CAPÍTULO 10
Época de sorpresas
En el centro de la península Ibérica, la abrasadora llanura de La Mancha se extendía en otro tiempo como una tierra de nadie entre los cristianos y los musulmanes. Más allá de las abruptas montañas de Sierra Morena, en el seco valle del Guadalquivir, se levantaban los espléndidos minaretes y mezquitas de Al-Andalus, la más brillante civilización islámica que jamás hubiera conquistado una cabeza de puente en Europa occidental. Al norte de la rocosa Sierra Morena se hallaban las desamparadas posiciones avanzadas de la cristiandad medieval, la cercana sucesión de castillos que daban nombre a Castilla.
En el año 1212, un ejército de setenta mil cruzados encabezado por cuatro reyes cristianos atravesó a duras penas la polvorienta extensión de La Mancha para enfrentarse a las tropas almohades que acaudillaba el nuevo califa, Muhammad al-Nasir.1 Las fuerzas musulmanas se deplegaban en abanico por las serradas montañas hasta que creyeron que todos los pasos estaban bloqueados o preparados para emboscadas inesperadas. Un pastor de la zona sabía que no era así, y guió a las hordas cristianas sin peligro por un desfiladero hasta entonces desconocido para uno y otro bando. Así, fue en Andalucía, y no en Castilla, donde el 16 de julio de 1212 los dos grandes ejércitos se encontraron en un llano para entablar combate. Cerca estaba el pueblo de Las Navas de Tolosa. Los defensores de elite se encadenaron a los mástiles del pabellón de seda roja de su monarca para que fuese imposible la huida si la jornada no les era favorable. Los cristianos obtuvieron una victoria aplastante, absoluta. A partir de ese momento ya no se detendría el inexorable avance de la Reconquista, la cruzada cristiana de España.
Las noticias procedentes de Las Navas de Tolosa hicieron repicar las campanas de un lado a otro del continente. Para Inocencio, ahí había al menos una cruzada que había conseguido una victoria inequívoca e inmaculada. Ni el saqueo de Constantinopla ni el holocausto de Béziers; sólo una matanza limpia de moros paganos. Fueron aún más gratificantes las noticias de que el héroe del momento era el rey Pedro II de Aragón, cuya genial jefatura del ala izquierda del ejército resultó decisiva para el triunfo final. Pedro había llevado a miles de vasallos suyos al combate, incluidos algunos oriundos de sus turbulentas posesiones en el Languedoc. Como vizconde de Carcasona, Simón de Montfort había enviado cincuenta caballeros para que se incorporaran a las fuerzas de su señor aragonés. Arnaud Amaury, nombrado hacía poco arzobispo de Narbona, había vuelto a ponerse la armadura y a cabalgar en combate. Le había demostrado al rey que también él era ahora un digno vasallo de Aragón.
Con la victoria, Pedro se convirtió en un santo laico, en un paladín intocable de la Iglesia. Sus fieles pagos a Roma, su respeto por los derechos eclesiásticos, su valor guerrero al servicio de una causa sagrada... ningún clérigo trataría siquiera de manchar la brillante reputación del monarca de Aragón, de treinta y ocho años. Los trovadores cantaban sobre su heroísmo, los monjes sobre su piedad, y las señoras concedían sus favores al más cristiano de los héroes. Así pues, sorprendió que el joven ídolo de la ortodoxia exigiera que se suspendiera de inmediato la otra cruzada, la del Languedoc.
El rey hizo al Papa una propuesta. Él, Pedro, tutelaría todas las tierras de Tolosa durante unos años. Su cuñado, el conde Raimundo VI, renunciaría a sus territorios en favor de su hijo adolescente, que sería educado en la corte de Aragón en los usos del gobierno devoto. Cuando llegara a la madurez, Raimundo VII entraría en posesión de su herencia, que para entonces el monarca aragonés habría limpiado de catarismo. El hijo no debería pagar por las faltas de su padre.
Además, Pedro exigía que la Iglesia y sus sanguinarios servidores dejaran en paz a sus vasallos al norte de los Pirineos: los condes de Foix y los dominios montañosos vecinos de Béarn, Comminges y Couserans. A juicio de Pedro, Simón de Montfort se había pasado de la raya; tras iniciar su carrera como enemigo de los cátaros y caudillo espiritual, se había convertido en un proscrito. En 1211 y 1212, Simón había atacado territorios de los que Pedro era señor, y que nunca habían sido corrompidos por la herejía. Y lo que es peor aún, según la interpretación que los aragoneses hacían del pasado reciente, para llevar a cabo sus ataques Simón se había aprovechado de la estancia de Pedro en Andalucía en viaje de negocios celestiales.
