Sandra Sanz (ssanzm@uoc.edu)
Amalia Creus (acreus0@uoc.edu)
Universitat Oberta de Catalunya
Compartir la manera de hacer las cosas es tan antiguo como la propia humanidad. A lo largo de su evolución el ser humano se ha aprovechado de las experiencias de sus congéneres para poder progresar. Podemos recuperar muchos momentos de nuestra historia donde se pone de manifiesto esta predisposición innata a cooperar. La evolución de los sistemas económicos nos ofrece buenos ejemplos en este sentido. Desde la prehistoria hasta la era moderna y la emergencia de la nueva economía, la capacidad de aprender con los demás ha sido un elemento clave para la transmisión del conocimientos y para la creación de tecnologías como la agricultura, la alfarería o la Internet.
Por otra parte, hay quienes, como Kropotkin (1920), hace mucho han defendido que la tendencia natural del hombre a compartir sus experiencias y su conocimiento tiene un origen biológico. En efecto, la bilogía y más recientemente la etología nos brindan interesantes descubrimientos sobre el comportamiento animal y su interacción con el medio, y nos recuerdan que podemos aprender mucho sobre nuestra propia especie prestando atención a cómo se organizan los sistemas de cooperación entre otros animales sociales, como por ejemplo las hormigas, las ballenas o las abejas.
Pero si bien resulta razonable pensar que la sociabilidad es una condición innata del animal hombre, en cierto modo las nuevas tecnologías (especialmente Internet y las herramientas web 2.0) nos están ayudando a recordar algo que, en la premura del capitalismo, podríamos estar olvidando: nuestra predisposición cooperar y a compartir el conocimiento. Así lo han señalado bajo diferentes epígrafes autores como Lévy, Rheingold o Mao, entre otros teóricos de la era digital. La inteligencia colectiva, las multitudes inteligentes o el Sharismo son solamente algunas de las teorías y neo filosofías que buscan nombrar y dar sentido a los valores y practicas sociales que emergen o se reinventan en la era digital. Pero, ¿realmente era necesario llegar al escaparate de Internet para ser conscientes de esto? Desde Vigotsky (1978) a Salomon (1993) ya se evidenciaba que el conocimiento no reside de manera exclusiva en un único individuo sino que se encuentra distribuido entre las personas, en los artefactos y el propio entorno. Pero parece que lo habíamos olvidado.
Este texto es una invitación a reconocernos como animales sociales. Un ejercicio que puede resultar desesperanzador si tenemos en cuenta las grandes desigualdades que atraviesan nuestra historia social. Sin embargo, mirar hacia atrás significa también buscar en la herencia de nuestra propia especie aquello que nos hace más humanos: la necesidad de convivencia y reconocimiento mutuo como condición fundamental para sobrevivir y progresar.
Por lo que conocemos del paleolítico (2, 5millones de años a 10.000 años a.C.) podemos decir que éste se basaba una economía cazadorarecolectora muy sencilla. Con ella los hombres conseguían comida, leña y materiales para sus herramientas, ropa o cabañas. Se cree que no debía existir división del trabajo ni especialización. Cada miembro del grupo era autosuficiente y capaz de hacer de todo para sobrevivir, al margen de las capacidades individuales, mayores en unos individuos que en otros. Sí que parece que podría haber habido una tímida división del trabajo en función del sexo o por edades. La igualdad social parecía ser la única opción en una economía en la que no existían los excedentes y en la que no solo podía acumular riqueza. La integración en la naturaleza dependía así de la cohesión de un grupo igualitario en el que todos trabajan, no por propio beneficio, sino por voluntad, por convencimiento y por la supervivencia común.
El cambio climático que se sufrió a finales del Mesolítico y principios del Neolítico (8.000 a.C.) provoca una lenta conversión de la economía de subsistencia basada en la caza hacia una economía más estable de base ganadera y apoyada en los cultivos. El Neolítico – Nueva Edad de Piedra, por contraposición al Paleolítico o Antigua Edad de Piedra - responde a los hallazgos de herramientas de piedra pulimentada que acompañaron al desarrollo y expansión de la agricultura. Hoy día se define el Neolítico (el término fue cuñado por John Lubbock, colaborador de Darwin, en 1865) precisamente en razón del conocimiento y uso de la agricultura o de la ganadería, que normalmente (aunque no necesariamente) estaba acompañado por el trabajo de la alfarería.
