen o implican: mundo referencial, estados cognoscitivos, propósito o intención, experiencias (información) y retroalimentación.
Componentes de un acto de comunicación
Emisor o primer interlocutor. La idea de interlocutor es usada por varios autores como Coseriu (1969), y aquí se relaciona directamente de manera binaria: primero y segundo interlocutor. Los teóricos de la comunicación mencionan como punto de partida una fuente, que según Berlo (1977), “es la persona o grupo de personas con una razón para ponerse en comunicación”. La idea de emisor implica necesariamente aceptar la existencia de un destinatario -persona o personas- a quien se dirige el mensaje. Quien produce un mensaje siempre tiene en cuenta para quién y qué efecto busca. Ese destinatario es el receptor intencional, o sea aquel a quien normalmente se dirige el mensaje. Por ejemplo, alguien presenta una solicitud por medio de un escrito ante un juez. El funcionario que recibe dicha solicitud es el destinatario intencional, pero si otras personas también acceden a su lectura, tendremos otro de tipo de receptor, el receptor no intencional. Un buen emisor toma en cuenta no sólo el receptor intencional, sino los receptores no intencionales.
Receptor o segundo interlocutor. Corresponde al agente complementario del proceso, cuya tarea es captar el mensaje en forma de señal y comprender la información. Implica el reconocimiento de los signos o código común al emisor, para la descodificación y para la interpretación y recuperación del significado.
De manera similar a la labor desplegada por el emisor para producir el mensaje, al receptor le compete una actividad bastante activa y compleja, tanto, que de ésta depende finalmente el éxito de la comunicación. Pues, como se explicará (Cf. p.65 ), a él le corresponde no solamente percibir y descodificar la señal sino, ante todo, descubrir e interpretar el contenido desde su propia experiencia y con referencia a algún aspecto del mundo.
Código. Para ilustrar los signos y códigos imaginemos que pedimos a una persona que nos indique por distintos medios, cómo llegar de un sitio a otro de la ciudad. Él tendrá muchas alternativas para formular su respuesta, como por ejemplo:
Como se observa por los ejemplos anteriores, hay códigos verbales y extraverbales, es decir, lenguajes verbales y no verbales. Tanto en la comunicación interpersonal como en la social es rica la gama de opciones encontrada en los sistemas de signos (códigos) usados en la vida contemporánea: publicidad, el cine, la red de internet, las historietas cómicas, la prensa escrita, los géneros televisivos, los programas radiales, el recital, la danza, el dibujo, etcétera.
Decir “código” equivale a hacer referencia a los principios o leyes que presiden el uso de un determinado tipo de signos. Estos existen como un recurso para “significar”, en consecuencia para hacer realidad el proceso de significación. La ciencia que ha estudiado los códigos y signos se ha llamado semiótica o semiología (Niño Rojas, 2007, cap. I).
La noción de código, como sistema de comunicación, con sus signos y reglas, pertenece al ámbito cultural y social. Berstein (1997) define el código como “un principio regulador, adquirido de forma tácita, que selecciona e integra significados relevantes, formas de realización de los mismos y contextos evocadores”. El autor distingue dos tipos de códigos: códigos restringidos, los que proceden del entorno natural de las personas, y códigos elaborados, aquellos que les permiten introducirse en el mundo de la creación cultural.
Según Guiraud (1991), existen códigos lógicos, estéticos y sociales. Poyatos (1994) distingue lenguaje, paralenguaje y kinésica. Siguiendo la idea de estos autores, si se toma como referencia el código de la lengua, podríamos pensar en los siguientes tres grupos: códigos lingüísticos, paralingüísticos y extralingüísticos. Los primeros están constituidos por las lenguas naturales que se hablan sobre el planeta, en un número aproximado de tres mil. Los códigos paralingüísticos son los que facilitan la representación gráfica de la lengua, por ejemplo, la escritura, o apoyan y enriquecen la realización oral: la entonación, la voz y la kinesis. Esta última se refiere a la expresión corporal.
Los códigos extralingüísticos se basan en signos poco relacionados con la lengua. Pueden ser los códigos lógicos(o científicos), sociales y estéticos, de que nos habla Guiraud. Los códigos lógicos facilitan al hombre la construcción del conocimiento, por ejemplo, los símbolos empleados en las diferentes ciencias o disciplinas: matemática, lingüística, física, química, geografía. Son códigos sociales aquellos que apoyan las relaciones en la vida cotidiana de los seres humanos: la urbanidad, la política, los ritos, normas y costumbre, y demás prácticas de grupo. Los códigos estéticos son la forma de expresión de la belleza en las diversas artes, como la música, la arquitectura, la pintura, la literatura, etcétera2.
Mensaje. En el centro de todo acto comunicativo, el mensaje se presenta como el eje con el que se relacionan directamente los componentes del proceso. Así, respecto del emisor, el mensaje es un producto de emisión estructurado con una intención comunicativa, y en relación con el receptor, es una unidad formal sensible (señal) que le puede resultar significativa.
Diariamente, con la ayuda del lenguaje o de otros tipos de códigos, la gente emite un gran número de mensajes, aun sin tener plena conciencia de ello e, igualmente, le llegan otros tantos que, provenientes de diferentes emisores, no siempre tienen la fortuna de ser percibidos o comprendidos plenamente. Un mensaje puede ser un cuadro pictórico, una pieza musical, una serie de golpes, una bandera, una caricatura, unas palmadas, una frase pronunciada con sentido, un párrafo, un cuento, un discurso oratorio, un aviso publicitario, un simple movimiento de hombros, una carta, una conferencia, una canción, una audiencia de radio, un artículo de periódico, una obra de teatro, una película, una cartelera, una historieta, una revista, un poema, un guiño de ojo o movimiento de cabeza, un mapa, una flecha, un correo electrónico, etcétera. Otro ejemplo de mensaje es una oración como la de un estudiante universitario cuando le dice a su amiga “terminemos el informe y así podremos salir a ver un cine”.
Un mensaje se caracteriza por poseer una estructura organizativa y un estilo propio. La estructura resulta de una configuración en que se interrelacionan significados con las formas que se manifiestan en una o varias extensiones, y en conjuntos de elementos o unidades, jerárquicamente conectadas, según reglas. En el caso de la frase emitida por el estudiante, el mensaje se configura en una estructura lingüística: identifica una información la cual codifica dentro del propósito de hacer una propuesta a su amiga, a través de los sonidos, sílabas, palabras y la frase, que, en este caso, constituye una oración.
Un buen mensaje consulta los intereses, necesidades y características de la contraparte, y no es únicamente un producto bien codificado y emitido, sin vida. “De ahí resulta el mensaje desencarnado, en el vacío; un mensaje que no se preocupara por el efecto (si va a llegar, si va a ser asumido por el destinatario, si le va a servir) ni por la respuesta. No va en pos de una respuesta, de una participación; no trata de entablar un diálogo, una relación con el interlocutor” (Kaplún, 1998).
Canal. Se entiende como el medio físico que impresiona los sentidos del receptor en forma de señal, haciendo posible la transmisión y la correspondiente recepción del mensaje. Hay quienes hablan de canal verbal y no verbal. En el caso del verbal, la señal estaría dada por las ondas sonoras que producen el aparato fonador y articulatorio del hablante y que captura acústicamente el receptor, y en el caso de la lengua escrita, la señal se manifiesta en la cadena de signos gráficos que representan los grafemas.
Ejemplo de medios que pueden constituir un canal:
Los contextos. Desde un punto de vista funcional los contextos son ciertas restricciones internas o externas a la emisión y recepción del mensaje; son elementos determinantes. Como en el próximo capítulo (Cf. p.56) habrá oportunidad de especificar con mayor detenimiento la naturaleza y función del contexto en el desarrollo del discurso, aquí sólo se hace referencia a los contextos, como elementos visibles e inmediatos que acompañan el proceso.
El contexto fue mencionado por el lingüista Eugenio Coseriu (1969), quien lo entendió como “la realidad que rodea un signo, un acto verbal o un discurso, como presencia física, como saber de los interlocutores y como actividad”. Según él, existe el contexto idiomático, relacionado con las características y tipo de código lingüístico, el contexto verbal, o sea, los elementos de lengua que acompañan en forma inmediata la emisión lingüística, y el contexto extraverbal, que se relaciona con los factores o circunstancias no propiamente lingüísticas que rodean el acto comunicativo y son percibidas por el receptor. Este contexto se refiere a las cosas que están al alcance perceptual, el entorno de objetos no presente, y las circunstancias históricas, culturales y sociales.
El mudo referencial. Se trata del referente que es el mundo real y posible sobre el cual se construye significado, se asocian las experiencias y se produce la comunicación. Van Dijk (1980) define este mundo así:
Un conjunto de hechos es un mundo posible, es decir, un mundo posible es todo lo que es el caso. Así, el mundo en que vivimos es un tal mundo [un mundo real]. Pero, por supuesto, podemos imaginar otros mundos posibles en que otros hechos existen, o aun mundos (algo remoto del nuestro) en donde otro tipo de hechos existen (por ejemplo, caballos voladores, animales parlantes, etcétera).