El cruzado contra los moros estaba buscando pelea con el cruzado contra los cátaros. En el palacio de Letrán, los veintiocho escalones de la Scala Santa aguardaban los pasos de Inocencio, pues ahora el Papa necesitaba consejo divino.
El apoyo de Pedro fue como maná para los tolosanos. Simón los había engañado y combatido durante más de dos años. Pese a la delicada naturaleza de su ejército, que primero se hinchaba y después se encogía cuando se completaban los períodos de cuarenta días de los cruzados, Simón había destruido y quemado sin parar en su recorrido por todo el Languedoc. En el norte hasta Cahors, en el oeste hasta Agen, hasta los Pirineos en el sur, el incansable sucesor de los Trencavel había extendido su dominio por la mayor parte de las posesiones de los Saint-Gilles y los feudos de las tierras más bajas pertenecientes a los vasallos montañeses del rey Pedro.
Quizá Simón fuera un estratega de talento, pero la torpeza de sus adversarios le fue de gran ayuda. Lo que había sido una ventaja en tiempo de paz —independencia agresiva— se convirtió en una fuente de frustración en tiempo de guerra. Los señores occitanos, los faidits y los ejércitos de ciudadanos rara vez actuaban juntos, incluso cuando por su número en general habrían derrotado a las frecuentemente desguarnecidas filas de los cruzados. En otoño de 1211, en Castelnaudary, una ciudad que se hallaba a medio camino entre Tolosa y Carcasona, una pequeña guarnición al mando de Simón resistió durante días a una concentración armada de caballeros e infantes del Languedoc. Cuando Bouchard de Marly y Alice de Montmorency, la esposa de Simón, cruzaban con gran estrépito la llanura al frente de una columna de refuerzos y cargamentos de suministros, los caballeros de Raymond Roger de Foix se precipitaron inmediatamente sobre ellos. Miles y miles de sus compañeros observaban el consiguiente enfrentamiento desde lo alto de una colina esperando la orden de entrar en combate. Tal cosa no llegó a suceder. En el campamento occitano, el conde Raimundo de Tolosa, malísimo general, vaciló y se mostró como un incapaz. De modo que Simón aprovechó la oportunidad y salió con arrojo a salvar a sus supuestos salvadores, con lo que convirtió una derrota segura en unas tablas victoriosas.
No todo el sur se exponía a la ruina con tanta asiduidad. La familia de Foix, el enemigo más temido de la cruzada, actuó firmemente con la beligerancia que había mostrado en Castelnaudary y Montgey. Cuando Simón, en su único error en esos años, intentó en junio de 1211 poner sitio a Tolosa con una fuerza demasiado escasa para poder rodear la ciudad, Raymond Roger pasó por alto las súplicas del conde Raimundo de que fuera prudente y salió a toda prisa de las murallas para matar a cuantos sitiadores fuera posible. Simón, al advertir el alcance de sus bajas, levantó el asedio en dos semanas. Entonces, Roger Bernard de Foix, hijo de Raymond Roger, se aventuró en el territorio de Simón para llevar a cabo misiones violentas. Cerca de Béziers, ya adentrado en las tierras pacificadas por el terror de 1209, Roger Bernard se encontró con un grupo de cruzados que se dirigían a Carcasona, quienes naturalmente pensaron que unos caballeros en plena zona de Dios tenían que ser partidarios de la ortodoxia. El consiguiente ataque los pilló totalmente por sorpresa, y los desdichados norteños se vieron arrastrados al castillo de Foix, donde fueron torturados y despedazados.
No obstante, esos reveses constituían la excepción. En 1211 y 1212, Simón logró destruir eficazmente los alrededores de Tolosa. Evitó el enfrentamiento con la desafiante, aunque desorganizada, ciudad, si bien le impidió el acceso a los territorios del interior. Eliminó un castillo tras otro, y sus conquistas pronto fueron acompañadas de más atropellos. En la ciudad de Pamiers, en diciembre de 1212, el nuevo amo del Languedoc promulgó decretos que abolían de hecho la ley del sur en favor de la práctica feudal del norte. En muchos aspectos, ése fue el golpe más despiadado de todos, pues los sistemas tradicionales sobre la herencia, la justicia y los trámites civiles constituían la piedra de toque de la sociedad medieval. Entre otras cosas, los decretos de Simón prohibían a las mujeres nobles del sur que se casaran con pretendientes del Languedoc; en lo sucesivo, las novias con dotes atractivas estarían obligadas a contraer matrimonio sólo con hombres del norte. El deseo de destruir, y luego de colonizar, quedaba de manifiesto.