De esta economía basada en la ganadería surge la trashumancia, que pone en contacto a los pueblos y, consecuentemente, facilita la comunicación entre gentes de culturas, tierras y tribus diversas. La emigración de tribus y la difusión de técnicas, que cada grupo aprende del grupo vecino, va extendiendo las culturas neolíticas desde su foco originario hacia el resto del mundo. De estos contactos y del desarrollo simultáneo de la agricultura surgen, entre otras cosas, los primeros molinos manuales para moler los granos que se cultivan. Los avances en la agricultura y los usos que se iban dando a los frutos de ésta fueron creando nuevas necesidades. Es fácil intuir que entre los grupos que coincidían en sus desplazamientos se diera intercambio de conocimiento y aprendieran unos de otros a extraerle un mayor rendimiento a las cosechas, con nuevos sistemas de almacenamiento y con la generación de los derivados como la harina.
Otro descubrimiento de capital importancia para la vida del hombre, y que tuvo un desarrollo muy rápido, es la alfarería. Antes, para almacenar los líquidos se usaban calabazas vacías, sin embargo este material no soporta el calor del fuego, por lo que no se podían calentar los alimentos en él. Por otro lado, para almacenar los sólidos se utilizaban los cestos de mimbre pero que, obviamente, no servían para contener agua. Posteriormente, a través de la práctica y la compartición de las experiencias de cada uno, descubrieron que se podían impermeabilizar los recipientes de mimbre con la arcilla secada al sol y poco después cocida al fuego. Más tarde aprendieron a crear recipientes sólo de arcilla utilizando para darle forma un esqueleto de mimbre muy simple. El último paso en este proceso de aprendizaje fue trabajar la arcilla directamente, sin moldes. La alfarería permitió así la construcción de recipientes para líquidos y facilitó enormemente la vida del hombre, que ya no necesitaba estar permanentemente en las cercanías del agua, o realizar a menudo largos recorridos para abastecerse.
Las tecnologías y las formas de organización social que se han sucedido a lo largo de la historia pueden enseñarnos muchas cosas sobre nuestra natural tendencia a lo comunitario y lo colaborativo. Por ejemplo, la organización en unidades familiares, que desde el principio de los tiempos emerge para dar respuesta a nuestra necesidad de subsistir y de proteger a los miembros más jóvenes e indefensos de una comunidad. Un ejemplo representativo de ello es la gens romana. André Piettre (1962) explica que, al igual que el genos griego, la gens romana formaba una célula social que se constituía como una familia, aunque no en el sentido actual, sino como un grupo de personas que pretendían descender de un antepasado común. Asimismo, al igual que el genos, la gens también agrupaba bajo su dependencia a “clientes” unidos a los “patrones” (que se han podido comparar a los vasallos ligados a sus señores). La gens se extendía sobre el suelo de una propiedad colectiva, formando así una especie de autarquía jurídica y económica en que “debía reinar un espíritu de solidaridad y dependencia mutua”.
Los ciudadanos romanos, al igual que en la prehistoria, también buscaron el cobijo y el amparo que supone la comunidad. La pertenencia a una determinada gens comprendía una serie de derechos y obligaciones con respecto al resto de miembros, por ejemplo, el deber de socorro mutuo, el derecho a poseer las propiedades de la gens, a ser sepultado en el lugar común, o la prohibición de contraer matrimonio con un miembro de la misma gens. Fuera de ella “el individuo no era nada, carecía de derecho, como carecía de dioses”(Cuq, 1904). Así, a través de la familia, en el sentido más amplio de la palabra, aunaban fuerzas y asumían un compromiso común en pro de la riqueza y la prosperidad de la comunidad.