Se constituyen como referentes de los actos comunicativos no solamente los objetos del mundo externo perceptible por los sentidos, como los seres vivos, la naturaleza y las cosas que fabrica el hombre, sino también los entes culturales, por ejemplo, el concepto de sociedad, arte, ciencia e ideas que representan lo ficticio y fantástico (mundo posible), tal es el caso de los textos literarios.
La intención o propósito. Los propósitos son parte de toda acción humana. La gente actúa para algo, para conseguir un fin, para obtener efectos en sí mismo o en los demás. ¿Para qué se comunica la gente? Podría decirse que para realizarse como seres humanos, para desarrollarse, para encontrarse con los otros, intercambiar sus experiencias, solidarizarse y convivir. Kaplún (1998) afirma:
Los seres humanos nos comunicamos para intercambiar informaciones y conocimientos, para analizar una determinada cuestión, para razonar, para pensar juntos. Pero nos comunicamos también para expresar emociones, sentimientos, afectos, esperanzas, ensueños. Basta pensar en los gestos: una caricia, una palmada afectuosa en el hombro del compañero que está triste, un apretón de manos no tienen ‘significado’ racional; no tienen valor de información, de conocimiento. Y sin embargo, dicen y significan muchísimo.
Si un propósito es consciente suele entenderse como una intención, intención de comunicar o dar entender algo su interlocutor por medio del mensaje. La intención es la que desencadena y pone en acción el cerebro y demás organismos para producir mensaje en una situación específica.
Experiencias e información. Las experiencias son el qué de la comunicación entre las personas. Podría pensarse que corresponden a la información que codifica el emisor. Sin embargo, depende de cómo conciba la “información”, pues en el sentido corriente se suele entender como la representación de los datos, como conocimientos producidos y representados. En dicho caso, la información es sólo una parte de las experiencias comunicables (Cf. p.35). Claro que por información también se puede entender como la carga semántica (el significado) de que es portador un mensaje, objeto de interpretación por parte del receptor; cubriría una amplia gama significativa, en que los contenidos cognitivos estarían afectados, o tal vez enriquecidos, por lo afectivo, valorativo y sociocultural. Entonces, al mencionar experiencias, estaríamos hablando de los conocimientos, sentimientos y demás contenidos psico-socio-afectivos, que pretende compartir el primer interlocutor e que interpreta y entiende el segundo interlocutor.
Retroalimentación. La retroalimentación (feedback) o información de retorno corresponde a aquella información que regresa del receptor al emisor en el curso de la comunicación, la cual permite afianzar o reajustar la emisión y asegurar así su efectividad. La retroalimentación es posible en la comunicación cara a cara, por ejemplo, mediante la mirada, la sonrisa, la distancia, la posición o movimiento de rostro o manos, del cuerpo, forma de sentarse, asentimientos de cabeza, bostezos, estiramientos de brazos, mirada al reloj, sueño, ojos expresivos y concentrados, expresión de agrado o desagrado, lectura, cuchicheo, etcétera.
Es muy importante para el emisor capturar cualquier tipo de retroalimentación y preguntarse internamente, a medida que avanza en su emisión: ¿se está interesando? ¿Entiende? ¿Me está siguiendo? ¿Algo anda mal? ¿Por qué pregunta o afirma eso? En definitiva, en una cadena comunicativa es fundamental estar atento, estar alerta a las reacciones o respuestas de nuestro interlocutor. Este estar alerta le permitirá seguramente reorientar o ajustar los mensajes posteriores. “Tan importante como preguntarnos qué queremos nosotros decir es preguntarnos qué esperan nuestros destinatarios escuchar. Y, a partir de ahí, buscar el punto de convergencia, de encuentro. La verdadera comunicación no comienza hablando sino escuchando. La principal condición de un buen comunicador es saber escuchar” (Kaplún, 1998).
Un intercambio de experiencias, por cualquier medio que se dé, constituye indiscutiblemente una cadena de actos de comunicación. Uno de los componentes del proceso es aquello de que es portador el mensaje, lo que se quiere dar a entender, es decir, el significado, el cual se produce gracias a los signos del código utilizado. Ahora bien, los signos existen para “significar” algo sobre algo de alguien y para alguien”, dando origen al proceso de significación, objeto de estudio de la semiótica y de semántica (Niño Rojas, 2007).
La significación es inherente a la comunicación, o dicho de otra manera, toda comunicación humana se apoya en un proceso de significación. Así hay significación en un programa radial, un aviso publicitario, un programa de televisión, un video, un artículo periodístico, una conferencia, una conversación, un mensaje por Internet.
¿Y qué se entiende por significación? Según Guiraud (1991), “la significación es el proceso que asocia un objeto, un ser, una noción, un acontecimiento a un signo susceptible de evocarlos: una nube es signo de lluvia, un fruncimiento de ceño es signo de perplejidad...”. Es de suponer que esta asociación tiene lugar en la mente y se apoya en una relación recíproca: de la señal a aquello que se asocia, y de esto a la señal que hace de signo. Como se ha dicho (Cf. p.2), sólo a los humanos les es dado el don de producir o interpretar mensajes con significado, o lo que es lo mismo, únicamente estos seres gozan de la capacidad de crear signos para “significar”. El significado, por tanto, se genera en y por los signos, y es producto de la mente, con apoyo social.
Sin embargo, la significación no es reductible a una simple asociación, como pudiera entenderse hasta ahora, de acuerdo con la idea de Guiraud. Es más bien “un proceso de construcción de sentido acerca del mundo, de sí mismo o de la relación con los demás” (Bahena, 1976), en la cual el sujeto estructura cognitivamente la realidad, en que es decisiva la mediación social, pues la existencia misma de los signos reposan en este tipo de convención. Así, en lengua castellana los hispanohablantes estamos de acuerdo en que la palabra “leche” asocia o permite interpretar la idea de ese líquido vital que producen las hembras para sus críos, pero bien podríamos ponernos de acuerdo y llamarla “bebida láctea”, “líquido blanco alimenticio”, o como en broma un supuesto hablante que se las da de culto, “líquido perlático de la consorte del toro”.
Ya dijimos (Cf. p.10) que el significado se manifiesta como información, aunque entendida ésta en un sentido más amplio que un simple registro de datos, nociones o conocimientos. Si bien la naturaleza, los seres vivos y objetos inmateriales, son fuente de información, lo cierto es que sólo los grupos humanos son quienes la producen o procesan. Ahora bien, la información es procesada y registrada por el ser humano por muy diversos medios: las computadoras, las bibliotecas, CD, discos, cintas y demás medios. De manera que toda información, como producto humano, puede ser objeto de significación y ser codificada y portada por un mensaje.
¿Entonces qué cubre y de dónde procede el significado que se produce o interpreta en la comunicación? Veamos qué pretende “significar” el ser humano con los signos. Empecemos por situar el significado en cada uno de los tres campos donde tienen realización las funciones del lenguaje3: lo representativo (o cognitivo), lo afectivo y lo sociocultural.
En un primer nivel de significación, desde el punto de vista representativo, los signos abren la posibilidad, tanto en el trajín de la vida cotidiana, como en el quehacer de las ciencias, de aprehender simbólicamente el mundo (Piaget, 1979) y dotarlo de sentido. Es decir, el lenguaje proporciona el poder de representar, relacionar, clasificar, ordenar y organizar, las construcciones mentales sobre los objetos y hechos de la realidad. Como afirma Gutiérrez (1975), “una lengua no es un mero calco ni trasunto de la realidad, sino que implica una estructuración y un análisis de la misma, que no es necesariamente idéntica en todas las lenguas”4.
Esto por cuanto cada idioma implica, hasta cierto límite, “analizar la realidad” de manera distinta, elemento importante para la definición de la cultura de cada pueblo. Y es que los signos del lenguaje son el medio para crear y comunicar el conocimiento acerca del mundo. Como anota Bruner (1994), “el lenguaje no sólo transmite, sino crea y constituye el conocimiento”.
En la medida en que la representación se da en la mente sobre el mundo exterior, es útil la teoría referencial del significado expuesta por Ogden y Richard (1964), según la cual el significado surge como mención a objetos o aspectos de la realidad, con la cual, sin embargo, los signos no guardan una relación directa, sino mediada por el pensamiento. Según esta teoría, la palabra “perro” se refiere al ser animal de la realidad, pero no directamente, sino por la vía del pensamiento. Al nombrar “perro”, pienso y formo el concepto de perro, pero no necesariamente tengo el perro conmigo.
Esta concepción explica las relaciones del lenguaje con el mundo, pero crea cierta dificultad cuando los signos representan abstracciones, ideas, conceptos, nociones. En este caso, el referente no es propiamente un objeto (al menos no externo) sino una creación mental.
Un segundo nivel de significación corresponde a la expresividad afectiva. “El significado no es sólo referencias al mundo, sino a valores y valores también estilísticos y socioculturales” (Guiraud, 1991). Esto quiere decir que los signos del mensaje también son portadores de significados actitudinales, estéticos, valorativos, emotivos. Pero en la realidad los niveles de significación son inseparables, se articulan en la comunicación, como lo asegura Hymes (1996) con las siguientes palabras: “al hablar de la competencia es muy importante evitar la separación de los factores cognoscitivos, de los afectivos y volitivos”.
