Capítulo I

Cartago, la cuna

Como en buena parte de las civilizaciones antiguas, los mitos fundacionales ocupan también en Cartago un sitial de privilegio. Indica la leyenda que la ciudad de Cartago fue fundada por una mujer llamada Dido o, según la procedencia de la versión, Elisa, quien era hermana del rey de Tiro, Pigmalión. La existencia de la joven no parece haber estado desprovista de avatares. De hecho, Pigmalión había mandado asesinar a su esposo, el sacerdote Acerbas, por cuestiones de competencia de poderes o por dinero, ya que Acerbas no sólo era la máxima autoridad religiosa de la ciudad, sino también el propietario de una cuantiosa fortuna en oro y joyas que el codicioso rey anhelaba para sí.

Cualquiera haya sido la motivación de Pigmalión, lo cierto es que el lamentable episodio obligará a Dido a abandonar los placeres palaciegos para adentrarse en una vida plena de aventuras. Por lo pronto, y siempre según la tradición más difundida, tras el asesinato de Acerbas, Dido urdió un plan para huir de su cruel y ambicioso hermano. Su estrategia era audaz. Prometió con forzado amor filial entregarle al rey la fortuna en cuestión, para lo que debía, primero, ir a buscarla adonde se hallaba escondida. Su hermano accedió encantado, aunque sospechando las verdaderas intenciones que animaban a la princesa. Heredera al fin de una dinastía de mercaderes marinos, Dido no tardó en embarcarse con un puñado de seguidores, quienes la acompañaron hacia el oeste con destino a Chipre. Era su intención no regresar jamás. Cuenta la leyenda que Pigmalión, receloso de los propósitos de Dido, mandó seguir su nave: si en verdad iban a buscar los tesoros de Acerbas, ellos mismos los tomarían; si los tesoros ya estaban escondidos en la nave de Dido, la abordarían en alta mar para apropiárselos.

Pero resulta que también la joven había pronosticado esta contingencia y tenía bien previsto cómo eludir compañía tan poco deseada. Fue entonces que, en plena travesía, Dido ordenó arrojar por la borda grandes y pesadas bolsas, supuestamente contenedoras del tesoro, por lo que los perseguidores la dejaron huir para concentrarse en la recuperación del mismo. Después de todo, era lo único que les interesaba. Grande sería su frustración cuando, tras haber recuperado las cargas arrojadas al mar, comprobaron que todas ellas sólo poseían arena.

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Imagen de la ciudad de Cartago en la que se ve a Dido y Eneas. Óleo de Claudio de Lorena (1676 -Hamburgo Kunsthalle).

Con su hermano burlado y ya libre de acechanzas, Dido recorrió las aguas meridionales de África, más allá de Egipto y Libia, alcanzando por fin las costas del actual Túnez. Una vez allí y decidida a establecerse, solicitó al monarca de la región una franja de tierra donde fundar una ciudad. El rey local, desconfiado de la extraña presencia, le asignó por toda extensión la tierra que lograra cubrir con la piel de un toro. Pensada como una burla, la propuesta no tardó en convertirse en su propia humillación. En efecto, dotada de un ingenio excepcional, la doncella cortó entonces la piel del animal en tiras tan finas que, unidas entre sí, trazaron una línea divisoria muy extensa, detrás de la cual podía levantar libremente su ciudadela. El burlador, pues, resultó burlado. La astucia, como alma de la futura civilización cartaginesa, echó así sus más profundas raíces.

Dido y sus hombres no perdieron tiempo, y comenzaron a edificar el núcleo original sobre un promontorio bautizado merecidamente Birsa o Byrsa (piel, en púnico), protegido por una muralla. Alrededor de ese centro se extendió la ciudad que fue bautizada Qart Hadasht, nombre que en lengua fenicia significa Ciudad Nueva. Más tarde los griegos la llamaron Karchedon y los romanos Carthago.

El relato, leyenda al fin, dejó de todos modos una huella en el imaginario popular de gran verisimilitud: Cartago fue la hija de la inteligencia, la misma que cimentará un comercio prodigioso que la catapultará como un imperio que sobrevivirá por siglos. La leyenda aportará otro elemento que enmarcará el devenir de la ciudad. Según la tradición, el rey local vencido por la brillantez de Dido pretendió convertirla en su esposa. Ella, en cambio, resuelta a rechazarlo, prefirió quitarse la vida arrojándose a las llamas de una enorme pira que mandó preparar especialmente.

Virgilio, el gran poeta latino, le dio a la saga de Dido un final distinto aunque no menos dramático. Según escribió en La Eneida, el héroe troyano Eneas naufragó en las costas de Cartago, donde pidió a los lugareños auxilio para sus hombres, al menos hasta reparar la nave y continuar viaje. Pero Eneas venía precedido por su gloriosa fama en la guerra de Troya, y cuando la novedad llegó a la corte de Dido fue enviado a buscar para ser recibido con todos los honores.

Cuando la reina lo vio se enamoró perdidamente de él, y muy pronto su amor le fue correspondido. Todo parecía en orden y los placeres más dulces envolvían a la pareja, pero los dioses tenían otros planes para su héroe, y con la inflexibilidad que les caracterizaba movieron una vez más la vida de los mortales. Entonces Júpiter le ordenó a Eneas que siguiera su camino y su misión de levantar un gran imperio, aun superior al de la destruida Troya, y partió presuroso. Dido, con el corazón quebrado por el abandono, se lanzó a una pira funeraria.

Como fuera, lo cierto es que la reina original de Cartago murió abrazada por las llamas, el mismo final que siglos más tarde tendría la ciudad toda a mano de los romanos. La gran paradoja es que Eneas logró sentar las bases de un nuevo y vasto imperio, señalado en algunas tradiciones como el fundador pionero de la mismísima Roma.