La gens nos permite pensar la sociedad romana como una sociedad que supeditaba los intereses individuales a los de sus familias y los de los bienes públicos. Una sociedad campesina que convirtió la agricultura en su principal modo de vida, basándose en una economía simple lejos de los intereses mercantilistas propios de las sociedades capitalistas. Una sociedad, en definitiva, que fiel a las tradiciones aunó las fuerzas familiares y alineó sus intereses con los intereses públicos, cultivando así una sociedad fuerte que serviría de simiente para la gran fruta madura que fue el Imperio Romano. La sociedad romana había de guardar largo tiempo la huella de este régimen primitivo ligado a los orígenes de la fundación de Roma (753 a.C.), como lo prueban la autoridad del “paterfamilias” y la institución del “heredium”, propiedad colectiva del recinto familiar, del que todavía nos hablaría Cicerón1.
De la Roma Antigua nos adentramos en la Baja Edad Media (s. X al XV) para analizar un proceso tan ilustrador como apasionante: los gremios. El gremio era una asociación económica de origen europeo (aunque se implantó también en las colonias) que apareció en las ciudades medievales y se extendió hasta finales de la Edad Moderna (s.XVII). Se trataba de organizaciones que agrupaban a los artesanos de un mismo oficio, y que dieron cabida a las primeras actividades económicas basadas en la compartición del conocimiento, auténtica clave del éxito de estas agrupaciones profesionales cuyo espíritu pervive en nuestros días.
Pese a su origen espontáneo, los gremios no tardaron en consolidar una estructura económica y social vinculada a unas reglas y objetivos bien definidos: defender el “bien común” mediante cuestiones como la lealtad de las transacciones y la calidad de los objetos, garantizando, por otra parte, los intereses del propio cuerpo. Su estructura organizativa fundamental era el taller. La dirección del taller estaba en manos de la maestría, donde el “maestro” era el propietario del taller, de las herramientas y de la materia prima. Con el maestro convivían los oficiales (artesanos en proceso de maduración del oficio que componían el peldaño intermedio en la jerarquía del gremio) y los aprendices, jóvenes que deseaban aprender un oficio, y que eran aceptados con esa finalidad en el taller de un maestro. Imbert (1971), explica que los aprendices no ganaban ningún salario, y muy a menudo los padres pagaban un pequeño tributo al maestro.
Es relevante resaltar la importancia que tenía entonces, principalmente para los más jóvenes, la oportunidad de aprender un oficio y el valor que se le otorgaba, ya en esa época, a la transmisión del conocimiento. Un conocimiento fruto de la experiencia del artesano, atesorado a lo largo de los años. En el taller el aprendiz participaba de la transmisión de conocimientos tanto explícitos (aquellos que de haber sabido escribir hubieran podido quedar recogidos en un pergamino, como por ejemplo, la cantidad de tintura que hay que ponerle a la piel para que adquiera un tono deseado concreto), como tácitos (aquellos que sólo el maestro puede transmitir y que el aprendiz adquirirá mediante la observación y la práctica, por ejemplo, cómo cortar el cuero para garantizar un buen acabado). Por todo ello el aprendiz estaba dispuesto a trabajar sin recibir ninguna compensación económica a cambio. Él, o quizás más aún su familia, eran conscientes del valor que suponía poder beneficiarse de la experiencia del maestro, lo que permitiría al aprendiz asegurarse un modo de supervivencia en el futuro.
Pero además de la transmisión de las artes de un oficio, los gremios suponían una serie de ventajas sociales. Piettre (1962) explica que los gremios funcionaban como un esbozo de una “sociedad de socorros mutuos” encargada de acudir en ayuda del hermano necesitado, de su viuda o su familia. Imbert (1971) añade que gracias a las aportaciones de los miembros era posible ayudar a un maestro o a un oficial afectado por la enfermedad, bien como pagar un buen entierro a un miembro fallecido y ocuparse de su mujer y de sus hijos. Algunas corporaciones muy ricas poseían incluso un hospital destinado a recoger a sus integrantes en caso de necesidad, aunque la mayoría de ellas simplemente “fundaban” algunas camas en hospitales ya existentes que quedaban reservadas con prioridad para los miembros de la profesión. Sin duda, una versión muy embrionaria de nuestra actual Seguridad Social, pero que demuestra que el alcance del compromiso adquirido entre los miembros de cada gremio era altísimo.
