2. Enfoques y modelos en psicopatología

JOSÉ GUTIÉRREZ MALDONADO
MARTA FERRER GARCÍA

1. El origen de los enfoques psicopatológicos actuales

Existe una gran cantidad de nombres para designar la disciplina a la que aquí haremos referencia con el término de psicopatología. Este es uno de ellos. Otros que también se utilizan, o que se han utilizado en diferentes momentos históricos, son «patopsicología», «psicología patológica» o «psicología anormal». Gran parte de estas denominaciones se deben a los distintos enfoques que contextualizan la investigación y las aplicaciones prácticas de la materia, con diferentes marcos de referencia teóricos, problemáticas y métodos.

La psicopatología tiene relación con la psicología, pero también con la medicina, en particular con la psiquiatría, si bien esta tiene una vertiente de aplicación fundamentalmente práctica, mientras que aquella se ocupa del establecimiento de los principios y leyes generales que regulan el comportamiento anormal. Una diferencia semejante existe entre psicopatología y psicología clínica.

La expresión «psicopatología» ha sido utilizada tradicionalmente y desde diferentes enfoques, tanto biomédicos como psicológicos, pero en determinados ámbitos psicológicos (fundamentalmente estadounidenses e ingleses) ha tenido mayor difusión la denominación de «psicología anormal», remarcando una perspectiva fundamentalmente psicológica para la disciplina. El término «psicología patológica» da a entender que se ocupa de la influencia de los estados o condiciones patológicos (sea cual fuere su origen) sobre los procesos psíquicos; psicopatología, en cambio, sugiere el estudio de la influencia de las variables psicológicas sobre la enfermedad. En cualquier caso, se suelen utilizar psicopatología y psicología patológica como sinónimos, englobando tanto los estudios que tratan de la influencia de variables psicológicas sobre la enfermedad como los que se ocupan de la influencia de las condiciones patológicas sobre los procesos psíquicos.

1.1. Psicopatología descriptiva: las tesis degeneracionistas y organicistas

Durante el siglo XIX hubo tres focos principales de crecimiento de la psicopatología: Francia, Alemania e Inglaterra. Las principales aportaciones de la escuela francesa quedan recogidas en el tratado Des maladies mentales, considérées sous les rapports médical, hygiénique, et médico-légal, de Jean Esquirol (1772-1840). Esquirol fue discípulo de Pinel y codirector de la Salpêtrière desde 1811. Destacó por sus críticas a las tendencias filosóficas de la psicopatología, intentando promover como alternativa la observación rigurosa de los hechos y su cuantificación. Esquirol se interesó más en la descripción y la clasificación de los trastornos mentales que en la indagación de su patogenia y su etiología.

Otras figuras importantes de la escuela francesa de psicopatología durante el siglo XIX fueron Magnan, Morel y Charcot. Jean Martin Charcot (1825-1893) destacó por sus estudios sobre las neurosis y su interés en el uso terapéutico de la hipnosis. Bénédict Morel (1809-1873) estuvo muy interesado en el estudio del papel que desempeña la herencia en los trastornos mentales, trabajando en la elaboración de una nosología fundamentada en la etiología de los trastornos y proponiendo su teoría de la degeneración. Sus trabajos serían continuados por Magnan (1835-1916), quien establecería una cierta confrontación con la nosología propuesta por Kraepelin desde la escuela alemana. Según la teoría de la degeneración, expuesta por Morel en su Traité des dégénérescences physiques, intellectuelles et morales de l’espèce humaine, las enfermedades mentales serían el resultado de una degeneración genética que provocaría desde las neurosis, pasando por las psicosis, hasta la deficiencia mental; además, esta tendencia a la degeneración sería hereditaria, agravándose progresivamente.

La escuela psicopatológica alemana irá evolucionando durante el siglo XIX para abandonar un inicial dualismo en la concepción de la enfermedad mental y decantarse progresivamente a favor de un enfoque somaticista. Desde una vertiente académica, Wilhelm Griesinger (1817-1868) representa con fidelidad esta corriente. En 1845 Griesinger publicó su Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten, en el que se resta importancia a los determinantes culturales de los trastornos mentales, afirmando que son trastornos del cerebro. Su influencia ha llegado hasta la actualidad, entre otras vías, a través de su discípulo Kraepelin. En la escuela inglesa desarrollaron su trabajo autores como Maudsley (1835-1918), quien aceptaría y profundizaría en las ideas de Morel sobre la degeneración, y Jackson (1834-1911), que elaboraría una versión neurobiológica de las mismas ideas.

La escuela francesa, con sus tesis degeneracionistas compartidas por la escuela inglesa, y la escuela alemana, con su marcado organicismo, coincidirían en el siglo XIX para dar a la psicopatología un carácter estrechamente relacionado con la biología. El contexto de la época favorecía esa inclinación, puesto que aparecían continuamente datos anatomopatológicos relacionados con alteraciones en el funcionamiento psicológico: los descubrimientos de Broca y Wernicke sobre las afasias, de Korsakov sobre la amnesia, de Alzheimer y Pick sobre las demencias, son ejemplos de ello. Esta tendencia se vio también favorecida por el descubrimiento de que una enfermedad como la sífilis, con manifestaciones psicopatológicas graves, se debía exclusivamente a la acción de un bacilo. Pero este enfoque biológico emergente no se basaba tanto en la experimentación y la investigación clínica como en un cierto deseo de homologación con la medicina.

En este contexto comienza a desarrollar su trabajo Emil Kraepelin (1856-1926). Su influencia en la actualidad es de tal magnitud que en ocasiones se ha descrito el pensamiento psicopatológico de nuestros días como neokraepeliniano. Durante su formación Kraepelin tuvo la fortuna de aprender con algunos de los investigadores más importantes de su tiempo: Griesinger, Helmholtz y Wundt. Su principal dedicación estuvo centrada en la creación de un sistema nosológico sólido y coherente. Para ello, emulando a Esquirol, evitó planteamientos referentes a las causas y los mecanismos que determinan los trastornos mentales; adoptó un enfoque ateórico centrándose exclusivamente en la descripción precisa de las categorías diagnósticas.

Su tratado de psiquiatría expone en sucesivas ediciones (publicadas entre 1883 y 1927) el desarrollo de las aportaciones que iba realizando. Ejemplos de estas aportaciones son el concepto dicotómico de las psicosis, entre las que distinguía la demencia precoz y la psicosis maníaco-depresiva, y sus ideas sobre los delirios crónicos, la paranoia y las parafrenias. Ante la dificultad para establecer la etiología y la patogenia de la mayoría de las enfermedades mentales, Kraepelin optó por clasificarlas a partir de su presentación clínica y su curso. De esa manera, los dos grandes grupos de psicosis se diferenciarían por la pérdida progresiva de las facultades mentales que se observaba en la demencia precoz y por la aparición de los síntomas en forma de ciclos que caracterizaría, en cambio, a la psicosis maníaco-depresiva, con períodos de silencio y aparente curación. Posteriormente añadió la categoría correspondiente a la psicosis delirante crónica que, a diferencia de la demencia precoz, no evolucionaría irremediablemente hacia un deterioro progresivo.

La dicotomía kraepeliniana entre psicosis maníaco-depresiva y demencia precoz era básicamente platónica, tipológica. Kraepelin creía que la tarea fundamental de la psiquiatría era descubrir las enfermedades esenciales y sus formas básicas a través de la expresión sintomatológica de los pacientes (Dubrovsky, 1993). Aunque esta manera de ver las cosas se ha mantenido hasta nuestros días, como es puesto de manifiesto en los sistemas clasificatorios, no han faltado propuestas alternativas basadas en la dificultad para confirmar clínicamente la dicotomía propuesta (Crow, 1990; Kendell, 1975; Sheldrick et al., 1977; Wechsler, 1992). De hecho, las dificultades para distinguir de manera fiable entre la enfermedad maníaco-depresiva y la demencia precoz no eran ajenas al propio Kraepelin, quien escribía en 1920:

Ningún psiquiatra experimentado negaría que existe un gran número de casos en los que parece imposible diagnosticar con claridad una u otra (…). Cada vez parece más evidente que no es posible distinguir claramente estas dos enfermedades, lo que nos hace sospechar que nuestra formulación del problema puede ser incorrecta. (Citado en Crow, 1990)

1.2. Psicología, psicopatología experimental y fenomenología

Figuras como Kraepelin y otras como Wundt y Pavlov muestran que los orígenes de la psicología y de la psicopatología científica son comunes. Ambas comenzaron su andadura en los mismos laboratorios, como el inaugurado por Kraepelin.

En los inicios de la psicología científica se produjo una cierta separación entre dos grandes líneas metodológicas: la tradición de Wundt-Pavlov y la de Galton-Spearman. La primera de ellas se basó casi exclusivamente en la utilización de técnicas bivariadas fundamentadas en la manipulación y el control de variables. El enfoque multivariado de Galton-Spearman, en cambio, estaba más interesado en las asociaciones entre variables que en las relaciones causales. La tradición de Galton-Spearman fue seguida inicialmente en mayor medida por los psicómetras que por los investigadores de laboratorio, y en ciertos momentos perdió contacto con el estudio de procesos básicos como el aprendizaje o la percepción que, se suponía, eran campos más apropiados para los métodos bivariados. Ambas líneas permanecieron en un cierto estado de equilibrio basado en el reconocimiento de áreas propias de investigación. A partir de la segunda mitad del siglo XX comenzó a extenderse la opinión de que esta divergencia era más aparente que real (por ejemplo Cattell, 1966) y que la integración de las dos tradiciones no solo era recomendable y posible, sino necesaria. H.J. Eysenck ejemplificaría con precisión esta tendencia.

La psicopatología experimental nace casi al mismo tiempo que la psicología experimental, puesto que el mismo Pavlov (1849-1936) se interesó por la psicopatología a partir de sus estudios sobre discriminación realizados con perros. El fenómeno al que denominó «neurosis experimental» fue estudiado con profundidad durante varios años, e incluso llegó a adoptarse como un modelo animal válido para la neurosis humana. No obstante, Maher y Maher (1995) sitúan el origen de la psicopatología experimental en la figura de Kraepelin, quien trabajó en el laboratorio de Wundt en Leipzig durante nueve años y volvió después a Heidelberg para crear su propio laboratorio. Entre los estudiantes que pasaron por su laboratorio se encontraban William H. Rivers y August Hoch, quienes fundaron después laboratorios en Inglaterra y en Estados Unidos. Kraepelin estudió experimentalmente la fatiga, el movimiento motor, la emoción, los procesos asociativos y la memoria; también realizó estudios psicofarmacológicos observando los efectos mentales de sustancias como el alcohol, el paraldehído, el bromuro de sodio o la cafeína.

En la misma Alemania de Wundt y Kraepelin se encontraban otros autores decisivos para la configuración de la psicopatología de nuestros días, entre ellos los fenomenólogos Jaspers y Schneider. Jaspers (1883-1969) pretendió, con su método introspectivo fenomenológico, no solo contribuir al desarrollo de la psicopatología, sino fundar una nueva manera de hacer psicología basada en la observación y la comunicación de las vivencias. Jaspers diferenciaba claramente entre comprensión y explicación.

La comprensión permite aprehender las experiencias psíquicas anómalas derivadas de la propia biografía del paciente y, por lo tanto, con una etiología distanciada del soporte somático. La explicación, en cambio, permite abordar los trastornos causados por factores de diversa índole, incluyendo los de naturaleza somática. En la medida en que la fenomenología de Jaspers recuperaba estos conceptos filosóficos, se distanciaba de la psicología, cada vez más cercana al método científico y experimental. Este enfoque acabó reduciendo el éxito en clínica más a la sagacidad del profesional que a los conocimientos objetivos, con lo que la práctica clínica y la investigación básica quedaban disociadas.