Algo similar afirma Kaplún (1998):
No solemos darle suficiente cabida a esa otra dimensión afectiva, tan importante y tan humana, y en la que el pueblo es tan creativo y tan rico. (...) Naturalmente, hay que equilibrar estas dimensiones. Una comunicación puramente ‘afectiva’, ‘emotiva’, no genera análisis crítico, reflexión, pensamiento. Puede quedarse en la pura catarsis emocional, no racional. Y prestarse a la manipulación. Pero una comunicación exclusivamente cognitiva resulta fría, inexpresiva; poco vivencial, escasamente motivadora y movilizadora. Sólo con argumentos racionales, sólo con análisis intelectual, no se construye la acción, que es producto de la volición y que nace de opciones integrales, en las que el hombre está todo él presente, con todas sus dimensiones. ‘El corazón tiene razones que la razón no conoce’. Emocionarse, soñar, imaginar, reír son también maneras ricas e imprescindibles de conocer.
Hay muchos contextos en que se produce o interpreta este tipo de significado: en la vida cotidiana (expresión de alegría, amor, odio, sorpresa, temor, gratitud, etcétera), en la literatura (toda la expresividad estética, particularmente en el género poético) y en distintos espacios sociales. Los mecanismos más frecuentes del lenguaje verbal para expresar esta clase de significados son de tipo fonético (voz, acento, entonación), kinésico (expresión corporal), morfológicos y semánticos, lo mismo que ortográficos (ejemplo, uso de signos de puntuación).
En un tercer nivel están los significados conativos, interactivos, socioculturales o simplemente, apelativos. Lo conativo se refiere a la relación establecida entre los comunicantes, vale decir, en la relación de influjo que va de emisor a receptor. En dicha interacción se manejan aspectos de tipo cognitivo, pero más frecuentemente se intercambian significados interactivos, como órdenes, solicitudes y acciones, muchas veces cargados de aspectos afectivos como amor, amistad, odio, envidia, simpatía, competencia.
Es de anotar que el significado cambia, según los contextos, los estilos y los registros que se den en la comunicación. Obsérvese, por ejemplo, cómo varía la significación en las expresiones “sírvame un tinto” [en Colombia es un pequeño café negro, en España es un una copa de vino], “véndame un tinto”, “por favor, sírvame un tinto”, “por favor, véndame un tinto”, “por favor, un tinto”, “¿hay tinto?”, “un café negro”, etcétera.
Así como las actividades y ocupaciones del hombre son variadas, de la misma manera es posible registrar muchas formas de comunicación, según sea la perspectiva o punto de vista, y de acuerdo con el grado de incidencia en el proceso por parte de los componentes: emisor, destinatario, código, mensaje y canal. Según esto, se podría hablar de comunicación recíproca o unilateral, interpersonal o social, lingüística o extralingüística, privada o pública, interna o externa, directa o indirecta, y otras más, como se ilustra en la tabla que viene a continuación.
Criterio | Tipo | Explicación | Ejemplos |
1. Grado de participación del emisor y destinatario. |
• Reciproca • Unilateralidad |
• Cambio continuo de papeles de emisor y destinatario. • No hay cambio de papeles; sólo se da un ciclo comunicativo. |
• Un diálogo, una conversación, una entrevista. • Un aviso radial, una cartelera, un discurso oratorio. |
2. Tipo de emisor y destinatario. |
• Interpersonal • Colectiva |
• Interrelación de persona a persona: el medio por excelencia es el lenguaje oral. • El emisor puede ser una persona o institución y el destinatario una colectividad. |
• Conversación, entrevista cara a cara. • Comunicación televisiva, radial, por prensa, cine. |
3. Tipo de código |
• Lingüistica • Extralingüística |
• El medio es el lenguaje natural, apoyado por los códigos
paralingüísticos. • Empleo de códigos distintos al lenguaje. |
• Comunicación oral y escrita, en todas sus formas. • Comunicación con señales, banderines, humo. |
4. Tipo de mensaje |
• Privada • Pública |
• No trasciende el ámbito personal. es cerrada. • Trasciende lo personal, es abierta. se dirige a un público. |
• Conversación, carta personal. • Pieza musical, comunicado de prensa, aviso publicitario. |
5. Estilo |
• Informal • Formal |
• Espontánea y libre, sin planeación, ni sujeción a patrones. • Se ajusta a patrones o exigencias establecidas, además de las del código. |
• Expresiones corporales, carta familiar, conversación. • Texto expositivo, conferencia, etiquetas, cartas comerciales. |
6. Radio de acción |
• Interna • Externa |
• No trasciende a la comunidad o institución, relativamente cerrada. • Trasciende a la comunidad o institución, es abierta. |
• Cartelera, órdenes, memorando. • Cuadros en exposición, avisos generales. |
7. Naturaleza del canal |
•Oral •Audio-visual • Visual |
• De naturaleza
vocal-auditiva. • Impresiona el oído y la vista. • Sólo impresiona la vista. |
• Grabación, conversación, mensaje radial. • Cine, T.V., video. • Libros, signos de los sordomudos, tablero, escritos. |
8. Dirección |
• Horizontal • Vertical (ascendente, descendente) |
• Se da entre miembros de un mismo rango. • Flujo comunicativo entre personas de mayor a menor rango o viceversa. |
• Reunión de sindicato, diálogos. • Leyes, decretos, solicitudes. |
9. Extensión del canal |
• Directa • Indirecta |
• Se da a través de canales simples: implica presencialidad. • Se da a través de canales complejos, que implican cadenas de medios. |
• Proyección en una sala, coloquio. • Periódico, avisos. |
Si se analizan los actos comunicativos que se practican a diario en la vida comunitaria, es interesante encontrar combinaciones diversas, por ejemplo, en la emisión-recepción de un mensaje por radio podría distinguirse una comunicación lingüística, formal, unilateral, pública, indirecta, abierta, etcétera; y en una llamada telefónica se identificará una comunicación lingüística, informal, recíproca, privada, oral, etcétera. Del cuadro anterior cabe destacar la llamada comunicación interpersonal y la comunicación social, si bien en cierta medida los dos tipos de comunicación poseen a la vez lo personal y social. Sin embargo, aunque tienen elementos en común, son muy diferentes, por sus características y ámbitos de realización. De acuerdo con la tipología, a la comunicación interpersonal le cabe el ser lingüística, privada, casi siempre directa y más informal que formal. En cambio, la comunicación social es unilateral, además de lingüística se apoya en diversos medios, es pública, suele ser indirecta y es más formal que informal.
En la comunicación social es posible que la fuente sea distinta al emisor operativo; además, no existen interlocutores directos y, en consecuencia, no hay reciprocidad, es decir, no existe cambio de papeles de emisor y destinatario. En el plano emisor pueden estar una o varias personas para interpretar y codificar una información personal o institucional (fuente); los mensajes son transmitidos (emitidos) a través de diversos medios, como la radio, la T.V., la prensa escrita, las revistas, las cartas circulares, la red de internet, etcétera, para ser recibidos y descodificados por un grupo, en quienes por la información recibida, se genera lo que se llama la opinión. En este tipo de comunicación no es viable la retroalimentación. Individualmente, los miembros del grupo pueden enviar respuestas, pero estableciendo otros actos de comunicación, que en este caso pasa a ser interpersonal (por ejemplo, cartas, llamadas telefónicas, entrevistas).
La palabra “competencia” es polesémica, es decir, tiene muchas aplicaciones o usos (Tobón, 2005): como jurisdicción (de una autoridad o juez), función (de un administrador), capacidad para desempeñar un oficio, un conocimiento que se aplica, etcétera. La etimología de la palabra no aclara exactamente el sentido que nos interesa, pero sí arroja ciertas luces. Viene del verbo latino “competere” que significa: “concordar, corresponder, estar en armonía con, ir al encuentro de”. A su vez, se compone de los vocablos latinos “cum” (con, en compañía) y “petere” (dirigirse a, intentar llegar, solicitar). Vemos que la etimología sugiere una relación armónica entre dos puntos. Lo que nos permitiría plantear una primera hipótesis: ¿competencia será la correspondencia o relación entre dos aspectos? Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española (2001), encontraremos dos unidades léxicas diferentes: 1. “Competencia” como contienda, rivalidad (en castellano existe el verbo competir), y 2. “Competencia” entendida en dos acepciones: “incumbencia” (relacionada con el verbo castellano competer) y “pericia, aptitud, idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado”. Seguimos pensando en una relación, en un puente, pues en el diccionario se dice “pericia, aptitud, idoneidad” (primera parte de la relación) “para hacer algo” (segunda parte).
La noción de competencia irrumpió en el desarrollo de la cultura contemporánea como fuerte intento por trazar, una vez más, puentes entre el conocimiento y su aplicación, entre la teoría y la práctica, entre las capacidades subyacentes y el ejercicio. Cabe advertir, sin embargo, que este intento siempre ha existido a través de la historia de la filosofía y de la ciencia
Aunque hasta Chomsky (1965) no se hablaba propiamente de competencias, las concepciones en este terreno se situaban -desde distintas miradas- más o menos en tres distintas direcciones: a) resaltar el conocimiento abstracto sin que importara mucho su aplicación; b) dar fuerza al desempeño o ejercicio, olvidando hasta cierto punto su vínculo con el conocimiento; y c) buscar una relación entre el conocimiento y su uso (su aplicación o el desempeño).