Después de repasar todas estas experiencias precapitalistas, hacemos un salto a la era moderna y la consolidación del capitalismo, y desde ahí nos adentramos en el siglo XX, en la llamada nueva economía. Haciendo referencia a la evolución de la economía capitalista, Richard Sennett (2012) nos recuerda algunos cambios clave que se han producido al largo del último siglo. Señala que hemos pasado de una economía centrada en la producción industrial a una economía de servicios, donde la inversión de capital mundial se ha descentralizado y globalizado, y donde el consumo masivo ha encontrado en Internet un impulso antes inimaginable. Así, como apunta Castells (2001), la economía del nuevo capitalismo está sostenida en las redes y en los mercados financieros globales, y funciona sobre la base de alianzas estrategias que varían en función de los productos, los procesos y los mercados. En esta geometría variable de redes empresariales, la economía global se construye alrededor de alianzas de producción y gestión en un contexto donde las empresas multinacionales y sus redes auxiliares (pequeñas y medianas empresas) dan cuenta de más del 30 por ciento del Producto Global Bruto y de un 70 por ciento del comercio internacional.
Pero pese a los muchos cambios que supuso el pasaje de la era industrial a la nueva economía global, algunos aspectos del capitalismo se mantienen iguales o incluso recrudecen antiguos males. Por ejemplo, la desigualdad social se ha ampliado. De hecho, si miramos al desarrollo económico de los últimos cincuenta años en lugares como Europa o Estados, veremos que esa desigualdad se traduce en una brecha cada vez mayor entre los ricos y las clases medias. El sociólogo Robert Putnam (2000) fue uno de los teóricos que abordó este tema desde el punto de vista de la cohesión social. A juicio de Putnam las sociedades capitalistas presentan menos cohesión social que treinta años atrás, menos confianza en las instituciones y menos confianza en sus líderes, lo que - según afirma - ha producido un declive en el capital social, la cooperación y la vida pública.
La advertencia de Putnam puede ser entendida como una de las muchas contradicciones que encierra el sistema. Mientras los capitales circulan en redes globales, en la nueva economía el trabajo se individualiza. Las relaciones de gestión laboral se establecen mediante acuerdos individuales, y el trabajo se valora según la capacidad de los trabajadores o los directivos para reprogramarse a fin de realizar nuevas tareas y obtener nuevas metas. Innovación, versatilidad, flexibilidad y competitividad emergen como palabras de orden en la economía de las redes, una economía que, como muy bien retrató Richard Sennett en libros como La Corrección del Carácter (Sennett, 2000), o El Artesano (Sennett, 2009), están cambiando las formas de relación en el trabajo y debilitando su importancia como uno los pilares en los que históricamente se ha vertebrado la cohesión social.
Pero también es verdad que los proceso de abertura y flexibilización encuentran otros significados en la economía de las redes, en la cual Internet y los multimedia hipervinculan múltiples manifestaciones de la creación y de la comunicación humana. La abertura propia de las redes puede entenderse, en ese sentido, como un espacio para la resistencia, como atomizador de los discursos monolíticos que facilita la circulación de expresiones diversas y la personalización de entrega de mensajes. Quizás por eso, justamente en el marco de la nueva economía (posiblemente la época más claramente capitalista de la historia), es donde surgen iniciativas como la comunidad hacker, un grupo de programadores informáticos que, cuestionando los monopolios de las grandes multinacionales, deciden crear sus propios software de acceso gratuito de manera colaborativa. Así nació, por ejemplo, el sistema operativo Linux, un proyecto que no deja de sorprender si tenemos en cuenta los valores de una época en que la motivación del dinero ha pasado a ser tan poderosa que lleva a impedir cada vez más el acceso a la información.
Es interesante señalar que en la comunidad hacker las motivaciones sociales desempeñan un papel muy significativo. El reconocimiento en el seno de una comunidad que comparte su pasión es, como afirma Himanen (2001), más importante que el dinero. Para los hackers reviste especial importancia el hecho de que el reconocimiento de sus iguales no es un sustituto de la pasión, sino que debe producirse como resultado de la acción apasionada, de la creación de algo que sea desde un punto de vista social valioso para esta comunidad creativa. Este vínculo de unión que los hackers establecen entre el plano social y el plano de la pasión es lo que hace a su modelo tan atractivo. Los hackers se dan cuenta de lo profundamente satisfactorias que pueden ser las motivaciones sociales, y de su enorme potencial. Al hacerlo, contradicen la imagen estereotipada del hacker como ser asocial, un cliché que, por lo demás, nunca fue cierto.