La aprehensión de los fenómenos anormales dependía más de la intuición que del conocimiento, aunque no se definían los criterios de esa intuición. En cierta medida, esta dualidad de enfoques se mantiene en la actualidad. La metódica de la investigación básica psicopatológica se diferencia muy poco de la metódica científica que se aplica al estudio de los procesos psicológicos normales. La metódica de la práctica clínica, en cambio, procura evitar, en la medida de lo posible, modelos y factores etiológicos (al menos explícitamente), y se interesa más por la depuración de las técnicas y procedimientos de evaluación e intervención desde una perspectiva más cercana a las propuestas fenomenológicas.

1.3. Teorías evolucionistas

Desde corrientes de pensamiento más generales, otra línea de influencia importante sobre la configuración de la psicopatología actual estuvo dada por las teorías y doctrinas evolucionistas que proliferaban durante la segunda mitad del siglo XIX y los inicios del siglo XX. Tal como proponen Fernández y Gil (1990), hay que diferenciar evolucionismo de darwinismo. El evolucionismo es anterior al darwinismo, puesto que tiene su origen, más que en Darwin, en la filosofía natural alemana. Se sugiere ya en Kant y se expresa abiertamente con Goethe y Herder. Las teorías de Darwin darían, a partir de mediados de siglo (El origen de las especies sería publicado en 1858), un respaldo científico al evolucionismo, aunque algunas tesis evolucionistas como las recapitulacionistas nada tenían que ver con las teorías de Darwin. Algunas de esas doctrinas evolucionistas se basaban de forma axiomática en la noción de jerarquía.

El significado de los modelos estructurales jerárquicos es doble: espacial y temporal. Por un lado, hacen referencia a la organización de un sistema en un momento dado, incluyendo las relaciones de multideterminación recíproca entre sus niveles (significado espacial). Así, por ejemplo, los cuerpos celestes se organizan en sistemas estelares, estos en galaxias, etcétera; las células se organizan en tejidos, los tejidos en órganos y los órganos en organismos. Por otro lado, el significado temporal de los modelos estructurales jerárquicos se refiere a la evolución de la estructura, es decir, a la sucesión de las diferentes etapas de adquisición de niveles. En diferentes campos científicos, las estructuras jerárquicas respectivas tienen sorprendentes similitudes, puesto que se parte de un estado inicial de homogeneidad que, progresivamente, irá sufriendo un proceso de diferenciación. Así, en cosmología se explica la evolución del universo como un proceso de diferenciación de cuerpos celestes a partir de una singularidad homogénea: el big bang. De manera similar, en biología se explica el desarrollo de un organismo como un proceso de división y diferenciación celular a partir de una célula inicial, y los modelos jerárquicos de la inteligencia postulan una inteligencia inicial programada genéticamente para diferenciarse progresivamente en aptitudes específicas a lo largo del desarrollo.

La idea de jerarquía se ha aplicado también al proceso evolutivo de las especies. Según tal noción, este proceso ha seguido un camino de progresivo perfeccionamiento hasta llegar al hombre (que se encontraría en la cúspide de la jerarquía evolutiva). Sin embargo, esta manera de ver las cosas no se corresponde con la forma en que Darwin entendía la evolución. Para él la evolución era esencialmente oportunista, dando lugar a diferentes formas de adaptación adecuadas al entorno presente en cada momento histórico, pero no ordenadas en virtud de ninguna clase de oscuro principio de perfección o progreso. En cambio, para Spencer la evolución sí respondía a ese principio teleológico metafísico.

En el campo de la psicopatología, la concepción de la evolución como progreso reafirmó la idea de que la enfermedad mental era el resultado de una degeneración. De hecho, los estudios epidemiológicos revelaban la existencia de coincidencia, en los mismos grupos de individuos, de diferentes signos de tal «degeneración», como la enfermedad o el retraso mental, la tuberculosis, el alcoholismo, la criminalidad, altas tasas de mortalidad infantil, pobreza y corta expectativa de vida, indicando que la naturaleza actuaba eliminando los individuos genéticamente inferiores. Se argumentaba también que el correlato en la personalidad de esta clase de inferioridad era un síndrome de deficiencia general del carácter, con rasgos como deshonestidad, incapacidad para esperar la gratificación, promiscuidad sexual y holgazanería. En los individuos con este tipo de personalidad cabía esperar que tarde o temprano se manifestaran diferentes clases de trastorno mental.

Esta perspectiva se acompañaba de la idea de que las razas también podían ser clasificadas en función de su supuesto grado de progreso evolutivo, con lo que algunas (en particular la caucásica) se consideraban más avanzadas que otras tanto cultural como biológicamente. El hecho de que los individuos con determinados tipos de deficiencia mental (síndrome de Down) tuvieran rasgos morfológicos semejantes a los de razas diferentes a la caucásica se consideraba prueba de ello. Además de los idiotas mongólicos, Down (1866) distinguió también, a partir de sus rasgos morfológicos, entre los idiotas de la variedad etíope, los de tipo malasio y otros semejantes a los habitantes primitivos de América.

La interpretación spenceriana de la evolución tuvo un marco propicio para su desarrollo en la doctrina pseudocientífica de la recapitulación. La idea de la recapitulación surge en el contexto de la Naturphilosophie alemana, y esta a su vez es expresión del romanticismo alemán en el ámbito de las ciencias naturales. Las tesis recapitulacionistas eran evolucionistas, puesto que planteaban que el orden evolutivo existente entre las especies era recapitulado por el embrión a lo largo de su desarrollo. El desarrollo filogenético de las especies estaría representado en las formas que va adquiriendo el embrión a lo largo de su desarrollo ontogenético. Se establecía así una relación causal entre la filogénesis y la ontogénesis.

El máximo defensor y divulgador de las ideas recapitulacionistas fue el zoólogo Ernst Haeckel (1834-1919), quien se esforzaba por ver toda la realidad sometida a leyes únicas que dan cuenta de un desarrollo unitario aplicable a toda la diversidad de sus planos: individual, biológico, histórico, etcétera. De esta manera, Haeckel ampliaba la idea de la recapitulación a todos los momentos del desarrollo individual. El proceso completo del desarrollo del ser humano hasta llegar a la edad adulta pasaba a ser entendido como una continuación de la embriogénesis.

Las tesis recapitulacionistas buscaron ampliarse al campo psicológico apoyándose en explicaciones lamarckistas, puesto que la herencia de los caracteres adquiridos por los individuos (con base en el uso o desuso de los órganos) podía explicar cómo los avances culturales de la humanidad pasaban a formar parte de las fases del desarrollo individual. La unión teórica entre filogénesis y ontogénesis, entre biología y cultura, que tan armónica y estéticamente era alcanzada por la síntesis de las tesis evolucionistas, recapitulacionistas y lamarckistas, era, en cambio, imposible si entraba en juego el darwinismo. La teoría darwinista de la selección natural solo admitía la herencia de los rasgos conductuales instintivos, pero excluía todo lo adquirido mediante el aprendizaje. Habría sido necesario considerar toda la actividad histórica humana como un producto de los instintos para que pudiera expresarse en la herencia e influir en la ontogénesis.

Los teóricos interesados en el establecimiento de clasificaciones jerárquicas entre las razas y los sexos encontraron en el recapitulacionismo terreno abonado para sus ideas. El mismo Spencer (1895) decía: «Los rasgos intelectuales del salvaje (…) son rasgos que se observan regularmente en los niños de los pueblos civilizados». Cope (1887), por su parte, escribía:

La madurez es en algunos aspectos más precoz en las regiones tropicales que en las nórdicas. Por consiguiente (…) en las regiones más cálidas de Europa y América se observa una mayor manifestación de ciertas cualidades que son más universales en las mujeres, como una mayor actividad de la naturaleza emocional que del juicio.

Se defendía (Cope, 1887) que las diferencias observables entre hombres y mujeres (mayor emotividad y dependencia de estas) eran debidas a que las mujeres alcanzaban un nivel de madurez inferior al de los hombres. Stanley Hall, por su parte, proponía que los individuos de razas inferiores son, desde el punto de vista psicológico, como los niños de raza blanca, y que las mujeres se encuentran en un estadio evolutivo inferior al de los hombres, como prueba su mayor frecuencia de suicidios, indicativa de que prefieren entregarse al poder de fuerzas elementales como la gravedad cuando se arrojan desde las alturas (Hall, 1904, p. 194). El psiquiatra británico Henry Maudsley también abrazó las tesis recapitulacionistas, proponiendo que cuando se da una condición de detención del desarrollo, como ocurre en la enfermedad mental, se manifiestan a veces instintos animales; así, un paciente puede enseñar los dientes, chillar y hacer ruidos igual que un mono (Maudsley, 1873, pp. 48-52). Además, Maudsley sugería que si la locura es una inversión de la evolución, una disolución, entonces no solo podría heredarse el trastorno por la descendencia, sino la misma tendencia a la disolución, con lo cual habría una tendencia a la degeneración que aumentaría progresivamente en las generaciones siguientes.

La hipótesis de la degeneración contó en psicología con defensores tan relevantes como H.H. Goddard, estudioso de la deficiencia mental e introductor de los tests de Binet en Estados Unidos. Goddard participó en el programa de selección y control de la inmigración masiva que tuvo lugar en Estados Unidos a principios del siglo XX. Aplicaba para ello pruebas de inteligencia, y es conocida la caracterización como débiles mentales que hacía de marginados, delincuentes e individuos de clases bajas, explicando su situación social por su escasa inteligencia (Gould, 1984). De manera similar, Gámbara escribía en España, en un manuscrito no fechado:

La antropología criminal, fundada por Lombroso (…), sanciona que el delincuente, con tal que no sea de ocasión, representa siempre las razas inferiores de la humanidad, a las que, por desgracia, pertenecen los deficientes.

La antropología criminal de Lombroso también surge en el contexto de las tesis degeneracionistas. Se basaba en la idea de que los criminales tienen una peculiar organización nerviosa, de tipo degenerativo, que debería poder identificarse a partir del estudio de su morfología corporal. Esto permitiría diferenciar a los criminales innatos, facilitando así la objetividad de las decisiones judiciales.

La aplicación de las técnicas desarrolladas para la medición de los rasgos morfológicos no se limitó al campo de la criminología, extendiéndose con rapidez a otros grupos de población marginados, como los enfermos mentales. Lombroso identificaba la criminalidad como una característica propia de especies inferiores y de los pueblos primitivos; observó que, como los delincuentes occidentales, los miembros de la tribu egipcia Dinka también acostumbraban a adornar sus cuerpos con tatuajes, tenían un alto umbral del dolor y su morfología facial era semejante a la de los monos (Andrés, 1989). Las tesis lombrosianas agrupaban en una misma categoría a los asesinos natos, los animales, las razas inferiores y los niños. Para Lombroso, en los niños podían observarse algunas características propias de los criminales, como las tendencias sádicas y la pasión por las bebidas alcohólicas (Lombroso, 1895, p. 56).

La teoría de la degeneración fue también utilizada durante la segunda mitad del siglo XIX para explicar, además de la locura o la criminalidad, la tendencia a la agitación política en las clases bajas. Se argumentaba que la revolución es promovida por individuos predispuestos genéticamente al alboroto. De esa manera, los miembros de clases bajas que promovían conflictos sociales eran calificados como incapaces de pensar racionalmente y carentes de libre albedrío. Los problemas sociales se atribuían a desigualdades naturales entre razas y clases.