El carácter cambiante del conflicto hizo que la cruzada se desviara de su objetivo original. Cuando Simón utilizaba su talento para labrarse un reino para sí mismo, se encendían menos hogueras. No tenía tiempo de eliminar a los herejes ocultos en los apriscos cuando había nobles en un castillo cercano que se negaban a rendirle homenaje. En cualquier caso, las devastadoras llamas de Lavaur, Minerve y otras ciudades habían demostrado que las grandes concentraciones no conllevaban mayor seguridad. Los perfectos supervivientes entendieron el mensaje de Montségur: era más sensato esperar a que amainara la tormenta en la casa de la propia familia o en una cueva de Corbières que juntarse en gran número en un castillo o una ciudad que el invencible Simón de Montfort acabaría tomando por asalto. Para los pocos que corrían peligro y aún vivían entre espías ortodoxos, siempre existía la posibilidad de cruzar los Pirineos hacia la discreción imperante en Aragón o Cataluña. Por mucho que dijera, Pedro el Católico hacía caso omiso de los cátaros que había en sus dominios. El rey de Aragón, como los condes de Tolosa y de Foix, era reacio a perseguir a su propia gente.
En los inicios del año 1213, Inocencio intentó resolver las contradicciones de la guerra santa que había emprendido cuatro años antes. Las correrías de Simón por tierras ocupadas por vasallos de Pedro olían más a ambición personal que a devoción espiritual. Cuando en Carcasona se permitió a Simón despojar de sus bienes a los Trencavel, salió un genio de la botella. Inocencio se compadecía del rey Pedro, su vasallo y paladín, y calificaba a su embajador cerca de Roma de hombre «cultivadísimo». Además, ahora que los moros huían y los cátaros estaban debilitados, Inocencio quería atender de nuevo al Oriente cristiano, a la reconquista de Jerusalén. En una carta a Arnaud Amaury, el Papa afirmaba que una nueva cruzada a Palestina debía tener prioridad sobre cualquier otra acción en el Languedoc. En consecuencia, Inocencio dio una sorpresa de las suyas: en tajantes cartas enviadas en enero de 1213, hizo saber que la cruzada de los albigenses debía terminar de inmediato.
Antes de que llegara de Roma esa pasmosa noticia, la situación en el Languedoc había empeorado. En una tensa reunión celebrada en Lavaur, Pedro y Arnaud Amaury sacaron a la luz sus irreconciliables opiniones. Uno quería la preservación de la nobleza del sur; el otro, su destrucción. Desde la intercesión fallida de Pedro en Carcasona para salvar al joven Trencavel, Arnaud nunca se había vuelto a echar atrás ante las presiones del rey aragonés. Si acaso, Arnaud aumentaba siempre las apuestas iniciales, transformando propuestas inaceptables en otras ofensivas. En esa ocasión, la novedad corrió a cargo de Pedro, que ya no se mostraría más dócil ante las provocaciones de Arnaud. Tras la victoria en Las Navas de Tolosa, era igual —o superior— a los legados en la construcción del futuro de la cristiandad. Ahora podía poner las cartas boca arriba; y, como Arnaud, Pedro no defraudó.
En febrero de 1213 convocó a los señores pendencieros del sur y les hizo jurar que durante esa época crítica le dejarían gobernar sus posesiones. El Languedoc se había convertido en protectorado suyo. Con su hermano Sancho, conde de la Provenza, Pedro creó de un solo golpe una vasta entidad nueva, los mimbres de un estado rudimentario que, si hubiera sobrevivido, habría cambiado de modo espectacular el curso de la historia europea. Desde Zaragoza, en Aragón, a Barcelona, en Cataluña, sus tierras se extendían en un gran arco ininterrumpido junto al Mediterráneo, que llegaba hasta Niza en el este y abarcaba Tolosa, Montpellier y Marsella. Pedro pretendía nada menos que unificar bajo una monarquía los pueblos de habla occitana y catalana.