Hasta aquí hemos revisado experiencias que, a lo largo de nuestra historia, nos hablan de nuestra predisposición a la vida en comunidad y la cooperación. En el apartado siguiente veremos como esto se relaciona otra aptitud clave: la capacidad para generar y compartir conocimiento.
¿Qué podemos aprender de iniciativas como estas? ¿Cuál es el vínculo que une la gnes romana, los gremios de artesanos o las comunidades hacker? ¿Qué nos dicen sobre nuestro mundo social y sobre la manera que nos relacionemos individuos y comunidades?
El éxito del modelo hacker, igual que ocurría en los gremios o en la relación entre miembros de una misma gnes, estriba en el aprendizaje. El proceso de aprendizaje característico del hacker empieza con el planteamiento de un problema interesante, sigue con la búsqueda de una solución mediante el uso de diversas fuentes, y culmina con la comunicación de sus hallazgos. Una fuerza primordial de este modelo de aprendizaje estriba en que un hacker, al aprender, enseña a los demás. Cuando se pone a estudiar el código fuente de un programa, a menudo lo desarrolla hasta un estado ulterior, y otros pueden aprender de su trabajo. Igual que el maestro en los gremios compartiendo su trabajo comparte una experiencia de aprendizaje que se transfiere y transforma en los gestos y la mirada del aprendiz.
Quizás el vínculo entre todas estas experiencias está en el hecho de que todas ellas, de alguna manera, nos recuerdan que los individuos tenemos una capacidad limitada para crear conocimiento. Por mucho que podamos evolucionar solos en nuestro propio saber intelectual, llega un momento en que es necesario recurrir a la ayuda de otros para poder avanzar, resolver problemas, superar escollos y crecer como grupo, entidad o sociedad en su conjunto. Desde ese punto de vista, el propio conocimiento (individual o colectivo) resulta de un proceso de creación social, donde la interacción con el contexto adviene como elemento clave de nuestra capacidad de conocer. Esta es la idea fundamental que plantean teorías como la cognición distribuida, que afirma que la cognición humana no es algo que se pueda poseer de manera individual. El conocimiento – advierte esta teoría - no reside exclusivamente en la cabeza de los individuos, sino que está disperso en el medio social, en las personas, los artefactos, los procesos, los instrumentos y en el propio entorno.
Es muy probable que la llegada de las nuevas tecnologías, de Internet y de las redes sociales virtuales, haya potenciado nuestra predisposición innata a compartir i cooperar. En efecto, si miramos a cómo han evolucionado las tecnologías digitales a lo largo de las últimas décadas, es innegable que los medios digitales nos han proporcionado herramientas fantásticas para comunicarnos y, por lo tanto, para colaborar. Estar en contacto, compartir cosas, trabajar y aprender juntos más allá de la proximidad física, resulta mucho más accesible para aquellos que podemos utilizar dispositivos móviles, acceder a redes sociales o a las denominadas herramientas web 2.0. No es de extrañar, por lo tanto, que se multipliquen experiencias de aprendizaje basadas en la colaboración en línea. La aparición de plataformas de generación de contenido colaborativo como Wikipedia o YouTube o la proliferación de comunidades de aprendizaje virtuales e iniciativas de educación en abierto (como los recientes Cursos en Línea Masivos y Abiertos, Massive Open Online Course, en su versión original), son solamente algunos ejemplos que reflejan el cambio profundo que se está operando en la relación entre conocimiento individual y conocimiento colectivo con la masificación de las tecnologías digitales.
En las páginas siguientes nos adentraremos en algunos de los planteamientos que autores como Salomon, Pea, Lévy y Rheingold. Sus reflexiones estriban en la idea de que la generación de conocimiento depende, cada vez más, de lo colectivo.