Dowbiggin (1985) sugiere que muchos médicos adoptaron las tesis degeneracionistas porque se encontraban en un ambiente en el que sufrían una extraordinaria presión por parte de la sociedad. Se tenía una baja consideración hacia quienes se ocupaban de la atención a las personas con enfermedades mentales, dado el escaso éxito que obtenían en sus tratamientos. Si bien Esquirol había considerado la predisposición hereditaria como una de las muchas causas posibles de la locura, entre las que citaba también factores ambientales igualmente importantes como los estilos de vida, el clima, etcétera, otros autores como Moreau se decantaban claramente por la transmisión hereditaria de la tendencia a la degeneración como causa principal. La patología mental podía ser, inicialmente, consecuencia de condiciones sociales o ambientales, pero una vez adquirida se transmitía como una degeneración hereditaria. No se heredaría una enfermedad determinada, sino una tendencia a la degeneración que podría expresarse en forma de diferentes enfermedades.

El origen de los problemas mentales, de la criminalidad y, en general, de cualquier tipo de desviación era atribuido a factores hereditarios. En este contexto, Sir Francis Galton dio el nombre de eugenesia a una disciplina que tendría como finalidad sustituir la selección natural por una selección social encaminada a evitar la degeneración de nuestra especie. Eran los primeros pasos del darwinismo social. Hubo notables defensores de la eugenesia desde que Galton formulara sus objetivos en 1883; entre ellos, ya entrado el siglo XX, se encontraron biólogos como Davenport y psicólogos como Burt y Terman. Para alcanzar sus fines la eugenesia precisaba la medición cuantitativa de los rasgos físicos y psicológicos, lo que hizo que simpatizaran con ella muchos psicólogos embarcados en la tarea de la construcción de tests mentales. Esta tradicional vinculación de los tests de inteligencia con la eugenesia hizo que aparecieran numerosas críticas ideológicas a aquellos, y muchas de ellas se mantienen en la actualidad.

En consonancia con la visión spenceriana de la evolución, Jackson (1955) propuso el concepto de «encefalización», con el que se asumía que las regiones nerviosas de aparición más reciente dominaban la actividad de las precedentes. Su idea principal era que la evolución del sistema nervioso central se había caracterizado por la adición sucesiva de estructuras; cada nueva estructura servía para inhibir selectivamente y, así, para incrementar la selectividad de respuesta de las estructuras inferiores.

Las estructuras inferiores eran automáticas mientras que las superiores evidenciaban la participación cada vez mayor de la voluntad en el control del comportamiento. Cuando una estructura superior como la corteza era dañada, se desinhibía la función normal de la estructura inferior; se producía una regresión. Por lo tanto, el comportamiento controlado por centros nerviosos inferiores era, según Jackson (1955), resultado de la disolución de los centros superiores, y esta podía ser producida por causas como las lesiones cerebrales, la vejez o la enfermedad. Esta idea también establecía un cierto paralelismo entre los trastornos neurológicos, la enfermedad mental, la deficiencia mental, el comportamiento de los llamados pueblos primitivos, el de los criminales y el de los organismos inferiores en la escala evolutiva. Goddard (1919) escribía:

La inteligencia controla las emociones y las emociones están controladas según el grado de inteligencia que se tenga (…), cuando la inteligencia es pequeña, las emociones no están controladas (…) se traducirán en actos desordenados, descontrolados y generalmente delictivos.

Una versión más reciente de los supuestos jacksonianos es representada por McLean (1993), para quien es posible distinguir tres componentes evolutivos en el cerebro humano: la parte más antigua, ya presente en los reptiles, sobre la que se añadiría el cerebro límbico propio de los paleomamíferos y, finalmente, la corteza cerebral propia de los neomamíferos; a cada uno de estos tres componentes le corresponde funciones de control del comportamiento progresivamente superiores: automáticas, emocionales y cognitivas.

Como en Jackson, en McLean se encuentra el presupuesto implícito de que el proceso evolutivo de las especies ha sido unidireccional, con cambios sucesivos hacia el patrón humano, considerado como el más evolucionado. Este presupuesto (o los dos que conlleva, es decir, direccionalidad y superioridad) coincide con la visión que tenía Spencer de la evolución, pero es ajeno a la de Darwin, para quien la evolución ha seguido diferentes líneas que dan lugar a una gran diversidad de formas de vida, cada una de ellas adaptada de una manera concreta (pero ni mejor ni peor que otras) a su entorno (Mayr, 1991; Ruse, 1986; Armstrong, 1990; Dubrovsky, 1993). Tales ideas han influido considerablemente sobre la neurología, la psicología y la psicopatología desde entonces. Janet (1903), por ejemplo, explicó la enfermedad mental como un fracaso en el control que las instancias superiores ejercen sobre las inferiores. Expresiones más recientes de esta forma de pensar corresponden a Ey (1969), para quien «ser demente, oligofrénico, esquizofrénico, maníaco, melancólico o neurótico es permanecer o regresar a un nivel inferior de organización de la vida psíquica».

Investigaciones fisiológicas realizadas por autores de gran prestigio como Hubel y Wiesel (1965, 1968) contribuyeron a asentar firmemente la idea de jerarquía para la comprensión del funcionamiento del sistema nervioso. No obstante, otros estudios como los de Zeki (1974), Goldman-Rakic (1984), y Zeki y Ship (1988) hacen pensar que si bien el concepto de jerarquía hoy sigue siendo útil, este no debe referirse a una sola cadena jerárquica, sino a múltiples vías paralelas relacionadas con el procesamiento de distintos atributos del estímulo y que constan, cada una de ellas, de una cadena jerárquica diferenciada (Dubrovsky, 1988, 1993; Zeki, 1995).

El modelo resultante de organización del sistema nervioso pasa a ser el de un conjunto de subsistemas distribuidos de forma paralela. Cada área cortical tiene múltiples salidas; así, los resultados de las operaciones realizadas en una región determinada se transmiten a muchas otras áreas, sin que esto signifique que la misma operación sea transmitida a todas ellas, puesto que cualquier región puede emprender varias operaciones de manera simultánea, gracias al agrupamiento de las células con propiedades comunes (Goldman-Rakic, 1984), y distribuir los resultados respectivos a varias zonas corticales distintas (Zeki, 1974, 1995). Por lo tanto, los modelos jerárquicos secuenciales son sustituidos por modelos basados en los conceptos de paralelismo, segregación-especialización funcional, y multiplicidad de áreas en cada modalidad sensorial.

2. Enfoques y modelos

Para entender el comportamiento hace falta considerar al organismo biológico del cual es función, pero también es necesario ubicar tal organismo en su contexto físico y social. Esa consideración conjunta del organismo y de su ubicación en el entorno no puede hacerse más que reuniendo y consolidando fragmentos de información dispersos entre varios campos de investigación. Los filósofos de la ciencia han sido más propensos a la defensa de las reducciones («hacia abajo» o «hacia arriba») que de las integraciones. Una excepción notable es Bunge, para quien:

La integración de enfoques, datos, hipótesis, teorías, métodos y a veces campos enteros de investigación es necesaria por varios motivos. Primero, porque no hay nada salvo el Universo en su conjunto que esté totalmente aislado de todo lo demás. Segundo, porque toda propiedad está relacionada legalmente con otras propiedades. Tercero, porque toda cosa es un sistema o un componente de uno o más sistemas. Así como la variedad de la realidad exige una multitud de disciplinas, la integración de estas es requerida por la unidad de la realidad. (1988, p. 35)

Habitualmente se utiliza el término «modelo» para hacer referencia a una manera particular de ordenar o conceptualizar un área de estudio, dándole una acepción más amplia que al término «teoría», por cuanto esta se referiría a explicaciones más específicas de fenómenos particulares (Kazdin, 1983). De esta forma, un modelo abarcaría la definición de un objeto de estudio y la delimitación de un conjunto de métodos y procedimientos adecuados para abordarlo. Ejemplos de este tipo serían las diferentes escuelas de pensamiento que a lo largo de la historia se han conformado alrededor de algún personaje (Jaspers, Watson, Freud, etcétera).

Es más apropiado, no obstante, referirse a lo anterior con el término de «enfoque» y reservar el de «modelo» para denominar a los análogos conceptuales que recurren a estructuras o fenómenos conocidos con el fin de entender otros menos conocidos tratándolos como equivalentes (Price, 1978; Davison y Neale, 1980). Ejemplos de este tipo en psicopatología son los modelos animales, los modelos basados en sustancias psicoactivas, etcétera. En la base de distintos enfoques se encuentran diferentes tipos de modelos: desde el sujeto pasional del psicoanálisis (la máquina de vapor que soporta una presión insostenible que se va regulando, generalmente mal, abriendo una u otra válvula de vez en cuando), hasta el sujeto administrativo de la psicología cognitiva informacional (la oficina con sus archivos, o el ordenador que procesa fríamente la información en diferentes etapas).

Según la definición de Bunge (1988), un enfoque es una forma de ver las cosas o las ideas. De manera más precisa, un enfoque (E) es un cuerpo (C) de conocimientos preexistentes, junto con una colección de problemas (P: problemática), un conjunto de objetivos (O) y una colección de métodos (M: metódica):

E = (C, P, O, M)

Los problemas emergen en el contexto de un cuerpo de conocimientos preexistentes, no se presentan en el vacío, y los intentos de darles respuesta hacen uso de algunos elementos de C. Además, la manera de tratar un problema depende del objetivo (por ejemplo, ampliar conocimientos o realizar alguna intervención práctica). Una vez se ha delimitado el problema y el objetivo, se escoge un método adecuado para afrontarlos.

Junto con conocimientos pertenecientes a diferentes disciplinas, C incluye siempre, a menudo de manera más tácita que explícita, un marco filosófico general. Cualquiera de estos marcos filosóficos generales está comprendido en alguno de los tres básicos (Bunge, 1977, 1983): atomismo, holismo y sistemismo, que quedan diferenciados por ontologías y gnoseologías particulares. Así, el marco filosófico atomista se caracteriza por una ontología según la cual cualquier cosa es un agregado de unidades de distinto tipo, y una gnoseología reduccionista según la cual el conocimiento de la composición de un todo es condición necesaria y suficiente para el conocimiento del todo. El rango de problemas que estudia es limitado, puesto que se centra en los aspectos moleculares de la conducta. Sus objetivos son científicos, puesto que aspira a describir, explicar, predecir y controlar los fenómenos que estudia. Su metódica se reduce al análisis de los componentes.

La ontología del holismo es organísmica, puesto que entiende el mundo como un todo orgánico que puede descomponerse en todos parciales que ya no son susceptibles de descomposición. Su gnoseología es intuicionista, al proponer que esos todos últimos deben ser aceptados tal como se presentan (no analizados ni manipulados). Su problemática es, como en el atomismo, limitada, puesto que únicamente abarca modelos de conducta global. Su objetivo es poner de relieve y conservar tanto la totalidad como la emergencia de novedades cualitativas que acompañan a la formación de ciertos todos, para lo cual utiliza procedimientos no metódicos como la intuición.

El sistemismo se basa en una ontología según la cual el mundo es un sistema compuesto de subsistemas pertenecientes a distintos niveles, y en una gnoseología que combina la razón y la experiencia para abordar el estudio de la formación y destrucción de sistemas, sus componentes, las interacciones entre ellos y con el entorno. Su problemática es más amplia que las del atomismo y el holismo, puesto que comprende tanto los aspectos moleculares como las propiedades emergentes de los sistemas, es decir, las propiedades que corresponden al sistema como un todo y que no se encuentran en ninguno de sus componentes. Sus objetivos son describir, explicar, predecir y controlar su objeto de estudio, y su metódica incluye el análisis y la síntesis, la generalización y sistematización, y la comprobación empírica.

Las clasificaciones de los enfoques conllevan siempre una cierta arbitrariedad, debido a que las escuelas o líneas de investigación agrupadas en cada uno de ellos tienen, además de puntos en común, ciertas diferencias y similitudes con escuelas o líneas de investigación pertenecientes a otros enfoques. Es habitual, no obstante, distinguir al menos los siguientes: biomédico, sociocultural, fenomenológico, psicoanalítico, humanista-existencial, conductual, cognitivo y contextual.