Los hombres del Papa, estupefactos ante tal audacia, recibieron entonces las cartas de Inocencio. Éste había escrito a Arnaud: «Los zorros estaban destruyendo la viña del Señor... han sido capturados.» Con Simón de Montfort fue más explícito: «El ilustre rey de Aragón se queja de que, no satisfecho con combatir a los herejes, habéis dirigido a cruzados contra católicos, vertido sangre de personas inocentes e invadido ilegalmente tierras de sus vasallos, los condes de Foix y Comminges, Gaston de Béarn, mientras el rey estaba guerreando con los sarracenos.» Ambas cartas ordenaban poner fin a la cruzada.
Arnaud Amaury se rebeló. Una década de sermones, intrigas, persecuciones, hogueras, ajusticiamientos y guerras corría peligro de quedar en nada. Así que cabalgó por todo el Languedoc, reuniendo a todos los obispos del sur para insubordinarse y dictar cartas de consternación que dirigirían a Inocencio. Una delegación desesperada partió hacia Roma. A los predicadores que habían ido al norte a avivar el entusiasmo durante la época de la cruzada se les ordenó que prosiguieran su labor, sin hacer caso de lo que dijera el Papa. Simón de Montfort, cuyo rompecabezas de conquistas era la pieza que faltaba en el plan maestro de Pedro, renunció bruscamente a su vínculo de vasallaje con Aragón. Al hacer esto de manera unilateral, volvía a romper las normas feudales. Naturalmente, el hombre resuelto a establecer el dominio francés en el sur no se sentiría a gusto en ninguna Gran Occitania.
Arnaud puso en orden sus razones. A diferencia de su amordazamiento de Raimundo, una decisión que colgaba del hilo del tecnicismo, en esta ocasión se podía hacer una observación razonable: que en sus declaraciones ante el Papa el rey Pedro no había sido sincero. Sus vasallos pirenaicos, contrariamente a las afirmaciones de su señor, habían tolerado la herejía en su territorio durante más de cincuenta años. Por ello, sostenía Arnaud, era un deber cristiano obligarlos a obedecer, precisamente lo que había estado haciendo Simón de Montfort. La cruzada no había terminado por la sencilla razón de que el enemigo cátaro todavía estaba ahí, sobre todo en la mayor ciudad de la región. El abad del monasterio de Saint-Gilles, que nunca había sido amigo del conde Raimundo, escribió al Papa sobre «la depravadísima ciudad de Tolosa, con su hinchado vientre de víbora lleno de desperdicios asquerosos y podridos».
Inocencio se pasó la primavera escuchando y leyendo. Pedro argumentaba partiendo de la costumbre feudal; Arnaud, del derecho canónico. Ambos tenían razón. Inocencio III era muchas cosas —noble, abogado, sacerdote—, pero por encima de todo era el único Sumo Pontífice de la cristiandad. La disyuntiva que tenía ante sí el vicario de Cristo estaba clara: orden secular o uniformidad espiritual, la ley de la tierra o la ley de la Iglesia, tolerancia o derramamiento de sangre, paz o guerra, Pedro o Simón. La vieja casa de la emperatriz Fausta, en el palacio de Letrán, aguardaba a que su ocupante ejerciera su libre voluntad.
El 21 de mayo de 1213, una carta papal informaba al mundo en general de que se había reanudado la cruzada contra los herejes del Languedoc. Inocencio había hecho su histórico salto mortal hacia atrás.2
A primera hora de la noche del 11 de septiembre de 1213, Simón de Montfort y sus hombres llegaron a la orilla del Garona, frente a la ciudad de Muret. Según los cronistas, el cielo estaba despejado tras una lluvia torrencial que la noche anterior casi había empantanado a los cruzados en una hondonada. El encuentro fatídico sería en Muret, con su castillo de sesenta metros de altura visible desde Tolosa, veinte kilómetros al norte. Simón, que aquella misma mañana había redactado su testamento y sus últimas voluntades, dirigió a su ejército a través del puente y hacia la puerta oriental de la ciudad.3 No hubo resistencia, pues Muret, como tantas otras poblaciones de la periferia de la capital de Raimundo, había sido intimidada por los cruzados hasta su sometimiento. Su localización era ideal porque el pequeño grupo de norteños leales que allí habían quedado como tropas de guarnición podían cortar fácilmente las comunicaciones entre Tolosa y Foix.