Una idea muy arraigada al pensamiento moderno es que el razonamiento y el aprendizaje son territorio de la inteligencia individual. El sistema educativo moderno es, desde su aparición, una claro ejemplo de sistema erigido en torno a los principios de la racionalidad cartesiana, fundada en la idea de individuo como sujeto de la razón. Esa convicción —señala Pea (1993) — sigue predominando en muchos contextos educativos, los cuales se interesan, sobre todo, por la inteligencia individual, y se preocupan fundamentalmente en medirla y mejorarla.
Sin embargo, para aquellos que como Pea (1993) se han detenido a observar de cerca las prácticas cognitivas, tales supuestos plantean problemas. En efecto, las ciencias cognitivas ya nos han revelado que la mente raramente trabaja sola, sino que nuestro conocimiento está distribuido. Es decir, está en nuestra mente, pero también está en las demás personas y en los entornos simbólicos y físicos, naturales o artificiales con los que interactuamos.
En línea con la idea de Pea (1993), Salomon (1993) introduce el término “cogniciones distribuidas”. La noción de distribución alude, según Salomon, a la ausencia de un centro, de un lugar claro y único en el que se deposita el conocimiento. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando las responsabilidades familiares o las inversiones financieras se reparten entre distintos individuos o carteras. Pero, además, distribución también significa compartir: compartir autoridad, lenguaje, experiencias, tareas y sobretodo una herencia cultural.
Ampliando la idea de cognición distribuida algunos autores hablan de cogniciones situadas. Consideran que si las cogniciones están distribuidas entonces también están situadas, en el sentido de que existen y cobran significado en relación con un contexto histórico y cultural concreto. Esta idea coge impulso en libros como Cognition in practicem, escrito por Lave (1991), Situated learning: legitimate peripheral participation, de Lave y Wenger (1991) o Situated cognition and the culture of learning, fruto del trabajo conjunto de Brown, Collins y Duguid (1989). Asimismo, resulta fácil intuir que el paradigma de la cognición situada está altamente vinculado al enfoque sociocultural vigotskiano que sitúa las cogniciones de los individuos dentro de los contextos sociales y culturales de interacción y de práctica2.
Vale finalmente señalar que los teóricos de la cognición situada parten de una fuerte crítica a la manera cómo las instituciones educativas tradicionalmente han promovido el aprendizaje. Muchas prácticas docentes – afirman - asumen implícitamente que el conocimiento conceptual se puede abstraer de las situaciones en las cuales se aprende y se usa. Según estos autores, este modo de concebir el aprendizaje limita inevitablemente las posibilidades del mismo, en la medida que lo presentan separado de la práctica, del contexto y la cultura en la cual se desarrolla.
Con el creciente desarrollo de las tecnologías digitales aparecen más autores interesados en el conocimiento colectivo. Emergen así diferentes nociones y conceptos que lo definen de modos similares, aunque con algunos matices. Cognición distribuida, inteligencia colectiva, multitudes inteligentes o sharismo son expresiones distintas que designan conceptos muy similares3.
En 1997 Piérre Lévy publica L’intelligence collective. Pour une anthropology du cyberspace. En esta obra propone el concepto de inteligencia colectiva, definida como una inteligencia que está dispersa por todas partes y en constante movimiento. Lévy se basa en la premisa del reconocimiento y el enriquecimiento mutuo de las personas, desde donde afirma: “Nadie lo sabe todo, todo el mundo sabe alguna cosa, toda la sabiduría está en la humanidad” (Lévy, 1997). Su manera de entender el conocimiento convoca a un nuevo humanismo que contrapone el “conócete a ti mismo” a “aprendamos a conocernos para pensar juntos”, y que generaliza el “yo pienso, luego existo” convirtiéndolo en un “nosotros formamos una inteligencia colectiva, luego existimos como comunidad eminente”.
Esta idea no se debe confundir con proyectos totalitarios de subordinación de los individuos o de comunidades transcendentes y fetichistas. En un colectivo inteligente, la comunidad se vuelca explícitamente en el objetivo de la negociación permanente del orden de las cosas, de su lengua, del rol de cada uno, en la definición de sus objetivos y en la reinterpretación de su memoria. Se trata en definitiva de pasar del cogito cartesiano a cogitamus, poniendo en relación las inteligencias individuales y promoviendo la inteligencia colectiva en tanto que un proceso de crecimiento, de diferenciación y reinvención de singularidades.