La astucia, el fuego y Roma, pues, constituyeron las presencias que marcaron con significativo empeño el surgimiento, la existencia y el fin de Cartago, ciudad que durante siglos constituyó la luz más brillante del mundo mediterráneo antiguo.

La Cartago histórica

En términos históricos, y fuera ya de los singulares márgenes de la leyenda y el relato mitológico, la aparición de Cartago en el mundo mediterráneo respondió a precisos factores sociales y económicos de antigua data, cuyas raíces se remontan hacia el fin del primer milenio antes de Cristo. Por entonces, un importante movimiento migratorio comenzó a acelerarse desde el Cercano Oriente y Grecia hacia el oeste mediterráneo, especialmente en búsqueda de nuevas fuentes productivas.

Principales protagonistas de este movimiento fueron los llamados phóinikes, individuos de diverso origen que, guiados por apetencias económicas, se libraron a excursiones exploratorias dejando a sus espaldas los imperios de la Mesopotamia, el altiplano iránico, Egipto y las cuantiosas ciudades griegas del Egeo y el Ática. Entre los nuevos migrantes no tardaron en destacarse los semitas de Tiro, la poderosa ciudad fenicia. Fueron ellos quienes se aventuraron más allá del estrecho de Gibraltar, las míticas Columnas de Heracles para los griegos, estableciendo su presencia a lo largo del Mediterráneo. Fruto de ello fue la fundación de numerosas ciudades, entre ellas Cartago, acaecida entre mediados y fines del siglo IX a.C. Incluso algunos historiadores –avalados por los descubrimientos arqueológicos realizados en su emplazamiento– indican con más exactitud el año 814 a.C. como inaugural de la misma, casi medio siglo antes de la fundación de Roma, su histórica rival.

Enclave comercial sobre el Mediterráneo, la ciudad se levantó en el noreste del Magreb, en un estratégico istmo con puerto natural que ofrecía una escala ideal para las florecientes líneas comerciales fenicias. Más tarde, con la caída de Tiro en manos de Nabucodonosor II, Cartago sustituyó por completo en importancia a la vieja metrópoli y se convirtió definitivamente en el centro púnico por excelencia.

Hacia el siglo VI a.C. un nuevo acontecimiento aparejó consecuencias decisivas para el ulterior desarrollo de la pequeña ciudadela. El acoso de Tiro, encabezado por el rey asirio Senaquerib, hacia el año 574 a.C., debilitó considerablemente la fortaleza de los fenicios, quienes iniciaron un proceso de decadencia militar y comercial de sus principales ciudades agravado por la continua pérdida de posesiones ultramarinas. En ese contexto, numerosos pobladores huyeron de Tiro y Sidón, encontrando en la lejana Cartago un refugio de excepción donde reiniciar su vida.

Entre los primeros en llegar se contaron enriquecidos mercaderes, los que no tuvieron mayores problemas en conformar una nueva e influyente elite que dirigiera los destinos de la ciudad portuaria.

Desde entonces el crecimiento de la ciudad fue colosal. La posesión de las tierras se resolvió rápidamente a favor de los nuevos dirigentes que desplazaron a los colonos originales y a los habitantes naturales de la región hacia el interior del continente, sometiendo a la población negra a la servidumbre. El tráfico marítimo, tradicional en la economía fenicia, cobró una mayor dimensión que no tardó en hallar límites precisos en la propia estructura portuaria original, incapaz de seguir albergando los volúmenes de mercancías cada vez mayores. La insuficiencia, sin embargo, lejos de producir una crisis paralizante impulsó la construcción de dos nuevos puertos que, por sus cualidades técnicas y capacidad operativa, se convirtieron en los más célebres de la Antigüedad.

La inmediata construcción de los puertos puso de manifiesto toda la capacidad de Cartago para establecerse como potencia económica. Uno de ellos, de uso mercantil, tenía un formato rectangular, a diferencia del otro, de exclusivo uso militar y de forma circular. Según el historiador griego Apiano –una de las principales fuentes clásicas– ambos estaban dispuestos en forma sucesiva. El primero, con salida al mar, se cerraba con unas cadenas de hierro y daba acceso al puerto militar que tenía en su centro una pequeña isla ocupada por un edificio destinado a los mandos. Según aquel, además, los puertos cartagineses tenían capacidad para albergar a unas 200 naves en diques de seis metros de ancho dispuestos en forma radial.

Durante muchos años la descripción dada por Apiano resultó para investigadores e historiadores por lo menos exagerada, cuando no fantasiosa. La arqueología moderna, no obstante, le concedió todos los créditos, sobre todo a partir de las excavaciones realizadas primero por el francés Beulé, hace ya casi un siglo, y posteriormente por el inglés Henry Hurst, en la década de 1970. El primero halló hileras de bloques de piedra que indicaban la existencia de un muelle de unos 1.100 metros con aproximadamente 160 diques. Hurst, por su parte, excavó bajo las posteriores construcciones romanas en Cartago y halló los cimientos de un gran edificio y, saliendo de él en forma de radio, varias hileras de bloques de piedra rectangulares, rastros inequívocos de otros tantos diques que calculó en alrededor de treinta.

Además de la construcción de tan portentosos puertos, y para evitar sorpresivos ataques, los cartagineses rodearon todo el perímetro del istmo con una triple muralla fortificada. De tal forma, Cartago contó con los elementos necesarios para erigirse en una potencia marina y comercial hegemónica en todo el Mediterráneo.