Entre las características que diferencian estos enfoques se encuentran los criterios a partir de los cuales se definen los trastornos mentales en cada uno de ellos. La variedad de posibilidades para establecer criterios en psicopatología no es una característica particular, también se encuentra en medicina; así, diferentes enfermedades son definidas por distintos tipos de criterios (por ejemplo, la migraña se define a partir de la forma de presentación de los síntomas; la neumonía neumocócica se define a partir de la etiología; la hipertensión se define a partir de la desviación respecto a una norma estadística). Pese a que estos criterios pueden tener más o menos peso en la definición de un trastorno, lo más habitual es utilizar una serie de ellos para caracterizar a los trastornos en general, y alguno en particular para trastornos concretos. Esto depende del nivel de conocimientos sobre cada alteración (si se conoce la etiología, por ejemplo, lo más razonable será que aparezca entre los criterios definitorios). En general, se distinguen los siguientes tipos de criterios de anormalidad: estadísticos, legales, subjetivos, biomédicos y socioculturales.

La adopción de criterios estadísticos de anormalidad se extendió a partir del siglo XIX, influida por su utilización en las teorías constitucionalistas de la personalidad o en las teorías de la inteligencia, que ponían gran interés en la medición cuantitativa de los fenómenos psicológicos. La presuposición principal sobre la que se fundamentan los criterios estadísticos es que las variables psicológicas se distribuyen de manera normal en la población general. En consecuencia, un individuo puede ser situado en un punto determinado de esa distribución respecto a una característica dada, y puede ser calificado como normal o anormal (en esa característica) en función de la frecuencia con que aparece esa misma posición u otras más extremas en la población general. No obstante, aun siendo necesaria, la infrecuencia no es condición suficiente para definir el comportamiento patológico (por ejemplo, un superdotado no es siempre un individuo con problemas psicopatológicos).

Los criterios legales no son propiamente criterios psicopatológicos, pero tienen consecuencias importantes sobre la práctica y la teoría de esta disciplina. En el mundo del derecho el concepto más íntimamente relacionado con el de trastorno mental es el de responsabilidad, entendida como la capacidad del sujeto para garantizar por sí mismo su autonomía y elegir libremente sus actos. Casi todas las legislaciones toman en consideración dos condiciones para determinar la irresponsabilidad y, por lo tanto, la inimputabilidad: la ignorancia de ser culpable (irresponsabilidad cognitiva, incapacidad) y/o el impulso irresistible (irresponsabilidad volitiva).

De acuerdo con los criterios subjetivos, es el propio sujeto quien dictamina sobre su estado. El criterio alguedónico (Schneider, 1959), que define la presencia de un trastorno a partir del sufrimiento propio o de otras personas, es una variante de estos criterios. También se encuentra relacionado con ellos el de «petición de ayuda», muestra del pragmatismo clínico, que considera como conducta anormal cualquiera que provoque que el sujeto pida la intervención de un profesional para modificarla. El sentimiento de malestar en que se basan los criterios subjetivos tiene normalmente un matiz claramente negativo, como revela el relato del sujeto sobre sensaciones de angustia, temor, culpa, odio o confusión. En otros casos se trata de un sentimiento más «diluido», borroso y difícil de definir, consistente en una cierta impresión de inadecuación de la propia conducta en relación con el entorno social o cultural. Estos sentimientos suelen ir acompañados de la incapacidad, por parte del sujeto y de las personas allegadas, de explicar razonablemente lo que está sucediendo (Jarne, 1995). Este tipo de criterios son adoptados implícitamente cuando se justifica la intervención clínica sobre un gran número de trastornos poco invalidantes, pero que deterioran el funcionamiento habitual del sujeto (problemas de adaptación, etcétera).

La información introspectiva del paciente es siempre una fuente de datos ineludible, pero hay que tener en cuenta algunos problemas; la mayoría de ellos residen en las propias características de algunos trastornos, que dificultan la toma de conciencia de los problemas e incapacidades (por ejemplo, demencias, trastornos psicóticos, discapacidad intelectual). Por otro lado, no todas las personas que manifiestan quejas sobre su estado tienen algún trastorno mental. Existen, además, reacciones al estrés que, de acuerdo con este criterio, serían calificadas como patológicas cuando en realidad son respuestas normales.

Los trastornos mentales, definidos de acuerdo con criterios biomédicos, son expresión de alteraciones en las estructuras o procesos biológicos. Estas alteraciones pueden ser causadas por agentes patógenos externos, por carencias de determinados elementos constituyentes o por desequilibrios en esas estructuras o procesos. El principal inconveniente de la adopción de este tipo de criterios es que se corre el peligro de ignorar factores psicológicos o sociales tan importantes como los estrictamente biológicos para la delimitación de un trastorno concreto.

Ante la dificultad para determinar la presencia de tales agentes, carencias o desequilibrios, los criterios biomédicos son sustituidos frecuentemente por criterios clínicos, entendiendo como tales aquellos basados en la delimitación de unos síntomas o conjunto de síntomas que conforman cuadros psicopatológicos. Desde esta perspectiva, una tarea fundamental es establecer definiciones de trastornos, a partir de esos cuadros sintomatológicos, que sean aceptadas por la mayor parte de los profesionales. Así es como se han desarrollado los sistemas de clasificación de los trastornos mentales que tanta repercusión han tenido durante las últimas décadas sobre la práctica y la investigación.

Existen muchos puntos de contacto entre estos criterios clínicos y los criterios estadísticos, puesto que el concepto de síntoma está influido por el de rareza o anormalidad en relación con un grupo normativo. Bajo la influencia de los sistemas clasificatorios más extendidos tiende a aceptarse cada vez más la idea de que el objeto de estudio de la psicopatología son los trastornos mentales. De esa manera se intentan sortear los problemas de estigmatización que conllevan términos como «anormal», o adscripciones demasiado evidentes a determinados enfoques puestos de manifiesto por expresiones como «enfermedad mental». El problema más grave es que no existe una definición conceptual única (ni mucho menos operacional) que se aplique de manera general a todos los trastornos; algunos son definidos mejor por conceptos como «malestar», otros por conceptos como «descontrol», «limitación», «incapacidad», «inflexibilidad», «desviación», etcétera. Cada uno es un indicador útil para un tipo de trastorno mental, pero ninguno equivale al concepto general (APA, 1995).

Los criterios sociales hacen descansar el peso de la definición de la anormalidad en el consenso social adoptado en un lugar y en un momento determinados. La adecuación al rol social asignado a un individuo particular (que los padres pasen tiempo con sus familias, que las reacciones emocionales sean apropiadas a las situaciones) constituye el principal criterio social para calificar el comportamiento de esa persona como normal o anormal. Por otro lado, la modulación que ejercen las variables socioculturales sobre la valoración de determinadas conductas como normales o anormales es evidente; el abuso de sustancias, por ejemplo, considerado en nuestro entorno como un trastorno, es visto en otros contextos como una forma de contacto con la divinidad.

2.1. Enfoque biomédico

El marco de referencia del enfoque biomédico incluye biología, química y física. Su problemática abarca tanto los fenómenos conductuales como los mentales. Permite explicar la conducta y los procesos mentales apelando a los determinantes biológicos, y utiliza métodos tanto analítico-inductivos como hipotético-deductivos. Tiene sus raíces en los mismos orígenes de la medicina, con Hipócrates, fue respaldado por algunos descubrimientos realizados en el siglo XIX, como la relación existente entre la sífilis y determinadas alteraciones psicopatológicas, y ya en el siglo XX se consolidó en gran parte gracias a la investigación y las aplicaciones de la psicofarmacología.

Tal como expone Castilla del Pino (1991), el modelo biomédico actual tiene sus antecedentes inmediatos en Griesinger, Wernicke, Flechsig, Kahlbaum, Morel, y muchos otros autores que coincidieron en la premisa de que los trastornos mentales han de ser considerados como enfermedades cerebrales, ya sean primarias o secundarias (enfermedades somáticas que afectan secundaria y eventualmente al cerebro, como el paludismo, la fiebre tifoidea, etcétera). Desde la perspectiva de este enfoque, los síntomas de los trastornos mentales son psíquicos en su manifestación, pero fisiológicos en su naturaleza. Kraepelin es probablemente el autor que mejor sistematizó este enfoque: a cada factor etiológico ha de corresponder un cuadro clínico particular, un curso determinado y una anatomía patológica precisa.

De acuerdo con Buss (1962), los diferentes tipos de enfermedad pueden ser clasificados en tres grandes grupos, en función de que su causa sea un agente externo (como un virus) que ataca al organismo (enfermedad infecciosa), un mal funcionamiento de algún órgano (enfermedad sistémica), o un trauma (enfermedad traumática). De estos tres modelos, el de enfermedad sistémica ha sido el que ha alcanzado una aplicación más extensa a una gran variedad de trastornos mentales (Claridge, 1985).

En el modelo sistémico se enmarcan las investigaciones sobre alteraciones bioquímicas, que han dado lugar a una extensa bibliografía sobre la relación existente entre los neurotransmisores y los trastornos mentales; por ejemplo, GABA con trastornos de ansiedad, dopamina con esquizofrenia, catecolaminas y serotonina con depresión, etcétera. El enfoque biomédico también da gran importancia al estudio de la predisposición genética a padecer determinados trastornos, adoptando en muchas ocasiones una perspectiva interaccionista (modelo de vulnerabilidad-estrés) que toma en consideración tanto la predisposición genética como la incidencia de agentes patógenos externos.

En este enfoque se distinguen dos clases de indicadores de anomalías orgánicas o funcionales: los signos y los síntomas. Los signos son indicadores objetivos de procesos orgánicos alterados, esto es, públicamente observables, mientras que los síntomas son indicadores subjetivos de procesos orgánicos anómalos, es decir, percibidos por el propio sujeto. El conjunto de signos y síntomas que forman un cuadro clínico determinado se denomina síndrome.

La investigación sobre los aspectos biológicos de la conducta anormal y la industria organizada en torno al desarrollo de psicofármacos ha propiciado que el enfoque biomédico goce de gran difusión en la actualidad, aunque se han criticado algunos inconvenientes asociados, por ejemplo:

  1. Puede favorecer un reduccionismo radical que limite un conocimiento completo de todos los factores implicados en la determinación y el mantenimiento del comportamiento anormal. Las relaciones de causa-efecto no van solo desde el nivel biológico hacia el nivel psicológico, puesto que las variables psicológicas (hábitos, etcétera) también pueden ser causas de determinados procesos biológicos. Estas relaciones de determinación recíprocas entre niveles no se fundamentan en presupuestos dualistas, sino que se apoyan en una filosofía monista emergentista (Bunge, 1985) según la cual pueden distinguirse distintos niveles de organización de la realidad (físico, químico, biológico, psicológico y social) en función de la complejidad de los sistemas propios de cada uno de ellos.
  2. El tipo de modelos que se utilizan. Al ser modelos de laboratorio, y con frecuencia modelos animales, la posibilidad de generalización a la patología humana es menor que en enfoques en los que se prefiere trabajar con humanos.
  3. Tiende a considerar al paciente como un sujeto pasivo, al no ser responsable del inicio, curso o desenlace del trastorno.