En su forzada marcha de Carcasona, Simón había reunido a todos los caballeros disponibles, despojando a sus otras fortalezas de todo salvo una fuerza mínima. Se enfrentaba a una gran amenaza y, guerrero hasta la muerte, se disponía a presentar batalla. La naturaleza discontinua de aquel año de cruzada no le había proporcionado un flujo constante de soldados del norte, pese a lo cual había logrado formar un ejército combatiente: ochocientos hombres a caballo fuertemente armados y mil doscientos infantes y arqueros. Desde el castillo donde Simón estaba esa noche alojado, había una vista despejada del oeste. En el exterior inmediato de las murallas de la ciudad estaba la masa de soldados rasos procedentes de Tolosa que habían estado sitiando Muret desde el 30 de agosto. Tres kilómetros más lejos, hacia el noroeste, empezaba una ondulante extensión de oro, azul y rojo —las banderas de los nobles catalanes, vascos, gascones, occitanos y aragoneses—. Todos los señores a los lados de los Pirineos habían acudido a la llamada del rey Pedro. Por fin el sur se había unido contra el norte. Los cruzados eran muy inferiores en número, se calcula que en una proporción de veinte a uno. Pedro, que había insistido en que la soldadesca de Tolosa desistiera de tomar Muret por asalto a primera hora del día, quería tender una trampa a Simón.
Cuando se hizo de noche, los clérigos que acompañaban a los cruzados intentaron un acuerdo de última hora entre los dos campamentos. El obispo Fulko y sus legados habían presionado desde hacía tiempo por llegar a una confrontación definitiva y, cuando ésta parecía inevitable, no les gustó la superioridad del enemigo. Los clérigos cabalgaron de acá para allá en la creciente penumbra antes de admitir por fin que el tiempo de hablar se había acabado. Simón pasó la noche junto a su confesor; Pedro, según una biografía escrita años después por su hijo, se esparció con su amante.4 Pedro había dejado que Simón entrara en Muret tranquilo, de modo que el cruzado se enfrentaría a una dura decisión: arriesgarse a atacar a las muy superiores fuerzas enemigas o quedarse tras las murallas y arrostrar una derrota inevitable tras un largo y penoso asedio. Simón, cuya pericia como general había superado en el Languedoc todas las pruebas, aceptó las condiciones de Pedro.
En la mañana del 12 de septiembre, Pedro convocó un consejo en el que exhortó a sus camaradas aragoneses a que mostraran la misma audacia que les había valido la gloria en Las Navas de Tolosa un año antes. Se invitó a cada caballero a distinguirse por su valentía en el campo de batalla. El conde Raimundo, el hombre de más edad de los presentes, dijo que lamentaba discrepar y sugirió que sería más prudente fortificar el campamento y esperar a que Simón atacara. Los dardos de los ballesteros, sostenía Raimundo, debilitarían la carga de los cruzados, y entonces los del sur podrían aprovechar su mayor número para contraatacar.
Por hacer esta propuesta, el conde de Tolosa fue objeto de mofas. La victoria sólo valía si se conseguía con brillantez. El cronista que registró el hecho recoge una hiriente observación de un grande catalán: «Es una verdadera lástima que vos, que teníais tierras para vivir de ellas, hayáis sido tan cobarde que las habéis perdido.»5 Raimundo abandonó la reunión para consultar con sus vasallos más cercanos. Él y sus hombres formarían la reserva, o tercer cuerpo de caballería, cuya misión sería quedarse en el campamento hasta que surgiera una emergencia.
Al mismo tiempo, en Muret, Simón de Montfort ordenó a sus caballeros que bruñeran su armadura y se prepararan para el combate.6
Batalla de Muret
A: campamento de Pedro II y sus aliados; B: probable ubicación del combate de la caballería; C: caballería de los cruzados; D: caballería de los aliados; E: milicianos de Tolosa; F: cementerio.
Los cruzados salieron de Muret (1) y cabalgaron a lo largo del río, fuera del campo visual de los sitiadores (10). Una vez en la llanura, doblaron a la izquierda (3) y se precipitaron directamente hacia las tiendas de los aliados (4). Los dos primeros cuerpos de los cruzados se estrellaron contra los cuerpos aliados (6). Mientras los aliados huían hacia un pequeño río (7), el tercer cuerpo de cruzados cargó contra la reserva de los aliados (8, 9).