Cartago se expandió con rapidez. Hacia el siglo VI a.C. había sojuzgado a las tribus libias y anexionado las antiguas colonias fenicias, controlando por completo la costa del norte de África, desde el océano Atlántico hasta la frontera occidental de Egipto. También Malta y las islas Baleares cayeron bajo su dominio.

Con mayor población y una clase dirigente económicamente poderosa, Cartago sólo competía con los griegos quienes, afincados en el sur de la península itálica, también disputaron por el dominio de Sicilia –situada a sólo 160 kilómetros de Cartago– y el mar Tirreno. Para griegos y car tagineses, estos puntos resultaban clave para imponer su predominio en el Mediterráneo, por lo que no es extraño que dirimieran su disputa al calor de las armas.

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Cotbon, o puerto militar cartaginés, circunscripto por una muralla triple que ocultaba el interior de la vista enemiga. (Ilustración: Ricardo Ajler).

En el año 535 a.C. los cartagineses, aliados con los etruscos de Caere, fueron derrotados por las flotas griegas en la batalla de Alalia, al este de Córcega. Pero no obstante salir victoriosos, los griegos debieron abandonar esa isla merced a las cuantiosas bajas que sufrieron. De este modo los cartagineses pudieron ocupar buena parte de Cerdeña y Córcega, asumiendo de hecho el control sobre el Tirreno.

El enfrentamiento en Sicilia, en cambio, se prolongó un tiempo más, fundamentalmente por la resistencia de las ciudades de Siracusa y Agrigento –ubicadas en el este y en el sur de la isla–, que resistieron la expansión púnica. Hacia el siglo V a.C. los cartagineses se habían consolidado en la mitad oeste del territorio, estableciéndose en Panormos y Lilibaeum (Palermo y Marsala).

La suerte militar de los cartagineses en Sicilia continuó siendo errática durante muchos años. Fueron derrotados por Gelón, rey de Gela y Siracusa, en el año 480 a.C., aunque posteriormente el equilibrio se rompió en favor suyo, sobre todo cuando el general Himilcón logró tomar en el año 405 a.C. las ciudadelas de Agrigento y Gela. El cambio de situación generó, a su vez, que Dionisio I de Siracusa firmara la paz y reconociera el predominio púnico en el resto de la isla. De todos modos la guerra entre unos y otros se continuó un siglo y medio más, cuando un nuevo actor ingresaría en escena: Roma.

Política y poder en Cartago

Con sus nuevos puertos y murallas fortificadas, la vida en el nuevo faro del Mediterráneo siguió su curso próspero.

La dirección del gobierno recaía, al decir de Pierre Grimal, en un complejo sistema de asambleas, consejos y magistraturas hegemonizadas por una oligarquía poseedora de la mayor parte de las tierras y concentradora del comercio marítimo.

Así las cosas, una suerte de gran Senado, formado exclusivamente por miembros de las familias más influyentes, constituía el núcleo de poder. Este Senado encomendaba la ejecución de sus decisiones a una o dos figuras centrales designadas sufetes o shofetes –literalmente “jueces”, del hebreo shofe–, título que originariamente parece haber sido impuesto por los gobernantes de Tiro. Los shofetes llevaban adelante la administración y la promulgación de las leyes, y para acceder a tal cargo debían también pertenecer a las elites de la ciudad. Según Werner Huss:

“Parece además que las finanzas del Estado eran controladas en definitiva por los sufetes, quienes eran asistidos por un cuestor. Para la ejecución de asuntos oficiales –continúa Huss– los sufetes se servían de las fuerzas de policía, cuyos mandos superiores parecen haber sido ellos mismos”.

Por otra parte, también ellos estaban controlados por una comisión fiscalizadora conformada por ciento cuatro miembros elegidos por el Senado. Esta magistratura parece haber tenido una notable importancia en el esquema político cartaginés –los militares, por ejemplo, debían rendir cuentas de sus campañas ante ella–, y fue creada posiblemente después del siglo IV a.C. Sus miembros sólo podían ser senadores, y sus cargos eran vitalicios, por lo menos hasta que el propio Aníbal, hacia el año 196 a.C., reformó su estatuto haciendo que sus miembros fueran electos cada año, sin que pudieran renovarse en su función.

Otra de las instituciones fundamentales de la antigua Cartago se hallaba dentro del mismo Senado: se trataba de una suerte de Consejo Sagrado, conformado por treinta senadores, al que Tito Livio consideraba de gran poder para dominar al conjunto del Senado cartaginés. Un séquito de numerosos jueces menores completaban el cuadro dirigente.

El pueblo tenía alguna participación activa en la elección de los shofetes y los senadores a través de una Asamblea del Pueblo, cuyos miembros tenían el derecho de expresar libremente sus opiniones. Además, la Asamblea del Pueblo podía tomar resoluciones, pero sólo en caso de ser convocada por los shofetes y senadores. De esta manera, el poder real únicamente podía ser ejercido por miembros de la oligarquía dominante, lo que habla, en el mejor de los casos, de una democracia restringida en sus más elementales principios de libre participación. De todos modos, algunos rastros de sociedad democrática debieron haber tenido su vigencia ya que Aristóteles, por ejemplo, se refirió a la existencia de una Constitución que regía los destinos sociales, jurídicos y políticos de la ciudad. Aún más, en su obra La Política, Aristóteles se refiere a la constitución cartaginesa como “justamente célebre”, como las de Lacedemonia y Creta. Por su parte, Polibio se explayó un poco más en el asunto y vale citarlo ampliamente porque da cuenta, desde su óptica, de los manejos políticos en el imperio cartaginés. Dice Polibio:

“En cuanto al Estado cartaginés, me parece que sus instituciones han sido, en sus características esenciales, bien concebidas. Tenía reyes; el consejo de ancianos, de naturaleza aristocrática, disponía por su parte de determinados poderes y el pueblo era soberano en las cuestiones que eran de su incumbencia. En conjunto, el reparto de poderes en Cartago se parecía al que había en Roma y en Esparta. Pero en la época en que comenzó la guerra de Aníbal, la Constitución cartaginesa se degradó y la de los romanos demostró ser superior. La evolución de todo individuo, de toda sociedad y política, de toda empresa humana está marcada por un período de crecimiento, un período de madurez, un período de decadencia. Y es en el momento de la madurez cuando se alcanza el grado más alto de eficacia en todos los órdenes. Es en eso donde se sitúa la diferencia entre las dos ciudades. Los cartagineses habían conocido la pujanza y el expansionismo algún tiempo antes que los romanos y habían sobrepasado entretanto el estadio del apogeo, justo en la época en que Roma, para la cual no era tan importante su sistema de gobierno, se hallaba en plena fuerza. En Cartago, la voz del pueblo se convirtió en la predominante en las deliberaciones, mientras que en Roma, el Senado se hallaba en la plenitud de su autoridad. Entre los cartagineses, era la opinión de un elevado número la que prevalecía; entre los romanos, de la elite de los ciudadanos, de suerte que la política llevada por estos últimos era la mejor y pudieron, a pesar de las aplastantes derrotas, imponerla finalmente en la guerra contra Cartago gracias a la sabiduría de sus decisiones”.

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Representación del momento en el que Marco Atilio Régulo se embarca hacia Cartago. En la pintura aparecen el cónsul, la nobleza y por detrás el pueblo. El sistema de gobierno cartaginés, al igual que el romano o el espartano, se basaba en un senado aristocrático.

La diplomacia fue otro de los decisivos roles también ejercido por la elite gobernante. Fundamental en el curso de las transacciones comerciales con los más diversos pueblos del Mediterráneo, los cartagineses eran hábiles en el manejo del protocolo, las lenguas y las costumbres de sus vecinos, y eficaces y efectivos en las artes de la negociación. En tal dirección, supieron conformar un cuerpo diplomático prestigioso por su capacidad para concertar provechosas alianzas y tratos que en su practicidad impulsaran aun más las posibilidades expansionistas de Cartago.

Pero así como era importante la estructura administrativa y jurídica de la ciudad, no parece haber tenido una dimensión de similar importancia la carrera de las armas, por lo menos en un principio, posiblemente por lo poco preocupante que le parecían sus vecinos africanos. Con el tiempo, y sobre todo a partir del siglo VI a.C., consideraron la cuestión militar con mayor atención, especialmente, al decir de Huss:

“…si no se quería aceptar una merma de los intereses cartagineses territoriales y político-mercantiles por obra, de una parte, de los libios, y por otra, de los etruscos y, en especial, de los griegos”.

Paulatinamente, pues, Cartago comprendió la necesidad de estructurar una organización militar para sostener la expansión económica.

En este esquema, la marina de “guerra” tenía su lugar de privilegio, ya sea como protección de las naves mercantiles o de los mismos puertos de la ciudad, y con los siglos llegó a convertirse en la pesadilla de los imperios rivales. De hecho, durante las posteriores guerras púnicas, Cartago echará al mar una flota de aproximadamente 350 grandes embarcaciones con unos 150.000 hombres, equiparable, según Aymard y Auboyer, con la de Atenas de los siglos clásicos. Será también durante los años de sucesivas empresas militares contra los griegos, primero, y contra los romanos posteriormente, que Cartago dio cabida a grandes estrategas, quienes asombraron con sus campañas al mundo antiguo todo. De alguna manera, no es posible explicar los genios estratégicos de la dinastía de los Magónidas y la de los Barca sin algún tipo de fermento iniciado en el corazón mismo del expansionismo cartaginés. Tampoco la fuerza militar terrestre de los púnicos era poca, y en términos generales operaba más allá de los límites de la ciudad y, principalmente, en los extensos territorios ultramarinos adonde llegaba su influencia. Los datos de los que se disponen remiten fundamentalmente al período de confrontación con los romanos. Aníbal, por ejemplo, contaba con una dotación aproximada de 120.000 soldados y realizará su fantástico cruce de los Alpes con casi la mitad de ellos. Por operar justamente en territorios alejados y obligados a marchas permanentes y extensas, el ejército cartaginés careció de una importante cantidad de maquinarias de guerra, como catapultas y arietes, aunque sí contó durante la dirección de Aníbal con la inestimable presencia de elefantes, posiblemente de origen hindú, aunque su utilización y eficacia haya sido sobredimensionada por el imaginario popular.

Más notorio parece haber sido la utilización conveniente de recursos humanos originarios de las regiones conquistadas. Sobre todo a partir de que el imperio cartaginés adopta en Europa dimensiones continentales, Cartago impone una suerte de servicio militar obligatorio y una contribución en tropas auxiliares que le serán de suma utilidad, por ejemplo, en las campañas italianas. De todos modos, esto implicó para el ejército cartaginés una complicación extra, puesto que la dirección de tropas tan poco homogéneas constituyó en algunas oportunidades un problema que ni aun el genio estratégico de Aníbal pudo resolver por completo. No fue el único inconveniente que debió afrontar el ejército de Cartago. Empeñado en tierras alejadas, el aprovisionamiento y el financiamiento del mismo implicó renovados esfuerzos que, si bien fueron generalmente satisfechos, plantearon un desgaste formidable. Más adelante nos ocuparemos detenidamente del ejército púnico.