2.2. Enfoque sociocultural

La reflexión sobre la definición de los trastornos mentales a partir de criterios socioculturales ha dado lugar a toda una corriente de pensamiento para la que la psiquiatría y la psicopatología no serían sino instrumentos de control político del individuo trastornado, cuyo trastorno es visto como expresión de las contradicciones de la sociedad. Los trastornos mentales son síntomas de trastornos sociales. Para apoyar esta idea se citan datos que relacionan incrementos de las tasas de suicidio, o de ingresos en hospitales psiquiátricos, con períodos de crisis económicas. Los datos epidemiológicos tienden a confirmar esta relación. Estudios como el de Bruce, Takeuchi y Leaf (1991) manifiestan que las personas con bajos ingresos económicos tienen el doble de riesgo de desarrollar algún trastorno mental que las personas con ingresos medios o superiores.

Si la sociedad crea la enfermedad mental, es la sociedad la que debe tratarla y no un sector profesional, que pertenece a ella, el cual, aun sin proponérselo de forma explícita, no hace más que perpetuar la situación existente en su propio beneficio. De esta manera, se llegaría incluso a la invención de trastornos mentales, como sugieren González y Pérez (2007). Según estos autores, algunas etiquetas diagnósticas relativamente recientes, por ejemplo el estrés postraumático, el ataque de pánico o la fobia social, no serían auténticos descubrimientos científicos sino invenciones (construcciones) derivadas de la confluencia de intereses de compañías farmacéuticas y profesionales clínicos, que redefinirían determinados problemas psicológicos, o de la vida sin más, como si fueran entidades médico-clínicas en analogía con la noción de enfermedad. La alternativa a esta medicalización de los problemas psicológicos, de acuerdo con una perspectiva contextual, debe ser la rehabilitación social; el objetivo no es el control de los síntomas, sino su superación.

El peligro de la medicalización de determinados problemas es aún mayor en el caso de los niños, puesto que de igual manera que se inventan trastornos mentales en adultos, se pretende también dar forma de enfermedad a lo que no son más que conductas que el entorno familiar o escolar no sabe tolerar o corregir de forma adecuada (Talarn, 2007; García de Vinuesa, González y Pérez, 2014). Así, se crean trastornos como el déficit de atención con hiperactividad o el trastorno bipolar infantil, que llevan a desviar el foco de atención del contexto que debería transformarse para centrarlo en el propio niño cuyos «síntomas» pueden ser controlados mediante la oportuna medicación. Esta medicalización de la conducta forma parte de fenómenos más amplios, como son la medicalización de la vida y de la sociedad. La medicalización de la vida sería caracterizada por Illich (1974) como el proceso en virtud del cual se expropia a los individuos de sus propios recursos y criterios curativos, sirviéndose para ello del fomento de la dependencia excesiva de los medicamentos, la transformación de expectativas y rituales (como los relacionados con la muerte), etcétera. Esta medicalización de la vida no es sino una forma de manifestación de la medicalización de la sociedad (Talarn, 2007), entendida como una extensión de la intervención médica sobre un gran número de ámbitos del funcionamiento de la sociedad a través, por ejemplo, del énfasis en la prevención.

En definitiva, desde este enfoque se ve la anormalidad psicológica como una creación artificial cultural. Se tiende a calificar como enfermos mentales a aquellos individuos que violan las normas sociales, aunque no haya nada intrínsecamente patológico en su comportamiento (Szasz, 1961). Scheff (1966), desarrollando esta idea, propone que el simple hecho de asignar la etiqueta de enfermo mental a una persona hace que esta tienda a asumir el rol que corresponde a esa etiqueta; y eso ocurre porque cuando es calificado como tal pierde la posibilidad de obtener los refuerzos accesibles por las personas no etiquetadas (trabajo, antiguas relaciones sociales, etcétera). En cambio, si asume su rol pasa a obtener otros refuerzos, como la atención y el cuidado médico, la simpatía de las personas encargadas de su cuidado, la falta de responsabilidades, etcétera, iniciándose en lo que Goffman (1959) ha denominado la «carrera de enfermo mental».

Una extensión del enfoque sociocultural es el enfoque familiar sistémico. Su presupuesto fundamental es que la conducta anormal individual es un síntoma de una dinámica familiar enferma (Foley, 1989). Este enfoque presta gran atención a los aspectos de la dinámica familiar relacionados con los patrones de comunicación que se establecen entre sus miembros, atribuyendo muchos problemas a patrones inadecuados, como la contradicción entre la información que se proporciona verbalmente y la que se comunica mediante lenguaje no verbal, o la descalificación continua por parte de algunos miembros de la familia de los mensajes de los demás (Weakland, 1960). Estos patrones inadecuados de comunicación eran referidos, por ejemplo, como causas del desarrollo de una concepción errónea de la realidad en los niños, que podía devenir en esquizofrenia en la edad adulta (Bateson, 1978). Una de las críticas formuladas al enfoque familiar sistémico proviene de los movimientos feministas (Bolgrad, 1986). De acuerdo con el enfoque familiar en los casos de abuso físico o sexual todos los miembros de la familia serían responsables en cierta medida, puesto que la esposa o la hija de las que se abusa son vistas como un síntoma de un sistema enfermo.

2.3. Enfoque fenomenológico

La fenomenología fue propuesta por Husserl como enseñanza preparatoria para el estudio de la filosofía y de la ciencia (Pérez, 1996). En psicología, la aplicación de la fenomenología significa reconocer el fenómeno psíquico antes de construir teorías y artefactos experimentales; se basa, por lo tanto, en las vivencias, en la descripción de las cosas tal y como se presentan, suspendiendo cualquier intento de explicación hasta que no se haya alcanzado una descripción suficiente del fenómeno (Monedero, 1996).

Al enfoque fenomenológico de Husserl, estrictamente formalista, Jaspers añadirá que tal descripción no debe ser una mera constatación notarial de datos, sino una comprensión. Abogará por la comprensión del fenómeno psicopatológico tal como se presenta, sin prejuicios psiquiátricos que lo distorsionen. Comprender significa para Jaspers establecer una suerte de relación causal intrapsíquica, es decir, dar cuenta de unos fenómenos psíquicos a partir de otros fenómenos también psíquicos. El verbo explicar queda reservado para la acción de establecer relaciones entre los fenómenos psíquicos y fenómenos de otro nivel, por ejemplo biológico. La fenomenología atiende a los aspectos formales de los fenómenos psicopatológicos, tal y como se dan, respetándolos como signos naturales. Y es con esa diferenciación formal de los fenómenos psíquicos anormales que estos adquieren la cualidad de síntomas, posibilitando el diagnóstico. Pero el fenomenólogo se enfrenta a una dificultad, y es que nunca puede estar seguro de que lo que cree captar es igual que lo vivido por el enfermo (Schneider, 1962). De hecho, el método fenomenológico no ha alcanzado el objetivo pretendido por Jaspers: la diferenciación entre los síntomas de diferentes procesos, es decir, la delimitación de enfermedades de manera clara y unívoca a partir del análisis fenomenológico de los síntomas (los mismos síntomas pueden encontrarse en trastornos de diferente etiología).

Si en el terreno de la descripción de los síntomas, en el análisis fenomenológico formal, la empresa ha tenido dificultades, no han sido mucho mejor las cosas con respecto a la aportación genuinamente jasperiana: la comprensión de los contenidos, donde la subjetividad de los intérpretes lleva a desacuerdos insalvables. Esta falta de fiabilidad era evidenciada por el excesivo uso de metáforas, de términos como, para referirse a las alteraciones del pensamiento: «desgarrado», «intervenido», «interceptado», «saltígrado», «embolismático», «bloqueado», «sustraído», «sonorizado», etcétera (Castilla del Pino, 1991). Un lenguaje hiperadjetivado como este habría de chocar necesariamente con la precisión y parsimonia que requiere la comunicación científica, aunque atraería con fuerza a quienes gustaban de la literatura y la retórica y, en confluencia con otras corrientes, contribuiría al desarrollo de los enfoques humanistas y existenciales.

2.4. Enfoque psicoanalítico

El enfoque psicoanalítico ha sido calificado por algunos autores como movimiento (Pérez, 1996) dada su proyección social, semejante a la de las tendencias culturales o ideológicas. Freud (1856-1939) propuso el término psicoanálisis por primera vez en 1896, en un artículo publicado en francés. De igual manera que el químico descompone las sustancias naturales, el clínico debe fraccionar y estudiar los componentes del aparato psíquico. Estos son fundamentalmente las motivaciones inconscientes, a las que se puede llegar analizando las formaciones psíquicas, ya sean síntomas o cualquier otra manifestación.

Dubrovsky (1995) explica cómo, un año antes de dar nombre a su enfoque, en 1895, Freud estaba entusiasmado por la empresa de construir una psicología basada en las ciencias naturales; muestra de ello es su correspondencia con Fliess (Masson, 1985). Freud había enviado un manuscrito titulado Psicología para neurólogos a Fliess solicitando su opinión, pero no pidió que se lo devolviera. El manuscrito fue descubierto entre las cartas de Fliess y publicado post mortem (la primera edición inglesa data de 1955). El período hasta 1895 puede ser calificado como neurológico por lo que se refiere a los intereses que centraban la atención de Freud. En 1891 publicó su libro sobre afasia, en el que intentaba refutar las tesis localizacionistas de Wernicke basándose en argumentos jacksonianos.

Las primeras publicaciones de Freud reflejan la influencia de la escuela de Helmholtz (Amacher, 1965). Brucke, uno de los miembros del grupo de Helmholtz, fue quien proporcionó las primeras nociones neurobiológicas a Freud. En la escuela de Helmholtz se intentaba inculcar a los estudiantes de biología el interés por emular la forma de trabajar de físicos y químicos. Algo similar probaría Fechner para la psicología, intentando fundar una ciencia exacta de las relaciones funcionales de dependencia entre el cuerpo y la mente.

Freud recogería todas esas influencias en su Psicología para neurólogos, al que también denominaría Proyecto para una psicología científica. En ese texto se proponen dos ideas fundamentales: un principio de operación del sistema nervioso y un principio de organización para diferentes tipos de neuronas. Freud sugiere que los sistemas neuronales tienden a descargar la tensión que acumulan debido a su actividad. Siguiendo a Fechner, interpretaba el dolor como un incremento de tensión y el placer como una descarga. Por otro lado, en el mismo libro se propone la distinción de dos clases de neuronas sensoriales: phi y psi. Las neuronas phi serían permeables, es decir, no ofrecerían ninguna resistencia al paso de la energía, mientras que las neuronas psi sí ofrecerían resistencia y, por lo tanto, retendrían una cierta cantidad de energía. En un principio situó la conciencia en las neuronas psi, pero más adelante propuso para ello un tercer tipo de neuronas, denominadas omega, que se excitarían junto con la percepción y cuyos diferentes estados de excitación darían lugar a las sensaciones conscientes (Freud, 1955).

A esta conceptualización estructuralista de la conciencia, del todo coherente con las tendencias localizacionistas de la época, Freud añadiría pronto otra de carácter dinámico según la cual las funciones psíquicas podrían explicarse mediante fluctuaciones de la actividad cortical (Modell, 1994). Esta última noción es particularmente consistente con hallazgos neurobiológicos recientes que ponen de manifiesto la relación existente entre la percepción y determinados fenómenos oscilatorios que ocurren sincrónicamente en diferentes zonas cerebrales (Greenfield, 1995; Harth, 1993). Freud (1955) también intentaría una explicación neurobiológica de la memoria. Para ello propondría la ley de asociación por simultaneidad, según la cual cuando dos neuronas contiguas son activadas simultáneamente se abre una vía nerviosa entre ellas facilitando su posterior reactivación conjunta. Un mecanismo similar sería propuesto más tarde por Hebb (1949) para explicar la formación de las asambleas neuronales, aunque, de hecho, esta idea ya había sido formulada mucho antes por Tanzi y Cajal (Rose, 1992).