En una reunión con sus lugartenientes, la valoración de la situación que hacía Simón coincidía con la de Raimundo en el otro campamento. Los cruzados tenían que arriesgarse a una batalla en campo abierto o estaban perdidos. Según un cronista, Simón dijo: «Si no podemos hacer que se alejen un buen trecho de sus tiendas, no nos quedará más remedio que correr.»7 Los nobles del norte se disponían a afrontar una muerte casi segura. Se celebraron misas y se oyeron confesiones.8 Según Pierre de Vaux de Cernay, que era amigo de confianza del caudillo cruzado, Simón fue a ponerse la armadura en la azotea del castillo, a la vista de los miles de milicianos tolosanos acampados fuera de la ciudad a la espera del saqueo. Si su piedad hubiera estado teñida de superstición, tal vez no habría salido a combatir, pues hubo un mal augurio tras otro. Primero, hizo una genuflexión ante la puerta de la capilla y rompió el cinturón que sujetaba las calzas de cota de malla. Encontraron otra correa. Cuando sus escuderos le ayudaron a montar en su enorme caballo de guerra, se partió la cincha que aseguraba la silla blindada, y tuvo que desmontar. Mientras colocaban otra en su lugar, el caballo se encabritó y dio un golpe en la cabeza a Simón, quien, aturdido, se tambaleó hacia atrás. De los soldados de Tolosa llegaba una oleada de risas.
Después del combate de la caballería (1), los cruzados cayeron sobre el campamento de los aliados (2) y volvieron sobre sus pasos para atacar a la milicia que asediaba Muret (3), que huyó en desbandada (4).
Simón no hizo caso de las preocupadas miradas de sus allegados y cabalgó con la dignidad restablecida hacia los cientos de caballeros que lo esperaban en la parte inferior de la ciudad. Apareció el obispo Fulko con una reliquia, un trozo de madera de la Cruz Verdadera, y suplicó a los soldados de Cristo que se arrodillaran y la besaran. A medida que los hombres desmontaban con torpeza y se acercaban al prelado uno tras otro haciendo sonar su armadura, se hizo evidente que la ceremonia se prolongaría demasiado. Los caballos y los hombres se impacientaban. Un obispo de los Pirineos tomó la reliquia de manos de Fulko y bendijo colectivamente a los reunidos asegurándoles que los que murieran en combate irían directamente al cielo.
La caballería de Simón salió en fila por una de las puertas y se abrió camino a lo largo del camino de sirga que había entre el Garona y las murallas de Muret. Las milicias y los hombres del sur se hallaban en el otro lado de la ciudad, hacia el oeste. Tan pronto hubieron dejado atrás las fortificaciones, los cruzados se dirigieron al norte, arrimándose a la orilla occidental del río, como si se escabulleran en busca de seguridad. Cabalgaban formando sus tres cuerpos: el primero al mando de Guillaume de Contres; el segundo, de Bouchard de Marly, y el tercero bajo las órdenes de Simón.
A una buena distancia a la izquierda, aproximadamente a kilómetro y medio hacia el oeste, los caballeros de la coalición occitana iban a medio galope por la llanura. En el primer cuerpo de caballería del sur estaban Raymond Roger y sus camaradas los condes de las tierras altas, así como un gran contingente de catalanes y vascos resueltos a demostrar su valor individual. No sabemos si en este gran grupo había alguien a la cabeza. Tras ellos iba un cuerpo más pequeño, compuesto por los aragoneses comandados por su rey. Pedro había intercambiado su armadura con la de otro caballero para que no lo pudieran identificar y tomar como rehén durante el combate. Y en el campamento, como fuerzas de reserva, el conde Raimundo y sus hombres. Los treinta mil que constituían las tropas auxiliares —los milicianos que había frente a Muret, los arqueros, los ballesteros, la infantería— no participarían. Así, en el campo de batalla, la caballería del sur apenas doblaba en número a la de sus adversarios.
Los cruzados doblaron a la izquierda y cargaron. Si en aquella época la guerra de asedios era una ciencia, la batalla campal tenía toda la delicadeza de un tren de mercancías. La potente caballería de Guillaume cabalgó con estrépito por la hierba húmeda, acelerando poco a poco, seguida de los escuadrones de Bouchard y Simón. Pronto los caballeros franceses estuvieron cerca, bramando el nombre de sus prebostes: «¡Montfort!» «¡Auxerre!» «¡Saint Denis!» Según cuenta un cronista, «cabalgaron a través de marismas y directos a las tiendas, exhibiendo sus banderas y ondeando sus pendones. El oro martillado relucía en escudos y yelmos, en espadas y cotas de mallas, de modo que todo el lugar resplandecía».9
Al ver las brillantes falanges que se acercaban bajo la luz del sol, los caballeros del sur del primer cuerpo espolearon sus monturas hacia delante, las cabezas inclinadas esperando el inminente choque. La barrera de hombres y metal de Guillaume creció y creció, y sus enormes caballos de guerra cubrieron el espacio marchando a toda velocidad. El impacto fue tremendo. El hijo del conde Raimundo, que a la sazón contaba dieciséis años y estaba a resguardo en el campamento occitano, comparó más adelante el estruendo con «un bosque entero que se viene abajo por la acción del hacha». El compacto núcleo de los cruzados de Guillaume se precipitó contra los sureños como una bala de cañón. Hombres y caballos cayeron, entre gritos. Se blandían espadas, las mazas golpeaban, mientras los guerreros del norte aprovechaban la ventaja adquirida en su implacable carga. La refriega estaba en pleno apogeo cuando los cientos de caballeros de Bouchard de Marly atacaron y descargaron un segundo y decisivo golpe sobre las desorganizadas fuerzas del sur.