Las posibilidades de un desarrollo autónomo de la casta militar que persiguiera intereses particulares y propios parece también haber sido una preocupación de los sectores dominantes, aunque los indicios de acciones del tipo conspirador son relativamente pequeños en relación a la cantidad de siglos que sobrevivió el imperio. Es posible que la falta de desarrollo de los militares como casta con intereses propios haya sido el resultado de una doble condición que sobrevoló a los generales cartagineses. Por un lado, tenían excelentes relaciones con la elite gobernante o eran directamente parte de ella, como el caso de los Magónidas y los Barca. Por otro lado, los dirigentes políticos de Cartago instituyeron las acciones del Tribunal de los Ciento Cuatro, ante el cual los militares debían dar sagrada rendición de cuentas de sus éxitos y fracasos, y cuyas sentencias morales podían engrandecer un apellido o sumirlo en la más vergonzante de las acusaciones y la muerte. De hecho, hay registros de algunos generales cartagineses que terminaron ajusticiados, ya sea por probada impericia profesional o por sospechas de aspiraciones de poder. Cualesquiera hayan sido los motivos, lo cierto es que la elite dirigente tenía como objetivo impedir que los militares tuvieran una influencia propia desmedida y, sobre todo, incontrolable. En ese sentido, la figura de Aníbal será una espina en los tradicionales intereses del Senado púnico.

La sociedad cartaginesa

El poder en Cartago lo ejercían fundamentalmente los representantes de las grandes fortunas e intereses económicos. De alguna manera, esta clase propietaria y rica constituía la realeza local. Diógenes Laercio consideraba a la realeza cartaginesa como “ajustada a las leyes”, y en este punto señalaba la notoria diferencia entre cartagineses y macedonios, pues en este Estado primaba la “realeza fundada en la sangre”. Siguiendo este razonamiento, Huss sintetiza:

“En Cartago no es el nacimiento real, sino el personal compromiso dentro del espacio de la Constitución, lo que abre el paso a la realeza –un compromiso inimaginable sin la posesión y la garantía de una considerable fortuna–”.

Pero a su vez, la dirigencia política y económica de Cartago estaba seriamente dividida según sus intereses particulares, es decir, según el origen de sus riquezas: el comercio, por un lado; la producción agrícola, por el otro. Montesquieu hace una síntesis ejemplar de la situación imperante en la época de confrontación contra Roma:

“De las dos facciones que reinaban en Cartago –escribe– una quería siempre la paz, otra, siempre la guerra; era, pues, imposible ni gozar de una ni hacer la otra en buenas condiciones”.

Y concluye:

“Mientras en Roma la guerra servía para reunir todos los intereses, en Cartago los separaba más y más”.

En su lúcido retrato de las diferencias entre estos dos enemigos implacables, Montesquieu traza las líneas diferenciales de una dirigencia y otra:

“Cartago, que con su opulencia luchaba contra la pobreza romana, tenía por eso una desventaja: el oro y la plata se consumen; la virtud, la constancia, la fuerza y la pobreza no se agotan jamás. Los romanos eran ambiciosos por orgullo; los cartagineses por avaricia; unos querían mandar; los otros, adquirir; éstos, calculando sin cesar las pérdidas y ganancias, hacían la guerra, pero no la amaban.”

La población de Cartago

Lamentablemente no son demasiados los datos que se tienen de la situación de la población cartaginesa, aunque diversas fuentes nos acercan un poco a su cotidianidad. Según algunas estimaciones, hacia el siglo VI a.C. la población sumaba entre doscientos y trescientos mil habitantes; Estrabón, por su parte, estima que para poco antes de la desaparición de Cartago su población oscilaba alrededor de los 700.000 habitantes. Si bien esta última cifra parece exagerada, sobre todo en un período pos bélico, hay que tener en cuenta la alta migración que Cartago recibía desde numerosas poblaciones vecinas, inclusive de los griegos de Sicilia. Más vagos aún son los datos que aporta Kienitz, quien sostiene que en la “gran ciudad de Cartago” antigua habitaban unas 120.000 personas, aunque advierte que el cálculo reviste “poca seguridad”. De todos modos, más allá de las variadas estimaciones, se sabe con certeza que por lo menos desde el siglo VI a.C. Cartago era una ciudad populosa.

Según Huss, la sociedad cartaginesa estaba dividida en dos estratos, uno superior –propietarios ricos– y uno inferior –labradores, pescadores, obreros navales, transportistas, marineros, etc. – , que:

“…no habrían estado rigurosamente separadas una de otra, pero la ascensión del estrato inferior al superior sólo podía ser lograda por unos pocos”.

También había una importante población esclava, formada especialmente por prisioneros capturados en las expediciones militares en el norte de África, Sicilia y Cerdeña. En general, los esclavos podían pertenecer tanto al Estado como a particulares, y eran empleados en diversas tareas domésticas, manufactureras, rurales y como remeros en la marina mercante.

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Interior de un palacio cartaginés donde resalta la presencia de una gran piscina. La nobleza vivía en confortables mansiones que no tenían nada que envidiarle a las romanas.

Excluyendo la población esclava y una importante cantidad de trabajadores rurales, la población urbana se distribuía en casas de alto, los más pobres, y en soberbios palacios con jardín y piscina, los más acaudalados. También abundaban los templos y los baños públicos. Vale la pena citar en extenso un pasaje de Salambó, novela de Gustave Flaubert, más teniendo en cuenta que para la composición de su obra leyó y respetó numerosas fuentes clásicas. Dice el genial escritor:

“Por detrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de forma cúbica. Eran de piedra, de tablas, de guijarros, de cañas, de conchas y barro apisonado. Los bosques de los templos formaban como lagos de verdor en esta montaña de bloques, pintados de diversos colores. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándola de un extremo a otro. Se distinguían los recintos de tres viejos barrios, ahora confundidos, destacándose acá y allá como grandes escollos, en los que se alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos, muy manchados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles por sus amplias aberturas como ríos bajo puentes… El azul del mar, destacándose en el fondo de las calles, hacía parecer a éstas, por efecto de perspectiva, más escarpadas”.