Este interés inicial de Freud por la neurología lo llevó a aceptar y adaptar algunas de las ideas centrales de Jackson. Ambos describen la dinámica del comportamiento en términos evolutivos. Para Jackson, evolución quiere decir adición de niveles superiores de integración de la actividad nerviosa. Para Freud el Yo y el Super-yo son estructuras superiores que ejercen control sobre el Ello, situado a un nivel inferior y no consciente. Y, si según Jackson la enfermedad mental era el resultado del fracaso en el control que las estructuras nerviosas superiores ejercen sobre las inferiores, para Freud, de manera similar, será el resultado del fracaso en el control que el Yo y el Super-yo ejercen sobre la parte ancestral de la personalidad que es el Ello. Este enfoque jerárquico de la organización del sistema nervioso y, en consecuencia, de la personalidad y de la enfermedad mental es claramente platónico.

En la República, Platón propone una analogía con la organización social de las ciudades para comprender la estructura y el funcionamiento de la mente (Pérez, 1996). Los individuos se organizan en sociedades para cumplir tres funciones básicas, dice Platón: producción de bienes colectivos, control del orden social y gobierno con base en la sabiduría. Para cada una de estas funciones, las sociedades contarían con personas especializadas; así, los operarios serían aquellos encargados de las funciones de subsistencia (labradores, constructores, artesanos, etcétera), los guardianes serían aquellas personas dedicadas a la vigilancia de los otros y, finalmente, los filósofos se dedicarían al gobierno, por su capacidad para prever posibles peligros o anticipar beneficios para la comunidad. Los operarios estarían movidos por los placeres más bajos (los placeres del vientre), por lo que su carácter sería básicamente irracional. Los guardianes renunciarían a estos placeres con la finalidad de incrementar el coraje y la afectividad necesarios para desarrollar su función. Los gobernantes se caracterizarían por la racionalidad. Cada individuo puede ser entendido, según Platón, como una sociedad; coexisten en él, por lo tanto, la motivación concupiscente de los operarios, el coraje del guardián y la racionalidad del filósofo.

El modelo de organización de la psique que propone Freud guarda también una estrecha relación con el ambiente social de su época: no hay que esforzarse mucho para establecer una analogía entre los impulsos rebeldes del Ello y las ansias revolucionarias del proletariado, entre el moderado equilibrio del Yo y el realismo y pragmatismo de la burguesía ascendente, o entre la decadente aristocracia más inflada de símbolos que de fuerza y los delirantes ideales del Super-yo (Pérez, 1996). Por otra parte, su modelo económico sobre la energía psíquica, en el que se habla de gasto, inversión y ahorro, encuentra su analogía en el comportamiento económico de la burguesía. Su noción de la dinámica (y de la elaboración), recoge el aspecto de fabricación, de proceso de producción, característico del sistema capitalista decimonónico.

El contexto social de la época se encuentra reflejado en el pensamiento de Freud de múltiples maneras. Así, la difusión de la máquina de vapor tiene una analogía en la manera en que Freud entendía el funcionamiento normal y patológico del aparato psíquico. Este podría tomar como modelo una caldera sometida a una gran presión interna; la presión es reprimida con éxito en circunstancias normales, pero cuando sobrepasa cierto límite, tiene que poner en funcionamiento determinadas válvulas que actúan como mecanismos de defensa, dejando escapar parte del vapor y evitando así que explote debido al aumento de la presión.

Diferentes aspectos de las tesis freudianas serán desarrollados por una larga lista de psicoanalistas europeos y estadounidenses, entre ellos Ferenczi, Rank, Abraham, Jones, Anna Freud, Fromm, Sullivan, Klein, Alexander y Reich. Puede hablarse de un movimiento psicoanalítico plenamente formado ya antes de la Primera Guerra Mundial, con Freud como cabeza de una escuela de seguidores repartidos por todo el mundo. Pero no tardarán en surgir discrepancias que, en ocasiones, plantearán divergencias profundas respecto a las ideas de Freud. Son ejemplos de tales escisiones Adler, con sus tesis sobre el complejo de inferioridad; o Jung, que hablará sobre el inconsciente colectivo.

Adler se apartó en cierta medida de la visión determinista de Freud. En su Psicología individual propone la existencia de un sentimiento de inferioridad en el niño que aparece como consecuencia de su dependencia e indefensión. Este sentimiento marcará profundamente el comportamiento adulto, buscando su compensación y desarrollando un interés social que favorece la cooperación. Por su parte, Jung incidió especialmente en los aspectos históricos, filogenéticos y antropológicos de la personalidad, formulando la tesis de que la personalidad del hombre actual está mediatizada por las experiencias de las generaciones pasadas constituidas en una suerte de inconsciente colectivo. Probablemente una de las razones de la repercusión social que han tenido las tesis psicoanalíticas es que no intentan explicar solo los fenómenos anormales, sino que incluyen el funcionamiento psicológico normal, e incluso el comportamiento de los sistemas sociales.

El psicoanálisis (y en esto coincide con la mayoría de las teorías sobre el comportamiento anormal formuladas desde la psicología) parte de la suposición implícita de continuidad entre lo normal y lo anormal, entre el comportamiento adaptativo y el patológico; esa continuidad es tan fundamental que lo uno no puede comprenderse sin lo otro. En ese sentido, se podría decir que el psicoanálisis plantea un modelo psicológico del comportamiento anormal. Pero también tiene características propias del modelo médico: las conductas son meros síntomas, y no tienen mayor interés que el de servir como pistas para averiguar la causa profunda que las produce.

2.5. Enfoques humanista y existencial

Los enfoques humanista y existencial agrupan una gran cantidad de escuelas diferentes en muchos aspectos, pero que comparten una serie de presupuestos, como son (Sue, D.; Sue, D. y Sue, S., 1994):

  1. La manera en que un sujeto interpreta los acontecimientos es más importante que los acontecimientos mismos.
  2. Énfasis en el libre albedrío y en la responsabilidad por las propias decisiones.
  3. Énfasis en la integridad de la persona, por contraposición a cualquier intento de reduccionismo.
  4. Las personas tienen la capacidad de convertirse en lo que deseen y de llevar la vida más adecuadas para ellas.

Al enfatizar las experiencias conscientes de las personas y su capacidad para elegir entre alternativas, los partidarios de este enfoque se oponen al psicoanálisis, para el que la conducta está determinada por fuerzas inconscientes. De hecho, muchos de los primeros partidarios de los enfoques humanistas y existenciales (como Frankl) provenían del psicoanálisis, pero acabaron rechazando algunos de sus presupuestos, principalmente la idea de que la conducta humana es producto de fuerzas que escapan al control y al conocimiento del individuo. Este rechazo del determinismo los enfrentaba también al enfoque conductual, por lo que dieron en llamar a su movimiento, cuando comenzó allá por los años cincuenta, «tercera fuerza» (Bootzin, Acocella y Alloy, 1993).

No obstante, hay muchos puntos de contacto entre los enfoques humanistas y existenciales y el enfoque psicoanalítico. Por ejemplo, todos coinciden en la idea de que la clave de la efectividad terapéutica es el insight (London, 1964); aunque en la terapia psicoanalítica el insight se consigue gracias a la interpretación del psicoanalista (que intenta fomentar en el paciente la utilización de mecanismos de defensa sustitutivos de la represión y más adaptativos que esta, como la sublimación), mientras que en las terapias humanistas y existenciales se pretende que sea el propio paciente quien lo alcance a través de la exploración de su mundo presente y siempre acompañado por el terapeuta.

Carl Rogers fue uno de los mayores impulsores de las corrientes humanistas. Una de sus principales contribuciones fue la visión positiva del individuo. Sus ideas acerca de la personalidad (Rogers, 1959) reflejan su preocupación por el bienestar humano y su convicción de que la humanidad es confiable y que se mueve hacia adelante. La psicología humanista no se concentra exclusivamente en los trastornos, sino que está interesada en ayudar a las personas a realizar su potencial. El concepto de autorrealización, popularizado por Maslow (1954), refleja este interés por el desarrollo de las capacidades humanas. Con una perspectiva que recuerda a las ideas de Rousseau, Rogers proponía que si las personas eran liberadas de las ataduras de las restricciones sociales y se les permitía madurar y desarrollarse libremente, alcanzarían un estado de realización y de bienestar. Pero la sociedad impone normas estrictas de conducta, y fuerza el desarrollo de un concepto de sí mismo en las personas inconsistente con su potencial de autorrealización. De acuerdo con Rogers (1959), los trastornos mentales son el resultado de esa incongruencia entre el autoconcepto derivado de esa presión social y su potencial real de autorrealización. En consonancia con estos presupuestos básicos se desarrollaría un tipo de terapia no directiva y centrada en la persona: el terapeuta no debe explicar ni prescribir, sino comunicar respeto, comprensión y aceptación.

El enfoque existencial es menos optimista que el humanista, puesto que se centra en la dificultad, la irracionalidad y el sufrimiento que acontecen en la vida. El existencialismo, además, matiza la actitud empática defendida por el humanismo, ya que propone que el individuo debe ser visto en el contexto de la condición humana, y las consideraciones morales, filosóficas y éticas son parte de la relación (Sue, D.; Sue, D. y Sue, S., 1994). Entre los divulgadores de este enfoque, claramente influido por el pensamiento existencial europeo de Kierkegaard, Heidegger y Sartre, se encuentran Frankl (quien desarrolló la logoterapia), Van den Berg (quien se centró en el concepto de «ser en el mundo»), Laing (quien puso de manifiesto la discordancia entre el falso Yo fomentado por la sociedad y el auténtico Yo interno) y Rollo May (quien proponía que el desarrollo tecnológico acelerado, la excesiva confianza en la ciencia y el desdén por las explicaciones espirituales de la naturaleza humana son la causa de la confusión y el agotamiento personal). Para los existencialistas la conducta anormal (estereotipada, inhibida, moralmente rígida y conformista) es resultado de conflictos entre las demandas del entorno social y la propia naturaleza esencial de la persona. Cuando la inminencia del dejar de ser (la muerte, la enajenación, el apartamiento) y la necesidad de ser en el mundo no son afrontados adecuadamente, surge la ansiedad.

Una de las consecuencias de los enfoques humanistas y existenciales ha sido la proliferación de diversas terapias de grupo: terapia gestáltica, psicodrama, grupos de encuentro, etcétera, basadas en la idea de que las relaciones interpersonales deben constituir uno de los focos principales de atención y tratamiento, y en la creencia de que la terapia no debe limitarse a solucionar problemas sino que ha de promover el crecimiento personal (Bootzin, Acocella y Alloy, 1993). En cualquier caso, los enfoques humanistas y existenciales han hecho aportaciones muy importantes, sobre todo de índole práctica, al promover, influidos por la fenomenología, una actitud empática y comprensiva hacia la persona que sufre un trastorno. Esta es una actitud que permite avanzar en el conocimiento de los trastornos mentales, y un prerrequisito ineludible para la efectividad de cualquier relación terapéutica, aunque no suficiente. Esa no es una posición que deba entrar en contradicción con otras intervenciones más técnicas, sino complementarlas. Muchas de sus propuestas son perfectamente integrables en modelos y teorías científicas (por ejemplo, estudios realizados con pacientes terminales demuestran que su estado mental puede verse influido por creencias y valores (Reed, 1987)), pero al oponerse a la ciencia y la técnica, los humanistas-existencialistas frenan el desarrollo de su propio enfoque.