Ciertos antecedentes lejanos se remontan a la filosofía griega, en especial a Aristóteles, autor que distinguía la potencia y el acto, haciendo alusión a que los humanos poseemos ciertas facultades que se pueden expresar o ejecutar. Situándonos en la psicología, Piaget (1981) desarrolló su teoría del desarrollo cognitivo. Al hablar de las operaciones de la mente, considera la existencia de un conocimiento abstracto del sujeto, que al actualizarlo le permite realizar tareas concretas y resolver problemas.
Ya en el campo del lenguaje, el término y la idea de competencia entran a los campos del saber por iniciativa del lingüista Noam Chomsky (1975), con su “competencia lingüística” y posteriormente por los aportes del sociolingüista Dell Hymes (1996), quien replantea el concepto dando origen a la “competencia comunicativa”. De estos dos tipos de competencias hablaremos enseguida.
En el campo de la educación, según políticas educativas contemporáneas de las naciones y organismos internacionales del ramo, se han venido inculcando ciertos términos, con un significado muy afín al de competencia. Nos referimos a desempeño, proceso, logro, indicador de logro y estándares. Aunque aparentemente se refieren a lo mismo, con desempeño se quiso hacer énfasis en la ejecución de ciertas conductas y tareas por parte del alumno; proceso alude a un seguimiento del desempeño, obviando un poco los resultados; logro es la meta de lo que se busca en la acción educativa, es la ganancia en su formación -esperada u obtenida- por parte del alumno; el indicador de logro es la señal mediante la cual llegamos a saber si un logro se ha alcanzado o no; en fin, con los estándares educativos, los planificadores formulan los logros comunes y fundamentales que todos los estudiantes de un nivel educativo y de un grupo social deben obtener.
El primero en hablar de competencia fue un lingüista, Noam Chomsky (1975), quien introdujo el concepto de competencia lingüística, concebida como el conocimiento intuitivo y práctico de un hablante nativo ideal que lo habilita para producir y comprender oraciones sin ningún límite, formadas según las reglas del sistema de la lengua. La acción de producir y comprender oraciones formadas de acuerdo con la gramática resulta de la aplicación de dicho conocimiento, a la cual llamó actuación lingüística, constituida por actos de habla.
Chomsky se inscribe dentro de una concepción mentalista, es decir, el lenguaje se explica como manifestación de ciertas capacidades innatas del individuo humano. Por eso creía que las oraciones se generaban según ciertas reglas abstractas presentes como estructuras profundas en la mente. Su gramática se llamó gramática generativa. Esta posición contrasta con la de los estructuralistas de la primera mitad del siglo XX que le daban mayor importancia a la parte formal y funcional del lenguaje.
El conocimiento que da base a la competencia lingüística reúne ciertas características:
Al distinguir la competencia lingüística como un conocimiento interno, diferente a la actuación en la que se expresa o ejecuta dicho conocimiento, Chomsky se coloca en posición bien interesante frente al concepto: por una parte, lo considera como un saber interior situado en la mente; pero por otra, lo relaciona con su aplicación en la práctica del habla, la actuación lingüística. En consecuencia, competencia lingüística y actuación son dos conceptos diferentes pero se relacionan e implican el uno al otro. La competencia es para producir, para el ejercicio del habla y, a su vez, la actuación es para ejecutar el conocimiento de las reglas de la lengua ya existente en la mente. Una vez más, vemos que competencia tiene que ver con una relación, la relación o el puente que se establece entre conocimiento (en el presente caso, de la lengua) y ejecución (uso concreto de dicho sistema).
La posición de Chomsky contrasta con la idea de competencia, muy difundida en ciertos escenarios y momentos, entendida como “un saber hacer en contexto”, lo que resulta poco clara, incompleta y deficiente. Lo primero que se observa es que sólo alude al segundo punto de la relación, a que nos hemos referido, el “saber hacer”, el dominio de la acción, aunque añade un elemento positivo: el tomar en cuenta el contexto donde se aplica el saber. Sin embargo, no aclara en qué sentido se toma en cuenta el contexto.
Por demás, esta concepción parece traer a la mente cierta remembranza de la tecnología educativa de los años setenta. La tecnología educativa le daba prelación a la eficiencia y eficacia. Le importaban ciertas conductas observables y medibles, más que los conocimientos, según los cánones de la psicología conductista, en la que se inspiraba.
El “saber hacer en contexto” implica eficiencia y desconoce el conocimiento, por cuanto el objeto de dicho “saber” es ni más ni menos que el “hacer”. Se trata de asegurar el procedimiento, el desempeño en sí, olvidando que en el ser humano dicho desempeño tiene un referente, distinto a la acción en sí misma. Un “saber hacer” humano implica un saber inteligente que no se puede limitar a un procedimiento, por excelente que sea, como podría ejecutarlo una máquina. Al respecto, Tobón (1975) formula seis duras críticas a la concepción de competencia, en el sentido de un saber hacer. De las seis críticas son bien interesantes estas dos: la “desarticulación con valores personales” y el “no tener en cuenta la asunción de responsabilidades por el actuar humano”.
Es una verdad innegable que la idea de competencia ha ganado terreno en el campo de la educación y la evaluación, y también en el terreno personal, comunicativo y laboral (Tobón, 2005). Ahora bien, en cualquiera de estos escenarios, la idea que más nos satisface es aquella según la cual una competencia es un saber y el saber aplicarlo o, dicho de otra manera, el dominio de un conocimiento relacionado con el uso que se le da a dicho conocimiento. Entonces optamos por basar la competencia en un saber que relaciona o, mejor, integra dos saberes (el teórico y el práctico) en un solo saber.
Daniel Bogoya Maldonado (2000), uno de los más activos defensores del enfoque de competencias en la educación, toma como base precisamente el puente entre el saber y su aplicación cuando dice que la idea de competencia “está siempre asociada con algún campo del saber, pues se es competente o idóneo en circunstancias en las que el saber se pone en juego... se expresa al llevar a la práctica, de manera pertinente, un determinado saber teórico”.
Quizás de manera más sólida, y en posiciones más recientes, competencia se ha venido entendiendo como capacidad o conjunto de capacidades que incluyen, desde luego el conocimiento, y el uso del conocimiento. Bogoya (2000) afirma al respecto que la competencia es vista “como una potencialidad o una capacidad para poner en escena una situación problemática y resolverla, para explicar una solución y para controlar y posicionarse en ésta”. Hymes (1996), promotor del concepto de competencia comunicativa, ya había expresado la misma idea con las siguientes palabras: “debo tomar competencia como el término más general para referirme a las capacidades de una persona”.
Torrado (2000), una de las personas que más ha logrado investigar sobre el tema, entiende competencia como “el conocimiento que alguien posee y el uso que ese alguien hace de dicho conocimiento al resolver una tarea con contenido y estructura propia en una situación específica, y de acuerdo con un contexto, unas necesidades y unas exigencias concretas”. Como se ve, la competencia no es el uso ni la acción en sí ni tampoco un conocimiento puro. Más bien es una relación o puente que implica el conocimiento y el saber usarlo. Obsérvese que aparecen otros importantes elementos de ese saber como la situación específica, contexto, necesidades y exigencias, de lo cual se infiere que implica habilidades, aptitudes, actitudes, valores y normas que de alguna manera rigen y condicionan las actuaciones.
Competencia y creatividad andan parejas o, mejor, la primera implica la segunda. No hay competencia sin creatividad, pues de por sí ésta es aplicación de la inteligencia, y establece una relación que se desplaza de un saber hacia su aplicación en la vida.
En el contexto educativo, Kimberly y Bentley (1999) casi funden en una sola idea competencia y creatividad cuando afirman: “la creatividad es, en nuestra opinión, la aplicación de conocimientos y habilidades, de nuevas maneras, con el fin de alcanzar un objetivo valorado”. Para ello los autores fijan como condición el poseer cuatro habilidades fundamentales: a) la capacidad identificar nuevos problemas, b) la capacidad de transferir a otros contextos los conocimientos adquiridos, c) el convencimiento de que el aprendizaje es un proceso incremental, y d) la capacidad de centrar la atención en la persecución de un objetivo.
La creatividad -defendida por Descartes como la nota típica que diferencia al hombre de los animales- es la base de la idea de competencia lingüística de Chomsky, pues se fundamenta en un conocimiento que genera la producción de oraciones. El secreto de la palabra misma está encerrado en la creatividad, y así lo entienden muy bien los escritores y poetas. La palabra los libera, les da alas, les abre la mente y el corazón para sensibilizarlos dentro de su cultura y potenciar su habilidad expresiva. Así la creatividad llega a manifestarse de muchas formas, como “idea, inspiración, intuición, imaginación, productividad, originalidad, inventiva, innovación, descubrimiento y espontaneidad” (Baquero, Cañón y Parra, 1996).