En general, el paisaje urbano de la Cartago antigua denotaba una fuerte influencia helenística, con calles trazadas en forma regular y manzanas perfectamente delimitadas, donde abundaban drenajes de agua, sistemas cloacales, escaleras, y hasta sectores pavimentados.

De la vida cotidiana del pueblo apenas si quedan testimonios, especialmente aportados por historiadores y escribas romanos quienes, debido a la histórica rivalidad entre ambas ciudades, resultan habitualmente hostiles en sus juicios. Sabemos que la lengua y los rasgos de los cartagineses no ocultaban su origen semítico. De tez color oscura, en general lucían largas barbas sin bigote, y gustaban llevar turbantes. Los más pobres, que probablemente procedían de mezclas con la población indígena y que por tanto tenían la piel más oscura, vestían una suerte de largo camisón que les llegaba hasta los pies. El calzado generalizado era la sandalia. Las personas más acaudaladas, en cambio, llevaban trajes elegantes, bellamente adornados. Entre las mujeres, habitualmente confinadas en sus hogares, abundaban los velos; sólo aquellas que alcanzaban cierto rango dentro de la carrera sacerdotal solían portar vistosos vestidos.

Los escribas, literatos e historiadores romanos han pintado al pueblo cartaginés con cierto aire despectivo y burlón. Para Polibio, por ejemplo, el cartaginés era un individuo esencialmente aprovechador. Plutarco no fue menos crítico:

“Su carácter es triste y sombrío, son serviles con los magistrados y duros con sus súbditos; sin constancia en los peligros, se dejan arrebatar sin medida por la cólera, se obstinan cuando han decidido algo y rechazan inhumanamente todo lo que encanta, todo lo que es bello”.

También ambos coinciden en caracterizarlos como grandes bebedores e insaciables comensales, siempre bien dispuestos a pasar noches de tabernas y juergas. Flaubert retrata una cena de soldados en Cartago donde abundaba la carne de:

“…antílopes con sus cuernos, pavos con sus plumas, carneros enteros guisados con vino dulce, piernas de camello y de búfalo –entre otras delicias con las que se hartaban–, en esa actitud pacífica de los leones cuando despedazan su presa.”

Estas características, no obstante, no eran únicas, y hasta parecen reñidas con las sugeridas por otros relatos de los propios romanos. De hecho, la vida cultural, artística y espiritual de los cartagineses acerca alguna luz al respecto.

Cultura y religiosidad en Cartago

Que los cartagineses no se distinguían por sus hábitos gastronómicos como actividad excluyente es un dato comprobado, mal les pese a los escribas pro romanos de entonces. Se sabe, por ejemplo, que cuando Escipión el Menor arrasó la ciudad encontró numerosas bibliotecas, dato que sugiere una cierta vida y riqueza cultural. Huss señala al respecto:

“…no hay duda alguna de que existió una extensa literatura púnica. Esto se infiere ya – continúa el autor – de la observación de Plinio el Viejo, según el cual el Senado romano después de la ruina de la ciudad regaló a los 'dinastas de África'… las existencias de las bibliotecas cartaginesas, que probablemente habían estado guardadas en los templos”.

En verdad, nada de esto resulta extraño teniendo en cuenta que los fenicios inventaron la escritura alfabética, aunque, como es sabido, no se hayan recuperado textos en lengua cartaginesa original. De hecho, del famoso Periplo de Hannón y de los escritos sobre agricultura de Magón apenas si se conservan sus versiones griegas y latinas.

De todos modos, algunos indicios dan por sentado que desde muy temprano existieron narraciones mitológicas, como así también una importante literatura historiográfica, puesto que ya el propio Avieno certifica la presencia de “viejos anales púnicos”.

La actividad cultural de los antiguos cartagineses también puede rastrearse en su arquitectura y creaciones artísticas, aunque de ellas también han quedado exiguas muestras después de que Roma arrasó la ciudad con particular saña.

Los griegos subrayaron la belleza de la ciudad de Cartago y sus ornamentaciones, en tanto los pocos restos arqueológicos descubiertos hablan de la influencia escultórica greco-fenicia.

Tal vez donde mejor puede detallarse la arquitectura y el arte cartaginés es en su confluencia con lo sacro, donde se identifica con la arquitectura de la metrópolis fenicia, a su vez influenciada primero por la arquitectura sagrada egipcia y luego por los griegos.

Como se sabe, la espiritualidad de los cartagineses abunda en relatos. Herederos de la cultura y religiosidad fenicia, tomaron también sus dioses aunque con ligeros cambios nominales: así, el Baal-Moloch y Astarté de Tiro y Sidón, ellos los rebautizaron Baal-Haman y Tanit. También rindieron culto a Mellcart (literalmente “llave de la ciudad”), a Ehsmun, el señor de la riqueza y de la buena salud, y –no podía estar ausente– a Dido, la reina fundadora. La forma en que los cartagineses adoraron a sus dioses fue particular, ofreciéndoles recurrentes sacrificios de sangre con cabras y vacas, especialmente a los dioses menores, y con niños cuando se trataba de Baal-Haman, según los relatos de Plutarco, Tertuliano y Diodoro. El sacrificio de estos últimos también estaba ligado al fuego, destino final de los sacrificados. Los estudios arqueológicos permitieron echar un poco más de luz en todo esto. Así, se descubrió al sur de la colina Byrsa un santuario (tofet) en donde se realizaban sacrificios humanos. Allí se hallaron grandes cantidades de urnas funerarias de cerámica que contenían restos de niños recién nacidos y de entre dos y cuatro años, sacrificados en ceremonias consagradas a Baal-Haman y a Tanit.