2.6. Enfoque conductual

El extraordinario desarrollo de la psicología del aprendizaje ha propiciado la extensión del enfoque conductual a gran cantidad de áreas de investigación e intervención, entre ellas la psicopatología. Las técnicas de modificación de conducta, en particular como área de aplicación de los principios de la psicología del aprendizaje al tratamiento de la conducta anormal, constituyen probablemente el factor facilitador más importante de la difusión del enfoque conductual de los trastornos mentales (trastornos de conducta, en la terminología propia de este enfoque). Autores como Eysenck y Wolpe, que se encuentran entre los pioneros de la terapia de conducta, son responsables de las primeras formulaciones del comportamiento anormal realizadas desde el enfoque conductual, aunque sus antecedentes pueden situarse con los experimentos de Watson y Rayner (1920) sobre adquisición de fobias mediante condicionamiento clásico, y de Pavlov sobre neurosis experimentales.

El principio básico del enfoque conductual en psicopatología es que la conducta trastornada consiste en una serie de hábitos desadaptativos condicionados (clásica o instrumentalmente) a ciertos estímulos. En consecuencia, el tratamiento adecuado consistirá en la aplicación de los principios del aprendizaje para extinguir esos hábitos. La conducta es en sí misma el problema; posiblemente intervienen factores biológicos entre el ambiente y la respuesta, pero existen relaciones funcionales entre ambos que son suficientes para diseñar una intervención adecuada en la mayoría de los trastornos. Dado que la conducta anormal se rige por los mismos principios que la normal, no es muy útil (o incluso puede resultar contraproducente) establecer una distinción cualitativa entre ambas, o entre diferentes tipos de conducta anormal. El diagnóstico psiquiátrico tradicional, por lo tanto, será criticado desde este enfoque, que prefiere abordar el estudio de la conducta anormal presuponiendo continuidad con el comportamiento normal, es decir, desde una perspectiva dimensional.

La principal objeción que se ha hecho al enfoque conductual se basa en la necesidad de considerar, además de las relaciones funcionales entre los estímulos y las respuestas, la participación de variables no observables directamente, como pueden ser las de tipo cognitivo, para optimizar la explicación del comportamiento anormal y mejorar la intervención sobre el mismo (Breger y McGaugh, 1965). Esto dio lugar a nuevos desarrollos que, incluso enmarcándose aún en el enfoque conductual, incluyen constructos cognitivos en sus teorías sobre el comportamiento anormal (por ejemplo, Abramson, Seligman y Teasdale, 1978; Reiss, 1980; Bandura, 1969). Estas formulaciones, que podrían denominarse conductistas ampliadas o neoconductistas, aceptan pues la inclusión de elementos cognitivos en sus planteamientos, pero no constituyen todavía su eje vertebrador, como sí ocurrirá, en cambio, en los modelos del enfoque cognitivo.

En su crítica del conductismo, Bunge (Bunge y Ardila, 1988) caracteriza su marco de referencia por una negación ontológica de la existencia de la mente inmaterial, una propuesta gnoseológica realista primitiva (puesto que evita la utilización de constructos hipotéticos) y un relativo aislamiento respecto a otras ciencias como la biología. La problemática del conductismo se limita al comportamiento, desentendiéndose de la mente; fija sus objetivos en la descripción, predicción y control del comportamiento de los organismos, y su metódica rehúye la teorización o la limita a modelos superficiales cajanegristas. Pese al salto adelante que supuso este enfoque (al rechazar el supuesto metafísico de la mente inmaterial), resulta inadecuado (continúa argumentando Bunge) puesto que limita excesivamente su problemática, no alcanza poder explicativo al evitar el recurso a los mecanismos biológicos y, por ello, y porque no hace uso de la matemática como instrumento preciso de formalización, sitúa a la psicología en una suerte de estadio científico de «segunda categoría» no equiparable al de otras ciencias de «primera clase» como la física.

Pese a lo sugestivo que, por su claridad, resulta este planteamiento, el desarrollo histórico del conductismo hace necesario complicar un poco más las cosas. A la psicología E-R del conductismo inicial siguieron algunas modificaciones llevadas a cabo por los neoconductistas. Tolman y Hull vieron la necesidad de ampliar la problemática y la metódica del conductismo; Skinner, miembro también de esta segunda generación de conductistas, no lo vio así, y se produjo una bifurcación. Además, entre los que decidieron intercalar una O entre la E y la R, unos lo hicieron mediante constructos hipotéticos de relación (entendidos como conceptos con contenido desligado de procesos fisiológicos, o como simples nexos matemáticos) y otros optaron por constructos hipotéticos de entidad, dándoles una interpretación fisiológica (un análisis del papel de los constructos hipotéticos de relación y de entidad en el neoconductismo se encuentra en Tous, 1978). La caracterización del enfoque conductista que hace Bunge, en consecuencia, solo es aplicable a una parte del neoconductismo.

No está de más, como indica Gil (1990), repasar algunas opiniones del propio Skinner sobre la relación entre psicología y fisiología, veamos:

Sería más fácil ver cómo están relacionados los hechos fisiológicos y los conductuales si tuviéramos una explicación completa de un organismo que se comporta: tanto de la conducta observable como de los procesos fisiológicos que ocurren al mismo tiempo (…) el organismo es un sistema unitario, cuya conducta es claramente una parte de su fisiología. (Skinner, 1969, p. 253)

La conducta no es separable de la fisiología, ni la fisiología es separable de la conducta.

La explicación [del fisiólogo] constituirá un importante avance sobre el análisis comportamental porque este último es necesariamente «histórico» —es decir, reducido a relaciones funcionales que poseen lagunas temporales—. Hoy se hace algo que mañana afecta al comportamiento del organismo. Al margen de la claridad con que se pueda establecer el hecho, se pierde un paso y debemos esperar a que el fisiólogo lo suministre. Podrá mostrar cómo se cambia un organismo cuando se le expone a las contingencias de refuerzo, y por qué el organismo cambiado se comporta de manera diferente. (Skinner, 1974, p. 195)

En definitiva, las aportaciones de la fisiología no pueden invalidar las leyes del comportamiento, sino ayudar a tener un cuadro más completo de ese comportamiento, y viceversa.

2.7. Enfoque cognitivo

En el enfoque cognitivo los determinantes principales del comportamiento anormal son constructos cognitivos. Gran parte de los modelos de trastornos mentales elaborados desde este enfoque están basados en la analogía mente-ordenador. La mente es entendida como un sistema de procesamiento de información que, como los ordenadores, recibe, selecciona, transforma, almacena y recupera datos; los trastornos mentales pueden ser explicados a partir de un mal funcionamiento de algunos componentes de ese sistema.

Al igual que en los otros enfoques, o tal vez en mayor medida, en la perspectiva cognitiva existen diferentes aproximaciones al objeto de estudio de la psicopatología y preferencias diversas sobre los recursos metodológicos más apropiados para abordarlo; es por eso por lo que algunos autores (Ibáñez, 1982) han sugerido la conveniencia de no hablar de enfoque cognitivo, sino de modelos cognitivos de determinados trastornos o grupos de trastornos, o de modelos cognitivos de anomalías en procesos o contenidos psicológicos.

Ingram y Wisnicki (1991) propusieron una clasificación de los constructos cognitivos utilizados en psicopatología en cuatro grandes grupos: estructurales, proposicionales, operacionales y productos. Los constructos estructurales hacen referencia a la arquitectura del sistema, es decir, la manera en que la información es almacenada y organizada. Ejemplos de constructos estructurales son la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo. En contraste con los mecanismos estructurales, las proposiciones se refieren al contenido de la información que es almacenada y organizada. Ejemplos de variables proposicionales son el conocimiento episódico o el conocimiento semántico. Los constructos operacionales se refieren a los procesos mediante los cuales el sistema cognitivo funciona, como codificación, recuperación, atención, etcétera. Finalmente, los productos son definidos como el resultado de las operaciones del sistema cognitivo; son los pensamientos que el individuo experimenta como resultado de la interacción de la información entrante con las estructuras, proposiciones y operaciones cognitivas. Son ejemplos de productos las atribuciones, las imágenes mentales, etcétera.

La principal deficiencia del enfoque cognitivo reside, según Bunge (Bunge y Ardila, 1988), en lo reducido de su marco de referencia, dado que se presenta con un cierto aislamiento respecto a otros campos de conocimiento como la biología y las matemáticas. Tal vez esta sea una crítica exagerada, puesto que existen múltiples ejemplos de relación entre teorías cognitivas y teorías biológicas (Gray, 1982), así como de formalización matemática de teorías cognitivas (Townsend y Schweickert, 1989). Su principal virtud es abordar la mayor parte de la problemática tradicional de la psicología, así como hacerlo con los recursos más potentes de la metodología experimental, aunque añadiendo demasiada especulación en algunos casos.

2.8. Enfoque contextual

En las intervenciones derivadas del enfoque cognitivo, como la terapia racional-emotiva de Ellis (1977) y la terapia cognitiva de Beck (Beck, Rush, Shaw y Emery, 1979), los pensamientos negativos, las creencias irracionales, los esquemas cognitivos patológicos y los errores en el procesamiento de la información constituyen variables que median entre el contexto estimular y la respuesta emocional y conductual que muestra el individuo. El procesamiento de la información es la metáfora subyacente tras la terapia cognitiva, caracterizada por la existencia de mecanismos internos disfuncionales que deben modificarse mediante la intervención. Esta nueva aproximación encajaba bien con el esquema de estímulo respuesta (E-R) propio del conductismo, y pronto fue incorporada a la terapia de conducta, dando lugar a la terapia cognitivo-conductual. La terapia cognitivo-conductual ha sido el paradigma dominante en las últimas décadas y se ha erigido como uno de los baluartes de las terapias basadas en la evidencia, gozando de prestigio y apoyo entre investigadores y clínicos. Sin embargo, a pesar de su éxito, algunos miembros de la disciplina empezaron a poner en duda algunos de sus supuestos básicos e iniciaron la búsqueda de nuevas formulaciones que gozaran de un mayor consenso.

Según Hayes (2004), algunas de las limitaciones de la terapia cognitivo-conductual podrían considerarse consecuencia de la misma incorporación de los aspectos cognitivos a la terapia de conducta. La unión de ambas aproximaciones llevó a un énfasis de los aspectos cognitivos en detrimento de los aspectos contextuales y del enfoque idiográfico. Las causas del problema pasaron de ser ambientales a deberse a un déficit o disfunción cognitiva, con lo que la terapia cognitivo-conductual adoptaba el modelo médico internalista y nomotético. Por otro lado, la estandarización de los procedimientos de intervención y la publicación de algunos estudios que indican que la adición de los aspectos cognitivos al tratamiento no incrementa significativamente su eficacia son otras de las limitaciones atribuidas a la terapia cognitivo-conductual. Las terapias de tercera generación surgen en la última década del siglo XX y se afianzan durante la primera década del siglo XXI como respuesta a las limitaciones mostradas por las terapias cognitivo-conductuales y gracias al desarrollo del conductismo radical y el análisis funcional de la conducta. De hecho, y como señala Pérez (2006), las terapias de tercera generación representan una vuelta a los orígenes, es decir, un retorno a las raíces contextuales de la terapia de conducta.

El enfoque contextual retoma los planteamientos de Skinner sobre la conducta verbal. Las conductas verbales se definen como clases funcionales operantes que pueden tener consecuencias verbales y no verbales. El término clase funcional se refiere a aquellos estímulos o respuestas que tienen la misma función. La conducta se comprende en términos de su función, no de su forma. Las conductas que tienen el mismo efecto sobre el ambiente en una situación dada son tratadas como equivalentes, independientemente de si son parecidas en la forma (topográficamente). Otro concepto clave es el de «regla», entendiendo por tal una clase de conducta verbal consistente en instrucciones que son correspondidas con contingencias ambientales. En este sentido, la conducta puede estar controlada por contingencias ambientales o por reglas (el control instruccional hace la función de las contingencias ambientales). Las reglas tienen un carácter discriminativo, aunque algunas son capaces de producir operaciones instrumentales, por ejemplo reforzamiento, castigo o extinción. Las conductas controladas por reglas, a diferencia de las otras, poseen autonomía funcional, en el sentido de que las contingencias no ejercen ningún control sobre ellas. Hay conductas, como es el caso de las exigencias sociales, que es poco probable que puedan ser seguidas por las contingencias naturales, más bien lo que se refuerza es seguir la regla (Luciano, 1993).