Son seis las habilidades básicas de un ciudadano para afrontar el futuro (Kimberly y Nentley, 1999), las cuales se derivan de la creatividad como “la capacidad de aplicar y generar conocimientos en una amplia variedad de contextos con el fin de cumplir un objetivo específico de un modo nuevo”. Dichas habilidades son:
Cuando se habla de competencias, muchas veces la gente las confunde o las asimila con algunas nociones afines. Para no ir más lejos, en las anteriores consideraciones sobre creatividad inspiradas en Kimberly y Bentley (1999) pareciera que lo esencial son los conocimientos y habilidades. ¿Serán éstos unas competencias? ¿O son parte de ellas?
Para esclarecer la cuestión, Tobón (2005) propone un cuadro muy completo e interesante en el que precisa las relaciones de varios conceptos con el de competencia. A continuación haremos referencia a estos conceptos y su relación con la idea de competencias:
A manera de una visión global, es bueno considerar que los anteriores conceptos de alguna manera se encierran o se tocan con los cuatro pilares de la educación que formuló la UNESCO: saber conocer, saber hacer, saber ser y saber convivir. En este marco, hechas ya las aclaraciones pertinentes, y viendo el asunto desde el punto de mira de las competencias en la comunicación, parece que lo que es común a la competencia son los conocimientos (saber conocer), habilidades y aptitudes (saber hacer), actitudes (saber ser), y las normas y valores (saber convivir).
¿Qué clase de competencias existen? Depende del campo de desempeño, del área del saber o de la perspectiva desde cual se analicen. En educación, Bogoya (2000) habla de tres niveles de competencias: nivel interpretativo, argumentativo y propositivo. También se las denomina competencias básicas cognitivas, a las que deberá añadirse la competencia comunicativa, para hablar de las cuatro habilidades básicas en la educación.
En la misma línea en que se plantea la concepción general de las competencias, según los planteamientos anteriores, la competencia comunicativa se basa en la relación de un de un conocimiento con su aplicación en actos comunicativos. Desde esta perspectiva Correa (2001) concibe la competencia comunicativa como una realidad triádica en la que coexisten, dialógicamente:
Nótese que el tercer componente de la tríada es inseparable del primero, como es inseparable en el ser humano la cognición de la afectividad. Se podría pensar que los saberes y las actitudes son la parte que habilita para la realización. En consecuencia, podría adoptarse como concepto la primera parte complementada con la tercera, con la implicación de la segunda, que es su finalidad, así:
Entonces la cuestión sería determinar qué saberes, actitudes y demás aspectos habilitan al comunicador y cómo pasar de esos saberes a la realización eficiente, en los actos comunicativos.
De manera similar, Zuanelli (citado por Behi y Zani, 1990), concibe la competencia comunicativa como el “conjunto de precondiciones, conocimientos y reglas que hacen posible y actuable para todo individuo el significar y el comunicar”.
Esta posición, vista desde una perspectiva intrapersonal, no sólo mantiene la idea de la relación conocimiento uso, sino que promueve de manera interesante la razón de ser del acto comunicativo, o sea, el significar y el comunicar, que al fin y al cabo es la finalidad de todo acto comunicativo:
Por otro lado, es muy importante tomar en cuenta que la competencia comunicativa es un saber complejo conducente a unas realizaciones, que no son otras que las prácticas del discurso en los diversos escenarios de la vida humana, como se explicará en capítulos venideros. La competencia comunicativa cubre, por tanto, un “conjunto de procesos y conocimientos de diverso tipo -lingüísticos, socio-lingüísticos, estratégicos y discursivos- que el hablante/oyente y escritor/lector deberá poner en juego para producir o comprender discursos adecuados a la situación y al contexto de comunicación y al grado de formalización requerido” (Lomas, 1998). Por ejemplo, un expositor ante un público posee un dominio de las precondiciones, conocimientos y reglas (lingüísticas, temáticas, discursivas, etcétera) que lo hacen apto para dirigir la palabra, expresar significado y comunicarse ante el grupo con idoneidad y eficacia en el momento y lugar señalado.
El primero en hablar de competencia comunicativa fue Hymes (1996) quien afirmó al respecto:
El niño adquiere la competencia relacionada con el hecho de cuándo sí y cuándo no hablar, y también sobre qué hacerlo, con quién, dónde y en qué forma. En resumen, llega a ser capaz de llevar a cabo un repertorio de actos de habla, de tomar parte en eventos comunicativos y de evaluar la particiwpación de otros. Por tanto, la competencia comunicativa tiene como base un saber comunicarse integral, con todas sus implicaciones intrapersonales y extrapersonales.
Concluyendo, en términos de una propuesta para la discusión, entendemos la competencia comunicativa como un saber comunicarse en un campo del conocimiento y un saber aplicarlo, saberes que comprenden conocimientos, habilidades, actitudes y valores (precondiciones, criterios, usos, reglas, normas, etcétera) que habilitan para realizar actos comunicativos eficientes, en un contexto determinado, según necesidades y propósitos.
La complejidad de los saberes comprendidos en la competencia comunicativa (lingüísticos, psicológicos, culturales y sociales) conduce a interrogarse si están implicadas otras competencias (o subcompetencias), como en efecto se menciona en la literatura que circula en los medios educativos, en el campo del lenguaje. Una propuesta bien interesante es la de Correa (2001) quien diseñó un modelo de competencia comunicativa, la cual comprende, en cierto orden, otras competencias como se ve en el siguiente diagrama.
La competencia comunicativa según Correa (2002)
El modelo incluye las siguientes competencias (o subcompetencias) de carácter específico:
En este modelo, Correa no incluye explícitamente la competencia textual, que se basa en un saber construir textos con adecuación, coherencia y cohesión. Sin embargo, pensamos que está de alguna manera comprendida en la competencia pragmática, pues quien está en condiciones de producir discurso, por el mismo hecho, estará capacitado para producir texto (Cf. p.44 y ss).
Si bien las anteriores competencias explican bastante bien las implicaciones de la competencia comunicativa, si tomamos en cuenta otros puntos de vista, hay quienes creen que existen otros tipos de competencias comunicativas. Por ejemplo, Behi y Zani (1990), además de las competencias lingüística y pragmática, ya indicadas en el modelo de Correa, añaden las siguientes competencias:
Por lo expuesto hasta el momento, saber comunicarse supone, primeramente, saber conocer y pensar, pero al mismo tiempo también saber interpretar las diversas experiencias, codificar, emitir, percibir, descodificar y comprender. En el caso del lenguaje verbal, la competencia comunicativa implica la competencia lingüística, es decir, saber escuchar, hablar, leer y escribir en una lengua. Lo anterior exige el dominio del código gramatical y los códigos paralingüísticos necesarios, y también el dominio de los mecanismos de emisión y recepción lingüística (Cf. p.57 y ss). No hay duda que la competencia lingüística (o gramatical) es tan sólo un componente de la competencia comunicativa (Hymes, 1996). ¿Y qué comprende la competencia lingüística? A continuación se hace referencia a ella, desde la perspectiva de la lengua española.
El lenguaje humano se puede entender de dos maneras: como lenguaje en sentido amplio (o lenguaje total = lenguajes verbales y no verbales) y como lenguaje en sentido estricto (sólo el lenguaje verbal). El lenguaje total cubre la función semiótica de los humanos, es decir la capacidad de adquirir, desarrollar y usar cualquier sistema de signos, tanto en la vida cotidiana como laboral o científica. Desde este ángulo se acepta como leguaje el braille propio de los invidentes, el alfabeto de los sordomudos, las señales de tránsito y los códigos usados en las ciencias y en todo tipo de actividad social, entre otros.
El lenguaje en sentido estricto (lenguaje verbal) es la facultad o función humana que se manifiesta en las lenguas naturales o idiomas, constituidos por sistemas de signos fónicos y articulados utilizados por una comunidad, nacional o internacional, para su convivencia, desarrollo y comunicación. Dichos signos se configuran como sonidos, fonemas, palabras o cadenas de frases y oraciones que varían de una lengua a otra. Aunque la gente puede hablar varios idiomas, lo cierto es que cada persona posee de cuna una lengua, que es su lengua materna. Bien se sabe que la lengua materna de la mayoría de los hispanoamericanos es el español o castellano.
El código de la lengua castellana, se sustenta en un sistema común de reglas, de manera que por medio de ella logran entenderse hablantes de diversas nacionalidades y regiones del mundo. Pero no todos los hispanohablantes hacen igual uso del idioma. En realidad cada persona y cada grupo emplean una variedad de lengua marcada por diferencias motivadas por factores socioculturales y geográficos. Las peculiaridades del habla de un individuo constituyen su idiolecto y las características lingüísticas asociadas a un grupo social o geográficamente considerado, constituyen un dialecto. Pedro y María tienen cada uno su idiolecto. Pero los hablantes de la zona andaluz de España tienen su variedad dialectal, el andaluz.
La lengua común (o estándar) se basa en un sistema de reglas que los hablantes conocen, acatan y aplican en la comunicación, en el contexto de toda la comunidad en que se usa. El estudio de estas reglas le corresponde a la gramática, de la cual hacen parte, entre otras disciplinas5, la semántica o estudio de los significados, la morfosintaxis o estudio de las palabras y la construcción de frases y oraciones, la fonología y la fonética, que analizan el material sonoro de la lengua, y la ortografía, disciplina normativa que regula el uso de los signos de la escritura.