Carl Grimberg señala la existencia de una gran estatua dedicada al dios Baal, realizada en oro macizo y ubicada en un templo cuyo techo también estaba recubierto de placas del mismo material. Flaubert mismo describe en la novela ya citada un paisaje urbano con numerosos y lujosos templos:

“El de Kamón, enfrente de los Sisitas, tenía tejas de oro; el de Mellcart, a la izquierda del de Ehsmun, ostentaba en su techo ramas de coral; el de Tanit, más allá, redondeaba entre palmeras su cúpula de cobre, y el templo negro de Moloch estaba al pie de las cisternas, del lado del faro.”

Los registros arqueológicos también hablan de cierta producción ceramista de cualidades esencialmente utilitarias y de una marcada inclinación hacia la joyería, a la sazón una de sus más particulares exportaciones. Esto lleva a Huss a señalar que:

“Si no nos engañamos, los artistas cartagineses desarrollaron su mayor maestría en el ámbito de las artes menores profanas y sacras: en la fabricación de monedas, lámparas, trabajos de marfil, objetos de adorno, sellos, pendientes, amuletos, estuches para amuletos, las llamadas navajas de afeitar, cáscaras de huevo de avestruz pintadas, y más cosas”.

También se descubrieron trabajos en terracota, en general estatuillas cilíndricas, sumamente simples, ocasionalmente decoradas con pinturas.

El imperio económico púnico

El poderío de Cartago tenía una base esencial en su prodigiosa economía mercantil. En sus orígenes, este desarrollo fue relativamente dependiente de sus relaciones con Tartessos y otras ciudades de la península ibérica, de donde obtenía grandes cantidades de plata y estaño, esenciales para la fabricación de bronce, el metal más preciado por casi todas las civilizaciones contemporáneas. Las rutas comerciales que desde los inicios transitaron habían sido heredadas de Tiro, aunque luego las proyectaron hacia el noroeste de Hispania, las islas británicas –a donde a mediados del siglo V a.C. llegó la expedición de Himilcón– e incluso hasta Senegal, en la costa atlántica africana, donde se proveyeron de metales preciosos como el oro.

Ninguna otra civilización tenía bajo su dominio las artes de la navegación como ellos. Eso que Giancarlo Susini define como un “auténtico sentido del mar”, es decir, la capacidad para reconvertir el enigmático e inconmensurable mar en la fuente primordial de su riqueza y su seguridad. En este sentido, la pericia marinera de los púnicos era inigualable.

“Las naves, los remos, los cordajes, las velas – subraya Susini – eran tan importantes como el vigor de los remeros y la maestría de los pilotos; a esto debe agregarse el conocimiento de las costas y de los puntos de posible recalada (posibilidad de reabastecimiento, maderas para reparar las naves, fuentes en las cuales obtener agua dulce…) y la capacidad de traducir las nociones marineras en perfiles cartográficos, en derroteros.”

Las naves púnicas eran de tipo “panzona”, es decir anchas y de gran capacidad, dotadas de remos y una gran vela rectangular soportada por el mástil mayor. En algunas se distinguía una proa levantada y bellamente adornada con la figura de una cabeza de caballo, de ahí que los griegos las llamaran hippos. En general, las naves comerciales eran celosamente custodiadas por naves de guerra, entre las que destacaba el llamado “trirreme”, que poseía treinta remos dispuestos a lo largo de ambos lados de la nave y dos espolones de proa. Luego fue más desarrollada y se la dotó de cincuenta remos –la “quinquirreme”–, cuya velocidad era muy superior. Romanos y griegos no tardaron, a su vez, en incorporar para su marina este tipo de naves. Volveremos sobre esto.

El mismo hecho de que naves cartaginesas al mando de Hannón hayan recorrido la costa atlántica de África hasta lo que los investigadores sitúan en el río Senegal, es un acontecimiento único tanto por su envergadura como por su coordinada organización. Dicho periplo se conoce con detalle a partir del descubrimiento del único texto cartaginés que sobrevivió hasta la fecha, el diario de navegación del propio Hannón, un testimonio inigualable para retratar esa particular relación entre los cartagineses y el mar. Hannón emprendió su recorrido con 60 barcas trasladando aproximadamente unos 30.000 hombres y mujeres. Durante su viaje fundó siete colonias, lo que da cuenta de las dimensiones exploratoria-colonizadora de su empresa, siendo Cerne la más alejada de ellas. Posteriormente avanzó hasta hallar un gran río donde abundaban hipopótamos y cocodrilos.

Exploraciones de este tipo fueron frecuentes; Kienitz señala que alcanzaron las islas Canarias, las Azores y las “Islas Casitérides”, en la costa occidental de Bretaña, para luego seguir rumbo a Inglaterra e Irlanda. La certeza, pues, de que los cartagineses explotaron su dominio marítimo en pos de nuevas rutas de acceso y el descubrimiento de plazas donde obtener materias primas –y, a su vez, abrir mercados a sus exportaciones– es un hecho indiscutible.

Las expediciones cartaginesas no obturaban el ejercicio del comercio, sino que, por el contrario, lo intensificaban. El mismo Heródoto proporciona una descripción sin igual acerca de las prácticas de este tipo, cuya modalidad asombra por su disciplina y ordenamiento:

“Los cartagineses – describe el historiador griego – desembarcan en la playa sus mercancías para exponerlas. Regresan a los barcos y hacen humo para avisar a los indígenas. Éstos, al ver el humo, se acercan al mar y colocan al lado de las mercancías el oro que ofrecen para el cambio, y luego se retiran. Los cartagineses vuelven a bajar a tierra y miran lo que han dejado. Si les convence, cogen el oro y se van. Si no, vuelven a subir al barco a la espera de que los nativos mejoren su oferta”.