Cinco años después, Howard Rheingold (2002), en su libro Smart Mobs: the next social revolution, acuña el término multitudes inteligentes para referirse a los grandes grupos sociales que comparten conocimiento. Partiendo de argumentos antropológicos, este autor se remonta al descubrimiento darwiniano de los mecanismos evolutivos donde se defiende el papel del altruismo en los orígenes de la cooperación. En sus reflexiones, Rheingold se inspira en ideas como la del filósofo Peter Kropotkin, uno de los primeros que defendió la importancia de la cooperación en el debate sobre teoría evolutiva. Kropotkin (1920), que era geógrafo, aventurero y anarquista, explica en su obra El apoyo mutuo. Un factor de la evolución que la cooperación se observa con frecuencia en el reino animal. Para demostrarlo, recoge algunos ejemplos como el de los caballos y los ciervos que se unen para protegerse de sus enemigos, o el de las abejas y hormigas que colaboran en diversos sentidos. De hecho, y en contra de lo defendían otros biólogos de su época, Kropotkin consideraba que no son más aptos para la supervivencia aquellos animales predispuestos para la lucha, sino aquellos acostumbrados a la ayuda mutua.
Tendiendo un puente desde estos debates sobre la teoría de la evolución hacia la actualidad, Reinghold (2002) afirma que Internet es uno de los medios que más ha modificado nuestros hábitos de comunicación y organización social, en la medida que está posibilitando nuevos modos de acción colectiva. Se trata, en sus palabras, de un nuevo “contrato social” que potencia la creación y mantenimiento de espacios de cooperación, que son una fuente común de recursos y de conocimiento.
Cada vez que interaccionan dos personas –explica Rheingold– existe la capacidad potencial de poner en común información acerca de terceros conocidos por ambas partes. La estructura de los vínculos entre cada individuo y todos los demás es una red que sirve de canal por el que viajan noticias, consejos laborales o posibles parejas amorosas. Bajo este contexto surgen lo que Rheingold (2002) denomina multitudes inteligentes, personas conectadas entre sí y que intercambian información o conocimiento. Así, al igual que la imprenta facilitó la ciencia y la democracia, para Rheingold las redes telefónicas inalámbricas y los sistemas informáticos accesibles para cualquier usuario constituyen un potencial inmenso para las multitudes inteligentes, que pueden emprender movilizaciones colectivas - políticas, sociales, económicas - gracias a medios de comunicación que les posibilitan nuevos modos de organización.
El empresario y Blogger de la República Popular China, Isaac Mao es otro de las figuras destacadas entre los teóricos de la relación entre conocimiento y cooperación. Partiendo de la idea de que el acto de compartir es una condición innata de la naturaleza humana, Mao propone el Sharismo (del inglés to share) como una filosofía que defiende la reorientación de los valores sociales hacia a la creación de un hibrido interconectado de personas y tecnología. En las predicciones de este ingeniero informático, el Sharismo constituirá una tendencia que guiará las nuevas fórmulas sociales y económicas mundiales, en un contexto donde los beneficios se obtendrían a partir de compartir las ideas i ponerlas a disposición de la red para que otros las puedan utilizar.
Su propuesta, sin duda arriesgada, se basa en una comparación entre los modelos de distribución abiertos y las redes neurológicas del celebro humano. Tomando como punto de partida esta analogía, Mao (2008) afirma que aunque no sabemos del todo cómo funciona nuestro cerebro, tenemos un modelo del mecanismo funcional del sistema nervioso y de sus neuronas. Sabemos, por ejemplo, que más allá de células orgánicas simples, las neuronas humanas son procesadores biológicos muy potentes que comparten señales químicas entre ellas y que son capaces de integrarse en redes significativas que la mantienen activas y vivas. Según Mao, esta lógica aparentemente tan simple de conectar y compartir es lo que nos permite entender el cerebro como un sistema abierto, como una red neuronal que existe con la finalidad fundamental de compartir actividad e información.