El dominio de la lengua se inicia con la adquisición y desarrollo de las estructuras básicas en la primera infancia, se afianza progresivamente con la educación y se perfecciona a lo largo de toda la vida, lo que es posible mediante la reflexión unida a la práctica, como es la propuesta del presente libro. El saber la lengua o saberla hablar y escribir, es precisamente el objeto de la competencia lingüística, conocimiento que poseen en el cerebro quienes consideran la lengua como propia; en cambio, actuación es la práctica, que se manifiesta en los actos de habla, entre los que se cuentan los actos de escritura.
El saber la lengua es un conocimiento práctico y no necesariamente teórico. Por ejemplo, saber usar los verbos según las conjugaciones, así no sepa que se llaman verbos y que sus variaciones son las conjugaciones. Saber hacer el plural de los sustantivos, así no sepa que se llaman sustantivos y que dicha variación es singular y plural, saber emplear los adjetivos, aplicar la concordancia en las oraciones, etcétera y evitar toda clase de errores gramaticales. No obstante, la ciencia introdujo también la teoría para explicar y representar lo que ya tenemos en el cerebro. Los conocimientos teóricos son muy útiles, pues permiten llevar a la conciencia lo que sabemos por intuición; puede ayudar, orientar, aclarar dudas, inspirar, dar seguridad y hace más racional la práctica.
El saber la lengua (competencia lingüística) se manifiesta en actos de habla que pertenecen a dos modalidades de realización: la audio-oral y la lecto-escrita. Cabría la duda: ¿son diferentes lenguas, la del oyente y hablante, y la del lector y escritor? No ciertamente. Es una misma lengua, un mismo código lingüístico. Sin embargo, el escuchar y hablar la lengua, y leer y escribir por medio de ella, si bien se valen del mismo código común, tienen profundas diferencias. Hay quienes piensan en lengua hablada y lengua escrita, pero en realidad se trata de una lengua que se realiza como código oral y como código escrito. Las características del lenguaje oral y del lenguaje escrito pueden ser contextuales y textuales. Las primeras tienen que ver con factores pertenecientes al contexto en se produce la comunicación: espacio, tiempo, modo, relaciones entre los sujetos, etcétera.
Las características textuales pertenecen más al campo gramatical como la construcción de frases y palabras, la corrección, cohesión y otras. En la siguiente tabla el lector encontrará algunas de las características más notables (contextuales y textuales), tanto del código oral como del código escrito:
Código audio-oral | Código lecto-escrito |
• Se apoya en el canal auditivo, aunque suele apoyarse en otros medios visuales. | • Se apoya en el canal visual. |
• Es más espontáneo e informal. El hablante puede rectificar, pero no borrar lo dicho. La comprensión debe ser simultánea, no da tiempo. | • El escritor está en condiciones de corregir y hasta borrar totalmente. Para la comprensión el lector puede tomarse su tiempo. |
• Se produce en un presente, es inmediato. Sigue la línea del tiempo. | • Se difiere en el tiempo. Un escrito remonta el tiempo y la geografía. |
• La comunicación oral es efímera. Se puede perder, a no ser que se registre, por ejemplo en medios electrónicos. | • El mensaje escrito es duradero, permanece en el papel u otro material. |
• Se apoya en medios no verbales (voz, tono, gestos, acento, mirada, distancias, imágenes, señales, etcétera). | • Carece de estos medios, pero usa otras señales, como por ejemplo, los signos de puntuación, gráficas, esquemas, mapas, etcétera. |
• Se vale de comodines o muletillas: eh, ya, hola, bien, mm.., a ver, carraspeos, etcétera. | • Casi no existen. |
• Se nota el lenguaje dialectal, en que se refleja la cultura del grupo. Se perdonan más los errores e incorrecciones. | • Tiende a la lengua común, culta o “estándar”. Las equivocaciones e incorrecciones se notan más. Se perdonan menos. |
• Se basa en cadenas de sonidos, que se perciben en la línea del tiempo. | • Se vale de cadenas de grafemas, o signos escritos que representan los fonemas de la lengua. |
• El hablante puede hacer pausas, o hablar en diferentes ritmos. | • Las pausas van por cuenta del lector. |
• Estructura de discurso más libre, es bastante informal, según el contexto y el tipo de discurso. | • La estructura discursiva es más rígida. El discurso más elaborado y formal. |
Semejanzas y diferencias del código audio-oral y lecto-escrito
Como se observa, el código lecto-escrito posee rasgos que lo hacen relativamente autónomo con respecto del código audio-oral. Aunque el hecho de saber la lengua, en la modalidad audio-oral ya es un buen primer paso para el dominio lecto-escrito, este último exige el aprendizaje de reglas y condiciones propias.
Salta a la vista que la modalidad lecto-escrita incluye saber leer y escribir; el primero es requisito del segundo. Aún más, el mejor método para aprender a escribir comienza con la lectura. En consecuencia, cuando en adelante aparezcan los términos escritura, lengua escrita, código escrito, lenguaje escrito o texto escrito, estaremos aludiendo a la modalidad lecto-escrita, en sus fases de comprensión y producción.
De todo lo anterior se concluye que dentro de la competencia lingüística se distinguen dos competencias de menor extensión -dos subcomptencias- a saber: la competencia audio-oral y la competencia lecto-escritora. En el capítulo tercero se tratará el desarrollo del discurso oral; en el cuarto el discurso escrito en su fase de comprensión lectora, y en el quinto, sexto y séptimo el discurso escrito, en su fase de producción.
En esta parte se hará referencia a ciertos saberes, intrapersonales, interpersonales y transpersonales, que no atañen propiamente al lenguaje verbal (oral o escrito) sino a códigos y estrategias de índole más general, como elementos también pertenecientes a la competencia comunicativa.
Se parte de la base de un conocimiento interiorizado y espontáneo del lenguaje natural, verbal, desarrollado en la primera infancia (primera lengua o lengua materna), y de un conocimiento de otros códigos verbales (otras lenguas) o no verbales, adquiridos según experiencias y necesidades específicas de los individuos y grupos. Implica, por tanto, “poseer un lenguaje” o un “conocimiento del lenguaje”, que es propio de toda persona por el hecho de hablar un idioma, así no lo haya estudiado. Estudiarlo conduciría a un “conocimiento teórico sobre el lenguaje”, o sea metalenguaje, de carácter reflexivo, el cual constituye la lingüística y sus disciplinas (Niño Rojas, 2007).
Es evidente que si alguien se mete a jugar un partido de fútbol o uno de ajedrez, tendrá que conocer las reglas del juego, o de lo contrario fracasará. De igual manera los comunicadores -emisores y destinatarios- tendrán que conocer bien el código con el cual operan, es decir, el sistema de signos con los cuales arman y producen los mensajes. Si dicho conocimiento es deficiente, también resultará deficiente o con ruidos la producción de mensajes, y, en consecuencia, se dará una comprensión difícil de los significados correspondientes. Naturalmente, dentro del conocimiento de un código hay grados: por ejemplo, en relación con una lengua, siempre habrá quien la hable o escriba mejor, o quien la hable o escriba con dificultad.
¿Cómo acercarse a este conocimiento? ¿Cómo propender hacia el dominio semiótico y lingüístico? No es cosa de personas privilegiadas. El secreto reside en una práctica asidua o en una ejercitación constante y paciente, acompañada de un estudio o reflexión teórica mínima, que oriente dicha práctica. De seguro, poco a poco se van despertando las capacidades y desarrollando las habilidades comunicativas, cada vez mejor.
Comprenden el conocimiento como construcción, es decir, en proceso, y también el producto de dicha construcción. El conocimiento implicado en la competencia comunicativa es diverso y amplio. Además de los dominios ya señalados anteriormente, como el conocimiento del código, es importante hacer algunas consideraciones sobre el conocimiento del tema y sobre las habilidades de pensamiento.
Conocimiento del tema. Nadie puede dar de sí lo que no tiene, ni enseñar a los demás si no sabe. Al contrario, un magnífico saber garantiza una buena comunicación; como dice el Evangelio, “de la abundancia del corazón habla la boca”. Es necesario conocer el tema o tópico sobre el que versa la comunicación y el cual se engloba en cualquiera de los campos del saber y del hacer de los humanos.
Al respecto, para lograr el éxito comunicativo, conviene considerar algunas condiciones:
Habilidades de pensamiento. Todo individuo posee por naturaleza ciertas estructuras cognoscitivas que le permiten al sujeto aprehender el mundo, interaccionar con él y descubrir sentido. Estas estructuras han sido desarrolladas desde la primera infancia, de manera asociada con la adquisición y desarrollo del lenguaje.
La capacidad comunicativa está estrechamente correlacionada con la capacidad de pensamiento del individuo. A mayor riqueza de pensamiento, mayor riqueza comunicativa; a mayor claridad de ideas, conceptos y opiniones, también mayor claridad en el flujo de la producción-comprensión. El pensamiento se desarrolla aprovechando al máximo la experiencia diaria, en el aprendizaje de la ciencia y de la cultura, en la interacción social y, desde luego, ejercitando la inteligencia.