Las terapias de tercera generación comparten un modelo contextual de psicoterapia que recupera los principios básicos del enfoque conductual original, pero que a la vez incorpora supuestos y procedimientos propios de otros enfoques como el fenomenológico, el humanista-existencial y el sociocultural. Estas terapias se proponen explícitamente como alternativas al enfoque médico caracterizado por una explicación psicológica interna de los trastornos mentales (el problema está en el interior del individuo, ya sea en sus pensamientos disfuncionales o en alteraciones neuroquímicas). Esta explicación interna se basa en la existencia de una disfunción o déficit en el funcionamiento psicológico y, por lo tanto, el tratamiento implica el uso de técnicas específicas destinadas a subsanar la disfunción o el déficit existente. La eficacia del tratamiento se mide con base en la reducción de los síntomas que caracterizan el trastorno tratado.

Frente al modelo médico, el modelo contextual explica el trastorno que presenta un individuo atendiendo a sus circunstancias, es decir, a aspectos interactivos, funcionales y contextuales. Por lo tanto, el problema es consecuencia de las relaciones que establece la persona con los demás y consigo mismo, es decir, con sus pensamientos, sentimientos y experiencias, y no de un déficit o disfunción psicológica. Así, por ejemplo, la depresión no se explicaría por una alteración de los niveles de serotonina ni por la presencia de pensamientos negativos sino por la disminución drástica de actividad y de relaciones interpersonales que sufre la persona y la consecuente pérdida de refuerzos que perpetúa el estado de ánimo depresivo.

En el modelo contextual la intervención no se basa en el uso de técnicas específicas sino en la aplicación de dos grandes principios terapéuticos: la aceptación y la activación. Se entiende la aceptación como el cese de la lucha contra el síntoma. El objetivo no es ya querer eliminar el síntoma, lo cual a veces resulta muy difícil o imposible (piénsese en un trastorno crónico), sino aprender a vivir con él y a pesar de él. Y aquí entra el segundo principio, la activación. La activación implica que la persona adopte un papel activo, decida qué quiere hacer con su vida y qué valores quiere que la guíen. Una vez clarificados estos valores debe actuar para cambiar las circunstancias que mantienen el problema y que le impiden vivir según sus valores, es decir, en una dirección valiosa para ella (por ejemplo, ser un buen padre, ser responsable en el trabajo, etcétera). No se trata de conformarse sino de aceptar la situación y actuar en consecuencia. Según este modelo, la eficacia del tratamiento no se mide con base en la reducción de síntomas sino en función de si la persona ha conseguido modificar el contexto (social, interpersonal e intrapersonal) que perpetúa el problema e impide avanzar en la dirección deseada.

La terapia de aceptación y compromiso (Hayes, McCurry, Afari y Wilson, 1991), junto con la psicoterapia analítica funcional (Kohlenberg y Tsai, 1991) y la terapia de conducta dialéctica (Linehan, 1993) constituyen las terapias de tercera generación más consolidadas. La terapia de aceptación y compromiso (ACT, Acceptance and Commitment Therapy) se centra en dos aspectos: la aceptación, entendida como la capacidad de experimentar, en el aquí y el ahora, los eventos privados (pensamientos, sensaciones, emociones, etcétera) sin someterlos a un juicio valorativo y, unido a ella, el compromiso de actuar de acuerdo con valores y objetivos importantes para el individuo. El hecho de ser seres verbales significa que en determinadas situaciones es inevitable que surjan pensamientos o sensaciones que puedan resultar dolorosos. Ante la aparición de estos eventos privados desagradables, la persona puede enredarse en luchas contraproducentes que acaban incrementando y perpetuando el malestar. Esta suerte de evitación experiencial, entendida como una amplia gama de comportamientos dirigidos a evitar el contacto con los eventos privados negativos, es observable en diversos trastornos. La ACT tiene como objetivo incrementar la flexibilidad psicológica de la persona, de manera que aprenda a contactar con los eventos privados, tanto positivos como negativos, y pueda recontextualizarlos en el marco de sus valores, es decir, de lo que realmente importa en su vida.

La psicoterapia analítica funcional, por su parte, se centra en las interacciones que se dan entre cliente y terapeuta en el contexto clínico (desde el modelo contextual no se considera a la persona en tratamiento como «paciente», dado que no se la supone enferma). A partir del análisis y clasificación funcionales de estas interacciones, el terapeuta detecta las conductas relevantes para el problema y crea las condiciones necesarias para que se reproduzcan durante la sesión clínica. El objetivo de la terapia es recrear un contexto interpersonal equivalente funcionalmente al que se encuentra el cliente en su vida cotidiana, de manera que mediante el refuerzo positivo y la descripción de las relaciones funcionales entre condiciones contextuales y la conducta del cliente, el terapeuta pueda modelar, aumentar o reducir ciertos comportamientos.

La terapia de conducta dialéctica (DBT, Dialectical Behavior Therapy) fue desarrollada por Linehan para el tratamiento del trastorno límite de personalidad, pero con el tiempo se ha aplicado también a otros problemas, entre ellos, los trastornos del estado de ánimo, el abuso de sustancias, el comportamiento suicida y el trastorno de estrés postraumático en personas que has sufrido abusos sexuales. Uno de los objetivos principales de la DBT es crear un clima de aceptación incondicional y de confianza en el que el cliente sienta que sus sentimientos y conductas son validados por el terapeuta. Sin embargo, al mismo tiempo, el terapeuta le hace saber que algunos de estos sentimientos y comportamientos pueden resultar dañinos tanto para él como para los demás y que existen alternativas de conducta más adaptativas. Así, la terapia ofrece un espacio en el que se combina la aceptación con el compromiso de cambio a través de un progreso dialéctico y en el que el cliente puede desarrollar las habilidades necesarias que permitan su autorregulación emocional.

Otros ejemplos de terapias de tercera generación de uso creciente son la terapia de activación conductual (Jacobson et al., 2001), la terapia conductual integrada de pareja (Jacobson y Christensen, 1996) y la terapia cognitiva con base en mindfulness (Segal et al., 2002). La terapia de activación conductual surgió a partir de un amplio estudio llevado a cabo por Jacobson sobre la eficacia de los diversos componentes de la terapia cognitivo-conductual para la depresión. Los resultados evidenciaron que la adición del componente cognitivo a la terapia de conducta no aportaba ningún beneficio al tratamiento. De hecho, el componente de activación conductual por sí solo se mostró tan efectivo como la terapia completa. A partir de este estudio se desarrolló la terapia de activación conductual, basada en el enfoque contextual y centrada en dos cuestiones básicas: qué condiciones ocasionan la conducta depresiva y cuáles son las consecuencias de esta conducta para el cliente. El objetivo de la terapia es romper el patrón de evitación conductual, que comporta la pérdida de reforzadores y perpetúa la situación depresógena en la que se encuentra la persona.

Jacobson también aplicó el modelo contextual a la terapia de pareja, desarrollando la terapia conductual integrada de pareja, en la que se aplican los mismos presupuestos de aceptación y cambio vistos hasta ahora. Finalmente, la terapia cognitiva con base en mindfulness se basa en el concepto de conciencia plena, proveniente de la meditación budista, que hace referencia a la capacidad de focalizar la atención en los pensamientos, emociones, sensaciones y estímulos que nos rodean en el aquí y el ahora, sin juzgarlos ni valorarlos. Se pretende así que la persona se centre en el presente y deje de lado la rumiación acerca de eventos pasados o futuros que caracteriza el estado de ánimo depresivo y ansioso.

3. Integración de enfoques

Algunos autores (por ejemplo, Goldfried, Castonguay y Safran, 1992) ponen de manifiesto la existencia de ciertas barreras sociales, epistemológicas y lingüísticas que, en la práctica, dificultan enormemente cualquier intento de integración científica. No obstante, la utilización de conceptos y variables pertenecientes a otros enfoques es, de hecho, muy frecuente entre los partidarios de uno determinado, buscando mejorar la parte descriptiva de sus modelos y complementar la explicativa. Así, por ejemplo, se han propuesto mecanismos de procesamiento de información para explicar los cambios conductuales que se alcanzan mediante procedimientos de terapia de conducta como la exposición (Lang, 1985), o para explicar el proceso básico de condicionamiento pavloviano (Rescorla, 1988; Zinbarg, 1993; Wagner, 1981). Pero esa importación de conceptos no es suficiente, por sí sola, para hablar de integración. Para dar respuesta a esta necesidad de síntesis entre enfoques existen dos posibilidades: el eclecticismo o la integración. El eclecticismo propone una recolección de procedimientos específicos, teorías, problemas y objetivos, sea cual fuere su procedencia; la integración, en cambio, pretende una síntesis conceptual entre dos o más enfoques.

Existen múltiples ejemplos de integración de teorías o campos de investigación: la geometría analítica, la teoría sintética de la evolución, la psicología fisiológica o la psiconeuroendocrinoinmunología (que cuenta, según Bunge, con la palabra más larga del idioma español). Para que aparezca una nueva teoría o campo de investigación como resultado de la integración de teorías o disciplinas preexistentes se requiere que (Bunge, 1988):

  1. Compartan algunos referentes, así como algunos conceptos que denotan tales referentes comunes.
  2. Exista algún conjunto (que inicialmente puede ser un conjunto vacío) de fórmulas que relacionen los conceptos de una y otra teoría.
  3. Tales fórmulas estén bien confirmadas.

El eclecticismo en psicopatología ha sido fomentado sobre todo desde el terreno de la psicoterapia, pero este tipo de recolección de procedimientos técnicos específicos solo permite alcanzar puntos triviales de convergencia entre los enfoques. La integración teórica siempre es más recomendable si lo que se busca es una buena síntesis de las alternativas existentes. Tales integraciones, sin embargo, suelen ser propuestas desde enfoques particulares, con lo que se corre el peligro de sobrevalorar las cualidades positivas del enfoque propio y minusvalorar las de los otros que se quiere integrar.

De los enfoques expuestos a lo largo de este capítulo, tal vez el contextual, ejemplificado en la práctica a través de las denominadas terapias de tercera generación, es el que muestra una mayor vocación integradora; pero si bien está claro que rechaza de forma coherente determinados supuestos y prácticas pertenecientes a algunos enfoques, a la vez que selecciona otros cuya procedencia también es diversa, todavía no se ha materializado formalmente tal integración. Esta deseable integración de teorías solo será posible aceptando que para la explicación psicopatológica deben admitirse tanto las relaciones causales intranivel (fenómenos psicológicos normales o anormales que son explicados mediante mecanismos psicológicos) como las relaciones causales internivel y, dentro de estas, tanto las explicaciones «de abajo arriba» (que explican el comportamiento mediante mecanismos del nivel biológico) como las explicaciones «de arriba abajo».

Relaciones causales internivel «de arriba abajo» son las que explican el comportamiento mediante mecanismos sociales (es decir, que dan cuenta del comportamiento de organismos individuales atendiendo a sus relaciones con los sistemas de organismos —sistemas sociales— de los que forman parte). También son relaciones de este último tipo las que permiten explicar fenómenos fisiológicos mediante mecanismos psicológicos. De acuerdo con Ribes (1990), el comportamiento es la dimensión funcional del organismo en su interacción con el ambiente, y nada tiene de oscuro que las funciones biológicas no solo regulen las formas de comportamiento posibles, sino que a su vez se vean afectadas por el contacto funcional que estas formas de comportamiento tienen con las variables contextuales.

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