En palabras del Mao, este modelo cerebral debería inspirarnos ideas y decisiones sobre la estructura y organización de las redes de colaboración humanas. Se trataría, en definitiva, de asumir el espíritu de la era de la web 2.0 que trae consigo la promesa de una nueva filosofía en Internet. “Somos neuronas en Red conectadas entre sí por las sinapsis del software social”, afirma Mao. “El sharismo – continúa - será la política de la próxima superpotencia global. No será un país, sino una nueva red humana unida por el software social”.
En los últimos años, especialmente desde la explosión de los sitios de redes sociales en Internet, pareciera que hemos redescubierto el término compartir. En tiempos de Facebook y Twitter todo resulta, de repente, compartible. Compartimos, fotografías, videos, opiniones, amigos virtuales. Ampliamos nuestra red de contactos no solo para tener acceso a información ajena, pero para poder dividir la propia con más gente. Así surgen, por ejemplo, las comunidades virtuales, grupos que comparten intereses bien definidos y que tienen en la virtualidad un espacio de encuentro e intercambio. ¿Pero realmente se trata de algo nuevo?
En este escrito hemos intentado evidenciar que la tendencia a aprender colaborativamente es algo que acompaña la historia de la propia humanidad. Desde el inicio de los tiempos el hombre vio la necesidad de organizarse para poder subsistir. Esta necesidad de agruparse para hacer frente, por ejemplo, a las inclemencias del tiempo o a la escasez de alimentos, derivó en lo que consideramos uno de los éxitos de nuestra especie: la compartición de conocimiento.
Es posible que las nuevas tecnologías estén devolviendo la confianza en lo colectivo, perdida en los entramados de las relaciones de competencia que caracterizan nuestras sociedades capitalistas. Hoy Internet y las redes sociales nos dan, si más no, señales esperanzadoras de que podríamos estar recuperando aptitudes que están impresas en la naturaleza humana: la disposición a cooperar, a trabajar y aprender colaborativamente. Lo que denominamos Social Learning –cuyos orígenes muchos atribuyen única y simplemente a las redes sociales virtuales– no es más que la vuelta al aprendizaje de nuestros iguales, de nuestros pares.
Con todo, pasar del proyecto al hecho implica un necesario movimiento de revaloración de ese saber colectivo. Una revaloración social, económica, institucional y sobretodo humana del sentido de la cooperación. Queda mucho camino por delante, pero las tecnologías digitales son sin duda una oportunidad para crear estrategias de empoderamiento social y reconocimiento mutuo que pueden ayudarnos a reavivar nuestra capacidad innata de aprender unos de los otros.
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1. Las gens sirvieron como referente de organización social hasta finales de la Republica Romana (hacia el 27 a.C.).
2. Vigotski, en su libro El desarrollo de los procesos psicológicos superiores propone el concepto de zona de desarrollo próximo. La zona de desarrollo próximo no es otra cosa que la distancia entre el nivel real de desarrollo intelectual del niño, determinado por la capacidad de resolver independientemente un problema, y el nivel de desarrollo potencial, determinado a través de la resolución de un problema bajo la guía de un adulto o en colaboración con otro compañero más capaz (Vigotski, 1978). En otras palabras se trata de la distancia que representa la distancia entre el nivel de desarrollo efectivo del alumno (aquello que es capaz de hacer por si solo) y el nivel de desarrollo potencial (aquello que sería capaz de hacer con la ayuda de un adulto o un compañero más capaz).
3. Antes de seguir avanzando en las diferentes formas en que algunos autores describen la organización del conocimiento colectivo, nos gustaría clarificar que tanto el término multitudes inteligentes como el de inteligencia colectiva atribuyen su origen al contexto de Internet mientras que otros autores, como Kropotkin (1920) y Mao (2008), defienden que desde los orígenes del hombre el conocimiento ha sido distribuido. Nuestro particular puntode vista es que, si bien las denominadas nuevas tecnologías e Internet, potencian este fenómeno y lo hacen más evidente, el conocimiento distribuido existe mucho antes que Internet, mucho antes que la imprenta, desde que el hombre se convirtió en animal social y se organizó en tribus para sobrevivir.