Es preciso, en primer lugar, desarrollar la capacidad comprendida en las operaciones cognitivas básicas como la observación, percepción, conceptualización, intuición y análisis para la identificación estructural de las distintas realidades (física, psíquica, biológica y sociocultural), para saber discriminar lo concreto de lo abstracto y lo real de lo fantasioso. Como consecuencia, es necesario facilitar la formación de los conceptos, mediante el uso de símbolos y signos, en procesos de abstracción y generalización, comparaciones, analogías y aplicaciones, y permitir las operaciones más elevadas del pensamiento racional en donde tiene importancia la transferencia, la solución de problemas, el análisis y síntesis, las diversas inferencias, la argumentación y la crítica.
A lo anterior se añade la necesidad de asimilar otras experiencias asociadas. Por ejemplo, los antiguos griegos formaron su pensamiento a partir del goce perceptivo de unos mares azules surcados de dedos, de montes escarpados bañados de brisa, bajo un cielo claro y diáfano, capaz de estimular una reflexión densa y reposada, pero todo dentro de una experiencia humana típica: una cultura, una raza y una historia propias, una manera peculiar de sentir, una forma particular de afrontar sus necesidades y de resolver sus conflictos. Y así como supieron asimilar su medio y su experiencia, lograron sobresalir en el desarrollo del pensamiento. De igual manera, si formamos nuestro pensamiento a partir de un ambiente urbano moderno, bullicioso, concentrado en necesidades y conflictos, lo lograremos desarrollando capacidades intelectuales, de acuerdo con nuestro temperamento, nuestras reacciones específicas, nuestras apetencias y necesidades, nuestro modo de sentir, nuestra ideología, nuestras creencias y todo lo que nos pertenece. En este sentido, aprender a pensar es también aprender a asimilar las propias experiencias para integrarlas al conocimiento y a los imperativos de la razón. Por algo se ha dicho que hablar-escuchar es encontrarse a sí mismo.
Las actitudes y valores son factores que condicionan o influyen en un acto comunicativo. Una actitud implica una experiencia subjetiva que, relacionada con el mundo objetivo, orienta la personalidad dentro de unas tendencias, negativas o positivas. Así, un alumno puede perder su examen por una tendencia hacia la poca aceptación del maestro: hay aquí una actitud negativa (que puede ser de desconfianza, recelo, antipatía). Un participante en un acto literario, científico o deportivo puede, así mismo, ganar la competencia gracias a una convicción interna de lograrlo: se trata de una actitud positiva (tal vez de agrado, confianza, fe, entusiasmo). En verdad “comunicarse es una aptitud, una capacidad; pero sobre todo una actitud. Supone ponernos en disposición de comunicar, cultivar en nosotros la voluntad de entrar en comunicación con nuestros interlocutores” (Kaplún, 1998). Y van Dijk (1980) reafirma al respecto:
Las actitudes organizan las maneras en que comprendemos, interpretamos y aceptamos información, en que ponemos o cambiamos atención o interés en algo, y en que realizamos las diversas acciones que llevaremos a cabo en ciertos contextos sociales. Así que nuestro marco de actitudes respecto a “fumar” contiene opiniones en cuanto los placeres y / o peligros de fumar, nuestras opiniones sobre los fumadores, nuestra reacción a la acción de fumar, etcétera.
En la comunicación es factible que una actitud asegure el logro de los objetivos o los eche a perder totalmente. Es frecuente perder la oportunidad de una ocupación laboral por actitudes negativas que afloran en la entrevista (como la convicción de incapacidad, desconfianza, miedo, o poco gusto). En muchas expresiones de la vida diaria las actitudes parecen contradecir los mensajes: “¿No compra usted?”, “¿No le gusta el artículo?”, “¿Por qué no me hace un favor?” Ante preguntas como éstas un comprador o amigo se sentirá fácilmente tentado a aceptar la sugerencia. “¿No quiere más?”, pregunta mi anfitrión, lo cual aunque hay más, desanima a cualquiera.
Igualmente, es muy provechoso tomar siempre en cuenta al interlocutor destinatario, pues sus actitudes son igualmente importantes. Una noticia, una información, una sugerencia, puede concluir en una interpretación exitosa o equivocada del mensaje, por la actitud del receptor: si yo pienso de antemano que mi interlocutor es un ignorante, sus mensajes serán poco significativos para mí, así se encierren en ellos hermosas verdades. Aquí se aplica aquello de que “no hay más sordo que aquel que no quiere oír”. Por otro lado, hay casos de actitudes tan positivas en el receptor y de sincronización con el emisor, que aquél puede exclamar: “yo sabía lo que ibas a decir”.
Como se puede observar, hay actitudes hacia sí mismo (por ejemplo, sentido de ineptitud o de fe en el logro), hacia el interlocutor (como recelo o antipatía), o hacia el tema del cual se trata en el mensaje (seguridad, claridad, interés).
Una actitud especial que asegura el éxito en la comunicación es la empatía. Ya es clásico hablar de la simpatía y de la antipatía como dos estados afectivos contrarios: la primera que nace de una afinidad y aceptación natural entre dos personas y la segunda, al lo contrario, de una aversión o rechazo. La empatía no toma partido por ninguna de las dos anteriores. Es ponerse en el lugar de su interlocutor, en los zapatos del otro, prescindiendo de si le es o no simpático, para tratar de imaginar qué siente, qué piensa, qué le gusta o qué le molesta, en fin, cómo es. Leamos las interesantes palabras de Kaplún (1998):
La empatía es una condición que podemos cultivar, desarrollar. Todos podemos incrementar nuestra capacidad, en esa medida seremos comunicadores. Pero esa capacidad no es sólo intelectual, racional; no es una mera estrategia. Significa QUERER, VALORAR a aquellos con los que tratamos de establecer la comunicación. Implica comprensión, paciencia, respeto profundo por ellos, cariño, aunque su visión y su percepción del mundo no sean todavía la que nosotros anhelamos. Significa estar personalmente comprometidos con ellos.
En cuanto a los valores (morales, científicos, religiosos, culturales, sociales...), que proceden de las formas de concebir, aceptar y apreciar los diversos aspectos de la vida y el mundo social y natural circundante, también generan actitudes y comportamientos. Existen valores compartidos y no compartidos. Cualquiera que sea el valor que posean los interlocutores, éste se refleja, de alguna manera, en los actos comunicativos.
Capacidad para el intercambio de experiencias. La interacción cultural se da principalmente por el intercambio de experiencias según el grupo al que se pertenece. “Sin experiencias comunes no hay comunicación” (Kaplún, 1998). Y ésta es una gran verdad, pues ahí reside el secreto del saber compartir en la común-unión, la comunicación, cuyo éxito se persigue. Pero son importantes tanto las experiencias del primero como del segundo interlocutor. Sigamos escuchando a Kaplún:
Antes de intentar comunicar un hecho o una idea, el comunicador tiene, pues, que conocer cuál es la experiencia previa de la población destinataria en relación con esa materia o ese hecho. Partir siempre de situaciones que sean conocidas y experimentadas por ella. No sólo debemos esforzarnos por hablar en el mismo lenguaje de nuestros destinatarios, sino también por encontrar qué elementos de su ámbito experiencial pueden servir de punto de partida, de imagen generadora para entablar la comunicación, de modo que ellos puedan asociar el nuevo conocimiento con situaciones y percepciones que ya han experimentado y vivido.
La experiencia cotidiana es uno de los temas destacados por Habermas (1996) en su teoría sobre la acción comunicativa. Es interesante la forma como llama la atención no sólo sobre la naturaleza integral de dicha experiencia, que cubre tanto lo cognitivo como lo afectivo, sino también sobre la importancia de su carácter compartido e intersubjetivo, expresable en sistemas simbólicos:
La experiencia cotidiana se forma no sólo cognitivamente, sino en conexión con actitudes afectivas, intenciones e intervenciones prácticas en el mundo objetivo. Las necesidades y las actitudes afectivas, las valoraciones y acciones constituyen un horizonte de intereses naturales, sólo dentro del cual las experiencias pueden producirse y corregirse. Finalmente, la experiencia cotidiana no es asunto privado: es parte de un mundo compartido intersubjetivamente, en el que cada sujeto vive, habla y actúa en cada caso con los demás sujetos. Esa experiencia intersubjetivamente comunicada se expresa en sistemas simbólicos, sobre todo en el sistema simbólico que es el lenguaje natural, en el cual el saber acumulado está dado al sujeto particular como tradición cultural.
Al respecto Schramm (1966) proponía tomar en cuenta el “marco de referencia“, entendido como las experiencias y significados previos, a los cuales se asocia la interpretación de un mensaje:
Los signos pueden tener solamente el significado que la experiencia del individuo le permita leer en ellos. Podemos elaborar un mensaje solamente con los signos que conocemos y podemos dar a esos signos solamente el significado que hemos aprendido con respecto a ellos. A esta colección de experiencias y significados le llamamos `marco de referencia`, y decimos que una persona puede comunicarse solamente en función de su propio marco de referencia.
Ejemplo de ello es el caso imaginario del aterrizaje por primera vez de un avión en tierras donde la comunidad no conozca este tipo de aparatos. Ellos lo asimilan a un pájaro gigante metálico, que es lo que más se aproxima a su experiencia.