Los cruzados pisotearon y dispersaron al enemigo cuando vieron que las banderas del rey de Aragón ondeaban en el segundo cuerpo de la caballería del sur. Seguramente Bouchard y Guillaume gritaron en el tumulto, pues pronto los disciplinados cruzados se reagruparon para cargar de nuevo. Galoparon por un prado hacia los aragoneses que se acercaban. A ello siguió otro choque violentísimo, y empezó otro combate desbordante de clamor y ruido metálico. Según las crónicas, los cruzados se abrieron paso hacia el hombre que lucía la armadura de Pedro; en algún momento de la confusión, sin que los del norte lo oyeran, el verdadero monarca reveló su identidad y chilló: «¡El rey soy yo!» Nunca se supo si era un grito de desafío o una aceptación de la derrota. Una espada rasgó el aire, y el rey Pedro de Aragón cayó muerto al suelo.
En el campamento, la reserva de Raimundo no se había movido y el desastre era absoluto. Los ensangrentados supervivientes del campo de batalla se replegaban, difundiendo la increíble noticia de la muerte de Pedro. El ejército se disgregaba al tiempo que los hombres se largaban a toda prisa para ponerse a salvo.
Entonces aparecieron Simón de Montfort y sus caballeros, el tercer cuerpo de la caballería de los cruzados, y se lanzaron violentadamente contra los desmoralizados hombres del sur. Cundió el pánico: los que pudieron huyeron a pie o a caballo; los que no, murieron.
Entre la soldadesca ciudadana de Tolosa que estaba ante las murallas de Muret corrió un funesto rumor falso: que el valiente rey Pedro había derrotado a los hombres de Simón. Animados, los miles de sitiadores mal armados siguieron hostigando a los defensores de las murallas, creyendo que la ciudad pronto caería. Desde el oeste se oyó fragor de pezuñas. Los tolosanos se volvieron y miraron. Eran los cruzados, que se abatían sobre ellos en la exuberante y feroz majestad de los guerreros que, tras la lucha, salían de las sombras del valle de la muerte. Los milicianos tolosanos se dispersaron aterrorizados; la mayoría de ellos se dirigió a toda prisa al nordeste, hacia el Garona, donde estaban amarradas sus barcazas.
Los caballeros cruzados se divirtieron de lo lindo con los hombres de Tolosa que corrían a toda velocidad a campo traviesa. Los atropellaron como a animales, persiguiéndolos y acuchillándolos durante una larga tarde dedicada a una demencial caza del hombre. La ciudad de Muret quedó vacía mientras los soldados de Simón cargaban contra los heridos y los mataban. Centenares de desesperados se arrojaban al río, ahogando a sus camaradas que forcejeaban para mantenerse a flote. Fue una carnicería épica, nunca vista desde Béziers. Según una estimación aproximada, en esta prolongación del primer enfrentamiento hubo siete mil muertos en total —en el siglo XIX se descubrió una fosa común—.10 Tolosa, la gran ciudad junto al Garona, se vistió de luto.
El horror de los episodios finales de la batalla no empañó el éxito de Simón de Montfort. Había logrado de nuevo una victoria milagrosa. La sorpresa era absoluta. El conde Raimundo y su hijo huyeron a Londres, en busca de la protección de su pariente, el rey Juan. Pedro de Aragón, el único que había resistido a las ambiciones de Simón y los legados, de Francia y los franceses, estaba muerto. El tañido fúnebre de Muret sonó a ambos lados de los Pirineos.