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Monedas cartaginesas con la imagen de un jinete númida y un africano osprey. Síntesis del negocio y la guerra, los pilares fundamentales de la economía cartaginesa.

El potencial comercial de los púnicos era por demás variado, aunque es evidente que se inclinaron por mercaderías de utilidad general, lo que garantizaba su demanda: telas, vasijas, ropa de cama, cerámica, joyería y cristalería sencilla y económica. También comerciaban animales salvajes que capturaban en las junglas africanas vecinas, fruta, nueces, marfil y maderas. Por otra parte, la venta de metales, especialmente estaño, plata y oro, les proporcionó una considerable cantidad de clientes y, por supuesto, de riquezas. Todas estas mercaderías se transportaban rápida y cuidadosamente desde Grecia hasta la península Ibérica, distribuyéndose a ambas márgenes del Mediterráneo. Además, otros comerciantes cartagineses recorrían por tierra nuevos itinerarios buscando especies, materias primas y manufacturadas para llevar a su ciudad y eventualmente embarcarlas para los pueblos vecinos, siempre ávidos de novedades. Si en sus recorridos los hallazgos ameritaban una expedición mayor, el gobierno cartaginés se encargaba de financiarla y ponerla en marcha. El comercio, pues, fue la principal e inicial fuente de sus riquezas, siendo sus más importantes clientes tanto los pobladores de las regiones conquistadas como sus propios coterráneos, colonizadores de diversos puntos del Mediterráneo.

Pero que el comercio haya sido, efectivamente, la substancial fuente de riquezas de Cartago, no significa que haya sido la única, una noción generalizada y que de alguna manera obtura una mejor conceptualización de un pueblo cuyos ingenios eran mayores. De hecho, la explotación minera y agropecuaria no le fueron ajenas y contribuyeron grandemente tanto en el desarrollo económico púnico como en la gestación de una conciencia de sus potencialidades como imperio, elemento esencial en la conformación de una dirigencia capaz de conquistar buena parte de Europa.

Los cartagineses redujeron a la esclavitud a importantes sectores de la población indígena del África, a los que condenaron a producir en las minas de oro y a organizar una explotación rural y arbórea intensiva. Los expertos marinos, pues, no tardaron en incorporar una organización extractiva eficiente y las artes helenas de la agricultura, incentivados sin duda por los casi virginales yacimientos y los fértiles suelos que fueron descubriendo y ocupando tanto en el viejo mapa europeo como en el del continente negro. Es particularmente notorio el testimonio brindado por Diodoro, escrito en tiempos en que la dinastía siciliana de Agatocles incursionó en África en un intento de neutralizar el poderío cartaginés. Diodoro manifiesta el cuadro que sus expedicionarios hallaron en tierras bajo influencia cartaginesa: campos perfectamente organizados en los que se destacaban, siempre según su relato:

“…huertos y vergeles de toda clase, cortados por numerosos arroyos y acequias que regaban las menores parcelas. Sin ninguna discontinuidad – continúa – se veían magníficas casas de campo enjalbegadas y construidas con esmero. Por su aspecto denotaban la riqueza de sus propietarios… La tierra estaba cubierta de viñas, de olivos y de otros árboles frutales. A ambos lados de la llanura –concluye admirado– pastaban rebaños de bueyes y de ovejas. En las hondonadas se veían caballos. En resumen, en esos lugares se revelaba una abundancia de bienes de toda clase…”.

Fuera fruto de su observación directa –que algunos historiadores ponen en duda– o de un comentario recibido, lo cierto es que el detalle que brinda de las producciones cartaginesas trasciende la idea vulgarizada del exclusivo ejercicio de la compra-venta. Por otra parte, está fehacientemente documentado que uno de los mayores agrónomos antiguos fue el cartaginés Magón –probablemente entre finales del siglo IV a.C. y III a.C.–, cuyo texto sobre horticultura en veintiocho tomos sorprendió a propios y ajenos, llegándose a convertir en una pieza fundamental para los agricultores romanos y griegos. El desarrollo agrario de Cartago, pues, fue de suma importancia y, lejos de caracterizarse como una explotación de subsistencia –como durante tanto tiempo fue la romana, por ejemplo–, tenía como finalidad “capitalista” –según la expresión de Grimal– “dejar la mayor ganancia posible al propietario”. Consecuentemente, y siempre según el mismo historiador, “la agricultura cartaginesa era una de las más 'científicas' del mundo”.

El auge comercial de Cartago, especialmente a partir de la mitad del siglo IV a.C. fue correspondido también con un rápido desarrollo monetario, evidente a partir de la aparición de las primeras monedas acuñadas de bronce, de plata y de oro, aunque es cierto que mostró cierto retraso en relación a Grecia, en donde la moneda circulaba desde hacía bastante tiempo.

Organizada política, administrativa y jurídicamente, poseedora de una fuerte estructura militar y naval, y atiborradas sus arcas por las exitosas empresas productivas y comerciales, Cartago se erigió como una ciudad próspera que no dejaba de extenderse hacia el interior del continente. Entre los siglos IV a.C. y II a.C., Cartago ya se había constituido en una ciudad-república de indiscutible poderío. No resulta extraño que en ese contexto surgiera una dinastía, la de los Barca, llamada a engrandecer su propia historia. Aníbal será su más valiosa perla.