Desempeño de roles. La conciencia, tanto por parte del emisor como del receptor, del rol ocupado por cada cual en el sistema socio-cultural dentro del cual se desenvuelven, también incide en el éxito de toda comunicación. No es lo mismo una comunicación entre un político y un grupo de empleados, que la que se da entre un sacerdote y un médico indígena, entre dos amigos profesionales, o entre el Ministro de Educación y un artista. ¿Se ha pensado cómo variará el mensaje de una situación de comunicación entre Pedro y el doctor Ruiz, como su amigo, a otra situación comunicativa entre Pedro, como ciudadano común, y el Dr. Ruiz, como Presidente de la República? Cada cual acoplará el proceso comunicativo, de acuerdo con su situación personal, el rol social o cultural y, en fin, según las normas, expectativas y exigencias del grupo.
Los roles son una de las condiciones sociales que afectan la producción y comprensión de mensajes en el desarrollo del discurso. “Puedo darle la orden al alguien sólo si tengo una posición social que me permita hacerlo, es decir, si hay una relación de jerarquía y de poder entre el oyente y yo. En otros casos las condicione sociales son institucionales: sólo los jueces pueden llevar a cabo los actos de habla de perdonar y condenar y sólo los policías pueden arrestar a la gente” (Dijk, 1980). Como se comprenderá, las posiciones sociales afectan la comunicación en algún aspecto: el lenguaje, el estilo, el tono, la información.
Los conocimientos anteriores no servirán de mucho, si el hablante-oyente no tiene la capacidad para adaptar su comunicación al contexto (Cf. p. 56), a la situación concreta en que vive y en la cual tienen realización sus actos comunicativos. Es decisivo tener conciencia sobre cuándo hablar, callar, escuchar, alargarse, cortar, etcétera. “Hay que saber qué registro conviene utilizar en cada situación, qué hay que decir, qué temas son apropiados, cuáles son el momento o momentos, el lugar y los interlocutores adecuados, las rutinas comunicativas, etcétera. Así la competencia comunicativa es la capacidad de usar el lenguaje apropiadamente en las diversas situaciones que se nos presentan cada día” (Lomas, 2001).
Los ruidos comprenden no sólo las interferencias de canal sino también todos los factores que reducen efectividad en la comunicación o pueden distorsionar su proceso. Se consideran como ruidos todo obstáculo o dificultad que entorpezca el normal desarrollo del flujo comunicativo o interfiera en él para disminuirle eficacia. “Ruido es, pues, para la teoría de la información todo lo que altera el mensaje e impide que éste llegue correcto y fielmente al destinatario; todo lo que perturba la comunicación, la obstaculiza, la interfiere o la distorsiona” (Kaplún, 1998).
Aunque la palabra “ruido” está asociada a interferencias de tipo acústico-auditivo, por extensión se aplica también a elementos de naturaleza psicológica, social o técnica, que perturban la comunicación. De acuerdo con esto, existen varios tipos de ruidos:
Las barreras son graves obstáculos y dificultades que impiden casi totalmente establecer relaciones comunicativas. Hay barreras psicológicas, como por ejemplo, en dos personas que se evitan o no se hablan, a pesar de tener algún contacto personal. Una barrera física se da, por ejemplo, en dos personas materialmente distanciadas (una en Colombia y otra en Estados Unidos, sin ningún medio de comunicación, o si el teléfono no les funciona). Una barrera técnica existe cuando dos personas intentan comunicarse oralmente, pero cada una habla un idioma distinto.
Identificar algún tipo de ruido y barrera a tiempo y aplicar los correctivos, permitirá un flujo más diáfano en la comunicación, con lo cual las personas disfrutarán de los conocimientos y afectos transmitidos y la vida de comunidad se hará más amable y productiva. Se evitarán muchas incomprensiones, conflictos, malentendidos, respuestas inadecuadas, conductas erradas, pérdida de tiempo, rompimiento de amistades, desinformación, poco aprendizaje, ineficiencias laborales, dificultades institucionales, desajustes familiares y sociales, y hasta los enfrentamientos colectivos y las guerras.
Son elementos que también perturban o distorsionan la comunicación interpersonal o colectiva. Surgen como información divulgada, no verificada o poco fidedigna, y se manifiestan en mensajes que socialmente se toman por ciertos, sin que realmente lo sean. “Sus consecuencias -dice el escritor Gabriel García Márquez-, los conflictos, los malos entendidos a nivel personal, familiar, laboral, saltan a la vista”. (Del encabezamiento al cuento Parábola del pesimismo).
La expansión del rumor a través de la repetición de un mensaje en cadena suele añadir elementos subjetivos, que agigantan los efectos sociales negativos. ¿Qué hacer frente a este fenómeno? No es fácil darle un adecuado tratamiento. Parece que se hace necesaria una toma de conciencia y la realización de actos de freno y depuración; es decir, discernir entre lo que es o no es rumor, no participar en ellos, o comunicar sólo lo que las circunstancias exijan, dentro del criterio de responsabilidad.
Como se infiere de lo anterior, en el proceso comunicativo es muy importante tener conciencia sobre las posibles barreras, ruidos y rumores, y aplicar estrategias para superarlos. Además de la habilidad comunicativa, se requiere de una dosis de ética y de alta de responsabilidad en los comunicadores, la cual exige de éstos medir sus palabras, pensar en lo que se dice y en las respuestas, reacciones o consecuencias que puedan suscitar con sus actos comunicativos en las demás personas. En los evangelios se lee que no es lo que entra a la boca lo que mancha al hombre, sino lo que sale de ella, o sea, lo que en un momento dado dice la gente, con lo cual puede hacerse daño a sí mismo o a los demás.
La ética en la comunicación obliga, igualmente, a escuchar, respetar y valorar los mensajes de los demás, según cada contexto, reconocer a nuestro interlocutor, no herirlo en su susceptibilidad, respetar su posición, comprender su punto de vista, compartir nuestra experiencia y nuestro saber, etcétera. No olvidemos, por demás, que a la verdad se puede faltar de muchas maneras: afirmando la mentira o disfrazándola de verdad, enunciando la verdad a medias, callando cuando no se debía callar, hablando (o escribiendo) cuando no era necesario hacerlo, etcétera.
1. El maravilloso mundo de la comunicación humana
- La cartelera de una empresa. | - Llamada telefónica de un amigo. |
- Diálogo entre padre e hijo. | - Programa de televisión cultural. |
- Entrevista con un ministro. | - Conferencia científica. |
- Un aviso comercial en la radio. | - Un mural callejero (un graffiti). |
- Carta familiar a mi primo. | - Palabras de felicitación a un amigo. |
PARÁBOLA DEL PESIMISMO:
Yo les dije que algo grave iba a suceder...
Por Gabriel García Márquez.
Les voy a contar por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo bastante redonda. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y la hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde:
“No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo grave va a suceder en el pueblo”. Ellos ríen de ella, dicen que esos son pensamientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pagó un peso y le preguntan: “¿Pero qué pasó si era una carambola tan sencilla?“. Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá. Feliz con su peso le dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”.
“¿Y por qué es un tonto?” Dice: “Hombre, no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por una preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. Una parienta le oye y va a comprar la carne. Ella le dice al carnicero: “Véndame una libra de carne”, y en el momento en que está cortando agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo muy grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar en este pueblo y se están preparando, y andan comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota toda la carne y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo está esperando que pase algo.
Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “¿Se han dado cuenta el calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde los músicos tenían los instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo, -dice uno- nunca a esta hora ha hecho calor”. “Pero si a las dos de la tarde es cuando hay más calor”. “Sí, pero no tanto calor como ahora”.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. “Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión que los habitantes del pueblo están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy un macho -gritó uno- yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndole. Hasta el momento en que dicen: “Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.
1 En mi libro Fundamentos de semiótica y lingüística (Bogotá, Ecoe, 2007), el lector encontrará ampliamente estudiada la función semiótica de los humanos.
2 Son muchas las clasificaciones de códigos y signos, como las que ofrecen Guiraud, Sebeok y Eco, para no mencionar más. El libro Fundamentos de semiótica y lingüística (Niño Rojas, Ecoe, 2007), ofrece una explicación más detallada del tema.
3 Las funciones de Bühler son tres: representativa según la cual el lenguaje es medio de representación del mundo real o posible; la función expresiva, la cual permite al hombre exteriorizar su afectividad, sus opiniones y deseos; y la función apelativa, que habilita al ser humano para interactuar con los demás. (Véase el libro: Niño Rojas, Víctor M. Fundamentos de semiótica y lingüística, Ecoe, 2007).
4 Ciertos lingüistas culturalistas como Sapire y Worf de comienzos del siglo XX en Estados Unidos plantean el relativismo lingüístico, según el cual cada pueblo percibe, concibe y designa en su lengua la realidad de manera distinta. Piénsese, por ejemplo, en el significado de madera y bois, en español y francés.
5 El lector podrá consultar al respecto los capítulos séptimo, octavo y noveno del libro Fundamentos de semiótica y lingüística (Niño Rojas, 2007) en el cual se describen de manera especial estos saberes.