1 Alfonso VII de Castilla, Sancho VII de Navarra, Alfonso II de Portugal y Pedro II de Aragón.
2 Al final de su carta fechada el 21 de mayo de 1213, Inocencio apercibió a Pedro: «Éstas son las órdenes que vuestra Alteza Serenísima está invitado a obedecer, hasta el último detalle; de lo contrario... nos veremos obligados a amenazaros con la Ira Divina y tomar medidas contra vos cuyo resultado será un sufrimiento de daño severo e irreparable» (Zoé Oldenbourg, Massacre at Montségur, p. 163). Es asombroso que en apenas diez meses Pedro pasara de héroe de la cristiandad —la batalla de las Navas de Tolosa había tenido lugar en julio de 1212— a peligro para el Papa.
3 Pierre de Vaux de Cernay relata esta acción reveladora por parte de un nervioso Simón. De su crónica procede gran parte de nuestra información sobre los actos de este último. Debería señalarse que, desde enero de 1213 hasta mayo de 1214, Vaux de Cernay se encontraba en Francia; por tanto, no estuvo presente en la fatídica batalla. Sin embargo, tan pronto como regresó al Languedoc y se reincorporó a la cruzada, habló con Simón y sus hombres sobre los hechos acaecidos.
4 Existen dos dudosos relatos histórico-eróticos sobre lo que hizo Pedro antes de la batalla. En el primero, Pedro escribe una carta a una dama casada de Tolosa en la que declara que su única razón para luchar es impresionarla lo suficiente para meterse en su cama. Vaux de Cernay cuenta que la carta de Pedro fue interceptada por un prior de Pamiers y mostrada a Simón de Montfort mientras éste marchaba hacia Muret. Simón dio muchas muestras de desaprobación con respecto a la indecencia de los motivos del rey. Los historiadores, aunque no dudan de la existencia de la carta de Pedro, creen que ésta era un saludo poético normal redactado en el cortés lenguaje de la época, dirigido a una de sus hermanas de Tolosa; no hay que olvidar que los dos Raimundos, el mayor y el joven, habían emparentado con la casa real aragonesa. De modo significativo, Vaux de Cernay no revela la identidad de la destinataria. El otro rumor es que, tras sus actividades amorosas en la víspera de la batalla, Pedro estaba tan cansado que por la mañana apenas podía tenerse en pie. Esto aparece en el Llibre dels feyts, una crónica que el hijo de Pedro encargó cuando llegó a la edad adulta y se convirtió en el rey Jaume (o Jaime) el Conquistador. Aunque deliciosa (e improbable), se cree que la historia fue invención de un cronista catalán que quería explicar cómo el por lo demás imbatible Pedro pudo encontrar la muerte en el campo de batalla. El pobre estaba exhausto, así que no perdió en buena lid.
5 El insulto está incluido en la Canso. Justo antes de Muret, el cronista anónimo (véase Manejo y fuentes principales) sustituye a Guillermo de Tudela. El hombre que habló de modo tan hiriente al conde Raimundo era Michel de Luesia, que ese mismo día, más tarde, murió luchando al lado de Pedro.
6 En los relatos contemporáneos, el preludio y las secuelas de la batalla son espléndidos en el detalle. No obstante, con respecto al verdadero combate de Muret hay una notable escasez de fuentes, como así también una extraordinaria falta de acuerdo sobre dónde se libró exactamente la batalla y la distribución de las tropas. La obra de Michel Roquebert, en el segundo volumen de su L'Epopée cathare, es ejemplar por su carácter exhaustivo y su consideración imparcial de las diferentes teorías. Sus conclusiones, incluido un pasaje de la batalla (pp. 167-236), guiaron mi breve evocación de la misma. Por ejemplo, el recorrido de los cruzados a lo largo del camino de sirga es una hipótesis de Roquebert.
7 El cronista anónimo puso por escrito las palabras de Simón en la Canso.
8 Según una piadosa leyenda —respaldada por una placa en la iglesia principal de Muret—, en la vigilia de la batalla Domingo inventó el ciclo de oraciones católicas conocido como rosario. Pero, ay, historiadores de la Iglesia demostraron hace tiempo que Domingo no se hallaba entre los clérigos de Muret ese aciago día de septiembre.
9 El descriptivo pasaje está en la Canso (p. 70, versión de Janet Shirley).
10 El lugar junto al río recibe el nombre de Le Petit Jofréry. Inundaciones producidas en 1875 y 1891 dejaron al descubierto cementerios improvisados y armaduras del siglo XIII (Dominique Paladilhe, Les Grandes Heures cathares, p. 154).